Cuando entrabamos a hurtadillas en la habitación, la maquina nos recibía con un resplandor anormal, brillaba y crujía como dándonos la bienvenida, solo se calmaba cuando la tocábamos.
Era el puente entre nuestro mundo y el más allá, y la única forma que teníamos de estar con ella, la única forma que teníamos por muy anormal que parezca, de demostrarle nuestro amor y además hacerle la vida imposible al único culpable de nuestra desgracia, debió ser él quien muriera, o al menos debió tener la integridad que nosotros no tuvimos, para rechazar nuestra estúpida oferta.
Pero no lo hizo y nunca llegó a saber que entre nosotros y Leonor le hicimos la vida imposible, convertimos su vida en un desecho emocional que casi lo hace enloquecer.
Llevamos muchos años sufriendo en silencio y callando toda la angustia que albergan nuestros corazones, la mísera pena y el remordimiento nos comen poco a poco, ya no podemos ocultarlo por más tiempo, necesitamos pasar página y encontrar la paz que nuestra alma necesita antes de emprender el último viaje.
Por eso no hemos ido a ver a Irene, por culpa de los remordimientos, y por eso queremos que alguien nos acompañe para ir a verla, para pedirle perdón por todo el daño que le hemos hecho. Queremos descargar nuestras almas, de la pesada carga de la culpabilidad y el rencor.
Ella no tiene culpa de nada, lo único que hizo fue enamorarse perdidamente de una persona que aun siendo el amor de su vida, la hizo la más infeliz del mundo, ayudado por las más bajas pasiones que anidaban en nuestro corazón.
―¿Harás eso por nosotros?, ¿nos llevaras el domingo a verla?
―por supuesto, les di mi palabra y pienso cumplirla.
Estuvimos charlando un buen rato. Me ofreció tomar un té, y acepté encantado. Mientras saboreaba la humeante taza a pequeños sorbos que impregnaban mis pulmones con su aire caliente y reconfortante, seguía escuchando los pormenores de la historia, fue contándome uno por uno todos los detalles oscuros y sombríos que hacen de una persona buena, una piltrafa llena de rencor y sin escrúpulos.
Su voz se fue acallando poco a poco, hasta que el silencio se hizo abrumador. Solo se oía su respiración entrecortada, y unos leves sollozos, que eran sin lugar a dudas el preludio de una tormenta de lágrimas sanadoras que echarían para fuera, todo la amargura que durante tantos años había albergado su corazón.
Explotó en un mar de llantos y lamentos, incluso algún leve chillido salía de su garganta provocado por el atropello de querer salir de golpe todas las penas y los remordimientos que atenazaban su alma.
Yo cogí sus manos y las apreté dándole a entender que estaba con ella, que si el arrepentimiento era verdadero, seguro que sería sanador para su espíritu.
Su marido, impasible hasta ese momento, no aguanto más, la rodeó con sus brazos por detrás de la espalda y se sumió en un emotivo abrazo, que hizo que sus corazones se acompasaran y que los dos lloraran al unísono.
Solté sus manos con cuidado, me levanté y me despedí; diciéndoles que el domingo a las diez, estaría allí, tal y como habíamos quedado, me alejé de la sentimental escena con los ojos en el suelo. Como si de una obra de teatro se tratara, me fui haciendo mutis por el foro, y ellos permanecieron abrazados y sollozantes mientras caía lentamente el telón.
Pasaron dos o tres días desde la escena, yo estaba loco por ver a Isabel, por contarle todo lo que había sucedido, todo lo que había descubierto, así que cuando la tuve delante, empecé a contarle cosas sin parar, de una me iba a la otra, sin seguir un orden, las frases salían de mi boca sin ni siquiera pensarlas, así que se agolpaban sin sentido en mis labios.
Mientras yo contaba la historia, ella sonreía de una manera angelical, tenía cara de no entender nada, se acercó a mí y sin perder la sonrisa, me besó, haciendo que mi desenfrenada carrera por contarle todo a la vez, frenara en seco.
Cuanto había echado de menos el sabor de aquellos labios, cuanto había echado de menos el olor de su cuerpo, cuanto había necesitado el calor de su abrazo, eso no lo sabe nadie, nadie más que yo. Cuando el cálido beso hubo terminado, nos miramos y rompimos a reír a carcajadas, comprendiendo al instante la situación.
Más sosegado ya, conté a Isabel toda la historia, y lo que pensaba hacer, ella me miró con una mirada entrañable, rodeó mi cuello con sus brazos y me susurró al oído:
―contigo al fin del mundo.
Quedamos en que la recogería el domingo a las nueve y media de la mañana, para que nos diera tiempo de estar a las diez en Hospital de la virgen y recoger a los padres de Leonor, nos despedimos con un beso largo y dulce, de los que hacen escuela, de los que algunas personas llaman: Un beso gordo.
Volvía a mi casa ensimismado en mis pensamientos, veía por donde iba pero no tenía constancia de ello, era como si anduviera flotando por las calles, absorto en mi mundo.
Al girar la penúltima manzana antes de llegar a casa, sentí pasos a mi espalda, ya estaba oscureciendo y no me pareció apropiado volverme a mirar quien era, así que aceleré el paso, al hacerlo, una voz masculló a mi espalda: No corras que es peor, es inevitable tu destino.
La voz me pareció más familiar de la cuenta, no sabía quién era pero le conocía, no sabía si salir corriendo o volverme y enfrentarme a mi destino, dudé durante unos segundos y el personaje a mi espalda volvió a bramar: ¿Que pasa no saludas a los amigos?
No había acabado de girar mi cuello, cuando me sobrevino una enorme carcajada que hizo que mis entumecidas rodillas se aflojaran un poco y el aire, entrara en mis pulmones, pleno de poderes, tranquilizando al momento todos mis temores.
Allí estaban ellos, eran Raúl y Pedro, mi reciente hermano de sangre, se morían de la risa, Pedro apoyaba su cabeza en el brazo izquierdo mientras con el derecho golpeaba la pared, dando golpes acompasados con el puño, y Raúl se retorcía doblado sobre sí mismo con un golpe de tos provocado por las carcajadas y por el abuso del tabaco.
Me alegro de veros chicos, dije al fin, me miraron y se fundieron en un abrazo conmigo, mientras sus gargantas competían entre ellas para ver cuál reía más fuerte, no tuve más remedio que acompañarlos en la risa, era contagiosa y la verdad, una vez pasado el susto, preferí abandonarme a la sensación de alegría que allí se había producido.
Tardamos un rato en soltarnos, no, hasta que la risa no hubo aflojado, una vez pasado esto, nos miramos sonriendo hasta que Pedro me preguntó que a donde iba. Yo les conté algunos detalles por encima y les dije que los necesitaba, debo hacer una cosa muy importante y necesito que me ayudéis, dije. Sin sudarlo un solo instante, Raúl dio un paso adelante y preguntó si había que pararle los pies a alguien.
No por Dios, no se trata de eso, dije, es otra cosa que ahora no puedo contaros, si os parece nos vemos esta noche después de cenar en el invernadero que hay junto al cementerio.
Los dos asintieron con la cabeza, pero con cara de extrañeza, provocada claro está por la incertidumbre de la cita y por el sitio en sí, junto al cementerio.
Pedro, con cara de preocupación, me preguntó si es que estaba metido en algún lio, yo posé mi mano sobre su hombro y en tono tranquilizador le dije: No te preocupes hermano, no es lo que estás pensando, solo que ahora no puedo explicártelo.
―¿Confías en mí?
―Claro que sí.
―Entonces espera hasta esta noche, por favor.
―Vale, vale, espero que sepas lo que haces.
Me despedí de los dos con un abrazo y eché a correr.
Una vez hube llegado a mí casa, lo primero que hice fue subir a mi habitación y coger mi máquina, me senté en el suelo y la puse sobre mis rodillas, comencé a acariciarla pasando mis dedos por todo el contorno, ahora que conocía su historia, no me parecía tan siniestra, era como si de alguna manera, entendiera porqué hacía lo que hacía.
Era una vida llena de amor atrapada en una jaula de hierro, amor que se convirtió en odio por culpa del engaño y la mentira. Flaco favor que le hicieron sus padres al intentar que fuera feliz a cualquier precio, ellos lo hicieron pensando en que era lo mejor para ella, pero se equivocaron, eran sentimientos forzados y en el corazón no manda el dinero.
Tal vez por eso me llegó al corazón la historia de Leonor, una chica que murió cuando apenas empezaba a vivir. Por culpa de un desengaño, su vida quedó cercenada de repente y su alma jamás pudo descansar en paz.
La rodeé con mis manos y le susurré muy despacio; no te preocupes que yo te ayudaré a pasar página, yo haré que descanses en paz, para que puedas reunirte con él. Sé que tu espíritu está atrapado en este mundo y que David al morir, pasó al otro lado y tú no pudiste pasar con él. Por primera vez, no sentí escalofríos cuando la vi brillar, al contrario, sentí como me daba las gracias a su manera, con un brillo especial y cierto calor que parecía humano, que cosa más extraña, pero que sensación tan placentera, jamás la olvidaré.
Metido de lleno en ese pensamiento estaba, cuando mis manos se movieron sin que mi mente les hubiera dado la orden, vi como cogían un papel y como lo introducían en el carro, era como si estuvieran acatando una orden de alguien que no era yo.
Mis dedos empezaron a teclear sin que mi cabeza supiera que era lo que escribía, me deje llevar y acompañé los movimientos lo mejor que pude, las palabras aparecían ante mí como por arte de magia, brotaban como un manantial fresco y continuo que nunca se extinguía.
Una vez hube terminado, mis dedos dejaron de moverse, permanecían sobre las teclas, como esperando retomar su trabajo, pero este ya había concluido, las retiré y pude apreciar lo que habían escrito entre ellos y Leonor.
Yo era una adolescente que empezaba a vivir
Era el alma de una niña que solo quería amar
Me enamoré de su vida la primera vez que le vi
Y por culpa de un engaño me he tenido que matar.
Si la vida me dejara volver atrás en el tiempo
Si me dejara volver a estar como estaba antaño
Terminaría de una vez este duro sufrimiento
Y lo amaría en silencio, aunque mi amor fuera en vano.
Dos versos cortos, llenos de ternura, llenos de verdad, llenos de amor y de resignación, que me dejaron sumido en un profundo estado de paz y de bienestar interior. Fue una despedida, resumió en dos versos todo lo que sentía y con ellos me dijo que estaba preparada.
Cuando quité la primera tuerca, no pude por más que esbozar una mueca de malestar, habida cuenta de lo que me había costado arreglarla, del empeño que le puse y de las horas que le dediqué, era como si me arrancara yo mismo un trozo de mi piel, un trozo de mi alma.
Una a una fui desprendiendo las piezas de mi máquina, con el mismo cuidado que las había montado, pero en sentido inverso. Fui poniéndolas en orden decreciente, de mayor a menor.
Tardé un buen rato pero al fin había acabado, ante mis ojos yacían inertes todas y cada una de las piezas que la componían. Jamás volvería a sentir su aterciopelado tacto, nunca más volvería a escribir con ella, nunca más volvería a servir de puente entre Leonor y nuestro mundo. Pero lo hacía por una buena causa.
Cogí una vieja maleta de mi padre y puse todas las piezas dentro, puse también algunas hojas de mazorca de maíz para acolchar un poco y que no se rozaran, cuando hube acabado, cerré la maleta y permanecí un rato abrazado a ella, sorbí la nariz y me sequé dos pequeñas lagrimas que habían aflorado a mis ojos, me puse de pie y me dispuse a salir de mi habitación.
El olor a tortas de maíz y mantequilla, invadía toda la escalera, conforme iba bajando los peldaños, mi olfato me avisaba, mi padre había preparado la cena, sopa de pollo con verduras y esas deliciosas tortas que derretían mis sentidos, haciendo que mi boca se llenara de saliva y mi nariz se abriera todo lo que podía, como queriendo engullir todo ese olor tan placentero.
Durante la cena, mi padre sorbía la sopa pausadamente, y yo devoraba las tortitas con los ojos clavados en el plato, meditabundo, absorto en mis pensamientos.
―No estás muy hablador hoy, ¿te pasa algo?
―No papá, no me pasa nada, no te preocupes.
Mi padre me conocía mejor de lo que yo creía, solo con mirarme sabía que algo estaba tramando, que algo me rondaba en la mente, pero haciendo gala una vez más de su saber estar, me miró y me dijo: Esta bien tú sabrás, pero sabes que me tienes aquí para lo que necesites, yo le cogí la mano y con una sonrisa, le dije: Ya lo sé papá y doy gracias por ello, pero de verdad no te preocupes que no es nada.
Lógicamente no quise preocuparle diciéndole que iba a ir al cementerio a esas horas, no me habría dejado y no podía correr ese riesgo, todo estaba preparado para el ritual.
Acabé de cenar, le di las buenas noches y me dispuse a irme a mi cuarto, dejé que pasaran unos veinte minutos, abrí la ventana y una brisa húmeda inundó mi habitación, la noche era tranquila, estaba raso y el mal tiempo había dado una tregua que a mí me venía de perlas.
Ayudado de una cuerda, bajé la maleta desde mi ventana hasta el suelo, me puse algo de abrigo por si luego refrescaba y me descolgué entre las ramas del árbol que daba a mi habitación desde el exterior.
Puntuales a mi cita, estaban Pedro y Raúl cuando llegué al lugar indicado, ellos nerviosos e intranquilos, me recibieron con una sonrisa de apremio, queriendo saber ya, de que se trataba, hola, les dije, sabía que no me fallaríais.
―¿Que traes en esa maleta Nico, pregunto Pedro.
Sentémonos dije yo; así lo hicimos. Una vez sentados comencé a contarles la historia con todo lujo de detalles, intentando no dejarme ninguno, ellos escuchaban atónitos, y de vez en cuando se miraban incrédulos, como no pudiendo creer lo que les contaba.
Cundo acabé de contarles toda la historia, sus caras eran un poema, no sabían si carcajearse de la historia o compadecerme por creer en ella, yo, les miraba fijamente y ellos vieron la verdad reflejada en mi rostro.
Por fin se atrevieron a decir que si yo lo creía, ellos estaban conmigo y no me fallarían, alargué mi mano hacia ellos y estos hicieron lo propio con las suyas, a modo de juramento de los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno como en la novela de Alejandro Dumas.
Saltamos las tapias del cementerio por donde los arboles del contorno las cubrían con sus ramas, para quedar así ocultos a miradas de gente que no entendería lo que hacíamos.
Visitamos la caseta del empleado que trabajaba allí, para cerciorarnos de que se había marchado ya para su casa, así era, la caseta estaba vacía y en silencio, un silencio tan atroz que casi se podía oír.
La noche estrellada y libre de nubes, nos hizo más fácil andar por allí, nuestras pupilas se acomodaron a la luz existente, era como si no fuera de noche, como si estuviera atardeciendo.
Lo primero que hice, fue buscar la tumba de mi madre, no iba mucho por allí, así que tenía la necesidad de hablar con ella, de contarle cosas, cosas que solo una madre debe saber de su hijo, referente a sus miedos, a sus anhelos y a sus pesares.
Les dije a mis amigos que buscaran la tumba de Leonor, mientras yo iba a ver a mi madre, asintieron y marcharon juntos. Una vez hube llegado a la tumba, mi cerebro se inundó de recuerdos de ella, dejé la maleta en el suelo.
Recordé cuando yo era pequeño y ella escuchaba la radio mientras cosía, yo incauto le preguntaba que por qué tenía la cabeza llena de hilos blancos, y ella sonreía mientras me acariciaba el pelo, sin querer decirme que lo que yo llamaba hilos blancos, eran canas prematuras ocasionadas por el daño que la vida le estaba haciendo.
Mientras limpiaba con la mano la hojarasca que se había depositado en la lápida, le contaba todo lo que me había pasado, lo de Isabel, lo de mis amigos, lo de la máquina, en fin todo lo que sentí que tenía que contarle.
Desahogué mi corazón con ella, mientras hablaba, acariciaba el frio mármol con la mano, como si de una colcha suave que la tapaba se tratara, como si estuviera dormida y yo estuviera velando su sueño, yo sé que ella me contestó, porque el sosiego que inundó mi alma fue tenaz y abrumador, lo sentí en todo su esplendor dentro de mi cuerpo y de mi mente.
Gracias mamá, dije poniéndome de pie, pronto volveré a verte, cogí la maleta y comencé a caminar entre aquel mar de lapidas, un mar de historias que permanecían dormidas para siempre, un mar de refugios para las almas que los habían habitado anteriormente y que al pasar al otro lado, quedaron yermos y vacíos de vida.
Me adentré en las calles que componían el camposanto, buscando a mis amigos en silencio, reconfortado por lo sentido cuando hablé con mi madre, absorto en mis pensamientos y sin darme cuenta de que a la vez que me adentraba en él, más perdía la noción de donde estaba, como no los encontraba, no sabía si llamarles o seguir buscando.
Pedro, ¿Dónde estáis? dije al fin, sin levantar demasiado la voz, no obtuve respuesta, me detuve un momento para hacer una composición de la situación, quería tomar consciencia de donde estaba para no estar dando vueltas y volver al mismo sitio solo y perdido.
De repente una mano se posó bruscamente en mi hombro, me asusté un poco pero no moví ni un musculo, sabía que eran ellos, así que decidí volverme de golpe gritando y ser yo quien se riera al ver sus caras de espanto.
Cogí aire, y lancé un grito casi infrahumano justo en el momento de volverme, el hombre que había de pie junto a mí, casi se muere del susto, se puso pálido como un cadáver, yo creo que se le cortó de golpe la circulación sanguínea, casi le da un infarto, habida cuenta de que no se lo esperaba, quería sorprenderme y el sorprendido fue él.
Era el guarda del cementerio, yo no sabía que hubiera alguien al cuidado de este durante la noche, pero a partir de ese día, nunca lo olvidaría, y creo que él tampoco a mí.
Mientras tanto, mis “amigos” se reían al fondo por haber presenciado la escena, yo cogí al hombre del brazo diciéndole que por favor me perdonara, que pensé que eran mis amigos, que no me perdonaría a mí mismo si le pasara algo.
Él, volviendo en sí del espasmo ocasionado, empezó a respirar con normalidad, tragando saliva, e intentando humedecer la boca que se había quedado seca por el susto.
No tiene importancia, alcanzó a decir por fin, ya me he dado cuenta de la clase de amigos que tienes, ¿se puede saber que hacéis aquí?
No entraba dentro de mis planes contarle a alguien más la historia, así que dudé entre decirle la verdad, o contarle otra cosa que no fuera tan “inusual”.
Opté por lo segundo, por si acaso no me creía y nos obligaba a irnos. Mientras mis amigos se acercaban, le conté que un familiar nuestro que murió hace mucho tiempo había dejado escrito en el testamento que lo enterraran junto a unas pertenencias que lo eran todo para ella, pero que nadie de la familia quiso hacerlo para vengarse de ella, nosotros éramos descendientes que al enterarnos de la historia, quisimos hacer justicia para que sus restos descansaran en paz para siempre.
Cuando el guarda se volvió para verles las caras a Pedro y Raúl, aproveché para guiñarles un ojo y hacerles cómplices así de la historia que me estaba inventando.
Este los cogió por la oreja y les dijo: ¿Es verdad lo que vuestro amigo me está contando?, ¿qué parentesco os unía?, era tía de mi madre, dijo Raúl casi sin saber por qué.
Yo aproveche para mediar diciendo que estaba peleada con toda la familia, que no se hablaba con nadie por culpa de un mal entendido que nunca aclararon, y por eso no quisieron llevar a cabo su última voluntad cuando murió.
Parece como si le hubiera tocado la fibra sensible a ese hombre, porque al momento soltó las enrojecidas orejas de mis amigos diciendo: los malos entendidos son lo peor que les puede pasar a las familias, y la poca predisposición para arreglar las cosas es lo que mata la relación definitivamente.
―¿Acaso usted? Pregunte.
―Si, por eso sé de lo que hablas.
Yo estoy en la misma situación, dijo, mi familia no me mira, y en realidad no sé muy bien porqué, lo que sí sé es que pasan los años y las personas que otrora has querido, acaban convirtiéndose en extraños.
Posó su mano en mi hombro y me dijo: ¿dime en que os puedo ayudar?
Buscamos la tumba de nuestra tía-abuela Leonor. Miró la maleta y pregunto qué era lo que llevábamos en ella, yo le dije la verdad, una vieja máquina de escribir que era todo para ella, que había sido su refugio durante muchos años.
Seguidme, dijo, y se encaminó hacia la parte de atrás de la caseta de la entrada, abrió la puerta de un cuartucho que hacía las veces de almacén de limpieza, quitando el candado que esta tenía y sacó del interior dos palas y un pico, ¿supongo que necesitareis esto, no?
Los tres nos miramos como tontos, comprendiendo al unísono que no habíamos deparado en eso y que sin las herramientas no hubiéramos podido hacerlo.
― Sí gracias, menos mal que le hemos encontrado si no, no sé qué hubiéramos hecho.
Comenzó a andar y dijo: Ya sabía yo que no..........en fin seguidme.
Hay quince tumbas con el nombre de Leonor, pero las más antiguas están al fondo, supongo que será una de ellas.
Un sobresalto invadió mi espíritu, no sabía el apellido de Leonor, por lo tanto podíamos equivocarnos de tumba y abrir otra cualquiera, echando por tierra todo el ritual, en ese pensamiento estaba cuando el señor Julián, que así se llamaba el guarda, me preguntó: Leonor ¿Qué?, cual es el apellido, los tres nos miramos a un tiempo sin saber que decir.
Si es un familiar vuestro y no me habéis engañado, deberíais saber el apellido ¿no es cierto?
Es que el apellido de casada no lo sabemos, solo sabemos que se suicidó, nuestra familia no hablaba nunca de ella, no sé si coló o no, pero el caso es que se quedó pensativo mientras decía: Suicidio ¿eh?, eso cambia las cosas, antiguamente enterraban aparte a los que se suicidaban para que sus almas no perturbaran la paz de los fallecidos por causas, digamos normales.
Que yo sepa solo hay una Leonor en ese sitio apartado de los demás y es esa, sacó una pequeña vela del bolsillo y la prendió con una cerilla, cuando la tenue luz de la vela iluminó la lápida, descubrimos el verdadero nombre de esta; Leonor Valdivia Perelló.
La lápida aparecía ante nuestros ojos, totalmente impoluta, tan solo alguna hoja removida por el viento, pero limpia y cuidada por alguna persona que la visitaba casi a diario, seguro que los padres de Leonor pagaban a alguien para hacer este trabajo.
Justo encima de la leyenda había una foto de ella, era una niña cuando murió dije para mí, su aniñado rostro daba muestras de su belleza, y en verdad tenía una cara angelical tal como su madre me contó. Me dijo que era más bella por dentro que por fuera, y puedo asegurar que por fuera era una de las mujeres más bellas que yo había visto.