Unos días más tarde, cuando hubo pasado el terror causado por las ejecuciones, algunos de los animales recordaron —o creyeron recordar— que el sexto mandamiento decretaba: «Ningún animal matará a otro animal». Y aunque nadie quería decirlo delante de los cerdos o los perros, se tenía la sensación de que la matanza producida no cuadraba con eso. Trébol le pidió a Benjamín que le leyera el sexto mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que no quería inmiscuirse en esos asuntos, buscó a Muriel. Muriel le leyó el mandamiento, que decía: «Ningún animal matará a otro animal sin motivo». De alguna manera, las dos últimas palabras se habían borrado de la memoria de los animales. Ahora veían que no se había violado ese mandamiento, ya que sin duda había un buen motivo para matar a los traidores aliados con Bola de Nieve.
Durante todo el año, los animales trabajaron aún más duro que el año anterior. Reconstruir el molino de viento para la fecha fijada, con paredes dos veces más gruesas que antes, además de atender el trabajo habitual de la granja, implicaba un tremendo esfuerzo. Por momentos los animales sentían que trabajaban más horas y no se alimentaban mejor que en tiempos de Jones. Los domingos por la mañana Chillón, sujetando con la pata una larga tira de papel, les leía listas de cifras demostrando que la producción de todo tipo de alimentos había aumentado un doscientos por ciento, un trescientos por ciento o un quinientos por ciento, según el caso. Los animales no veían ninguna razón para no creerle, sobre todo porque ya no recordaban con claridad cuáles habían sido las condiciones antes de la Rebelión. De todos modos, había días en los que preferirían menos cifras y más comida.
Ahora todas las órdenes llegaban a través de Chillón o de algún otro cerdo. A Napoleón se lo veía en público como mucho cada dos semanas. Cuando aparecía, no solo contaba con su séquito de perros sino con un gallito negro que marchaba delante de él y actuaba como una especie de trompeta, soltando un «¡quiquiriquí!» antes de que hablara Napoleón. Incluso se decía que en la casa ocupaba habitaciones distintas a los demás. Comía solo, atendido por dos perros, y usaba siempre la vajilla Crown Derby que había estado en la vitrina del aparador del salón. También se anunció que se dispararía siempre la escopeta el día del cumpleaños de Napoleón, además de hacerlo en los otros dos aniversarios.
Ahora nadie llamaba a Napoleón simplemente «Napoleón». Siempre se lo designaba de manera ceremoniosa como «nuestro líder, el camarada Napoleón», y a los cerdos les gustaba inventarle títulos como «Padre de todos los animales», «Terror de la humanidad», «Protector del redil», «Amigo de los patitos» y otros similares.
En sus discursos, Chillón hablaba con lágrimas en las mejillas sobre la sabiduría de Napoleón, la bondad de su corazón y el profundo amor que sentía por todos los animales de todas partes, incluso y sobre todo por los desdichados que aún vivían en la ignorancia y la esclavitud de otras granjas. Se había convertido en costumbre reconocer a Napoleón el mérito de cada logro y cada golpe de suerte. Era habitual oír a una gallina comentar a otra: «Bajo la dirección de nuestro líder, el camarada Napoleón, he puesto cinco huevos en seis días»; o a dos vacas, mientras bebían en el abrevadero, exclamar: «¡Gracias al liderazgo del camarada Napoleón, qué bien sabe esta agua!». El sentimiento general de la granja se expresaba muy bien en un poema titulado Camarada Napoleón, compuesto por Mínimus, que decía lo siguiente:
¡Amigo de los huérfanos!
¡Fuente de felicidad!
¡Señor de la bazofia!¡Ay, cómo se enciende mi alma
cuando contemplo
tu tranquila e imperiosa mirada,
como el sol en el cielo,
camarada Napoleón!
¡Tú eres el dador
de todo lo que tus criaturas aman,
barriga llena dos veces al día; paja limpia donde revolcarse;
todo animal grande o pequeño
duerme en paz en su establo,
tú velas por todos,
camarada Napoleón!
Si tuviera un lechón,
antes de que creciera
y fuera como una botella o un rodillo,
aprendería a serte
leal y fiel,
sí, y su primer chillido sería:
¡«camarada Napoleón»!
Napoleón aprobó ese poema e hizo que se grabara en la pared del establo principal, en el extremo opuesto a donde estaban los siete mandamientos. Se remató con un retrato de Napoleón, de perfil, ejecutado por Chillón con pintura blanca.
Entretanto, con la intervención de Whymper, Napoleón realizaba complicadas negociaciones con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún estaba sin vender. De los dos, Frederick era quien más interés mostraba por comprarla, pero no ofrecía un precio razonable. Al mismo tiempo, circulaban nuevos rumores según los cuales Frederick y sus hombres andaban conspirando para atacar la Granja Animal y destruir el molino de viento, cuya construcción había despertado en él una feroz envidia. Se sabía que Bola de Nieve seguía escondido en la granja Campocorto. A mediados del verano los animales se alarmaron al oír que tres gallinas se habían presentado y habían confesado que, inspiradas por Bola de Nieve, se habían conjurado para asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas de inmediato, y se tomaron nuevas precauciones para proteger a Napoleón. Cuatro perros vigilaban su cama por la noche, uno en cada esquina, y encargaron a un cerdo joven llamado Pitarroso la tarea de probar todos sus alimentos antes de que él se los comiera, por si estaban envenenados.
Por esa época se supo que Napoleón había dispuesto vender la pila de madera al señor Pilkington, y que también formalizaría un acuerdo permanente para el intercambio de ciertos productos entre la Granja Animal y Monterraposo. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque canalizadas solo a través de Whymper, eran ahora casi amistosas. Los animales desconfiaban de Pilkington como ser humano, pero lo preferían a Frederick, a quien temían y odiaban. A medida que avanzaba el verano y se acercaba la terminación del molino, había cada vez más rumores de un inminente ataque a traición. Se decía que Frederick pensaba acometer con veinte hombres armados y que ya había sobornado a los jueces y a la policía: si lograba apoderarse de los títulos de propiedad de la Granja Animal, ellos no intervendrían. Por otra parte, desde Campocorto se filtraban historias terribles acerca de las crueldades que Frederick infligía a sus animales. Había azotado a un viejo caballo hasta matarlo, había hecho pasar hambre a sus vacas, había matado a un perro arrojándolo a un horno, por las tardes se divertía haciendo pelear a gallos con trozos de hojas de afeitar atados a las espuelas. Los animales sentían que les hervía de rabia la sangre al enterarse del trato que recibían sus camaradas, y a veces pedían a gritos que se los dejara ir todos juntos a atacar la granja Campocorto, a expulsar a los seres humanos y liberar a los animales. Pero Chillón les aconsejaba que evitaran las maniobras agresivas y confiaran en la estrategia del camarada Napoleón.
Sin embargo, el rechazo a Frederick iba en aumento. Un domingo por la mañana, Napoleón apareció en el establo y explicó que en ningún momento había pensado vender la pila de madera a Frederick; pensaba que no debía rebajarse a tratar con sinvergüenzas de esa calaña. A las palomas que seguían enviando para difundir la noticia de la rebelión les prohibieron pisar Monterraposo, y también se les ordenó abandonar su anterior lema: «Muerte a la humanidad», por «Muerte a Frederick». A finales del verano quedó al descubierto otra de las maquinaciones de Bola de Nieve. La cosecha de trigo estaba llena de maleza y se descubrió que en una de sus visitas nocturnas Bola de Nieve había mezclado semillas de maleza con semillas de maíz. Un ganso que estaba al tanto del complot había confesado su culpa a Chillón y se suicidó de inmediato ingiriendo bayas de belladona. Los animales también se enteraron de que Bola de Nieve nunca había recibido —como muchos de ellos habían creído hasta ese momento— la orden de «Héroe animal de primera clase». Eso no era más que una leyenda que el propio Bola de Nieve había hecho circular poco después de la Batalla del Establo. Lejos de recibir una condecoración, había sido censurado por mostrar cobardía en la batalla. De nuevo, algunos de los animales oyeron eso con cierta perplejidad, pero Chillón pronto logró convencerlos de que les había fallado la memoria.
En el otoño, con un esfuerzo tremendo y agotador —porque casi al mismo tiempo tenían que recoger la cosecha—, acabaron de construir el molino de viento. Todavía faltaba la instalación de la maquinaria, cuya compra negociaba Whymper, pero la estructura estaba terminada. ¡A pesar de las numerosas dificultades, a pesar de la inexperiencia, de las herramientas primitivas, de la mala suerte y de la traición de Bola de Nieve, el trabajo se había terminado exactamente en fecha! Cansados pero orgullosos, los animales dieron vueltas y vueltas alrededor de su obra maestra, que les parecía aún más bella que cuando la habían construido por primera vez. Además, las paredes eran dos veces más gruesas que antes. ¡Esta vez solo podrían demolerlas con explosivos! Y al pensar en cómo habían trabajado, en los desánimos que habían superado y en cómo cambiaría su vida cuando estuvieran girando las aspas y funcionando las dinamos, al pensar en todo esto olvidaron el cansancio y empezaron a brincar alrededor del molino, lanzando gritos de triunfo. El propio Napoleón, acompañado por sus perros y su gallo, bajó a inspeccionar el trabajo terminado; felicitó personalmente a los animales por su logro y anunció que el molino se llamaría Molino Napoleón.
Dos días después convocaron a los animales para una reunión especial en el establo. Quedaron mudos de sorpresa cuando Napoleón anunció que había vendido la pila de madera a Frederick. Al día siguiente llegarían las carretas de Frederick y empezarían a llevársela. Durante todo el período de supuesta amistad con Pilkington, Napoleón había estado en realidad haciendo tratos secretos con Frederick.
Se había roto toda relación con Monterraposo; se habían enviado mensajes insultantes a Pilkington. Se había instruido a las palomas para que evitaran la Granja Campocorto y cambiaran su lema de «Muerte a Frederick» por «Muerte a Pilkington». Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales que las historias de un inminente ataque a la Granja Animal eran completamente falsas, y que los cuentos sobre la crueldad de Frederick con sus propios animales se habían exagerado mucho. Quizá todos esos rumores eran creación de Bola de Nieve y sus agentes. Ahora parecía que Bola de Nieve no estaba, después de todo, escondido en la Granja Campocorto; de hecho, nunca había andado por allí en su vida: vivía, aparentemente con considerable lujo, en Monterraposo, y en realidad llevaba años viviendo a costa de Pilkington.
Los cerdos estaban extasiados con la astucia de Napoleón. Aparentando amistad con Pilkington, había obligado a Frederick a aumentar su precio en doce libras. Pero la verdadera superioridad mental de Napoleón, dijo Chillón, se demostraba en el hecho de que no confiaba en nadie, ni siquiera en Frederick. Frederick había querido pagar la madera con algo llamado cheque, que al parecer era un trozo de papel con una promesa de pago escrita en él. Pero Napoleón era demasiado listo para aceptar esas cosas. Había exigido el pago con billetes reales de cinco libras, que deberían entregarse antes de retirar la madera. Frederick ya había pagado, y la suma recibida bastaba para comprar la maquinaria que haría funcionar el molino de viento.
Mientras tanto se llevaban la madera a toda prisa. Cuando no quedó nada se celebró otra reunión especial en el establo para que los animales examinaran los billetes de Frederick. Sonriendo beatíficamente y luciendo las dos condecoraciones, Napoleón reposaba en un lecho de paja sobre la plataforma, con el dinero al lado, cuidadosamente apilado en un plato de porcelana de la cocina de la casa. Los animales desfilaron pasando despacio por delante, mirando con atención. Boxeador acercó la nariz para oler los billetes y su aliento hizo vibrar y crujir los delgados papeles blancos.
Tres días más tarde se produjo un revuelo terrible. Whymper, con el rostro mortalmente pálido, apareció pedaleando a gran velocidad en la bicicleta, que dejó en el patio antes de entrar precipitadamente en la casa. Un instante después brotó de las habitaciones de Napoleón un rugido furioso. La noticia de lo que había pasado corrió por la granja como un incendio descontrolado. ¡Los billetes eran falsos! ¡Frederick había conseguido la madera por nada!
Napoleón reunió a los animales de inmediato y con voz terrible anunció la sentencia a muerte de Frederick. Cuando se lo capturara, dijo, lo hervirían vivo. Al mismo tiempo, les advirtió que después de esa traición se podía esperar lo peor. Frederick y sus hombres podían lanzar su tan esperado ataque en cualquier momento. Apostaron centinelas en todos los accesos a la finca. Además, enviaron cuatro palomas a Monterraposo con un mensaje conciliador que —esperaban— serviría para volver a establecer buenas relaciones con Pilkington.
El ataque se produjo a la mañana siguiente. Los animales estaban desayunando cuando los vigías llegaron corriendo con la noticia de que Frederick y sus seguidores ya habían entrado por la puerta con barrotes de la finca. Los animales salieron con valentía a su encuentro, pero esa vez no lograron una victoria fácil como en la Batalla del Establo de las Vacas. Había quince hombres con media docena de escopetas, que abrieron fuego en cuanto estuvieron a unos cincuenta metros. Los animales no podían enfrentar las explosiones terribles ni las picaduras de los perdigones, y a pesar de los esfuerzos de Napoleón y Boxeador para animarlos, pronto tuvieron que retroceder. Ya había unos cuantos heridos. Se refugiaron en los edificios de la granja y miraron con cautela por las rendijas y los agujeros de los nudos. Toda la enorme pradera, incluido el molino de viento, estaba en manos del enemigo. Por el momento, hasta Napoleón parecía perdido. Iba y venía en silencio, moviendo la cola rígida. Miradas tristes apuntaban hacia Monterraposo. Si Pilkington y sus hombres los ayudaran, todavía podrían ganar la batalla. Pero en ese momento regresaron las cuatro palomas que habían enviado el día anterior; una de ellas traía un trozo de papel firmado por Pilkington. En él, escritas a lápiz, había estas palabras: «Te lo mereces».
Mientras tanto, Frederick y sus hombres se habían detenido junto al molino. Los animales los miraron y empezaron a murmurar, consternados. Dos de los hombres habían sacado una palanca y un mazo. Iban a demoler el molino de viento.
—¡Imposible! —exclamó Napoleón—. Hemos construido paredes demasiado gruesas. No podrían derribarlo ni en una semana. ¡Ánimo, compañeros!
Pero Benjamín observaba con atención los movimientos de los hombres. Los del martillo y la palanca estaban haciendo un agujero cerca de la base del molino. Despacio, con aire casi de diversión, Benjamín movió afirmativamente el largo hocico.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. ¿No veis lo que hacen? Dentro de un instante llenarán de pólvora el agujero.
Los animales esperaron, aterrorizados. Ahora no podían buscar refugio en los edificios. Unos minutos más tarde vieron cómo los hombres corrían en todas direcciones. Entonces se produjo un rugido ensordecedor. Las palomas se arremolinaron en el aire y todos los animales, salvo Napoleón, se arrojaron al suelo y se taparon la cara. Guando se levantaron, una enorme nube de humo negro flotaba sobre el sitio donde había estado el molino de viento. Poco a poco fue llevándosela la brisa. ¡El molino de viento había dejado de existir!
Al ver eso los animales recuperaron su valentía. La rabia contra un acto tan vil y despreciable superó el miedo y la desesperación que habían sentido un momento antes. Se oyó un potente grito de venganza y sin esperar nuevas órdenes salieron todos juntos, dispuestos a atacar al enemigo. Esta vez no cejaron ante los perdigones crueles que cayeron sobre ellos como granizo. Fue una batalla salvaje y amarga. Los hombres disparaban una y otra vez, y cuando los animales estuvieron cerca los atacaron con palos y con las pesadas botas. Mataron una vaca, tres ovejas y dos gansos, y casi todo el mundo estaba herido. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, tenía la punta de la cola rasguñada por un perdigón. Pero tampoco los hombres habían salido indemnes. Tres de ellos tenían la cabeza partida por los golpes de los cascos de Boxeador, otro había sido corneado en el vientre por una vaca y otro tenía los pantalones casi destrozados por Jésica y Campanilla. Y cuando los nueve perros de la guardia personal de Napoleón, enviados a dar un rodeo al amparo del seto, aparecieron de repente por un lado, ladrando con ferocidad, el pánico se apoderó de ellos. Vieron que estaban en peligro de ser rodeados. Frederick gritó a sus hombres que salieran de allí mientras tenían escapatoria, y un instante después el cobarde enemigo corría tratando de salvar la vida. Los animales persiguieron a los hombres hasta el final del campo y les dieron unas últimas patadas mientras atravesaban como podían el espinoso seto.
Habían ganado, pero estaban cansados y ensangrentados. Despacio, cojeando, empezaron a regresar a la granja. Algunos, al ver a sus camaradas muertos, tendidos en la hierba, no pudieron contener las lágrimas. Y por un rato se detuvieron en doloroso silencio junto al sitio donde alguna vez se había levantado el molino de viento. Sí, ya no existía. ¡Casi el último rastro de su trabajo había desaparecido! Hasta los cimientos estaban parcialmente destruidos. Y ahora, para reconstruirlo, no podrían usar, como antes, las piedras caídas. Esta vez también habían desaparecido las piedras. La fuerza de la explosión las había lanzado a cientos de metros de distancia. Era como si el molino no hubiera existido nunca.
Cuando se estaban acercando a la granja, Chillón, que inexplicablemente había estado ausente durante el combate, se acercó saltando hacia ellos, moviendo la cola radiante de satisfacción. Y del lado de los edificios de granja llegó el solemne estampido de un arma de fuego.
—¿Para qué dispararon esa escopeta? —preguntó Boxeador.
—¡Para celebrar nuestra victoria! —exclamó Chillón.
—¿Qué victoria? —preguntó Boxeador. Le sangraban las rodillas, había perdido una herradura y se le había partido el casco; en una pata trasera tenía alojada una docena de perdigones.
—¿Qué victoria, camarada? ¿Acaso no hemos expulsado al enemigo de nuestro suelo, el sagrado suelo de la Granja Animal?
—Pero ellos han destruido el molino de viento. ¡En el que hemos trabajado durante dos años!
—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si nos da la gana. Tú no aprecias, camarada, la importancia de lo que acabamos de lograr. El enemigo ocupaba el suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias al liderazgo del camarada Napoleón, acabamos de recuperarlo hasta el último centímetro!
—Así que volvemos a tener lo que ya teníamos —dijo Boxeador.
—Esa es nuestra victoria —dijo Chillón.
Cojearon hasta el corral. Los perdigones que Boxeador llevaba incrustados en la pata le producían un intenso dolor. Veía por delante la pesada empresa de reconstruir el molino desde los cimientos y mentalmente se preparó ya para la tarea. Pero por primera vez advirtió que tenía once años y que quizá sus enormes músculos ya no eran como antes.
Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y oyeron el nuevo disparo de escopeta —la dispararon siete veces en total— y escucharon el discurso de Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que después de todo habían conseguido una gran victoria. Los animales muertos en la batalla tuvieron un solemne entierro. Boxeador y Trébol tiraron del carro que servía de coche fúnebre y el propio Napoleón encabezó la procesión. Dedicaron dos días enteros a las celebraciones. Hubo canciones, discursos y más disparos de escopeta, y cada animal recibió como regalo especial una manzana, dos onzas de maíz las aves y tres bizcochos cada perro. Se anunció que la batalla se llamaría Batalla del Molino, y que Napoleón había creado una nueva condecoración, la «Orden de la bandera verde», que se había otorgado a sí mismo. En medio del júbilo general se olvidó el desgraciado asunto de los billetes.
Unos días más tarde los cerdos encontraron una caja de whisky en los sótanos de la casa. La habían pasado por alto en el momento de ocuparla. Esa noche se oyó entonar en la casa ruidosas canciones en las que, para sorpresa de todos, se mezclaban compases de «Bestias de Inglaterra». A eso de las nueve y media se vio perfectamente que Napoleón, con un viejo sombrero hongo del señor Jones, salía por la puerta trasera, daba unas vueltas rápidas por el patio y desaparecía de nuevo en la casa. Pero por la mañana reinaba en el lugar un profundo silencio. No se veía por allí ningún cerdo. Eran casi las nueve cuando apareció Chillón, caminando despacio y abatido, la mirada apagada, la cola fláccida y con apariencia de estar gravemente enfermo. Reunió a los animales y les anunció que tenía una terrible noticia. ¡El camarada Napoleón se estaba muriendo!
Se oyó un grito lastimero. Colocaron paja delante de la puerta de la casa y los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos se preguntaban unos a otros qué harían si les faltaba el líder. Empezó a circular el rumor de que, después de todo, Bola de Nieve se las había ingeniado para introducir veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Chillón para hacer otro anuncio. Como último acto sobre la tierra, el camarada Napoleón había pronunciado un solemne decreto: se castigaría con pena de muerte el consumo de alcohol.
Por la noche pareció que Napoleón había mejorado un poco, y a la mañana siguiente Chillón les contó que se estaba recuperando. Al atardecer, Napoleón había vuelto a su trabajo, y un día después se supo que había dado instrucciones a Whymper para que comprara en Willingdon algunos folletos sobre fermentación y destilado. Una semana más tarde Napoleón ordenó arar el pequeño prado situado detrás de la huerta, que antes habían pensado reservar como sitio de pastoreo para los animales que ya no podían trabajar. Se explicó que la tierra estaba agotada y había que renovarla, pero pronto se supo que la intención de Napoleón era sembrar allí cebada.
Por esa época se produjo un extraño suceso que casi nadie logró entender. Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estruendo en el patio y los animales salieron corriendo de los establos. Era una noche de luna. Al pie de la pared trasera del establo grande, donde estaban escritos los siete mandamientos, había una escalera partida en dos. Junto a ella, aturdido y en el suelo, estaba Chillón; a su lado había un farol, un pincel y un bote de pintura blanca volcado. Los perros rodearon inmediatamente a Chillón y lo acompañaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los animales sabía qué significaba esa situación, salvo el viejo Benjamín, que asintió moviendo el hocico con aire sagaz y pareció entender, aunque no dijo nada.
Pero unos días más tarde Muriel, leyendo los siete mandamientos en voz baja, notó que había otro que los animales no recordaban bien. Creían que el quinto mandamiento era «Ningún animal beberá alcohol», pero habían olvidado dos palabras. En realidad, el mandamiento decía: «Ningún animal beberá alcohol en exceso».