Isabel se acercó y me cogió por la cintura, yo creía que era una muestra de cariño, pero en realidad estaba marcando su territorio, no le debió gustar mucho la sonrisa que aquella chica me dedicó, para eso algunas mujeres son especiales.
La chica bajó la mirada y fingió seguir con su trabajo, le di las gracias y nos adentramos en el pasillo, buscando el salón principal, de nuevo la misma foto de familia, miradas perdidas, ojos sin vida, penas que flotaban en el aire, personas esperando el calor de una visita, aunque no fuera familia y suspiros lastimeros ahogados en la garganta de quien los lanzaba sin querer.
No sé qué se siente y espero no saberlo nunca, me refiero a esa terrible soledad que sienten algunas personas, aunque estén rodeadas de gente, una contradicción lo sé, pero es así.
Irene estaba donde siempre, en el mismo lugar, como si no se hubiera movido un palmo desde la última vez que estuvimos allí, frente a los ventanales que daban al jardín contando las hojas que caían una por una, ajena a las visitas y al mundo que transcurría a su lado dentro de aquel salón.
Antes de alcanzar a llegar hasta donde estaba ella, una de las enfermeras que cruzaba el salón, se paró junto a mí, me asió por el brazo y me dio las gracias, yo con cara de no saber a qué se refería, la miré extrañado, y ella con una sonrisa en los labios miró a Irene con una mueca entrañable. No es nada repuse de inmediato al comprender a que se refería.
―Ha preguntado por ti un par de veces, no sé qué le dijiste, pero es otra, a ratos sigue en su mundo como antes, pero otros los tiene de total lucidez, ansiando que vengáis a verla, no sabes cuánto te lo agradezco, le has devuelto la vida, la enfermera me apretó el brazo, sonrió y se marchó con su bandeja de medicinas en la mano.
Yo, ruborizado, hice un esfuerzo por normalizar mi cara, aunque el bienestar que mi cuerpo experimentó con esas palabras no desapareció hasta pasado un buen rato.
―Irene, ―dije despacio al acercarnos a su silla, ella abrió sus hermosos ojos de par en par y giró el cuello lentamente. ―¿Eres tu Nico? ―Hola hijo mío. Que palabra más bonita me dedicó, hijo mío me dijo, en ese momento no me hubiera importado serlo, me cogió las dos manos, tiró de mí hacia ella y dispuso sus manos a los lados de mi cara, me besó a ambos lados y me abrazó.
Mientras me abrazaba, pude sentir como su corazón galopaba fuera de sí, y como su respiración se entrecortaba por las lágrimas, yo, en voz baja le dije que tenía dos sorpresas para ella, como tratando de que su corazón se tranquilizara, respiró hondo y me soltó mientras se secaba las lágrimas con la mano.
Esta es la primera, saqué de mi bolsillo el pañuelo de seda con sus iniciales y extendí mi mano para que lo cogiera. Ella al verlo, abrió sus ojos de nuevo pero esta vez, con un brillo especial en ellos, lo cogió y se lo acercó a su nariz, inhaló fuertemente todo el aroma que permanecía dormido en su interior, levanto su mirada y me dijo:
―Aún huele a él, gracias, no sabes lo que significa para mí, ahora que no está, esto es lo único que me queda.
Esas palabras daban cuenta de la lucidez a la que la enfermera hizo referencia.
Sabía que David ya no estaba entre nosotros, y además lo había asumido.
Y esta es la segunda, dije, señalando con mis manos a los padres de Leonor, estos hasta entonces habían permanecido callados y expectantes, pero en ese momento rompieron a llorar al unísono.
―Hola Irene, dijeron, ¿qué tal estas? Dijo él.
―Hola don Vicente, estoy bien, ¿han venido a verme?
―Así es, debimos hacerlo antes pero nosotros solos no podíamos, y ahora, gracias a Nico.
No se disculpen, todo está bien, mi hijo les ha traído y eso es lo que importa.
La madre de Leonor cogió la mano de Irene y tomó asiento, tenemos que hablar contigo dijo, para eso hemos venido y para que sepas que no te vamos a volver a fallar, estaremos contigo hasta el fin de nuestros días.
Queremos pedirte perdón, empezó diciendo, durante muchos años, nosotros no hemos tenido la valentía de venir a verte y contarte la verdad, para que nos perdones si puedes.
Irene puso cara de extrañeza y antes de que ella siguiera contándole, aproveché para decirles que mientras ellos hablaban, nosotros íbamos a dar un paseo, quería así dejarles en la intimidad de su confesión, para que desnudaran sus almas y así alcanzar el perdón anhelado.
Isabel, siempre a mi lado, pero manteniéndose en un segundo plano, echó a andar conmigo, se cogió de mi brazo y respiro profundamente, acercó su cara a mi brazo y sonrió.
Rodeé su cuello con mi brazo y salimos al jardín para dar un paseo, por fin dejamos atrás ese olor a comida de hospital que pende en el ambiente mezclado con el olor a medicinas y esterilizante, que se hace irrespirable por momentos.
Allí estábamos los dos personajes, abrazados al calor del sol, paseando junto a un pequeño rio que pasaba por las inmediaciones, con el pensamiento puesto en las personas que habíamos dejado dentro.
Nos sentamos en la vera del riachuelo, ella lo hizo con los pies recogidos bajo su cuerpo y yo dejé caer mi cabeza sobre su regazo, parecía una estampa bucólica pero era maravillosa.
Al momento comenzó a acariciar mi pelo con los dedos muy pegados al casco, apretando a modo de más aje capilar, yo con los ojos cerrados me abandoné a aquella sensación tan maravillosa que hacía que una de mis piernas se moviera como un acto reflejo que no podía dominar cada vez que ella pasaba su mano por el sitio justo.
La pequeña corriente yacía dormida en los meandros del arroyo, los rayos del sol se reflejaban en el agua como miles de destellos que eclosionaban a la vez, las pupilas de Isabel relucían con los destellos, que las hacían multicolor como si de un arcoíris se tratara.
Puñales de plata que se hundían en sus ojos y quedaban a merced de los míos, láminas de luz que se quedaban atrapadas para siempre en su iris, realzando su belleza natural aún más.
El domingo que viene es mi cumpleaños, comencé diciendo, ¿vendrás a comer a casa?
―Se lo diré a mis padres a ver si me dejan.
―Si quieres se lo digo yo.
―No será necesario, mis padres ven con buen ojo que estemos juntos, confían en nosotros.
La madre de Isabel que había permanecido ajena a todo lo que allí estaba pasando ese domingo, con la insufrible paciencia de una madre, salió a buscarnos cuando ya pasaban dos horas y cuarto desde que llegamos, nos llamó desde lejos y saludándola con la mano nos dispusimos a volver.
Para cuando llegamos a donde ella estaba, Samuel ya había vuelto también, con una maravillosa sonrisa me dijo; ¿nos vamos?
―Claro que sí, cuando usted diga, vamos decirle adiós a Irene.
Nos los encontramos charlando amigablemente, los tres tenían las manos juntas, y los tres tenías signos evidentes de haber llorado.
¿Qué tal? Dije yo, rompiendo el silencio de sus miradas. Muy bien dijo Vicente, gracias a ti. Pero si yo no he hecho nada por Dios, cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo.
Miré a Irene y le dije: Junto con el pañuelo, estaba la obra que David había escrito para ti, una estilográfica negra con detalles en oro y la escritura del piso, aquí lo tengo todo, para ti.
Saqué el portafolio, la escritura y la estilográfica de la bolsa que tenía doña virtudes en la mano y se las tendí, ella cogió la obra y la puso en sus rodillas, después cogió la escritura, la miró, suspiró profundo y dijo: al final cumplió su palabra. Luego cogió la estilográfica y la obra y mirándome fijamente me dijo: Quédatelas, son para ti. No puedo aceptarlas le dije, por favor suplicó, quiero que sean tuyas, sé que estarán en buenas manos.
Gracias dije, ahora que no tengo máquina me vendrá muy bien la estilográfica, pero la dedicatoria es para ti y solamente para ti.
Abrí el portafolio por la primera página y se la leí, cuando hube acabado se abrazó a mí diciendo, nunca viviré lo suficiente para agradecerte lo que has hecho por mí.
Yo sé cómo puedes agradecérmelo, yendo el domingo a comer a casa, es mi cumpleaños, y quiero que sea especial, he de celebrar mi nueva vida y mi nueva familia, espero que ustedes también asistan, dije mirando a don Vicente y su mujer, estos con lágrimas de alegría en los ojos asintieron moviendo las cabezas afirmativamente.
Samuel, dije, ¿le importaría recogerlos el domingo que viene y junto a su esposa asistir también?, él con una sonrisa de complicidad exquisita me dijo: No hay problema, allí estaré.
Supongo que entre Isabel y mi padre lo organizaron todo, yo esperaba que estuvieran las personas que había invitado, pero ellos se encargaron de difundirlo y prepararme una sorpresa que no esperaba.
Aquella mañana me dijo mi padre que fuera a comprar algunos dulces para los invitados, era aproximadamente la una de la tarde, yo fui al colmado que había dos manzanas más abajo de casa y compré algunos dulces de leche, huesos de santo y alguna cosa más, siempre teniendo en cuenta que los invitados eran casi todos mayores y no tenían los dientes para florituras.
Mientras volvía a casa, pensaba que lo único que le faltaba al día para ser perfecto, era que mi madre estuviera conmigo, pero por lo demás me sentía el chico más afortunado del mundo, es curioso como un chico de mi edad sin apenas posibles, creyera que era la persona más rica del mundo solo por sentirse querida por tantas personas.
Allí estaba yo, en el porche de casa, dispuesto a entrar en ella sin sospechar lo que me esperaba, tengo quince años dije para mí, he dejado de ser un niño, ahora tengo que ser un hombre y acometer mi vida, espero ser el hombre que yo mismo espero de mí.
Cuando entré, escuche el silencio de mi casa, los postigos de las ventanas estaban cerrados, el murmullo que mi padre ocasionaba en la cocina mientras preparaba la comida, había cesado de repente, que raro pensé, ¿le habrá pasado algo?
Papá, llamé, no obtuve respuesta, solté la caja con los dulces y justo cuando estaba en el centro de la habitación, se encendieron las luces de golpe. F E L I C I D A D E S dijeron muchas voces a la vez, y entonces descubrí lo que pasaba.
La sorpresa fue inesperada por completo, allí estaban todos, y cuando digo todos, me refiero a personas que no me esperaba y que sin embargo también estaban, mi hermano de sangre Pedro, Raúl, el ex más todonte, Isabel con sus padres, Irene, los padres de Leonor, Julián el encargado del cementerio, mi padre, doña Emilia y hasta Don Nicanor, invitado por mi padre habida cuenta de que le conté la historia.
Total toda una familia entera, unos por una cosa y otros por otra, al final, todos nosotros formábamos parte de ella, se puede tener todo en esta vida, pero si no tienes con quien compartirlo, eres el más pobre del mundo.
Comimos, bebimos, reímos y pasamos la tarde del domingo dándonos unos a otros un poco de lo que tanto estábamos necesitados la mayoría, amor, pero amor desinteresado que es el más placentero por mucho que algunas personas que me llaman tonto, no lo entiendan, eso pasa por ser diferente como ya dije al principio, aunque parezca una tontería, no lo es, son formas diferentes de ver las cosas, y yo las veo así.
Mi padre desapareció por espacio de unos minutos, al cabo de ellos volvió con una caja entre las manos, la dejó encima de la mesa y mirándome fijamente dijo: Ábrela.
Viendo el tamaño de la caja, obvié que no era el regalo que me esperaba, ya que la caja era más para guardar unos pendientes que por ejemplo un libro. Me dispuse a abrirla con la respiración contenida, y sintiéndome observado por todos los allí presentes.
Rompí el papel que la envolvía por uno de los extremos, deshice el lazo sin miramientos, como el que anhela algo y tiene prisa por conseguirlo, no cabe duda que estaba intrigado.
Ante mis ojos apareció una nota de papel doblada por la mitad, en la parte superior se podía leer la palabra: Vale por.....................