No sé cuándo comenzó. Me refiero a esa peculiar forma de ver las cosas que tengo, el caso es que creo que soy diferente a los demás, por mucho que mi madre se empeñe en decir que todos los hombres somos iguales.
La cuestión es que haga más o menos tiempo, lo importante es dilucidar si es verdad o no.
Era otoño, las hojas de los árboles se adormecían mientras caían sesgadas por las ráfagas de viento que daban la bienvenida a los primeros signos del invierno. Las volutas de humo de las fábricas hacían que el cielo pareciera un panteón celado lleno de columnas que ascendían hasta el cielo con la parsimonia del humo en un día gris y neblinoso.
Yo tendría unos catorce años. Era un imberbe de pelo enmarañado y la cara salpicada de pecas.
Hasta entonces no sabía lo que era el amor, ni siquiera había besado a una chica y aunque a mí no me importaba, sin quererlo servía de mofa a un cuadrilla de chicos que vivían en el mismo barrio que yo y que muy a mi pesar me dedicaban algún que otro coscorrón con la sana intención de que espabilara y me pareciera a ellos y así poder formar parte de su círculo, círculo que hasta entonces a lo único que se dedicaba era a hacer novillos y fumar a escondidas sólo por el hecho de parecer más hombres de lo que en realidad éramos o debíamos ser a esa edad.
Ese día mi padre, que trabajaba en una fábrica de máquinas de escribir venida a menos y que languidecía poco a poco desde la aparición de las primeras computadoras, me dijo que le acompañara a su trabajo para ayudarle a ordenar el trastero de la oficina, tarea que se realizaba cuando no había mucha faena y que cada vez se hacía con más asiduidad, por desgracia para el dueño y cómo no para las familias que como la nuestra dependían en su totalidad de ese trabajo y ese sueldo.
Llegamos temprano. Una vieja cerca metálica se abrió y de ella salió un hombre con cara de pocos amigos, de mirada misteriosa y con unas arrugas en la frente que denotaban lo mal que lo había pasado en la vida, o por lo menos eso me parecía a mí. En realidad me daba un poco de miedo mirarle directamente a los ojos, así que disimulé como pude mirando en derredor y observando el amasijo de hierros y de tuberías que subían y bajaban por doquier, como si de una vieja fábrica de cerveza se tratara.
Yo bajé del coche, miré hacia arriba con la boca abierta como el que mira una catedral por primera vez, y toma consciencia de la majestuosidad del edificio. Absorto como estaba en mis pensamientos y con la mirada perdida en la inmensidad del cielo, oí a mis espaldas unos pasos.
―¿Es la primera vez que vienes?
Su voz sonó como un coro de ángeles. Era dulce y pausada, pero firme. Tenía un ligero siseo que la hacía aún más bonita si cabe.
Me volví lentamente y allí estaba ella, la chica con la sonrisa más bonita que había visto nunca. Tenía la cara redondita y unos ojos grandes y azules, rodeados por unas pequitas que simulaban ser estrellas en una noche de verano. A ambos lados de la cara le colgaban dos trenzas rubias y le salían dos hoyuelos en la comisura de los labios cuando se reía...ésa era Isabel.
Creo que me enamoré en cuanto mi cuello acabó de girar y mis ojos descubrieron su mirada.
―Ho-ho-hola, ―le dije―. Me llamo Nico- Y en realidad no sé cómo pude acabar la frase.
―Hola soy Isabel, la hija de Samuel, el guarda de la fábrica.
Tragué saliva y ella descubrió al momento que ese hombre provocaba en mí algo más que respeto.
―Es un poco serio. ―Me dijo―. Pero no te preocupes, que no se come a nadie.
Sus palabras, lejos de calmarme, hicieron que tragar saliva dos veces más.
―¿Has estado aquí antes? ―preguntó.
Yo le contesté que era la primera vez y ella, mirándome a los ojos se acercó y me susurró al oído:
―Seguro que no será la última.
Sus palabras resonaron en mi mente e hicieron que por un momento sintiera un desasosiego en el estómago parecido a un calambre que casi me provoca un mareo.
Me repuse la tercera vez que el aire inundó mis pulmones y exhalé ese calor interno que me atenazaba y devoraba mis entrañas como un chiquillo atormentado por un fantasma.
Ella me cogió de la mano y me dijo que la siguiera. Volví a tragar saliva y mis pies se pusieron en movimiento casi por arte de magia. Iba como flotando a su lado y cogido de esa mano que cuando me soltó, dejó impregnado en mí un olor que nunca he podido olvidar.
La seguí por un sin fin de pasillos y escaleras. Yo había perdido la noción del tiempo y mientras la seguía sólo pensaba en que estaría tramando, pero ella se movía entre los pasillos con la confianza de alguien que conocía el terreno como la palma de su mano.
―¿Isabel, adónde me llevas?
Ella se volvió, y llevándose un dedo a su boca me pidió que me callara y no hiciera preguntas. Yo cada vez estaba más intrigado. Por una vez en mi vida estaba viviendo una aventura, o por lo menos eso me parecía a mí.
Isabel frenó en seco, se paró en el cruce de dos pasillos larguísimos, enmoquetados al estilo de un hotel inglés de principios de siglo. Miró a un lado y a otro y se aproximó a un candelabro que había encima de una mesita junto a un teléfono y un paragüero. Sin mediar palabra lo giró a su derecha y como por arte de magia se abrió una trampilla en el techo, de la cual colgaba un escalera plegable de madera.
Con un pequeño salto la asió y acabo de bajarla totalmente.
―¡Rápido, sube! ―me dijo.
Giré mi cabeza rápidamente a ambos lados, cerciorándome de que nadie nos viese. Cogí la escalera y subí a toda prisa.
Ella me siguió al momento, y cuando hubo llegado arriba, la recogió y cerró la trampilla como si nada hubiera pasado. Por un momento mis ojos quedaron cegados por la falta de luz, pero al momento oí un click clack que me resultaba familiar y la luz se hizo en una bombilla que languidecía llena de polvo.
Al momento quedé estupefacto, boquiabierto y con la mirada de un chico que acababa de descubrir un mundo mágico.
Ella se acercó a mí y cogió mi mandíbula de abajo. Con una ligera presión hizo que mis labios se juntaran y mi boca adoptara su postura natural.
―Perdona. ―le dije―. Es que nunca antes me había pasado algo como esto.- Y al acabar la frase di con mi cuello un giro de 180º de izquierda a derecha semejándose a un aspersor que comienza su recorrido y vuelve a su sitio como un autómata.
Entonces fue cuando tomé consciencia de lo que veía y de dónde estaba. Era una buhardilla llena de polvo y trastos viejos, pero me resultaba un sitio encantador y lleno de misterio.
Jamás había visto tantas máquinas de escribir juntas. Las había de todos los tamaños y estilos y cuando volví mi cara para mirar a Isabel, vi como sus ojos centelleaban risueños, y su sonrisa competía con la belleza de un atardecer junto al mar.
―¿Te gusta? ―preguntó.
Yo le contesté sin hablar, moviendo mi cabeza de arriba abajo y ella, golpeando su puño contra la palma de su otra mano dijo:
―Lo sabía. Sabía que alguien como tu apreciaría este sitio. Es mi secreto y ahora también el tuyo, pero tienes que prometerme que no hablarás de esto con nadie.
Yo me acerqué a ella muy despacio, la cogí de las dos manos y llevé una de ellas junto a mi corazón.
―Prometo no revelar a nadie este secreto, y si lo hago, que mis ojos no vuelvan a contemplar a los tuyos.
Era un juramento muy serio con el que quería matar dos pájaros de un tiro. Por un lado que viera que se podía confiar en mí, y por otro que supiera que su mirada había calado en lo más hondo de mi corazón.
Ella cogió mi mano, la volteó y puso la palma hacia arriba. Entonces escupió sobre su mano y con un rápido gesto unió su palma con la mía diciendo: Que nuestras almas se corrompan en el infierno si alguno de los dos revela este secreto. Esa frase sonó en el silencio de la habitación como una exagerada bravuconería del más malvado de los piratas que surcaban los mares en época de corsarios y veleros.
Yo no podía cerrar los ojos del estupor. No salía de mi asombro. Era como una mezcla entre una Mata Hari y un hada del bosque, una extraña combinación que hacía más especial, si cabe, a aquella chica de mirada dulce que acababa de conocer.
―Ven, ayúdame a retirar esas cajas- me dijo.
Al fondo de la habitación había un viejo pupitre con dos cajas de cartón encima que parecían sacadas de la mismísima pirámide de Tutankamón por el polvo que tenían encima. Entre los dos lo levantamos con cuidado, retiramos las cajas y al hacerlo, se levantó una especie de nube de polvo que por un momento hizo que el ambiente se enrareciera y que la luz de la bombilla fuese más tenue aún.
Pasaron varios segundos antes de que pudiera ver bien. Cuando el ambiente se limpió, pude vislumbrar en el suelo una magnífica, aunque carcomida máquina de escribir con algunas de las teclas rotas y el carro oxidado. Cuando la cogí me di cuenta de que dentro había un trozo de papel raído.
―¡Isabel! ―le dije. ―¿Has visto lo que hay en esa máquina?
―Sí, un trozo de papel. ―Contestó―. Ya estaba ahí cuando descubrí el sitio.
―¿Nunca lo has cogido?
―No.
―Entonces no sabes lo que pone...
―Pues no, la verdad.
Al momento, sin pensarlo, mi mano se deslizó hasta el extremo del carro en el que se encontraba la palanca. Después de forcejear un poco con ella, al fin cedió. El carro se movió y emitió un chirrido tortuoso de engranajes parecido al de la puerta de una cripta secreta que llevara años sin abrirse.
El carro corrió de izquierda a derecha y el papel salió un poco más, lo justo para que yo pudiera cogerlo.
―Con sumo cuidado, por favor- bramó Isabel. ―Ten en cuenta que no sabemos el tiempo que pueda tener ni en qué condiciones está.
―Descuida, lo tendré.
Deslicé el rodillo con sumo cuidado, evitando tirar excesivamente del papel para que no se rompiera y poco a poco fue saliendo del tambor, dejándonos ver parte de la escritura que había en su interior.
Cuando hube terminado, lo levanté y mis ojos buscaron con avidez el encabezamiento. Cuando llegué a él comencé a leer en voz alta las primeras letras. Isabel rodeó mi cuello con su brazo.
―Continua. ―me dijo.
Y al seguir leyendo fue cuando me di cuenta de lo que tenía en mis manos. Era un capítulo de La ciudad de los malditos, de David Martín, aunque la editorial le obligaba a firmar bajo el pseudónimo de Ignacio B. Samson. Yo lo sabía porque mi padre me había hablado de él. Era un genio de principios de siglo que tenía toda una historia desde sus comienzos hasta nuestros días, que en otra ocasión detallaré.
Ahora me limitaré a decirles que todo lo que pasó en mi vida a raíz de aquel día en que conocí a Isabel y descubrí aquella cuartilla lo contaré muy pronto.............