Prólogo

Londres, 1855

La pequeña Amelia Thompson observó con cierta reticencia al hombre vestido íntegramente de negro pero que portaba un chistoso saquito corto por sobre su ropa, diferente a cualquier otra cosa que ella hubiese visto usar a su padre. Desde su llegada, hacía una semana atrás, siempre insistía en pasar tiempo con ella, lo que la ponía muy nerviosa. No era que él fuese malvado porque, en realidad, era totalmente lo opuesto. Se mostraba siempre muy amable, pero ella, en su sabiduría infantil, intuía que había algo más que mera curiosidad por la pequeña huérfana que entonces residía en la aristocrática mansión Chamberlaine.

—¿Te aburres, Meli? —le preguntó el hombre, llamándola por aquel cálido apodo que él mismo había escogido para la pequeña.

—No, señor —susurró con precaución. Aunque sabía que él no la amonestaría por hablar alto, no quería volver a sentir la vara de abedul de la vieja Antoniette sobre su espalda. La mujer parecía siempre saberlo todo, aunque ella sabía que eso no era posible porque no era una mamá como lo había sido la suya, sino una vieja pasa de uva… Quizás sí fuese una bruja, como susurraban las ayudantes de cocina cuando creían que nadie las escuchaba.

—Sabes que puedes llamarme, tío. ¿No?

—Sí, señor, pero… —Al instante calló, pues no quiso decir una impertinencia. Su mamá le había enseñado que puertas para adentro y con la familia una podía ser tan sincera como quisiera, pero en aquel momento, en el que sus padres ya no estaban, ella ya no podía portarse de esa manera… tenía que ser una «perfecta flor inglesa» o, de lo contrario, nunca nadie jamás la amaría.

—Meli, cuando nosotros estemos a solas, quiero que seas brutalmente sincera conmigo. ¿Lo comprendes? —Su mirada se volvió suspicaz, y luego de beber un pequeño sorbo de té, la observó con detenimiento antes de volver a hablar—. Nadie nos puede oír. Absolutamente nadie.

—¿Ni siquiera las brujas?

Archivald Thomas Chamberlaine, arzobispo de Canterbury, por primera vez en décadas, se encontró con serias dificultades para no reír a carcajadas. La inocencia de la pequeña era un cambio refrescante para alguien de su oficio y estaba agradecido por ello. Definitivamente el haber permitido que sus padres la criaran en el campo, lejos de la decadencia de la ciudad, había sido la mejor decisión que pudo haber tomado.

—Ni siquiera ellas, Meli.

—¿Prometido? —Y la pequeña elevó el dedo menique de su mano derecha y se lo ofreció, a lo que el hombre se apresuró a enlazarlo con el suyo para sellar la promesa.

—Entonces…, ¿me dirás?

—Antoniette dice que es una falta de respeto decirte «tío abuelo» porque, excepto por la familia real, eres la persona más… importante e influyente de toda Inglaterra —soltó a bocajarro la pequeña sin dudarlo—. Y que si no ando con cuidado, Dios me va a castigar por ser mala. Que por eso se llevó a mami y a papi.

El rostro del hombre se tensó ante las palabras de la niña, pero se aseguró de mantener un férreo control sobre su temperamento cuando, en realidad, lo único que deseaba hacer era darle una lección a la venenosa Antoniette.

—No, Meli. Ellos se marcharon porque era su momento. Sé que no lo entiendes, pero tus padres siempre van a estar contigo… aquí. —Y se señaló el pecho, en el lado del corazón—. Tú eres una niña maravillosa, y no podría estar más orgulloso de que seas mi sobrina.

—¿Lo soy? ¿Me quieres?

—Claro que sí, Amelia. Recuérdalo siempre. —En ese momento, el hombre se quitó uno de sus anillos y, aunque era muy grande para la mano infantil, se lo ofreció a la niña—. Este es el sello de nuestra familia…

—Pero yo soy Thompson.

—Eres familia. Llévalo siempre contigo, pero… no le cuentes jamás a nadie que lo tienes. ¿Comprendes? Será nuestro secreto —le susurró el hombre y le guiñó un ojo—. Un día, dentro de muchos años, cuando me necesites, lo usarás…

—¿Cómo?

—Cuando ese momento llegue, te aseguro que lo sabrás. —Depositó el tesoro en la pequeña palma y luego le besó la frente a modo de bendición—. En la mañana, cuando despiertes, yo ya no estaré. Debo partir a cumplir con ciertos asuntos oficiales, Meli, pero siempre que esté en la ciudad, vendré a visitarte. Y sí, lo prometo.

Aunque nunca nadie se lo explicó a Amelia, al día siguiente madame Antoniette había sido reemplazada por la rubicunda y amable señora Fanny, y todos los habitantes de la casa supieron que lo que fuera que se hubiese hablado en esa habitación había sido la causante de ello. Bien podría tratarse de una niña de apenas siete años, pero que tenía a uno de los hombres más poderosos del reino como protector era algo que jamás debía ser tomado a la ligera.