Capítulo 8

Varios días más tarde

Amelia decidió que, en algún momento de su vida, debió haber hecho algo muy malo porque, de lo contrario, no había otra explicación por la cual el señor Merriweather —porque ella sabía que el título de lord no le correspondía por derecho propio—, de repente apareciera en cada evento al que ella asistía. Como si eso no fuera suficiente, no parecía comprender sus indirectas de no desear su compañía.

De hecho, luego de aquel primer encuentro, ella había comenzado a tener pesadillas sobre lo ocurrido esa fatídica noche y comenzó a quedarse hasta altas horas de la madrugada dibujando todo lo que recordaba. Sabía que, aunque los detalles podían no ser precisos, no lo había imaginado. Algo terrible había ocurrido, algo por lo cual Teresa había fallecido después… Durante un tiempo, se había hablado de un suicidio, pero cuando la enterraron en la cripta familiar, esos rumores fueron rápidamente acallados. Pero ¿y si ella tuviese en su mente el secreto que pudiera ayudar a su vieja amiga? Aunque hacía años que no se veían, Meli sentía que se lo debía. Una vez fueron tan unidas como hermanas y tener a ese monstruo como tutor no pudo haberle hecho ningún bien a una persona dulce como siempre lo había sido Angie.

Perdida en sus pensamientos, no notó que el resto de los asistentes al baile se había alejado de regreso al interior del salón, por lo que quedó sola. Aunque podía verlos desde donde se hallaba, sabía que lo mejor era seguirlos. Pero deseaba quedarse, aunque fuese unos instantes más, en soledad con sus recuerdos.

—Señorita Thompson, qué inesperada sorpresa el placer de su compañía. —La voz le produjo un inmediato escalofrío y su primera reacción fue ignorarlo y alejarse, pero la mano sobre su brazo la detuvo—. No creo que quiera hacer una escena como la del otro día con lord Douglas, ¿o sí?

—Suélteme… —Pero fue en vano porque él tan solo apretó con más fuerza, lo que la hizo gemir de dolor.

—Lord Douglas no es el único que puede ofrecerte lo que tú deseas, preciosura. Si me aceptas como tu único amante…

—¡Suélteme o le juro que grito y al diablo con mi reputación!

—Pequeña zorra… —Merriweather tenía el rostro distorsionado por la ira y, por un momento, creyó que la iba a golpear, pero entonces una figura alta de hombros anchos se interpuso entre ambos.

—Suéltela o el que va a tener muchas explicaciones para dar va a ser usted, milord… Ahora. —No sonaba al Callan que ella conocía. Se lo oía peligroso… casi frío y despiadado.

—¿No quieres que nadie más que tú toque a tu puta? Escuché que no te importa compartirla con tu hijo. —Esa fue la última palabra en salir de boca del hombre porque Callan lo derribó de un certero puñetazo, lo que atrajo a varios de los invitados hacia donde ellos se hallaban.

—Vete, Meli…

—Pero…

—Si te vas, te vas a arrepentir. A mí nadie me dice que no —masculló el hombre mientras se ponía de pie y se limpiaba la sangre que le corría por la comisura del labio—. ¿O acaso olvidas lo que ocurrió hace tantos años atrás, Amelia?

—Ahora, Meli, prometo contactarte y explicarte todo —la instó Callan mientras la miraba, por lo que la atrapó con la intensidad de sus ojos violetas y la alejó de la crueldad de la oscura mirada del otro hombre—. Rori te escoltará y yo después iré por ti.

Meli dudó respecto a qué hacer. Callan acababa de defenderla y no quería tan solo marcharse. Aunque sabía lo suficiente sobre el duque como para ser consciente de que no corría ningún verdadero peligro si las cosas con Merriweather se salían de control.

—Meli, no puedo hacer lo que debo contigo aquí. Vete, por favor.

—Está bien. Solo… cuídate, ¿sí? —Pero no fue hasta que él asintió que ella dio media vuelta y se apresuró a regresar al interior del salón donde Rori ya la esperaba con su capa en la mano.

El viaje de regreso a su hogar fue tan solo un recuerdo borroso y Amelia pasó el resto de la noche levantada esperando por la visita que Callan le había prometido. Tras aquella no ocurrir y al tan solo recibir una breve misiva informándole que todo había sido solucionado, se enojó. No tanto con él, sino consigo misma por albergar la esperanza de que él había corrido en su ayuda porque le importaba realmente y no porque él mantuviera la esperanza de que ella aún aceptara ser su amante.

Decepcionada, recibió el amanecer con las manos manchadas de carbonilla y una profunda sensación de tristeza en el alma. Quizás ya era hora de abandonar sus ilusiones sobre un amor romántico y solicitarle a su tío que le buscara un partido decente. Quizás fuese afortunada y, con el tiempo, lograría sentir algo de afecto por quien terminara siendo su marido.