El casco partido de Boxeador tardó mucho tiempo en curarse. Al día siguiente de terminar las celebraciones de la victoria habían empezado la reconstrucción del molino de viento. Boxeador se negaba a tomar siquiera un día libre y, por una cuestión de honor, ocultaba su sufrimiento. De noche admitía en privado ante Trébol que el casco le molestaba mucho. Trébol se lo curaba con emplastos de hierbas que preparaba masticándolas, y tanto ella como Benjamín le pedían que trabajara menos. «Los pulmones de un caballo no son eternos», le decía. Pero Boxeador no le prestaba atención. Explicaba que solo tenía una verdadera ambición: ver muy avanzada la construcción del molino de viento antes de tener que jubilarse.
Al principio, en el momento de formular por primera vez las leyes de la Granja Animal, habían fijado en doce años la edad de jubilación para los caballos y los cerdos, en catorce para las vacas, en nueve para los perros, en siete para las ovejas y en cinco para las gallinas y los gansos. Se habían acordado generosas pensiones. Hasta el momento no se había retirado ningún animal, pero últimamente se hablaba cada vez más del tema. Ahora que el pequeño campo detrás de la huerta se había reservado para la cebada, corría el rumor de que se cercaría un rincón de la pradera grande para convertirlo en sitio de pastoreo para animales jubilados. Se decía que para un caballo la pensión sería de cinco libras de maíz por día y, en invierno, quince libras de heno, además de una zanahoria o quizá una manzana los días festivos. Boxeador cumpliría doce años a finales del verano del año siguiente.
Entretanto, la vida resultaba dura. El invierno era tan frío como el anterior y la comida aún más escasa. Redujeron de nuevo las raciones, excepto las de los cerdos y los perros. Una igualdad demasiado rígida en las raciones —explicó Chillón— habría ido en contra de los principios del animalismo. En todo caso, no tenía ninguna dificultad para demostrar a los otros animales que en realidad, a pesar de las apariencias, no carecían de alimentos. Por el momento había sido necesario, sin duda, reajustar las raciones (Chillón siempre hablaba de «reajuste», nunca de «reducción»), pero en comparación con los tiempos de Jones la mejoría era enorme. Leyendo las cifras con voz aguda y rápida, les demostró detalladamente que tenían más avena, más heno, más nabos que en tiempos de Jones, que trabajaban menos horas, que el agua era de mejor calidad, que vivían más tiempo, que una mayor proporción de sus crías sobrevivían a la infancia, que tenían más paja en los establos y sufrían menos las pulgas. Los animales creyeron todo al pie de la letra. A decir verdad, Jones y todo lo que él representaba casi se les había borrado de la memoria. Sabían que la vida ahora era dura y ajustada, que a menudo pasaban hambre y frío y que por lo general trabajaban todo el tiempo que no dormían. Pero en otras épocas seguramente había sido peor. Era lo que les gustaba creer. Además, antes habían sido esclavos y ahora eran libres; como no dejaba de señalar Chillón, esa era una diferencia enorme.
Ahora tenían muchas más bocas que alimentar. En el otoño las cuatro cerdas habían parido casi al mismo tiempo, y había en total treinta y un cerditos. Los cerditos tenían la piel manchada, y como Napoleón era el único verraco de la granja, no costaba adivinar quién era el padre. Se anunció que más adelante, cuando compraran ladrillos y madera, se construiría un aula en el jardín. Por el momento, los cerditos recibían clases del propio Napoleón en la cocina. Hacían ejercicio en el jardín y se les recomendaba no jugar con otros animales jóvenes. También por esa época se estableció como regla que cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el otro animal debería apartarse; y también que todos los cerdos, sin distinción de rango, tendrían el privilegio de llevar cintas verdes en el rabo los domingos.
La granja había tenido un año bastante exitoso, pero todavía estaba escasa de dinero. Faltaba comprar los ladrillos, la arena y la cal para el aula, y también habría que empezar a ahorrar de nuevo para la maquinaria del molino de viento. Después estaban las lámparas de aceite y las velas para la casa, azúcar para la mesa de Napoleón (prohibió eso a los demás cerdos, alegando que los hacía engordar) y otras cosas necesarias como herramientas, clavos, hilo, carbón, alambre, hierro viejo y galletas para perros. Vendieron una pila de heno y parte de la cosecha de patatas y aumentaron el contrato de los huevos a seiscientos por semana, de modo que ese año las gallinas apenas empollaron polluelos suficientes para mantener la población. Las raciones, reducidas en diciembre, se redujeron de nuevo en febrero, y se prohibió el uso de faroles en los corrales para ahorrar aceite. Pero los cerdos parecían bastante cómodos y, además, se los veía cada vez más gordos. Una tarde de finales de febrero un aroma caliente, intenso y apetitoso, como nunca habían olido los animales, flotó hasta el patio desde la pequeña fábrica de cerveza abandonada en tiempos de Jones y que estaba situada al otro lado de la cocina. Alguien dijo que era el olor que producía la cocción de la cebada. Los animales olfatearon el aire con avidez y se preguntaron si les estarían preparando algún revoltijo caliente para la cena. Pero no apareció nada de eso, y el domingo siguiente se anunció que en adelante toda la cebada estaría reservada para los cerdos. Cebada era lo que habían sembrado ya en el campo detrás de la huerta. Y pronto se filtró la noticia de que cada cerdo estaba recibiendo una ración de una pinta de cerveza diaria, excepto Napoleón, que recibía medio galón, servido siempre en la sopera Crown Derby.
Pero aunque sufrían privaciones, tenían la compensación de una vida más digna. Había más canciones, más discursos y más procesiones. Napoleón había dado la orden de que una vez a la semana se realizara algo llamado Manifestación Espontánea, cuyo objeto era celebrar las luchas y los triunfos de los animales de la Granja Animal. A la hora indicada los animales abandonaban el trabajo y recorrían la granja en formación militar con los cerdos a la cabeza, seguidos por los caballos, las vacas, las ovejas y después las aves de corral. Escoltaban la procesión los perros, y a la cabeza de todos marchaba el gallo negro de Napoleón. Boxeador y Trébol siempre llevaban entre los dos una bandera verde con la pezuña y el cuerno y la leyenda «¡Viva el camarada Napoleón!». Después se recitaban poemas compuestos en honor de Napoleón y Chillón ofrecía en un discurso los detalles de las últimas subidas en la producción de alimentos y, a veces, hacía un disparo con la escopeta. Nadie era más entusiasta de la Manifestación Espontánea que las ovejas, y si alguien se quejaba (como hacían a veces algunos animales cuando no había cerdos o perros cerca) de la pérdida de tiempo y de tener que pasar tantas horas allí de pie, al frío, las ovejas se encargaban de silenciarlo balando ruidosamente: «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!». Pero, en general, los animales disfrutaban de esas celebraciones. Resultaba reconfortante recordar que, después de todo, eran realmente sus propios amos, y que todo lo que hacían era para su propio beneficio. Así, con las canciones, las procesiones, las cifras de Chillón, el trueno de la escopeta, el canto del gallo y el ondeo de la bandera podían, al menos parte del tiempo, olvidar que tenían la barriga vacía.
En abril, la Granja Animal fue proclamada república, y necesitaban elegir a un presidente. Había un solo candidato, Napoleón, a quien eligieron por unanimidad. El mismo día se anunció el descubrimiento de nuevos documentos que revelaban más detalles sobre la complicidad de Bola de Nieve con Jones. Ahora parecía que Bola de Nieve no solo había intentado perder la Batalla del Establo mediante una estratagema —como imaginaban los animales—, sino que había luchado abiertamente en el bando de Jones. De hecho, era él quien había liderado las fuerzas humanas y entrado en la batalla con las palabras «¡Viva la humanidad!» en los labios. Las heridas en el lomo de Bola de Nieve, que algunos de los animales aún recordaban haber visto, las habían causado los dientes de Napoleón.
A mediados del verano Moisés, el cuervo, reapareció de repente en la granja, después de una ausencia de varios años. Casi no había cambiado, seguía sin trabajar y decía lo mismo de siempre acerca del Monte Caramelo. Se posaba en un tocón, batía las alas negras y hablaba durante horas enteras con quien quisiera escucharlo.
—Allá arriba, camaradas —decía muy serio, señalando al cielo con el largo pico—, allá arriba, detrás de esa nube oscura, está el Monte Caramelo, el país feliz en el que, pobres animales, descansaremos para siempre de nuestros esfuerzos.
Hasta decía haber estado allí en uno de sus vuelos más altos, y haber visto los eternos campos de trébol y el pastel de linaza y los terrones de azúcar que crecían en los setos. Muchos de los animales le creían. Si tenían ahora una vida de hambre y de trabajo, ¿no era acaso justo que existiera un mundo mejor en algún otro sitio? Una cosa difícil de determinar era la actitud de los cerdos hacia Moisés. Todos declaraban con desprecio que esas historias del Monte Caramelo eran mentiras; sin embargo, se le permitía permanecer en la granja, sin trabajar, con una ración diaria de media pinta de cerveza.
Con el casco curado, Boxeador trabajó más duro que nunca. De hecho, ese año todos los animales trabajaron como esclavos. Aparte del trabajo normal de la granja, y la reconstrucción del molino de viento, estaba la escuela para los cerdos jóvenes, que empezaron a levantar en marzo. A veces costaba soportar las largas horas con insuficiente comida, pero Boxeador nunca vacilaba. En nada de lo que decía o hacía se veían señales de que hubieran menguado sus fuerzas. Solo su apariencia había cambiado un poco; le brillaba menos la piel y parecía que se le habían encogido las ancas. «Boxeador se repondrá cuando salga la hierba de primavera», decían los demás, pero al llegar la primavera Boxeador no engordó. A veces, en la ladera que llevaba a la parte superior de la cantera, cuando empleaba los músculos para arrastrar alguna piedra enorme, parecía que solo lo mantenía en pie la voluntad de continuar. A veces parecía formar con los labios las palabras «Trabajaré más duro», pero había perdido la voz. Trébol y Benjamín le pidieron de nuevo que cuidara su salud, pero Boxeador no les hizo caso. Se acercaba su cumpleaños número doce. No le importaba lo que pudiera pasar si lograba acumular una buena reserva de piedras antes de jubilarse.
Un día de verano, al anochecer, un repentino rumor recorrió la granja: algo le había sucedido a Boxeador. Había salido solo a arrastrar una carga de piedra hasta el molino. Y, efectivamente, el rumor era cierto. Unos minutos más tarde llegaron dos palomas con la noticia:
—¡Boxeador se ha caído! ¡Está tendido en el suelo y no puede levantarse!
Más o menos la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia la loma donde construían el molino de viento. Allí estaba Boxeador, en el suelo, entre las varas del carro, con el cuello estirado, sin poder levantar la cabeza. Tenía los ojos vidriosos, los flancos empapados en sudor. De la boca le brotaba un hilo de sangre. Trébol se arrodilló a su lado.
—¡Boxeador! —exclamó—. ¿Cómo estás?
—Es el pulmón —dijo Boxeador con voz débil—. No importa. Creo que podréis terminar el molino sin mí. Hay una buena cantidad de piedra acumulada. De todos modos, solo me quedaba un mes. A decir verdad, había estado esperando la jubilación. Y como Benjamín también está envejeciendo quizá le permitan jubilarse al mismo tiempo y hacerme compañía.
—Tenemos que conseguir ayuda inmediatamente —dijo Trébol—. Que alguien corra a contarle a Chillón lo que ha sucedido.
Los demás animales corrieron de inmediato a la casa a darle la noticia a Chillón. Solo quedaron allí Trébol y Benjamín, que se echó al lado de Boxeador y, sin decir nada, le ahuyentaba las moscas con la larga cola. Al cuarto de hora apareció Chillón, muy preocupado y apenado. Dijo que el camarada Napoleón se había enterado con mucho dolor de esa desgracia sufrida por uno de los trabajadores más leales de la granja y que estaba haciendo los preparativos para enviar a Boxeador al hospital de Willingdon, donde sería tratado. Eso preocupó un poco a los animales. Con excepción de Marieta y Bola de Nieve, ningún otro animal había salido jamás de la granja, y no les gustaba la idea de que su camarada enfermo terminara en manos de los seres humanos. Sin embargo, Chillón los convenció con facilidad de que el veterinario de Willingdon trataría a Boxeador de manera más satisfactoria que si lo dejaban en la granja. Una media hora más tarde, cuando Boxeador se hubo recuperado un poco, lo ayudaron a ponerse con esfuerzo de pie, y logró volver cojeando al establo, donde Trébol y Benjamín le habían preparado una buena cama de paja.
Durante los dos días siguientes, Boxeador no salió de su establo. Los cerdos habían enviado una botella grande de medicamento rosado encontrado en el botiquín del baño, y Trébol se lo administraba a Boxeador dos veces al día después de las comidas. Por la noche ella se echaba a su lado para conversar, mientras que Benjamín le espantaba las moscas. Boxeador declaraba no sentirse arrepentido de lo que había sucedido. Si se reponía bien, podría llegar a vivir otros tres años, y esperaba con ilusión los tranquilos días que pasaría en un rincón del prado. Sería la primera vez que tendría tiempo para estudiar y cultivar la mente. Decía que pensaba dedicar el resto de su vida a aprender las veintidós letras restantes del alfabeto.
Sin embargo, Benjamín y Trébol solo podían acompañar a Boxeador después de las horas de trabajo, y fue al mediodía cuando llegó el furgón para llevárselo. Todos los animales estaban desherbando los nabos bajo la supervisión de un cerdo cuando vieron con asombro que por el lado de los edificios aparecía Benjamín al galope, rebuznando con todas sus fuerzas. Era la primera vez que veían a Benjamín agitado; de hecho, era la primera vez que lo veían galopar.
—¡Rápido, rápido! —gritó—. ¡Venid! ¡Se llevan a Boxeador!
Sin esperar órdenes del cerdo, los animales interrumpieron lo que estaban haciendo y echaron a correr hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en el patio había un furgón grande, cerrado, tirado por dos caballos, con un letrero en el costado y un hombre de aspecto taimado, con bombín, sentado en el pescante. Y el establo de Boxeador estaba vacío.
Los animales rodearon el furgón.
—¡Adiós, Boxeador! —dijeron a coro—. ¡Adiós!
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó Benjamín, corcovean do alrededor y pateando el suelo con los pequeños cascos—. ¡Estúpidos! ¿No veis lo que está escrito en el costado del furgón?
Eso hizo vacilar a los animales, que se quedaron callados. Muriel empezó a deletrear las palabras. Pero Benjamín la apartó y en medio de un silencio sepulcral leyó:
—«Alfred Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola, Willingdon. Comerciante de cueros y harina de huesos. Servicio de perrera.» ¿No entendéis lo que significa? ¡Llevan a Boxeador al matadero!
Los animales soltaron al unísono un grito de horror. En ese momento el hombre sentado en el pescante fustigó a los caballos y el furgón salió del patio a trote rápido. Todos los animales lo siguieron, desgañitándose. Trébol se abrió paso hasta la primera fila. El furgón empezó a acelerar. Trébol trató de obligar sus robustos miembros a galopar, y logró un medio galope.
—¡Boxeador! —gritó—. ¡Boxeador! ¡Boxeador! ¡Boxeador!
Y en ese momento, como si hubiera oído el alboroto fuera del furgón, la cara de Boxeador, con la raya blanca en la nariz, apareció en la ventanilla de la parte trasera del vehículo.
—¡Boxeador! —gritó Trébol con terrible potencia—. ¡Boxeador! ¡Sal de ahí! ¡Rápido! ¡Te llevan a la muerte!
Todos los animales repitieron el grito de «¡Boxeador, sal de ahí, Boxeador!», pero el furgón avanzaba cada vez a mayor velocidad, alejándose de ellos. No estaba claro si Boxeador había entendido las palabras de Trébol. Pero un instante más tarde su rostro desapareció de la ventanilla y se oyó el tremendo tamborileo de cascos dentro del furgón. Estaba tratando de salir de allí a patadas. En otros tiempos los cascos de Boxeador habrían reducido a astillas el vehículo. Pero, ¡ay!, las fuerzas lo habían abandonado, y en unos instantes el sonido del tamborileo se fue debilitando hasta cesar. Desesperados, los animales empezaron a pedir a los dos caballos que tiraban del furgón que se detuvieran.
—¡Camaradas, camaradas! —gritaron—. ¡No llevéis a vuestro propio hermano a la muerte!
Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que pasaba, no hicieron más que aplastar las orejas contra la cabeza y acelerar el paso. La cara de Boxeador no volvió a aparecer en la ventanilla. Demasiado tarde, a alguien se le ocurrió adelantarse al furgón y cerrar la puerta de la granja, pero el vehículo la atravesó en un instante, antes de desaparecer con rapidez en la carretera. Nunca más vieron a Boxeador.
Tres días después se anunció que había muerto en el hospital de Willingdon, a pesar de recibir todas las atenciones a las que un caballo puede aspirar. Chillón salió a dar la noticia a los demás. Según dijo, había estado con Boxeador durante sus últimas horas.
—¡Fue la escena más conmovedora que he visto jamás! —dijo Chillón, levantando la pezuña y enjugándose una lágrima—. Estuve a su lado en el último momento. Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró al oído que solo una cosa le producía dolor: tener que dejarnos antes de terminar el molino. «¡Adelante, camaradas!», musitó. «Adelante en nombre de la Rebelión. ¡Viva la Granja Animal! ¡Viva el camarada Napoleón! Napoleón siempre tiene razón.» Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.
De repente, la actitud de Chillón cambió. Calló un instante, y antes de continuar sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza a un lado y a otro.
Estaba enterado, dijo, de que había circulado un estúpido y malvado rumor en el momento del traslado de Boxeador. Algunos animales habían notado que en el furgón que llevaba a Boxeador había un letrero que decía «Matarife de caballos», y habían llegado a la conclusión de que mandaban a Boxeador al matadero. Casi resultaba increíble —dijo Chillón— que algún animal pudiera ser tan estúpido. ¿Es que no conocéis, gritó indignado, moviendo la cola y balanceándose, es que no conocéis a vuestro querido líder, el camarada Napoleón? Había una explicación muy sencilla. El furgón, antes propiedad del matarife, había sido comprado por el veterinario, que aún no había cambiado el letrero. Así surgió el error.
Esa noticia alivió mucho a los animales. Y cuando Chillón dio más detalles de la agonía de Boxeador, de la admirable atención que había recibido y de los caros medicamentos que Napoleón había pagado sin pensar en el costo, desaparecieron sus últimas dudas, y la idea de que al menos había muerto contento atenuó el dolor que sentían por la desaparición del camarada.
El propio Napoleón asistió a la reunión del siguiente domingo por la mañana y pronunció un breve discurso en homenaje a Boxeador. Explicó que no habían podido traer los restos de su llorado camarada para enterrarlos en la granja, pero había ordenado que se preparara una gran corona con laureles del jardín y se colocara sobre la tumba del caballo. Y los cerdos tenían previsto celebrar en unos días un banquete conmemorativo en honor de Boxeador. Napoleón terminó el discurso recordando las dos máximas favoritas de Boxeador: «Trabajaré más duro» y «El camarada Napoleón siempre tiene razón», máximas que, dijo, todo animal haría bien en adoptar como propias.
El día fijado para el banquete llegó desde Willingdon un vehículo de reparto que dejó en la casa una gran caja de madera. Esa noche se oyeron ruidosos cantos, seguidos por algo parecido a una violenta disputa que terminó a eso de las once con un tremendo estruendo de cristales rotos. Nadie se movió allí dentro hasta el mediodía siguiente, y se rumoreaba que de algún lado los cerdos habían sacado el dinero para comprarse otra caja de whisky.