A medida que se acercaba el invierno, Marieta se iba volviendo más fastidiosa. Llegaba tarde al trabajo todas las mañanas y se disculpaba diciendo que se había quedado dormida, y se quejaba de dolores misteriosos aunque tenía un excelente apetito. Con cualquier pretexto abandonaba el trabajo e iba al bebedero, donde se quedaba mirando su propio reflejo en el agua como una tonta. Pero también había rumores de algo más serio. Un día, cuando Marieta salió despreocupadamente al corral, coqueteando con la larga cola y mascando un tallo de heno, Trébol la llevó aparte.
—Marieta —dijo—, tengo algo muy serio que decirte. Esta mañana te vi mirando por encima del seto que separa la Granja Animal de Monterraposo. Del otro lado del seto andaba uno de los peones del señor Pilkington. Y aunque yo estaba muy lejos, tengo casi la certeza de haber visto que te hablaba y que tú te dejabas acariciar la nariz. ¿Qué significa eso, Marieta?
—¡No, no hizo eso! ¡Yo no estaba allí! ¡No es cierto! —exclamó Marieta, empezando a hacer cabriolas y a patear el suelo.
—¡Marieta! Mírame a la cara. ¿Me das tu palabra de honor de que ese hombre no te estaba acariciando la nariz?
—¡No es cierto! —repitió Marieta, pero no podía mirar a Trébol a la cara; de repente echó a correr y se alejó al galope hacia el campo.
A Trébol se le ocurrió una idea. Sin decir nada a los demás, fue al establo de Marieta y revolvió la paja con la pata. Escondidos debajo de la paja había un montoncito de terrones de azúcar y varias cintas de diferentes colores.
Tres días más tarde Marieta desapareció. Durante algunas semanas nada se supo de su paradero, y entonces las palomas informaron de que la habían visto al otro lado de Willingdon. Estaba entre las varas de un elegante carro pintado de rojo y negro, detenido delante de una taberna. Un hombre gordo de cara enrojecida, pantalones bombachos a cuadros y polainas, que parecía un tabernero, le acariciaba la nariz y le daba azúcar. Marieta tenía el pelo recién cortado y llevaba una cinta escarlata en la crin. Según las palomas, parecía muy satisfecha. Ninguno de los animales mencionó nunca más su nombre.
En enero hizo un frío glacial. La tierra era como hierro y nada se podía hacer en el campo. Se celebraron muchas reuniones en el establo principal y los cerdos se ocuparon de planificar el trabajo de la temporada siguiente. Se había llegado a aceptar que los cerdos, manifiestamente más inteligentes que el resto de los animales, debían decidir todas las cuestiones de política agrícola, aunque había que ratificar sus decisiones por mayoría de votos. Ese acuerdo habría funcionado razonablemente si no fuera por las disputas entre Bola de Nieve y Napoleón. Discrepaban en cuanto fuera posible discrepar. Si uno proponía sembrar una superficie mayor de cebada, el otro con seguridad exigía una superficie mayor de avena, y si uno decía que tal o cual campo era perfecto para repollos, el otro declaraba que solo servía para tubérculos. Cada uno tenía sus propios seguidores y había debates violentos. En las reuniones Bola de Nieve obtenía a menudo la mayoría con sus brillantes discursos, pero Napoleón tenía más capacidad para obtener apoyos en los intervalos. Sobre todo tenía éxito con las ovejas. En los últimos tiempos a las ovejas les había dado por balar: «Cuatro patas, sí; dos patas, no» en cualquier momento, interrumpiendo a menudo la reunión. Se observó que tendían a salir con «Cuatro patas, sí; dos patas, no» en los momentos decisivos de los discursos de Bola de Nieve. Bola de Nieve había estudiado de manera minuciosa algunos viejos números de Agricultor y ganadero, que había encontrado en la granja, y estaba lleno de planes para innovaciones y mejoras. Hablaba con autoridad sobre el drenaje de los campos, el ensilaje y el tratamiento de la basura, y había elaborado un complicado proyecto para que todos los animales dejaran su estiércol directamente en los campos, en un lugar diferente cada día, para ahorrar el trabajo de acarreo.
Napoleón no presentaba proyectos propios, pero por lo bajo andaba diciendo que los de Bola de Nieve no servirían para nada, y parecía estar esperando el momento oportuno. Pero de todas sus controversias, ninguna fue tan reñida como la que los enfrentó por el molino de viento.
En la extensa pradera, no lejos de los edificios, había una pequeña loma que era el punto más alto de la granja. Después de inspeccionar el terreno, Bola de Nieve declaró que ese era el sitio indicado para instalar un molino de viento, que haría funcionar una dinamo y suministraría energía eléctrica a la finca. Eso permitiría dar luz a las cuadras y poner calefacción en invierno, y también haría funcionar una sierra circular, una trituradora de paja, una cortadora de remolacha forrajera y una ordeñadora eléctrica. Los animales nunca habían oído hablar de nada parecido (la granja era anticuada y solo tenía la maquinaria más primitiva), y escuchaban con asombro, mientras Bola de Nieve evocaba imágenes de máquinas fantásticas que harían su trabajo mientras ellos pastaban a sus anchas en el campo o cultivaban la mente con la lectura y la conversación.
A las pocas semanas, Bola de Nieve terminó de perfeccionar los planos para la construcción del molino. Los detalles mecánicos provenían sobre todo de tres libros que habían pertenecido al señor Jones: Mil cosas útiles para la casa, Cada hombre tiene su albañil y Electricidad para principiantes. En el cobertizo que Bola de Nieve usaba como estudio habían estado antes las incubadoras, y tenía un suelo de madera suave, adecuado para dibujar encima. Se encerraba allí durante horas. Con los libros abiertos mediante la ayuda de una piedra, apretando un pedazo de tiza con la pezuña, avanzaba y retrocedía con rapidez, dibujando una línea tras otra y profiriendo gemidos de excitación. Poco a poco, los planos se convirtieron en una masa complicada de manivelas y ruedas dentadas que cubrían más de la mitad del suelo y que para los demás animales resultaban completamente ininteligibles pero muy impresionantes. Todos acudían a ver los dibujos de Bola de Nieve por lo menos una vez al día. Hasta las gallinas y los patos iban, y se esforzaban por no pisar las marcas de tiza. Solo Napoleón se mantenía al margen. Desde el principio se había declarado contrario al molino de viento. Sin embargo, un día apareció de manera inesperada para examinar los planos. Caminó pesadamente por el cobertizo, observando de cerca cada detalle y olfateándolo un par de veces antes de quedarse un rato contemplándolo por el rabillo del ojo; de repente levantó la pata, orinó sobre los dibujos y salió sin pronunciar una palabra.
La granja entera estaba profundamente dividida por el tema del molino de viento. Bola de Nieve no negaba que la construcción sería una empresa difícil. Habría que transportar las piedras e ir colocándolas en las paredes; después habría que fabricar las aspas y a continuación necesitarían dinamos y cables. (Bola de Nieve no decía cómo harían para conseguirlos.) Pero sostenía que en un año se podría hacer todo. Y a partir de ese momento, declaraba, se ahorraría tanto trabajo que los animales solo tendrían que trabajar tres días a la semana. Napoleón, por su parte, sostenía que la gran necesidad del momento era aumentar la producción de alimentos, y que si perdían el tiempo con el molino de viento todos se morirían de hambre. Los animales se dividieron en dos facciones, cada una con su lema: «Vote por Bola de Nieve y la semana de tres días» y «Vote por Napoleón y el pesebre lleno». Benjamín era el único animal que no se había aliado con ninguno de los bandos. Se negaba a creer que hubiera más abundancia de comida o que el molino de viento les ahorrara trabajo. Con o sin molino de viento, decía, la vida seguiría siendo la misma de siempre: es decir, mala.
Aparte de las disputas sobre el molino de viento, estaba la cuestión de la defensa de la granja. Sabían bien que, aunque los seres humanos habían sido derrotados en la Batalla del Establo, podrían hacer otro intento, más decidido, por recuperar la granja y restituir al señor Jones. Razones no les faltaban, porque la noticia de su derrota se había extendido por el campo y había puesto más nerviosos que nunca a los animales de las granjas vecinas. Como de costumbre, Bola de Nieve y Napoleón estaban en desacuerdo. Según Napoleón, lo que los animales debían hacer era conseguir armas de fuego y aprender a usarlas. Según Bola de Nieve, debían enviar cada vez más palomas y provocar la rebelión de los animales de las otras granjas. El primero argumentaba que si no podían defenderse serían fatalmente conquistados y el segundo argumentaba que si se producían rebeliones en todas partes, no necesitarían defenderse. Los animales escuchaban primero a Napoleón y después a Bola de Nieve y no sabían a quién dar la razón; de hecho, siempre estaban de acuerdo con el que hablaba en ese momento.
Por fin llegó el día en el que quedaron terminados los planos de Bola de Nieve. En la reunión del domingo siguiente se sometería a votación el proyecto de construcción del molino de viento. Cuando los animales estuvieron reunidos en el establo principal, Bola de Nieve se levantó y, a pesar de algunas interrupciones por los balidos de las ovejas, expuso sus razones para defender la construcción del molino. Después Napoleón se levantó para responder. Dijo, sin levantar la voz, que el molino era una tontería, aconsejó que nadie votara por él y enseguida volvió a sentarse; apenas había hablado treinta segundos y parecía indiferente al efecto de sus palabras. Al oírlas, Bola de Nieve se levantó de un salto, hizo callar con un grito a las ovejas, que habían empezado a balar de nuevo, e inició un apasionado llamamiento en favor del molino de viento. Hasta ese momento las simpatías de los animales habían estado casi repartidas por igual, pero por un instante la elocuencia de Bola de Nieve los había entusiasmado. Con frases brillantes pintó un retrato de cómo sería la granja si los animales no tuvieran que soportar el peso del sórdido trabajo. Ahora su imaginación iba mucho más allá de las trituradoras de paja y las cortadoras de nabos. La electricidad, decía, podría hacer funcionar trilladoras, arados, gradas, rodillos, segadoras y empacadoras, además de dar a cada establo su propia luz eléctrica, agua caliente y fría y calefacción. Cuando terminó de hablar, no había ninguna duda sobre el resultado de la votación. Pero en ese momento Napoleón se levantó, echó una extraña mirada de reojo a Bola de Nieve y lanzó un chillido estridente como nadie le había conocido jamás.
De repente se produjo un terrible aullido fuera, y nueve perros enormes con collares tachonados de clavos entraron violentamente en el establo. Se lanzaron directamente hacia Bola de Nieve, que apenas logró saltar a tiempo para escapar de sus colmillos.
En un instante salió por la puerta, perseguido por los perros. Demasiado asombrados y asustados para hablar, los animales se apiñaron en la puerta para observar la persecución. Bola de Nieve corría por las largas tierras de pastoreo que llevaban a la carretera. Corría como solo un cerdo puede correr, pero los perros le pisaban los talones. De repente resbaló y pareció que ya le darían alcance. Se levantó y siguió corriendo más rápido que nunca, mientras los perros acortaban la distancia. Uno de ellos casi logró atrapar con la mandíbula la cola de Bola de Nieve, pero Bola de Nieve la apartó a tiempo. Después hizo un esfuerzo adicional y, con unos centímetros de ventaja, se escabulló por un agujero que había en el seto y no se lo vio más.
Silenciosos y aterrorizados, los animales volvieron cabizbajos al establo. En un instante reaparecieron los perros. Al principio nadie entendía de dónde habían salido esas criaturas, pero pronto se resolvió el problema: eran los cachorros que Napoleón había quitado a sus madres y criado de manera particular. Aunque todavía no eran totalmente adultos, tenían un tamaño enorme y aspecto de lobos feroces. Se acercaron a Napoleón y se vio que le meneaban la cola como solían hacer los otros perros con el señor Jones.
Napoleón, acompañado por los perros, subió hasta la parte elevada del suelo desde donde había pronunciado su discurso el Comandante. Anunció que a partir de ese momento no habría más reuniones los domingos por la mañana. Eran innecesarias, dijo, y una pérdida de tiempo. En el futuro todas las cuestiones relativas al funcionamiento de la granja serían resueltas por un comité especial de cerdos presidido por él mismo. Ese comité se reuniría a puertas cerradas y después comunicaría sus decisiones a los demás. Los animales seguirían reuniéndose los domingos por la mañana para saludar la bandera, cantar «Bestias de Inglaterra» y recibir las órdenes de la semana, pero no habría más debates.
A pesar de la conmoción provocada por la expulsión de Bola de Nieve, ese anuncio consternó a los animales. Varios de ellos habrían protestado si hubiesen podido encontrar los argumentos adecuados. Hasta Boxeador estaba algo perturbado. Echó las orejas hacia atrás, sacudió varias veces la crin y se esforzó por poner en orden los pensamientos; al final no se le ocurrió nada que decir. Pero algunos de los cerdos eran más elocuentes. Cuatro cochinos jóvenes situados en la primera fila lanzaron estridentes chillidos de desaprobación, y los cuatro se pusieron de pie y empezaron a hablar al mismo tiempo. De repente, los perros sentados alrededor de Napoleón soltaron unos gruñidos graves y amenazadores y los cerdos callaron y volvieron a sentarse. Entonces las ovejas se pusieron a balar con tremenda fuerza «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!»; el griterío se prolongó durante casi un cuarto de hora y puso fin a cualquier posibilidad de discusión.
Después enviaron a Chillón a recorrer la granja para explicar las nuevas disposiciones a los demás.
—Camaradas —decía—, confío en que todos los animales aprecien el sacrificio que ha hecho el camarada Napoleón al asumir esta nueva tarea. ¡No imaginéis, camaradas, que el liderazgo es un placer! Por el contrario, es una honda y pesada responsabilidad. Nadie cree con más firmeza que el camarada Napoleón en la igualdad de todos los animales. Le encantaría dejar que vosotros tomarais vuestras decisiones. Pero a veces podríais equivocaros, camaradas, y ¿qué pasaría entonces? ¿Qué pasaría, por ejemplo, si hubierais decidido apoyar a Bola de Nieve y su estupidez sobre los molinos de viento, a Bola de Nieve, que, como ahora sabemos, no es más que un criminal?
—Luchó con valentía en la Batalla del Establo de las Vacas —dijo alguien.
—La valentía no basta —dijo Chillón—. La lealtad y la obediencia son más importantes. Y en cuanto a la Batalla del Establo de las Vacas, creo que llegará el momento en que descubriremos que la participación de Bola de Nieve se exageró mucho. ¡Disciplina, camaradas, disciplina de hierro! Esa es hoy la consigna. Un paso en falso y los enemigos se nos echarán encima. Estoy seguro, camaradas, de que nadie desea que vuelva Jones.
De nuevo, ese argumento era incontestable. Los animales no querían, por supuesto, que volviera Jones, y si la celebración de debates domingueros podía conducir a su regreso, debía suspenderse. Boxeador, que había tenido tiempo para reflexionar, expresó el sentimiento general con estas palabras: «Si el camarada Napoleón lo dice, debe de ser cierto». Y adoptó la máxima: «Napoleón siempre tiene razón», que añadió a su lema personal: «Trabajaré más duro».
A esas alturas el tiempo había cambiado y los trabajos de labranza habituales en la primavera estaban comenzando. El cobertizo donde Bola de Nieve había dibujado los planos del molino de viento estaba cerrado y se suponía que los planos habían sido borrados del suelo. Todos los domingos a las diez de la mañana los animales se reunían en el establo principal para recibir las órdenes semanales. Habían desenterrado de la huerta el cráneo del Viejo Comandante, ahora despojado de la carne, y lo habían colocado sobre un tocón, al pie del mástil, junto a la escopeta. Después de izar la bandera, los animales tenían que desfilar por delante del cráneo de manera reverente antes de entrar en el establo. Ahora no se sentaban todos juntos cómo en otra época.
Napoleón, con Chillón y otro cerdo llamado Mínimus, que poseía un extraordinario don para componer canciones y poemas, se sentaba en la parte delantera de la plataforma elevada, con los nueve perros jóvenes formando un semicírculo alrededor y los otros cerdos sentados detrás. Los demás animales se sentaban frente a ellos en el cuerpo principal del establo. Napoleón daba lectura a las resoluciones de la semana en un áspero estilo militar, y después de cantar una sola vez «Bestias de Inglaterra», todos los animales se dispersaban.
El tercer domingo después de la expulsión de Bola de Nieve, los animales se sorprendieron bastante al oír a Napoleón anunciar que después de todo se construiría el molino de viento. No explicó por qué había cambiado de idea, pero advirtió a los animales de que esa tarea adicional implicaría un trabajo muy duro; incluso podrían llegar a tener que reducir las raciones. Pero los planos estaban preparados hasta el último detalle. Un comité especial de cerdos había estado trabajando en ellos durante las tres últimas semanas. Se calculaba que la construcción del edificio, con algunas otras mejoras, llevaría dos años.
Esa noche, Chillón explicó en privado al resto de los animales que en realidad Napoleón nunca se había opuesto al molino de viento. Por el contrario, él había sido el primero en proponerlo, y el plano que Bola de Nieve había dibujado en el suelo del cobertizo de la incubadora había sido robado de entre los papeles de Napoleón. El molino de viento era, de hecho, creación de Napoleón. ¿Por qué, entonces, preguntó alguien, se había opuesto a su construcción de manera tan tenaz? En el rostro de Chillón se dibujó una expresión traviesa. Eso, dijo, había sido pura astucia del camarada Napoleón. Solo había parecido que se oponía al molino de viento como una maniobra para deshacerse de Bola de Nieve, que era un personaje peligroso y una mala influencia. Ahora que habían quitado de en medio a Bola de Nieve, el plan podría seguir adelante sin su interferencia. Eso, dijo Chillón, se llamaba táctica. Lo repitió varias veces: «¡Táctica, camaradas, táctica!», saltando y moviendo la cola con una risa alegre. Los animales no sabían bien qué significaba esa palabra, pero Chillón había sido tan persuasivo y los tres perros que lo acompañaban gruñeron de manera tan amenazadora que aceptaron su explicación sin más preguntas.