Capítulo 2

Londres, 1848

Mausoleo de la familia Douglas

Lord Callan Douglas, duque de Cumbria, observó el mármol frente a sus ojos. La inscripción sobre el mismo era sencilla: «Lady Roberta Douglas, duquesa de Cumbria. 1830-1848». Su esposa tan solo había tenido dieciocho años cuando falleció al dar a luz al que se juró sería su único heredero. Aunque entre ellos no había existido un amor apasionado, sí se habían querido y mucho, más de lo que cualquiera hubiese creído posible, dado que su matrimonio había sido concertado cuando tan solo eran unos niños y sin que se hubiesen conocido.

Callan, poseedor de un temperamento apasionado e inquieto, había quedado encantado con la naturaleza calma y centrada de su prometida. El desconocimiento no tardó en convertirse en amistad y respeto, y ambos se consideraron afortunados por ello. Esa era una buena base para un matrimonio. Cuando eso se convirtió en afecto acompañado por la sorpresa de un futuro heredero, la dicha de ambos fue absoluta. Pero, unos meses más tarde, tan solo tristeza quedaba en su alma. Sabía que podía considerarse afortunado porque su hijo se hubiera salvado, pero no podía menos que lamentar la pérdida de su querida amiga.

El llanto del pequeño le recordó que no se hallaba por completo solo, y contra todos los cánones de la época, lo tomó de los brazos de su nodriza y lo sostuvo contra su pecho. Eso pareció calmar al pequeño, porque lo contempló con sus enormes y profundos ojos violetas, iguales a los suyos, con una solemnidad inusual para alguien tan pequeño.

—Has heredado el temperamento de tu madre, mi pequeño Rori. Espero que siempre te acompañe tal como yo lo haré a lo largo de tu vida —le susurró, y besó la suave pelusa azabache de su pequeña cabecita.

—¿Milord?

—Déjalo, Ruth. Permíteme el consuelo de mi niño en este momento de tanto pesar —le respondió a la alarmada mujer. Los abiertos despliegues de afecto no eran algo usual, pero él se rehusaba a seguir esas normas. Ya había perdido a su esposa y, sin importar cuánta gente pasara a formar parte de la vida de ambos, nada ni nadie iba a reemplazarla, entonces él no pensaba en ser tacaño con su afecto para con su hijo que sabía lo iba a necesitar más que nunca a lo largo de su niñez.

Ya había sufrido él de primera mano lo que era crecer bajo el yugo de un padre cruel y tirano. De no haber sido por su hermana mayor, y el hecho de ser el único heredero varón, probablemente no hubiese sobrevivido a la adultez. Se rehusaba a permitir que los mismos oscuros pensamientos, que cruzaron a menudo por su consciencia mientras crecía, poblasen la mente de su hijo.

Eso sí. No volvería a permitir que una mujer entrase a su corazón. Simplemente no toleraría volver a perder de nuevo a una persona querida, ya que era obvio que, en su corazón, solo había lugar para amar a su hijo y a nadie más. Al menos, eso era algo que le ofrecía cierto consuelo.

Mientras sus aventuras fueran llevadas a cabo con discreción, podía comportarse como un verdadero truhan, y eso jamás llegaría a oídos indebidos.

***

Mansión Douglas, Londres, 1870

La misma noche de la fiesta, una hora más tarde

Lord Callan bebió un sorbo del whisky escocés mientras los eventos de la noche volvían a su mente. Aún no lograba descubrir qué había sido lo que, luego de haberle hablado a la sosa florero, lo impulsó a mantenerse a su lado cuando era más que claro que ella no lo quería cerca. O quizás fue eso mismo. En sus cuarenta años de vida, las mujeres siempre habían quedado rendidas a sus pies…, pero entonces, ¿por qué la joven Amelia no lo hizo? No solo eso, sino que lo había golpeado y no solo no se disculpó, sino que se mostró más que ansiosa por deshacerse de él.

Lo que era absurdo, a pesar del excelente linaje de la joven, necesitaba un pretendiente apropiado. Incluso uno que fuese muy superior al del resto de las floreros.

—No… Casi floreros —masculló en voz alta, recordando los rumores que circulaban respecto al grupo. Según parecía, estaban decididas a casarse, pero no con cualquier hombre, sino con aquellos que las quisieran por ser quienes ellas eran como mujeres, como personas. No sostenían la absurda noción de un amor apasionado, pero sí parecían anhelar algo de afecto en la unión.

Callan sospechaba que se debía a lo ocurrido entre lord y lady Kensington. La muchachita no llevaba ni una temporada ahí y había logrado atrapar a uno de los solteros más codiciados y, si los rumores eran correctos, su hermana mayor Urania seguía los mismos pasos, porque era conocido por todos el interés que Byron sentía por ella.

Bebió un nuevo sorbo whisky y permitió que sus pensamientos los apartasen de la soledad de su enorme mansión. Debido a haberse casado de joven, y con la pérdida de su esposa al poco tiempo del alumbramiento de un sano heredero, jamás se vio en la necesidad de volver a contraer matrimonio. Solo una persona podía ordenárselo, y sabía que Su Majestad estaba más que satisfecha con el más joven de los Douglas y los servicios que le prestaban a la Corona. Aunque si había expresado cierto interés en que su hijo Rori aún continuase soltero, no había pasado de ser una mera observación.

—Milord, alguien desea verlo. —Fargus, su fiel mayordomo, ingresó sin siquiera anunciarse, lo que indicaba el apuro que lo apremiaba.

Callan frunció el ceño y se levantó de su asiento junto al fuego, a tiempo para ver entrar a su sobrina Arabella en medio de un despliegue de telas mientras le entregaba al mayordomo todas sus cosas.

Sin perder la compostura, se acercó a su escritorio y se recostó ligeramente sobre el mismo mientras esperaba a oír lo que fuera que la tuviera en semejante estado de alteración. No era que fuera algo inusual en ella. A veces eso lo sorprendía, pues la madre de aquella había sido una dama de una calma inquebrantable. Cómo había sido capaz de dar a luz a una mujer tan voluble era algo que escapaba de su comprensión.

—¡Se atrevió a ignorarme! Pasaron veinte años, uno creería que ya debería haber olvidado toda la situación —chilló la dama mientras se acomodaba sobre el amplio sillón de tres cuerpos.

Cal se limitó a enarcar una ceja y se cruzó de brazos mientras esperaba a escuchar el resto del discurso. Sospechaba cuál era el problema y no podía culpar al hombre por despreciarla.

—Byron contrató a esa desabrida americana como tutora para sus medias hermanas. Como si alguien pudiera hacer algo por esas desabridas jovencitas.

—Mis fuentes me dicen que ambas son muy inteligentes y bellas —comentó casi como al pasar, pero eso solo pareció incendiar el malhumor de la dama, porque se levantó del sillón y lo encaró.

—Él debió elegirme a mí. No a ella. ¡A mí! Como si no fuera suficiente que el idiota de su mejor amigo se quedara con una americana.

—Calíope Forrester. Una jovencita con un espíritu admirable. —Callan ignoraba qué lo empujaba a defender a cada una de las personas que su sobrina atacaba, quizás era el hecho de saber lo ocurrido hacía veinte años atrás y que ella había sido la responsable de todo ese horrendo incidente.

Siempre agradeció que su hermana no hubiese vivido lo suficiente para descubrir lo que su hija había causado. Sin mencionar los problemas que aún generaba. En general, él se limitaba a mantenerse al margen de los mismos, excepto cuando ponían en riesgo la vida de ella o la de otras personas. Ahí estaba su límite.

Bien pudo haber cobrado vidas al servicio de Su Majestad, pero aquellos tiempos habían quedado atrás, y aunque no tenía miramientos en deshacerse de alguien que pusiera en riesgo la vida de alguien a quien amase, la experiencia le había enseñado que había maneras más satisfactorias de lidiar con un enemigo.

—Madre me daría la razón… Ella…

—Ella jamás te hubiese permitido comportarte de esa vergonzosa manera. Te sugiero que te calmes, sobrina, si no deseas tener una prolongada visita a Escocia. Estoy seguro de que nuestros parientes estarían más que felices de recibirte —finalmente declaró, harto de todo su berrinche sin sentido.

—No me amenaces, tío, porque los dos podemos jugar a ese juego.

—Adelante, muchacha, ¿o acaso olvidas porque soy el Dragón? —sonrió con malicia, sujetó de nuevo su copa de whisky y retomó su asiento frente al fuego. Hasta su sobrina sabía que había ciertos límites que eran mejor no poner a prueba cuando se lidiaba con él. Sin mencionar que tan solo cuidaba de ella por la promesa hecha a su hermana en su lecho de muerte.

Pese a los doce años de diferencia con su hermana mayor, su relación había estado colmada de afecto y por eso le dolía ver lo mal que su sobrina había salido. Era consciente de que algunas personas simplemente tenían un alma oscura y no se satisfacían con nada más que no fuera el dolor ajeno, pero eso no menguaba su propia tristeza ante las circunstancias.

Instantes después, escuchó el ruido de la puerta al ser azotada.

—¿Desea que la vigilemos, señor? —Su fiel sirviente, siempre atento a sus necesidades, intuyó sus pensamientos.

—Sí, viejo amigo, va a ser lo mejor. En el estado en que se encuentra, nunca se sabe de qué es capaz de maquinar.

Luego de eso, sus pensamientos volvieron a focalizarse en cierta joven de cabellos rojizos y llamativo vestido verde que no había hecho nada más que desafiarlo a cada instante. Esa era una dama que anhelaba conocer de cerca. No sería muy difícil lograr que cualquier otro pretendiente mantuviera la distancia tan pronto él diera a conocer su interés en la pequeña Meli. Proponerle matrimonio no estaba en sus planes, pero lograr conquistarla sí que lo estaba.