Todo ese año los animales trabajaron como esclavos. Pero el trabajo los hacía felices; como sabían que todo lo que hacían los beneficiaría a ellos y a sus descendientes y no a una pandilla de seres humanos ociosos y ladrones, no ahorraban esfuerzos ni sacrificios.
Durante toda la primavera y el verano trabajaron sesenta horas por semana, y en agosto Napoleón anunció que también tendrían que trabajar los domingos por la tarde. Ese trabajo era estrictamente voluntario, pero el animal que se negara a hacerlo vería reducidas sus raciones a la mitad. Aun así, no pudieron cumplir ciertas tareas. La cosecha no había sido tan buena como el año anterior, y dos campos donde tendrían que haber sembrado tubérculos a comienzos del verano seguían esperando porque no habían podido ararlos a tiempo. Poco costaba prever que el siguiente invierno sería muy duro.
El molino de viento presentó dificultades inesperadas. Tenían una buena cantera de piedra caliza en la granja, y habían encontrado una gran cantidad de arena y cemento en una de las dependencias, de manera que todos los materiales para la construcción estaban a su alcance. Pero el problema que en un primer momento no pudieron resolver los animales fue cómo romper la piedra en trozos del tamaño adecuado. Parecía que la única manera de hacerlo era con picos y palancas, que ningún animal podía utilizar porque no andaba erguido sobre las patas traseras. Solo después de semanas de esfuerzo vano tuvo alguien la idea apropiada: utilizar la fuerza de la gravedad. El fondo de la cantera estaba cubierto de enormes cantos rodados, demasiado grandes para ser utilizados. Los animales los ataban con cuerdas y después, todos juntos, vacas, caballos, ovejas, cualquier animal que pudiera aferrar la cuerda —a veces incluso participaban los cerdos en los momentos críticos—, los arrastraban con lentitud desesperante por la ladera hasta la cima de la cantera, desde donde los arrojaban por el borde para que al caer se rompieran en pedazos. El transporte de la piedra una vez rota era relativamente sencillo. Los caballos se la llevaban en el carro, las ovejas arrastraban bloques individuales; hasta Muriel y Benjamín, tirando de un coche de gobernanta, hacían lo suyo. A finales del verano habían acumulado una cantidad suficiente de piedra y entonces dieron comienzo a la construcción, supervisados por los cerdos.
Pero era un proceso lento y laborioso. Con frecuencia tardaban un día entero de esfuerzo agotador en arrastrar una sola piedra hasta la cima de la cantera, y a veces, cuando la arrojaban por el borde, no se rompía. Nada hubiera sido posible sin Boxeador, cuya fuerza parecía equivaler a la del resto de los animales juntos.
Cuando la piedra empezaba a resbalar y los animales, arrastrados ladera abajo, gritaban desesperados, era siempre Boxeador quien, sujetando con fuerza la cuerda, lograba detener la piedra. Verlo afanarse centímetro a centímetro cuesta arriba, jadeando, arañando el suelo con las puntas de los cascos, los enormes flancos empapados de sudor, despertaba la admiración de todos. Trébol le advertía a veces que se cuidara y no se esforzara tanto, pero Boxeador nunca le hacía caso. En sus dos lemas («Trabajaré más duro» y «Napoleón siempre tiene razón») parecía encontrar respuesta suficiente a todos sus problemas. Había acordado con el gallo joven que lo llamara no media hora sino tres cuartos de hora más temprano todas las mañanas. Y en los ratos libres, que ahora no le sobraban, iba solo a la cantera, preparaba una carga de piedra picada y la arrastraba sin ayuda hasta el lugar donde se encontraba el molino de viento.
A pesar de la dureza del trabajo, los animales no pasaron tan mal ese verano. Aunque no había más comida que en la época de Jones, tampoco había menos. La ventaja de tener que alimentarse ellos solos, y no tener que mantener a cinco extravagantes seres humanos, era tan grande que harían falta muchos fracasos para perderla. Y en muchos sentidos la manera animal de hacer las cosas era más eficiente y ahorraba trabajo. Por ejemplo, la tarea de arrancar las malas hierbas se podía hacer con una minuciosidad imposible para los seres humanos. Además, como ahora ningún animal robaba, no hacía falta utilizar cercas para separar los pastizales de las tierras cultivables, lo que ahorraba mucha mano de obra destinada al mantenimiento de setos y puertas. Sin embargo, al avanzar el verano empezaron a escasear de manera imprevista algunas cosas. Faltaba queroseno, clavos, cuerdas, galletas para perros y también hierro para las herraduras de los caballos, nada de lo cual podía producirse en la granja. Más tarde también harían falta semillas y abonos artificiales, además de algunas herramientas y, finalmente, la maquinaria para el molino de viento. No se les ocurría cómo podrían conseguir todo eso.
Un domingo por la mañana, cuando los animales se reunieron para recibir las habituales órdenes, Napoleón anunció que había decidido adoptar una nueva política. A partir de ese momento la Granja Animal iniciaría un intercambio con las granjas vecinas: no, por supuesto, con ánimo comercial, sino para obtener ciertos materiales que necesitaban con urgencia. Las necesidades del molino de viento tendrían prioridad sobre todo lo demás, dijo. Estaba, por lo tanto, negociando la venta de una pila de heno y parte de la cosecha de trigo del año en curso, y luego, si hiciera falta más dinero, tendrían que recurrir a la venta de huevos, para lo que siempre había un mercado en Willingdon. Las gallinas, dijo Napoleón, deberían aceptar ese sacrificio como contribución especial a la construcción del molino de viento.
De nuevo, los animales sintieron una vaga inquietud. No tener nunca trato alguno con los seres humanos, no dedicarse nunca al comercio, no usar nunca dinero... ¿No eran esas algunas de las decisiones adoptadas en aquella primera reunión triunfal después de la expulsión de Jones? Todos los animales recordaban haber aprobado esas resoluciones, o al menos creían que lo recordaban. Los cuatro cerdos jóvenes que habían protestado cuando Napoleón abolió las reuniones levantaron tímidamente la voz, pero fueron silenciados de inmediato por los tremendos gruñidos de los perros. Entonces, como de costumbre, irrumpieron las ovejas con «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!», y la momentánea tensión se aflojó. Napoleón levantó la pezuña pidiendo silencio y anunció que ya tenía todo dispuesto. No haría falta que ninguno de los animales entrara en contacto con seres humanos, lo que sería muy indeseable. Él cargaría con toda la responsabilidad. Un tal Whymper, abogado que vivía en Willingdon, había accedido a actuar como intermediario entre los animales de la Granja Animal y el mundo exterior, y visitaría la granja todos los lunes por la mañana para recibir instrucciones. Napoleón cerró el discurso con el habitual grito de «¡Viva la Granja Animal!» y tras cantar «Bestias de Inglaterra» dio por terminado el acto.
Después Chillón recorrió la granja tranquilizando a los animales. Les aseguró que la resolución contra la participación en el comercio y el uso de dinero nunca se había aprobado, ni siquiera sugerido. Era pura imaginación, y quizá se podía rastrear su origen en mentiras difundidas por Bola de Nieve.
Algunos animales seguían con dudas, y Chillón les hizo una pregunta astuta: «¿Estáis seguros de que no lo habéis soñado, camaradas? ¿Tenéis algún registro de esa resolución? ¿Está escrita en alguna parte?». Y como era cierto que nada de eso existía por escrito, los animales aceptaron con satisfacción su error.
Todos los lunes, como se había acordado, el señor Whymper visitaba la granja. Era un astuto hombrecito de patillas, abogado de poca monta pero lo bastante listo para haber comprendido antes que nadie que la Granja Animal necesitaría un agente al que bien valdría la pena pagar comisiones. Los animales observaban su ir y venir con algo de terror y lo evitaban en la medida de lo posible. Sin embargo, ver a Napoleón impartiendo órdenes sobre las cuatro patas a Whymper, que andaba sobre dos, los llenaba de orgullo y hasta cierto punto les permitía aceptar el nuevo plan. Su relación con la raza humana ya no era exactamente la misma de antes. Los seres humanos no odiaban menos la Granja Animal ahora que disfrutaba de cierta prosperidad; de hecho, la odiaban más que nunca. Todo ser humano tenía para sí que la finca quebraría tarde o temprano y, sobre todo, que el molino de viento sería un fracaso. Se reunían en las tabernas y mediante diagramas se demostraban que el molino caería forzosamente, y que si seguía en pie no funcionaría nunca. Sin embargo, contra su voluntad, empezaban a sentir cierto respeto por la eficiencia con que los animales gestionaban sus propios asuntos. Síntoma de ese cambio era que habían dejado de llamar a la finca Granja Solariega y empezaban a llamarla por su propio nombre, Granja Animal. Tampoco defendían más a Jones, que había perdido la esperanza de recuperar su granja y se había ido a vivir a otra parte del condado. Fuera de la intermediación de Whymper, no había aún ningún contacto entre la Granja Animal y el mundo exterior, pero circulaban constantes rumores de que Napoleón estaba a punto de celebrar un acuerdo comercial con el señor Pilkington de Monterraposo o con el señor Frederick de Campocorto pero, por supuesto, nunca simultáneamente con los dos.
Fue en esa época cuando los cerdos se mudaron de repente a la casa de la granja y se establecieron allí. Una vez más, los animales creyeron recordar que al comienzo se había aprobado una resolución contraria a esa medida, y de nuevo Chillón logró convencerlos de su error. Era totalmente necesario, explicó, que los cerdos, como cerebros de la granja, tuvieran un sitio tranquilo para trabajar. También era más adecuado a la dignidad del líder (últimamente tenía la costumbre de dar a Napoleón el título de «líder») vivir en una casa que en una simple pocilga. No obstante, algunos de los animales se molestaron al saber que los cerdos no solo comían en la cocina y usaban el salón como lugar de recreo sino que también dormían en las camas. Como de costumbre, Boxeador quitó importancia al asunto repitiendo lo de «¡Napoleón siempre tiene razón!», pero Trébol, que creía recordar una firme disposición contra el uso de las camas, fue hasta el fondo del establo e intentó descifrar los siete mandamientos allí grabados. Como solo podía leer las letras una por una, recurrió a Muriel.
—Muriel —dijo—, léeme el cuarto mandamiento. ¿No dice algo acerca de no dormir nunca en una cama?
Muriel leyó con cierta dificultad.
—Dice: «Ningún animal dormirá en una cama con sábanas».
Curiosamente, Trébol no recordaba que el cuarto mandamiento mencionara las sábanas, pero como eso estaba en la pared, suponía que debía de ser cierto. Y Chillón, que pasaba por allí en ese momento, acompañado por dos o tres perros, logró poner las cosas en su justa perspectiva.
—¿Así que habéis oído, camaradas —dijo—, que ahora los cerdos duermen en las camas de la casa? ¿Y por qué no? Supongo que no iréis a pensar que alguna vez se prohibió el uso de las camas. Una cama significa nada más que un sitio para dormir. Bien mirado, un montón de paja en un establo es una cama. La norma prohibía las sábanas, que son una invención humana. Hemos quitado las sábanas de las camas de la casa y dormimos entre mantas. ¡Y vaya si son cómodas! Pero os puedo asegurar que no mucho más cómodas de lo necesario, camaradas, con todo el trabajo intelectual que ahora nos toca. ¿Verdad que no queréis privarnos de nuestro descanso, camaradas? ¿Verdad que no queréis vernos demasiado cansados para cumplir con nuestros deberes? Estoy seguro de que ninguno de vosotros desea que regrese Jones.
Los animales se apresuraron a tranquilizarlo, y no se volvió a tocar el tema de las camas y los cerdos. Y cuando se anunció, unos días después, que a partir de ese momento los cerdos dormirían por la mañana una hora más que el resto de los animales, tampoco hubo quejas.
Al llegar el otoño los animales estaban cansados pero felices. Habían tenido un año duro, y después de la venta de parte de la paja y del maíz las reservas de alimentos para el invierno no eran muy abundantes, pero el molino de viento compensaba todo. Ya estaba casi a medio construir. Después de la cosecha hubo un período de tiempo despejado y seco y los animales se esforzaron más que nunca, pensando que valía la pena afanarse todo el día llevando y trayendo bloques de piedra si con eso podían levantar las paredes algunos centímetros más. Boxeador incluso iba por las noches y trabajaba por su cuenta durante una hora o dos a la luz de la luna llena.
En sus ratos libres los animales daban vueltas y vueltas alrededor del molino inconcluso, admirando la fortaleza y la perpendicularidad de sus paredes y maravillándose de su capacidad para construir algo tan imponente. Solo el viejo Benjamín se negaba a entusiasmarse con el molino de viento, aunque, como siempre, se limitaba a repetir el críptico comentario de que los burros viven mucho tiempo.
Llegó noviembre con furiosos vientos del suroeste. Hubo que detener la construcción porque el exceso de humedad impedía mezclar el cemento. Finalmente llegó una noche en la que el viento sopló con tanta violencia que hizo temblar los edificios y arrancó varias tejas del establo. Las gallinas se despertaron chillando de terror porque todas habían soñado al mismo tiempo con un disparo de escopeta a lo lejos. Por la mañana, al salir de los establos, los animales descubrieron que se había caído el mástil de la bandera y que un olmo, en un rincón de la huerta, había sido arrancado como si fuera un rábano. Acababan de ver eso cuando de la garganta de todos los animales brotó un grito de desesperación. Tenían ante ellos un terrible espectáculo. El molino estaba en ruinas.
Corrieron todos al mismo tiempo hacia el lugar. Napoleón, que rara vez salía siquiera a dar una vuelta, fue el más rápido. Sí, allí estaba, el fruto de todos sus esfuerzos completamente demolido, esparcidas por todas partes las piedras que tan laboriosamente habían partido y transportado. Mudos al principio, se quedaron mirando con tristeza el revoltijo de piedras caídas. Napoleón iba y venía en silencio, olfateando a veces el suelo. Se le había endurecido la cola y la torcía bruscamente de un lado a otro, lo que denotaba una intensa actividad mental. De repente se detuvo como si su mente hubiera llegado a una conclusión.
—Camaradas —dijo en voz baja—, ¿sabéis quién es el culpable de esto? ¿Sabéis quién es el enemigo que ha venido por la noche y ha derribado nuestro molino de viento? ¡Bola de Nieve! —rugió de repente con voz de trueno—. ¡Bola de Nieve ha hecho esto! Por pura maldad, pensando en retrasar nuestros planes y vengarse por su ignominiosa expulsión, ese traidor se ha arrastrado hasta aquí al amparo de la noche y ha destruido nuestro trabajo de casi un año. Camaradas, aquí y ahora pronuncio la sentencia de muerte de Bola de Nieve. Nombraré «Héroe animal de segunda clase» y le daré media fanega de manzanas al animal que haga justicia con él. ¡Una fanega entera a quien lo aprese con vida!
Los animales se quedaron estupefactos al enterarse de que Bola de Nieve podía ser el culpable de semejante acción. Hubo un grito de indignación y todo el mundo se puso a pensar en maneras de capturar a Bola de Nieve si alguna vez regresaba. Casi de inmediato aparecieron en la hierba, a poca distancia de la loma, las huellas de un cerdo. Solo se las podía seguir unos metros, pero parecían conducir a un agujero en el seto. Napoleón las olió y dictaminó que pertenecían a Bola de Nieve. Expresó su opinión de que Bola de Nieve probablemente había venido del lado de la granja de Monterraposo.
—¡Basta de demoras, camaradas! —gritó Napoleón después de estudiar las huellas—. Tenemos cosas que hacer. Esta misma mañana empezaremos a reconstruir el molino, y trabajaremos en él durante todo el invierno, llueva o truene. Enseñaremos a ese miserable traidor que no nos puede deshacer el trabajo con tanta facilidad. Recordad, camaradas, que no debe haber ninguna alteración en nuestros planes: los cumpliremos de manera inflexible. ¡Adelante, camaradas! ¡Viva el molino de viento! ¡Viva la Granja Animal!