Winston recorrió el camino moteado de luces y sombras, atravesó charcos de oro allí donde se apartaban las ramas. Debajo de los árboles, a su izquierda, el terreno estaba cubierto de campanillas azules. El aire parecía besarle la piel. Estaban a 2 de mayo. Del corazón del bosque llegaba el arrullo de las palomas torcaces.
Había llegado un poco pronto. El viaje no había tenido dificultades, y la chica le había parecido tan segura de sí misma que Winston estaba menos asustado de lo que lo habría estado en condiciones normales. Confiaba en que sabría encontrar un lugar seguro. Por lo general, no era prudente creerse más a salvo en el campo que en Londres. Claro que no había telepantallas, pero siempre estaba el peligro de que hubiese micrófonos ocultos capaces de grabar y reconocer tu voz; además, no era fácil hacer el viaje solo sin llamar la atención. Para distancias inferiores a cien kilómetros no era necesario un visado, pero a veces había patrullas en las estaciones de ferrocarril que examinaban la documentación de cualquier miembro del Partido a quien encontraran allí y que hacían todo tipo de preguntas comprometidas. En cualquier caso, no se había topado con ninguna patrulla, y tras salir de la estación se había asegurado con precavidas miradas de que nadie le seguía. El tren estaba abarrotado de proles con ánimo festivo debido al tiempo veraniego. El vagón con asientos de madera en que había viajado estaba ocupado hasta los topes por una sola familia muy numerosa, que incluía desde una bisabuela desdentada hasta un bebé de un mes. Iban a pasar la tarde con la «familia política» en el campo, y, como confesaron sin tapujos a Winston, a comprar un poco de mantequilla en el mercado negro.
El camino se ensanchó y al cabo de un minuto llegó al sendero del que le había hablado la joven, un mero camino de cabras que se perdía entre los arbustos. No tenía reloj, pero aún no podían ser las quince. Las campanillas eran tan abundantes que resultaba imposible no pisarlas al andar. Se arrodilló y empezó a coger unas cuantas, en parte por pasar el rato, pero también con la vaga idea de reunir un ramo de flores para regalárselo a la joven. Había recogido un ramo muy grande y estaba olisqueando su aroma vagamente empalagoso cuando un ruido a su espalda lo dejó helado: el crujido inconfundible de un pie sobre las ramas secas. Siguió recogiendo campanillas. Era lo mejor. Podía ser la chica, o que le hubiesen seguido después de todo. Darse la vuelta era como reconocer su culpabilidad. Arrancó otra y otra. Una mano se posó suavemente en su hombro.
Alzó la vista. Era ella. La chica movió la cabeza, evidentemente para indicarle que guardara silencio, luego apartó los arbustos y le guió rápidamente por el estrecho sendero en dirección al bosque. Estaba claro que había estado allí antes, pues esquivaba las zonas fangosas como por costumbre. Winston la siguió sin soltar el ramo de flores. Su primera impresión había sido de alivio, pero al ver el cuerpo esbelto y vigoroso moviéndose delante de él con la faja escarlata lo bastante ceñida para resaltar la curva de sus caderas, le oprimió el peso de su propia inferioridad. Incluso entonces le pareció probable que cuando se volviese a mirarlo cambiara de idea después de todo. La dulzura del aire y el verdor de las hojas le amedrentaban. De camino hasta allí, el sol de mayo ya había hecho que se sintiera sucio y desfallecido, una criatura de ciudad, con el hollín de Londres incrustado en todos los poros de la piel. Se le ocurrió que lo más probable era que, hasta ese momento, ella no lo hubiese visto a plena luz del día. Llegaron al árbol caído del que le había hablado. La muchacha lo saltó y apartó los arbustos en un lugar donde no parecía haber un camino. Winston la siguió y descubrió que se hallaban en un claro natural, un montículo herboso rodeado de arboles jóvenes y altos que cerraban el lugar por completo.
La chica se detuvo y se volvió.
—Ya hemos llegado. —Él se hallaba a varios pasos de distancia, como si no se atreviera a acercarse—. He preferido no decir nada en el sendero —continuó—, por si había algún micrófono oculto. No lo creo, pero nunca se sabe. Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos reconozca tu voz. Aquí estamos a salvo.
Winston seguía sin atreverse a acercarse.
—¿A salvo? —repitió como un estúpido.
—Sí. Mira los árboles. —Eran fresnos. Alguien los había talado hacía un tiempo y habían vuelto a brotar formando un bosque de pértigas, no más gruesas que la muñeca de un hombre—. No hay nada lo bastante grande para ocultar un micrófono. Además, ya he estado antes aquí.
Solo estaban hablando. Winston se las había arreglado para acercarse un poco. Ella se plantó muy erguida ante él, con una sonrisa que parecía levemente irónica, como si se preguntara por qué actuaba de manera tan lenta.
Las campanillas se habían esparcido por el suelo como si tuviesen voluntad propia. Winston le cogió la mano.
—¿Podrás creer —dijo— que hasta este momento no he sabido de qué color eran tus ojos? —Vio que eran castaños, un poco más claros que marrones, con pestañas oscuras—. Ahora que has visto cómo soy en realidad, ¿todavía soportas mirarme?
—Sí, es fácil.
—Tengo treinta y nueve años, una mujer de la que no consigo librarme, varices y cinco dientes postizos.
—Me trae totalmente sin cuidado —respondió la joven.
Un instante después, sin que fuese fácil decir quién de los dos hizo el primer movimiento, ella estaba entre sus brazos. Al principio Winston solo sintió incredulidad. Aquel cuerpo joven estaba apretado contra el suyo, la masa de cabello oscuro se arremolinaba contra su rostro, y ¡sí!, de verdad ella había alzado la cabeza y él le había besado la boca grande y roja. La muchacha le había rodeado el cuello con los brazos y le estaba llamando cariño, adorado, amor. La tumbó en el suelo sin encontrar resistencia, podía hacer con ella lo que quisiera. Sin embargo, lo cierto es que Winston no tuvo ninguna sensación física aparte del mero contacto. Lo único que sintió fue incredulidad y orgullo. Se alegraba de que estuviese ocurriendo aquello, pero no sentía deseo físico. Era demasiado pronto, la belleza y la juventud de la chica le habían asustado, estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres... no sabía el motivo. Ella se incorporó y se quitó una campanilla del pelo. Se sentó a su lado y le pasó el brazo por la cadera.
—No te preocupes, cariño. No hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿No te parece un escondite estupendo? Lo encontré una vez que me perdí en una excursión comunitaria. Si viniese alguien lo oiríamos a cien metros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Winston.
—Julia. Yo sí sé cómo te llamas. Winston... Winston Smith.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Creo que averiguar cosas se me da mejor que a ti, cariño. Dime, ¿qué pensabas de mí antes de que te pasara la nota?
Él no sintió la tentación de mentirle. Incluso le pareció que empezar diciéndole lo peor era una especie de ofrenda amorosa.
—Te odiaba —respondió—. Quería violarte y luego asesinarte. Hace dos semanas consideré seriamente la idea de partirte el cráneo con un adoquín. Ya que quieres saberlo, creía que tenías algo que ver con la Policía del Pensamiento.
La chica se echó a reír encantada, evidentemente le parecía un halago a su habilidad para el disimulo.
—¡Con la Policía del Pensamiento! ¿No lo creerías en serio?
—Bueno, tal vez no exactamente. Pero a juzgar por tu aspecto... como eres tan joven, lozana y saludable, ya me entiendes... pensé que probablemente...
—¿Pensaste que era una buena miembro del Partido. Pura de hecho y de palabra. Banderas, desfiles, consignas, juegos, excursiones comunitarias y demás... y que, a la menor oportunidad, te denunciaría por criminal mental y haría que te mataran?
—Sí, algo por el estilo. Ya sabes que muchas jóvenes son así.
—La culpa la tiene esta maldita faja —dijo arrancándose el cinturón escarlata de la Liga Juvenil Antisexo y arrojándolo a una rama. Luego, como si al tocarse la cadera se hubiese acordado de algo, hurgó en el bolsillo del mono y sacó una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio uno de los trozos a Winston. Incluso antes de aceptarlo, supo por su aroma que era un chocolate muy especial. Era oscuro y brillante e iba envuelto en papel de plata. Normalmente el chocolate era una sustancia de color pardo que se deshacía entre las manos y sabía, no había mejor descripción, como el humo de la hoguera de un vertedero. Pero en alguna ocasión había probado chocolate como el que acababa de darle. Su aroma despertó algún recuerdo que no acertó a identificar, aunque era muy vivo e inquietante.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—Del mercado negro —respondió ella con indiferencia—. La verdad es que cualquiera que me vea pensará que eso es lo que soy. Se me dan bien los juegos. Fui jefe de tropa en los Espías. Hago trabajo voluntario tres tardes a la semana en la Liga Juvenil Antisexo. He pasado horas y horas pegando sus puñeteros carteles por todo Londres. Siempre llevo un extremo de la bandera en los desfiles. Siempre parezco alegre y nunca me escaqueo. Mi lema es: grita con la multitud. Es la única forma de estar a salvo.
El primer trozo de chocolate se había deshecho en la lengua de Winston. El sabor era delicioso. Pero aquel recuerdo siguió rondando los límites de su conciencia por más que no pudiera reducirlo a una forma definida, como si lo viese por el rabillo del ojo. Lo apartó de su memoria y solo acertó a comprender que era el recuerdo de algo que habría preferido no haber hecho y ya no tenía remedio.
—Eres muy joven —dijo—. Te saco al menos diez o quince años. ¿Qué pudiste ver en un hombre como yo que te resultara atractivo?
—Algo en tu expresión. Decidí arriesgarme. Se me da bien identificar a quienes no acaban de encajar. En cuanto te vi, supe que estabas en contra de ellos.
Al parecer, ellos eran el Partido, y por encima de todo el Partido Interior, del que hablaba con un odio tan poco disimulado que hizo que Winston se sintiera incómodo, aunque sabía que allí estaban a salvo. Lo que más le sorprendió de ella fue la crudeza de su lenguaje. Se suponía que los miembros del Partido no debían utilizar palabras malsonantes, y Winston lo hacía muy raras veces y nunca en voz alta. Julia, en cambio, parecía incapaz de hablar del Partido, y sobre todo del Partido Interior, sin utilizar esas palabras que uno veía pintarrajeadas en los más sórdidos callejones. No le molestó. Era solo un síntoma de su rebeldía contra el Partido y sus métodos, y en cierto sentido resultaba natural y saludable, igual que el estornudo de un caballo que huele a paja podrida. Habían abandonado el claro y estaban paseando entre las sombras salpicadas de luz, cogidos de la cintura siempre que había sitio para pasar los dos juntos. Winston reparó en lo suave que era su cintura ahora que se había quitado el cinturón. Seguían hablando con susurros. Fuera del claro, le advirtió Julia, era mejor guardar silencio. Pronto llegaron a la linde del bosquecillo. Ella le obligó a detenerse.
—No salgas al descampado. Podría haber alguien mirando. Ocultos detrás de las ramas estaremos más seguros.
Estaban a la sombra de unos avellanos. La luz del sol se filtraba a través de las hojas y les calentaba la cara. Winston miró hacia el prado que había más allá y experimentó una curiosa y creciente sorpresa al reconocerlo. Lo había visto antes. Un prado viejo con la hierba mordisqueada, atravesado por un sendero y con alguna que otra topera aquí y allá. En el seto descuidado que había al otro lado del prado las ramas de los olmos se cimbreaban de manera imperceptible bajo la brisa, y el follaje se estremecía como el cabello de una mujer. Sin duda cerca de allí, aunque no pudiera verlo, debía de haber un riachuelo con pozas verdes donde nadaban los mújoles.
—¿No hay un río cerca de aquí? —susurró.
—Sí, hay un riachuelo. En realidad, está detrás de aquel campo. Hay peces muy grandes. Si te tumbas en las pozas bajo los sauces se les ve nadar moviendo la cola.
—Es el País Dorado... o casi —murmuró.
—¿El País Dorado?
—No es nada. Solo un paisaje que he visto a veces en sueños.
—¡Mira! —susurró Julia.
Un zorzal se había posado en una rama a menos de cinco metros de distancia, casi a la altura de su cara. Tal vez no los hubiera visto. Estaba al sol y ellos a la sombra. Extendió las alas, volvió a cerrarlas con cuidado, agachó la cabeza un momento como rindiendo homenaje al sol y luego empezó a verter un torrente de gorjeos. En el silencio de la tarde, el volumen de aquel sonido resultaba sobrecogedor. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música siguió y siguió, un minuto tras otro, con sorprendentes variaciones, sin repetirse una sola vez, casi como si el pájaro estuviera haciendo deliberadamente un alarde de virtuosismo. A veces se interrumpía unos segundos, extendía las alas y volvía a cerrarlas, luego hinchaba el pecho moteado y volvía a cantar. Winston lo observó con una especie de vaga reverencia. ¿Para quién y para qué cantaba aquel pájaro? No tenía ninguna pareja ni rival cerca. ¿Qué le impulsaba a posarse en la linde del bosque y verter su música en el vacío? Se preguntó si no habría, después de todo, algún micrófono oculto cerca de allí. Julia y él habían hablado solo entre susurros y ningún micrófono habría podido registrar lo que decían, pero sí el canto del zorzal. Puede que al otro extremo de aquel artilugio un hombrecillo con aspecto de escarabajo estuviera escuchando atentamente. Pero, poco a poco, el fluir de la música apartó todas esas especulaciones de su imaginación. Fue como si estuviese vertiendo sobre él una especie de líquido que se mezclaba con la luz del sol que se colaba entre las hojas. Dejó de pensar y se limitó solo a sentir. La cintura de la chica en el hueco de su brazo era suave y cálida. La obligó a volverse de modo que quedaron frente a frente; el cuerpo de la joven pareció fundirse con el suyo. Pusiera donde pusiera las manos todo era tan flexible como el agua. Sus bocas se unieron de un modo muy diferente a los besos acartonados que se habían dado antes. Los dos apartaron la cara y suspiraron profundamente. El pájaro se asustó y voló con un aleteo.
Winston acercó los labios a su oído.
—Ahora —susurró.
—Aquí no —respondió ella con un murmullo—. Volvamos al escondrijo. Es más seguro.
Deprisa, entre los crujidos ocasionales de las ramas, recorrieron el camino de regreso al claro. Una vez en el círculo de árboles, Julia se volvió hacia él. Los dos estaban jadeantes, pero en la comisura de sus labios había reaparecido la sonrisa. Se quedó mirándolo un instante, luego toqueteó la cremallera del mono. Y, ¡sí!, ocurrió casi como en su sueño. Casi con la misma habilidad que había imaginado, se quitó la ropa y la arrojó a un lado con aquel gesto majestuoso que parecía aniquilar a toda una civilización. Su cuerpo brilló blanco al sol. Pero por un instante Winston no se fijó en su cuerpo; sus ojos estaban clavados en el rostro pecoso y en aquella sonrisa vaga y descarada. Se arrodilló ante ella y cogió sus manos entre las suyas.
—¿Has hecho esto antes?
—Pues claro. Cientos de veces..., o más bien decenas.
—¿Con miembros del Partido?
—Sí, siempre con miembros del Partido.
—¿Con miembros del Partido Interior?
—No, con esos cerdos no. Aunque muchos no dudarían si tuviesen la menor ocasión. No son tan santurrones como pretenden.
A Winston se le aceleró el corazón. Lo había hecho decenas de veces: deseó que hubiesen sido cientos... miles.
Cualquier cosa que oliera a corrupción le llenaba de una absurda esperanza. Quién sabe, tal vez el Partido estuviera corrompido bajo la superficie y su culto al esfuerzo y la negación de uno mismo fuese una tapadera que ocultase su iniquidad. ¡Si hubiera podido contagiarles a todos la lepra o la sífilis, con qué gusto lo habría hecho! ¡Cualquier cosa con tal de que los pudriera, minara y debilitara! Tiró de ella y los dos quedaron arrodillados cara a cara.
—Escucha. Con cuantos más hombres hayas estado, tanto mejor. ¿Lo entiendes?
—Sí, perfectamente.
—¡Odio la pureza y la bondad! No quiero que exista virtud en ningún sitio. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta el tuétano.
—Pues has dado con la persona adecuada, cariño, porque lo estoy.
—¿Te gusta hacerlo? No quiero decir conmigo, sino a hacerlo.
—Me encanta.
Era más de lo que necesitaba oír. La fuerza que haría pedazos al Partido no era el amor de una persona, sino el puro instinto animal, el deseo indiferenciado. La empujó contra la hierba, entre las campanillas desparramadas por el suelo. Esta vez no hubo problemas. Pronto el jadeo de sus pechos recuperó su ritmo normal y se separaron con una especie de agradable indefensión. El sol parecía calentar más que antes. Los dos estaban adormilados. Winston cogió el mono que ella se había quitado y se lo echó por encima. Se quedaron dormidos casi enseguida y durmieron una media hora.
Él se despertó primero. Se sentó y observó el rostro pecoso de la joven, que seguía plácidamente dormida, apoyada en la palma de la mano. Aparte de la boca, no podía decirse que fuese guapa. Si la mirabas de cerca, tenía una o dos arrugas en torno a los ojos. El cabello corto y moreno era muy suave y espeso. Winston cayó de pronto en que no sabía su apellido ni dónde vivía.
El cuerpo joven y fuerte, indefenso mientras dormía, despertó en él un sentimiento compasivo y protector. Aunque no había vuelto a sentir aquella ternura instintiva que había sentido debajo del castaño al oír cantar al zorzal. Apartó el mono y contempló sus caderas blancas y suaves. En los viejos tiempos, pensó, uno miraba el cuerpo de una chica, veía que era deseable y ahí terminaba la historia. Pero ahora ya no había amor ni deseo puros. Ninguna emoción era pura, porque todo se mezclaba con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla; su clímax, una victoria. Era un golpe contra el Partido. Un acto político.