A finales del verano la noticia de lo que había ocurrido en la Granja Animal se conocía en medio condado. Todos los días Bola de Nieve y Napoleón enviaban bandadas de palomas con instrucciones de mezclarse con los animales de las granjas vecinas, contarles la historia de la Rebelión y enseñarles la canción «Bestias de Inglaterra».
El señor Jones había pasado la mayor parte de ese tiempo en el bar León Rojo de Willingdon, quejándose ante quien quisiera escucharlo de la monstruosa injusticia que había sufrido al ser expulsado de su propiedad por una panda de animales inútiles. En principio, los otros agricultores se mostraron comprensivos, pero no le prestaron mucha ayuda. En el fondo, cada uno se preguntaba en secreto si no podría sacar alguna ventaja de la desgracia de Jones. Era una suerte que los propietarios de las dos granjas lindantes con la Granja Animal se llevaran siempre mal. Una de ellas, llamada Monterraposo, era una granja grande, olvidada, anticuada, cubierta de bosques, con todas las tierras de pastoreo agotadas y los setos en vergonzoso estado. Su dueño, el señor Pilkington, era un hacendado bonachón que pasaba la mayor parte de su tiempo pescando o cazando, según la temporada. La otra granja, llamada Campocorto, era más pequeña y estaba mejor conservada. Su dueño era el señor Frederick, hombre duro, astuto, metido permanentemente en pleitos y famoso por su capacidad para regatear. Los dos se odiaban tanto que les costaba llegar a acuerdos, aunque fuera en defensa de sus propios intereses.
Sin embargo, ambos estaban asustados por la rebelión de la Granja Animal, y muy interesados en impedir que sus propios animales se enteraran de los detalles. Al principio se lo tomaron en broma y ridiculizaron la idea de que los animales pudieran gestionar la granja. En quince días habría terminado todo, decían. Hicieron correr el rumor de que los animales de la Granja Solariega (insistían en llamarla Granja Solariega; no toleraban el nombre Granja Animal) estaban todo el tiempo peleando entre ellos y también muriéndose poco a poco de hambre.
Cuando pasó el tiempo y fue evidente que los animales no se morían de hambre, Frederick y Pilkington cambiaron de estrategia y empezaron a hablar de las maldades terribles que ahora se cometían en la Granja Animal.
Anunciaron que los animales practicaban el canibalismo, se torturaban unos a otros con herraduras al rojo vivo y compartían a sus hembras. Eso era lo que pasaba por rebelarse contra las leyes de la naturaleza, decían Frederick y Pilkington.
No obstante, nadie terminaba de creer esas historias. Los rumores acerca de una granja espléndida en la que habían expulsado a los seres humanos y los animales se ocupaban de sus propios asuntos siguieron circulando de manera vaga y distorsionada, y durante todo ese año una ola de rebeldía recorrió el campo. Los toros que siempre habían sido dóciles se volvieron de repente salvajes, las ovejas derribaban los setos y devoraban el trébol, las vacas pateaban el balde, los caballos de caza se negaban a saltar las vallas y arrojaban por encima a los jinetes. Sobre todo, nadie desconocía la melodía ni siquiera las palabras de «Bestias de Inglaterra», que se habían propagado con una velocidad asombrosa. Los seres humanos no podían contener la rabia al oír esa canción, pero actuaban como si solo les pareciera algo ridículo. Decían que no entendían cómo hasta los animales podían prestarse a cantar semejante tontería. Todo animal sorprendido cantando esa canción recibía una paliza en el acto. Sin embargo, era algo irreprimible. Los mirlos la silbaban en los setos, las palomas la arrullaban en los olmos, se metía en el estruendo de las herrerías y en la melodía de las campanas de las iglesias. Y cuando los seres humanos la escuchaban, en el fondo se estremecían porque oían en ella una profecía de su futura condena.
A principios de octubre, cuando el maíz estaba cortado y apilado y en parte ya trillado, llegó revoloteando por el aire una bandada de palomas que se posó en el patio de la Granja Animal con gran alboroto. Jones y todos sus hombres, con media docena de peones empleados por Monterraposo y Campocorto, habían entrado por el portón de la granja y se acercaban por el camino para carros. Todos llevaban palos, menos Jones, que iba delante empuñando un arma. No había duda de que iban a intentar la reconquista de la granja.
Eso era algo que esperaban desde hacía mucho tiempo y habían hecho todos los preparativos. Bola de Nieve, que había estudiado un viejo libro de las campañas de Julio César encontrado en la granja, estaba a cargo de las operaciones defensivas. Dio sus órdenes con rapidez y en un par de minutos cada animal ocupó su puesto.
Cuando los seres humanos se acercaron a los edificios de la granja, Bola de Nieve lanzó el primer ataque. Todas las palomas, treinta y cinco en total, empezaron a dar vueltas en el aire y a evacuar sobre las cabezas de los hombres, y mientras los hombres estaban distraídos los gansos, que se habían escondido detrás del seto, se les echaron encima y les picotearon con saña las pantorrillas. Pero aquello no era más que una escaramuza para distraerlos, para crear un poco de desorden, y los hombres, con los palos, echaron con facilidad a los gansos. Bola de Nieve lanzó entonces la segunda línea de ataque. Muriel, Benjamín y todas las ovejas, con Bola de Nieve a la cabeza, se abalanzaron sobre ellos y los rodearon y embistieron mientras Benjamín los coceaba con las pequeñas pezuñas. Pero los hombres, con los palos y las botas de suela claveteada, lograron imponerse, y de repente, ante un chillido de Bola de Nieve, que era la señal de retirada, todos los animales dieron media vuelta y huyeron metiéndose por la puerta del corral.
Los hombres lanzaron un grito de triunfo. Vieron, imaginaron, que sus enemigos escapaban, y los persiguieron en desorden. Eso era lo que Bola de Nieve esperaba. En cuanto entraron en el corral, los tres caballos, las tres vacas y los restantes cerdos, que habían estado al acecho en el establo, aparecieron de repente por la retaguardia, cortándoles la retirada. Bola de Nieve dio la orden de atacar. Él mismo se arrojó sobre Jones. Jones lo vio venir, levantó la escopeta y disparó.
Los perdigones dejaron unas rayas sanguinolentas en el lomo de Bola de Nieve y una oveja cayó muerta. Sin detenerse ni un instante, Bola de Nieve arrojó sus noventa kilos contra las piernas de Jones. Jones voló y fue a caer sobre un montón de estiércol y la escopeta se le escapó de las manos. Pero el espectáculo más aterrador era el de Boxeador encabritado sobre las patas traseras y arremetiendo con los enormes cascos herrados como un semental. Su primer golpe alcanzó en el cráneo a un mozo de cuadra de Monterraposo, que quedó tendido sin vida en el lodo. Al ver eso, varios hombres soltaron los palos y trataron de huir, presas del pánico. Juntos, los animales los persiguieron por todo el corral. Los corneaban, los pateaban, los mordían, los pisoteaban. No hubo un solo animal en la granja que no se vengara de ellos a su manera. Hasta la gata saltó repentinamente de un tejado y aterrizó sobre los hombros de un vaquero, a quien hundió las garras en el cuello, arrancándole un grito horrible. En un momento se abrió la puerta y los hombres aprovecharon para salir corriendo, buscando desesperados la carretera. Así, cinco minutos después de su invasión, se batieron en ignominiosa retirada por el mismo camino que los había traído, perseguidos por una bandada de siseantes gansos que no dejaban de picotearles las pantorrillas.
Se habían ido todos los hombres menos uno. En el corral, Boxeador empujaba con una pezuña al mozo de cuadra que yacía boca abajo en el lodo, tratando de darle la vuelta. El muchacho no se movía.
—Está muerto —dijo Boxeador con tristeza—. No tenía ninguna intención de hacer eso. Me olvidé de que llevaba zapatos de hierro. ¿Quién va a creer que no lo hice a propósito?
—¡Nada de sentimentalismo, camarada! —gritó Bola de Nieve, de cuyas heridas seguía manando sangre—. La guerra es la guerra. El único ser humano bueno es el ser humano muerto.
—No deseo quitar la vida a nadie, ni siquiera a un ser humano —repitió Boxeador; tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Dónde está Marieta? —exclamó alguien.
Era cierto que faltaba Marieta. Por un momento se alarmaron mucho; temían que los hombres le hubieran hecho algún daño, o incluso que se la hubieran llevado. Pero al final la encontraron escondida en su establo con la cabeza metida en el heno del pesebre. Al oír el disparo de la escopeta había echado a correr. Y cuando volvieron después de buscarla, descubrieron que el mozo de cuadra, que en realidad solo estaba aturdido, se había recuperado y había huido.
Muy excitados, los animales habían vuelto a reunirse, y cada uno contaba a voz en cuello sus hazañas en la batalla. De inmediato improvisaron una celebración de la victoria. Izaron la bandera y cantaron varias veces «Bestias de Inglaterra»; después organizaron un solemne funeral por la oveja muerta y colocaron encima de su tumba una mata de espino. Junto a la tumba, Bola de Nieve pronunció un pequeño discurso, haciendo hincapié en la necesidad de que todos los animales se prepararan para morir por la Granja Animal si fuera necesario.
Los animales decidieron unánimemente crear una condecoración militar, «Héroe animal de primera clase», que en el acto fue conferida a Bola de Nieve y Boxeador. Consistía en una medalla de bronce (en realidad eran viejos adornos de latón que habían encontrado en el guadarnés) para usar los domingos y los días festivos. También crearon «Héroe animal de segunda clase» que, a título póstumo, fue conferida a la oveja muerta.
Discutieron mucho qué nombre poner a la batalla. Al final la llamaron Batalla del Establo de las Vacas, ya que era allí donde se había producido la emboscada. La escopeta del señor Jones apareció tirada en el barro, y se sabía que había una provisión de cartuchos en la casa. Se decidió colocar el arma al pie del mástil, como una pieza de artillería, y dispararla dos veces al año: una el 12 de octubre, aniversario de la Batalla del Establo, y otra el día de San Juan, aniversario de la Rebelión.