Capítulo 11

La segunda era el baño, la cosa empeoraba por momentos, una tina con restos de cal y agua podrida de las innumerables goteras que había, nos recibió provocando a Isabel una nausea que le deparó tener que toser varias veces, una taza turca ennegrecida, con un líquido espeso al que no se le podía llamar agua, fétida como si fuera la de una cárcel, aparecía en uno de los extremos, y en la pared, un espejo roto, restos de cristal en el suelo manchados de lo que parecía ser sangre, o por lo menos en algún momento lo fue, era como si lo hubieran golpeado con el puño y al romperse, la persona que lo hizo se hubiera cortado.

Decidimos no pasar mucho rato allí, así que continuamos con la visita, como si estuviéramos haciendo un tour para comprar el piso.

La siguiente habitación era el salón, Isabel tropezó al entrar con lo que parecía una moqueta la cual estaba un poco levantada por uno de los extremos, dos lámparas de cristales tallados y bombillas ennegrecidas colgaban del techo, casi a punto de descolgarse.

Ten cuidado le dije a Isabel, ella se pegó a mí mirando al techo con recelo, así que cuando frené en seco mis pasos, su cara rebotó contra mi hombro. ¿Qué pasa? preguntó, no dije nada, solo me quedé mirando al descubrir un tapiz que cubría gran parte de la pared donde colgaba, el motivo era una cacería de zorro en Inglaterra, donde aparecían varios jinetes cada uno con su montura y una jauría de perros.

Ahí está dije, ayúdame a descolgar el cuadro, Isabel sin mediar palabra se puso manos a la obra, cogimos cada uno de un lado, era bastante pesado, ya que el marco además de grande era toda una obra de arte, tallado y repujado en pan de oro.

Cual fue nuestra sorpresa cuando al descolgar el cuadro, vimos que no había nada en la pared, solo una mancha con el mismo tamaño que el cuadro, por haber estado este, tanto tiempo colgado en el mismo sitio, miré el reverso del cuadro, el terciopelo que tenía estaba carcomido por la humedad, pero en uno de los extremos, en la parte que era de madera y que conformaba el bastidor, pude leer con toda claridad A32 B45, cogí rápidamente el anillo y miré en su interior, estaba en lo cierto, eran las mismas letras y números que había en él.

Ya no había ninguna duda, esa era la contraseña, solo teníamos que encontrar la caja fuerte.

Registramos toda la estancia, palmo a palmo, debajo de la moqueta podrida que cubría gran parte del suelo, detrás de las carcomidas cortinas, detrás de los demás cuadros por pequeños que fueran, incluso golpeamos con los nudillos en las paredes por si había un doble fondo, una trampilla, algo que pudiera ocultar lo que estábamos buscando.

No pudimos encontrarla, poco a poco la resignación nos invadía el espíritu y nos hacía pensar que quizás no hubiera ninguna caja fuerte, o si la había, quizás no estuviera allí.

Seguimos con nuestro recorrido, ya casi sin esperanza de encontrarla, entramos en la habitación del fondo, era la más oscura, no había ni un pequeño haz de luz natural, los postigos de madera cerrados a cal y canto, hacían que la visión fuera nula, las pupilas se nos dilataron al máximo, como queriendo escudriñar la oscuridad y atravesarla, pero no consiguieron su objetivo. Le dije a Isabel que esperara en la entrada y yo me aventuré a entrar casi a ciegas, intentando palpar moviendo las manos en todas direcciones, lentamente fui adentrándome en la habitación, paso a paso, como niño que deja de gatear y da sus primeros pasos.

En el silencio de la mañana, mi grito sonó como un aullido de lobo, me había dado un golpe en la espinilla con una descalzadora de tipo isabelino que había junto a la cama, Isabel dio un respingo y preguntó. ¿Estás bien?, sí no te preocupes contesté, rascándome la pierna de arriba abajo, para mitigar el dolor, respiré hondo y continué con mi peregrinaje a través de aquella habitación desconocida para mí.

Al tomar consciencia de donde estaba la cama, me fue más fácil llegar hasta la pared más próxima, seguí palpándola hasta que por fin encontré la ventana, busqué con avidez los postigos y gire la maneta metálica, al abrirlos entró de golpe una luz cegadora que hizo que nuestras dilatadas pupilas tardaran varios minutos en adecuarse a tanta luz y poder ver bien.

Cuando pudimos hacerlo, vimos un dormitorio donde yacía una cama vestida con sábanas y una colcha, una almohada y un colchón que estaba relleno de hojas de maíz secas y lana, una coqueta, un espejo y una percha donde colgaba un bombín, todo estaba cubierto de polvo, pero aparecía ante nuestros ojos casi inalterable, por haber estado cerrada la estancia durante todo el tiempo que la casa estuvo deshabitada. En realidad, si no fuera por el polvo, se diría que la habitación estaba igual que hace veinte años, solo con abrir las ventanas y airearla, parecía recobrar vida.

Seguimos buscando nuestro objetivo, mirando debajo de la cama, detrás de los cuadros, detrás de la coqueta, buscando algún cajón escondido, algún doble fondo, algo que pudiera esconder lo que buscábamos, abrimos las puertas del armario que había en la pared, el olor a bolas de alcanfor nos abofeteó la cara, aún había ropa colgada, algunas camisas apolilladas y un par de chaquetas.

Cuando me agaché para ver con más claridad la parte alta de la cajonera, me quedé parado, contuve la respiración y abrí los ojos todo lo que pude, Isabel se dio cuenta enseguida de que parecía un perro haciendo la muestra en un día de caza. Por fin, dije, introduje mi mano hasta el fondo y alcancé a tocarla, aquí está, por un momento no quise adelantarme a abrirla, quería disfrutar el momento segundo a segundo.

Era rectangular, la puerta acerada tenía dos ruedas cifradas y en el centro una palanca con la empuñadura de marfil, mientras la admiraba, pasaba mi mano por todo su contorno, como el que acaricia algo antes de descubrir su secreto, en la primera rueda A32, en la segunda B45, luego cogí la palanca y la giré, con un eco ahogado se abrió y nos mostró el contenido.

Un portafolios de piel marrón yacía en el interior, era autentica piel, así lo decía el olor que salía de aquella caja, una pluma estilográfica negra con detalles bañados en oro, una escritura de propiedad a nombre de IRENE CASTELL PONS (al fin sabía su nombre) y un pañuelo de seda con las iniciales I.C.P. Eso era todo lo que había en su interior.

Cogí el portafolio con sumo cuidado, la parte de abajo estaba deformada por llevar tantos años en la misma postura, lo abrí y vi que las hojas amarillentas yacían pegadas unas a otras.

Era su primera novela, su opera prima como el la llamaba en la nota, seguro que la escribió con una maquina distinta, antes de que le pasara lo que ya sabemos, la dedicatoria era muy bonita:

Esta novela se la dedico a la mujer más maravillosa del mundo, la que hace que mi corazón siga funcionando, la que tan solo con mirarme hace que me estremezca y la que solo con susurrarme algo al oído, hace que el mundo exterior de difumine como algo etéreo sin la menor importancia, ella aún es mi sueño, pero algún día mis sueños se harán realidad.

El título: CUANDO NADIE ME VÉ

Cuando acabé de leer, busqué los ojos de Isabel y ella busco los míos, con una mirada nos lo dijimos todo, ¿Qué bonito verdad? Dijo al fin, la verdad es que parecía muy enamorado, es una lástima que terminaran como lo han hecho, no puedo estar más de acuerdo contigo, le dije.

Tenía un brillo especial en los ojos, era como si su mirada, me estuviera insinuando algo que a mí me apetecía mucho, me aproximé a ella, hasta que su cara y la mía estaban casi juntas, su boca entreabierta, sus carnosos labios húmedos y su respiración entrecortada hacían que darle un beso, no fuera una opción, sino un desesperado afán por beber de sus labios, como si me fuera la vida en ello.

Espera, dije, cogí la colcha y tire de ella, aparecieron ante nosotros las amarillentas sabanas que estaban debajo, olían a siglos de quietud muda de silencio y adormecida por el paso del tiempo, la cogí de la mano y nos aproximamos a la cama, los dos a un tiempo nos dejamos caer en el colchón.

Yo estaba muy nervioso, era la primera vez que estaba en esa situación, ella daba muestras de entereza, creo que ella era más madura que yo, como casi todas las mujeres a esa edad.

Cuando la miré, bajó la mirada y se sonrojó, se quitó la chaquetilla que llevaba, empezó a desabrocharse la blusa muy despacio, con cada botón que se desabrochaba, una porción de piel afloraba a la luz, haciendo que mí respiración se alterara sobremanera, y que mis pulsaciones dieran muestra del cambio que se produjo en mi organismo, uno tras otro fue abriendo los ojales y dejando que los botones se deslizaran entre sus dedos, la luz del sol se filtraba a través de los rizos de su pelo, provocando que su cara pareciera que tenía una aureola alrededor.

Yo hice lo propio con mi ropa, primero la chaqueta, la camisa y luego la camiseta, estaba desnudo de la parte de arriba cuando ella hubo terminado de quitar todos los botones, no sabía si mirarla o no, sentía pudor de mi desnudez, pero anhelaba la suya, me incorporé un poco hacia adelante hasta que su boca y la mía se rozaron, su aliento de menta me embriagó, cerré los ojos y me dispuse a besarla, el olor de su cuerpo semidesnudo se apoderó de mis sentidos y los dejó fuera de combate.

Se dejó caer hacia atrás en la cama y mi cuerpo la siguió como si formara parte del suyo, sin despegarse ni una sola pulgada, el beso se hacía cada vez más intenso, su boca y la mía, mudas de amor se buscaban cada vez con más intensidad, bebí de su boca mientras su lengua jugueteaba con la mía, el sabor que me depararon sus labios me hizo enloquecer de pasión.

Mis manos comenzaron a deslizarse por su piel, a lo largo de todo su pecho, de sus brazos y de su estómago, ella sufría de vez en cuando una pequeña convulsión, provocada por el roce de mis dedos con alguna zona erógena, cosa que fui descubriendo poco a poco en el silencio de la habitación, intenté con escasa fortuna quitarle el sujetador, lo que denotaba lo poco ducho que estaba en esas lides, cuando ella se percató, separó mi cuerpo del suyo con las dos manos, se llevó las suyas hacia la espalda y acabó el trabajo que yo había comenzado y que no supe acabar.

La sola visión de sus pechos desnudos, provocó en mí un escalofrió apabullante que me dejó mudo y sin saber qué hacer, ella rodeó mi cuello con sus brazos y se entregó al frenesí de otro desmesurado beso que hizo que mi hombría experimentara una desazón inusual a la vez que visceral, haciendo que afloraran las molestias provocadas por el rodillazo que Raúl me propinó.

Ella notó al momento que algo no iba bien, así que me pregunto qué me pasaba, yo le dije que no pasaba nada, solo que tenía alguna molestia, ella muy suavemente comenzó a besarme el cuello, los hombros, el pecho, yo cerré mis ojos y me abandoné a mi suerte, no te preocupes dijo, todo está bien.

Al levantar la mirada, vi como sus turgentes pechos erectos me apuntaban y me olvidé por completo del dolor, de la novela, del piso, de la vida y de todo lo que nos rodeaba, los acaricie despacio, sintiendo cada centímetro de ellos en mi piel, su calidez era exquisita, su textura finísima y su olor capaz de hacer que un hombre matara por ellos.

La volví a abrazar y comenzamos el ritual de besos que habíamos dejado a medias, nuestros cuerpos desnudos y entrelazados se retorcían de un lado a otro sin despegarse un palmo, la lujuria se apodero de nuestras venas y el deseo más profundo caló en nuestros corazones como la lluvia de una tormenta recala la tierra.

Cuando levanté su falda y palpé sus muslos, experimenté un calor que me invadió las entrañas, un volcán que me mordía la sangre, y hacia que se incendiara como nunca antes lo había hecho, mi boca buscaba la suya con avidez, mis labios recorrían cada centímetro de los suyos, mis manos descubrían a cada paso que daban, una porción de su cuerpo desconocida para mí hasta ese momento, palmo a palmo fui descubriendo su virginal cuerpo y poco a poco fui perdiéndome en el mar de sus encantos, dejando que mis sentidos quedaran exhaustos y a merced de su infame belleza.

A pesar del clima tan propicio, no pudimos hacer el amor, ella me descubrió llorando de rabia por no poder estar a la altura cuando nuestros cuerpos se separaron, las molestias se hicieron más evidentes y el dolor insoportable, ella me miró, me beso con una dulzura casi maternal, me abrazó fuertemente, no tuvo que decir ni una sola palabra, porque yo entendí perfectamente lo que me quiso decir con aquel abrazo.