Beatriz Uno
A veces nos preguntan cómo surge el argumento de una novela y tenemos que callar o mentir porque la justificación es demasiado inverosímil.
JUAN JOSÉ MILLÁS
Beatriz recibió esta carta una tarde muy calurosa. El bochorno subía desde el pavimento del Distrito Federal, una ciudad enorme, peligrosa y fascinante. Las ventanas de su estudio estaban abiertas para que el viento circulara libremente, así que mientras leía la carta, sentada frente a su escritorio, las dos páginas escritas en tinta azul se movían sin un ritmo preciso, en un intento de fugarse hacia algún lugar indefinido.
el 11 de febrero, 2008
Estimada Señora Beatriz Rivas,
Acabo de leer su novela La hora sin diosas, y quería felicitarla por habernos dado un relato tan maravilloso. Raras son las novelas que exploren las vidas de mujeres intelectuales de la historia verdadera. La manera como Usted lo ha hecho fue sumamente convincente. Leí su novela con mucho entusiasmo y deleite.
Además, su novela es de gran interés para mí porque el año pasado leí Witwe im Wahn: das Leben der Alma Mahler-Werfel, Reflections on Literature and Culture de Hannah Arendt y The Truth about Lou. Un amigo mío, sabiendo que me interesaba por las vidas de estas mujeres, descubrió su novela y me la mandó. Fue un golpe de fortuna para mí.
Yo estudié una maestría de la historia intelectual de la Europa. Por eso, su novela trajo a la memoria todos los libros que había leído durante muchos años de estudio en la universidad y después, cuando trabajaba como bibliotecario en las bibliotecas públicas de New York City y Fort Lauderdale.
Lamento mucho tener que decirle que soy actualmente preso en el pabellón de la muerte aquí en Florida. Me hallo aquí porque maté a mis ex-novias, Gloria y Lisa. Estoy torturado por el remordimiento; sé que he causado mucho, mucho sufrimiento a las familias de ellas. No sé cuándo me van a ejecutar, pero sí sé que mi tiempo en esta tierra es limitado. Viviendo noche y día en el confinamiento solitario, no tengo acceso a las bibliotecas. Por consiguiente, me considero un hombre de dicha cuando logro conseguir un libro sobre la historia intelectual.
Su novela fue, para mí, una piedra preciosa.
Le agradezco mucho por haberla escrito,
Reciba un respetuoso saludo de
WILLIAM CODAY # L41976
UNION CORRECTIONAL INSTITUTION
RAIFORD, FLORIDA 32026, USA
Beatriz percibe algo en el estómago. ¿Un vacío, un crujido, un golpe seco? Vuelve a leer el texto una y otra vez. Deja la carta en su escritorio de madera oscura y revisa el sobre con dos coloridas estampillas de la bandera estadounidense. Un sello, en rojo, advierte: Mailed from a Correctional Institution. Si lo hubiera visto antes habría tenido, al menos, una pista. La sorpresa no sería tan ingrata.
Se recarga en el respaldo de su silla y reflexiona. En cuanto ven la luz, los libros comienzan a vivir por su cuenta. Los escritores nunca saben en manos de quiénes terminan, en qué ciudad, sobre qué mesa de noche, guardados en qué tipo de librero y junto a cuáles autores. Hay quienes acostumbran tener un libro en el baño, para esos momentos de larga espera. Qué frases subrayan, cuáles les traen recuerdos, qué les inspiran. Aquellos que los leen, los reinventan, completan su creación y le otorgan un sentido propio a las letras.
¿Cómo llegó este pedazo de Beatriz a las manos de un asesino, de un hombre que aguarda su muerte sin una cita fija en el calendario?
Beatriz piensa en la fragilidad de todo lo que pasa. En las minucias que deciden los actos, los encuentros, las fatalidades o las alegrías. En la ligereza con la que se toman muchas decisiones, en el destino de nuestros pensamientos. Cuando asesinó a esas mujeres, ¿Coday estaba consciente de que las consecuencias de cualquier acto son inevitables? ¿En qué condiciones cometió sus crímenes? ¿Alegó algún tipo de locura? Y, finalmente, ¿Beatriz qué tiene que ver con todo esto; acaso hay un karma universal intentando unir a los dos personajes?
Después deja de pensar y siente. Siente compasión por el preso L41976. Vuelve a leer su carta y trata de imaginar una voz, un rostro, lo que significa vivir completamente aislado en una celda pequeña, uniformado, vigilado las 24 horas del día por una cámara y cada hora por un celador, esperando —deseando y temiendo— el momento en que le pregunten qué quiere ordenar para su última comida. Beatriz elegiría fideo seco, como el que hace su mamá, y milanesas con puré de papa. Pero no es probable que ella sepa cuándo tomará sus alimentos por última vez. Y si pudiera, ¿le gustaría conocer la fecha exacta de su muerte? En realidad, de cierta manera todos estamos en el pabellón que nos lleva, irremediablemente, hacia el final. Nuestra muerte puede llegar en cualquier momento, en cualquier lugar aunque vivimos como si eso no fuera cierto o, de lo contrario, enloqueceríamos. La situación de Coday es desesperada. Beatriz no se imagina lo que significa vivir en el encierro, sin salida posible, sin esperanza. ¡Peor que cualquiera de los infiernos que pudiera crear Dante!
De pronto, una sensación distinta la invade: esta vez de rechazo, desprecio a sí misma por haberse atrevido a tener un sentimiento, inexplicable, de compasión o afecto por un asesino confeso y juzgado. Ni siquiera se aventura a pensar en las víctimas: eran hijas de alguien, hermanas de alguien, amigas de alguien, dolor de alguien.
“Y me veía elegido por esta historia atroz, en sintonía con aquel hombre que había hecho aquello” afirma el escritor francés, Emmanuel Carrère, en su novela El adversario, sobre la historia real de un tal Jean-Claude Romand, quien mató a su mujer, a sus hijos, a sus padres y, después, intentó suicidarse sin éxito.
Beatriz, en cambio, se niega a hacer suya la historia, no quiere apropiarse del preso, rechaza tener su asesino particular en el pabellón de la muerte. No debe involucrarse: mirar al horror de cerca, tutearlo, es no poder escapar jamás, es cederle el paso al infierno. Como un olor tan penetrante que, aún después de mucho tiempo, se queda impregnado en la nariz… y más adentro. El olor de un cuerpo en descomposición, por ejemplo. Piensa en romper la carta en pedazos minúsculos y aventarla desde el piso 8, en el que se encuentra. Borrar cualquier rastro. No dejar evidencia. Pero la carta ha sido leída y la escritora sabe que hay un preso, esperando morir, que está conmovido por una novela que ella escribió hace varios años.
Beatriz enciende su computadora con la idea de buscar detalles. ¿Realmente valdrá la pena conocer el rostro de Coday, saber sus antecedentes? Lo peor que me podría pasar, piensa, es sentir la necesidad de escribir una novela y, en el camino, terminar justificándolo: el hombre actuó así debido a la ceguera que produce una enfermedad mental de tales características. Acceder a la locura es siempre una tentación, una fuga hacia donde nadie es responsable. ¿La escritora debe enterarse, por ejemplo, de que Gloria Gómez murió de 57 heridas de martillo y 87 puñaladas? Apaga la computadora antes de entrar a un mundo de sordidez y violencia.
Se levanta de su escritorio y se sirve un whisky en las rocas. ¡Vaya que lo necesita! Camina con el vaso en su mano izquierda y la carta en la diestra, sobre la alfombra manchada. ¿Hace cuánto tiempo no manda lavarla? Va de un lado al otro de su estudio, ideando alguna solución. Los hielos hacen un ruido peculiar al chocar entre ellos y contra el cristal. No es fácil borrar lo que ya se sabe. El dios de la Biblia tuvo razón al prohibirle a Eva y Adán probar el fruto vedado: comer del árbol del conocimiento. A veces es mejor vivir en la ignorancia. Ignorar, por ejemplo, que lo que ella escribió es una piedra preciosa para un criminal. Esta carta no es para mí: Coday se equivocó de destinatario.
Entonces, una frase de Rimbaud se aferra a su memoria: “Yo es otro”. Hay un brillo en los ojos de Beatriz, como si hubiera entrado en una tregua. Yo es otra, dice en voz alta mientras sigue caminando. ¿Realmente soy la autora de mis novelas? ¿Tengo algo que ver con la Beatriz Rivas que firma mis libros?
Recuerda ese reciente encuentro consigo misma en el baño de algún restaurante. Beatriz había asistido a una cena y, cuando todos discutían inútilmente sobre política, fue a los sanitarios. Estaba vestida de negro total y calzaba unos tacones de charol que, se supone, están de moda. Sentada en el retrete volvió la cabeza hacia el lado izquierdo y miró, en el espejo, su rostro tan cercano. No puedo ser yo, se dijo al observarse. Esta mujer es una completa desconocida. Son mis ojos pero no es mi mirada. Veo una mirada fría y temible. Un poco asustada también. El cuello es distinto. La actitud, indiferente. Esa mujer da miedo. Me tiende una trampa: pretende confundirse conmigo. Ahí sigue, retándome, imitándome. Yo no soy yo misma. ¿Cuántas veces me he desprendido de mí? ¿Cuántas Beatrices se me han muerto dentro desde que nací? ¿Cuántas otras están buscando salir de mi mente y cobrar vida?
Quien redactó La hora sin diosas cuando estaba embarazada de su hija, no es la misma persona que acaba de leer una carta enviada desde una prisión en la Florida. ¿Cuántas versiones de una persona pueden coexistir? ¿Cuántas vidas posibles contiene idéntico nombre? ¿Cuántas Beatrices me habitan?, se pregunta. ¿Merezco mi nombre y el destino que me ha traído?
La autora deja el vaso sobre el escritorio. Podría servirse otro trago pero prefiere encender su computadora nuevamente para buscar su nombre. Search “Beatriz&Rivas”. Lo escribe de prisa, como si estuviera huyendo de él y, al mismo tiempo, corriendo a su encuentro. Lee de manera nerviosa los títulos que se despliegan en la pantalla. ¡Cuántas Beatrices! Se podrían llenar páginas y más páginas con sus historias.
La que ahora nos ocupa, ¿puede vivir, sin necesidad de morirse, todas sus vidas posibles a través de las otras Beatrices que le susurran su historia al oído? ¿Y si en lugar de escritora hubiera sido doctora, abogada, investigadora, arquitecta, lideresa de algún sindicato? ¿Y si ustedes no fueran quienes son aunque conservaran su nombre? ¿Es deseable desterrar nuestro nombre?
El nombre es destino, dicen, y hay quien afirma que nombrar algo equivale a fijar la referencia de aquello que se nombra. Beatriz tiene su origen en el latín y significa bienaventurada, la que da felicidad. Santa Beatriz, aquella que enterró a sus hermanos como mártires, en las orillas del río Tíber, seguramente no fue bienaventurada. ¿Las reinas portuguesas y castellanas que llevaron ese nombre, lograron dar felicidad? ¿Contrataron a la preceptora de Isabel la Católica porque se llamaba, precisamente, Beatriz?
“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió…” nos cuenta Jorge Luis Borges en El Aleph, mientras repite el nombre de Beatriz, Beatriz, Beatriz, muchas veces en unas cuantas cuartillas. “Beatriz era un mujer, una niña, de una clarividencia casi impecable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica”. ¿Acaso todo nombre, el del asesino William, el mío propio, llevan en sus letras la posibilidad de cualquier patología?
El nombre no se elige, como tampoco el signo zodiacal, la carta astral, las líneas de la mano, el código genético ni la familia en que nacemos. ¿Podrá escoger en cuál Beatriz ha de reencarnar algún día?
La escritora guarda la carta en su archivero, dentro de un fólder con el título: “Historias para olvidar”. Supone que cualquier autor es susceptible de ser leído por algún demonio, así que decide dejar atrás ese pasaje sórdido que ha provocado a sus propios demonios y dedicarse a escribir sobre las Beatrices que encontró. Plagiadas, reales, ficticias, inventadas y robadas: todo al mismo tiempo. Beatrices con distintas voces y destinos arrancados a las páginas de internet, a los libros y a la imaginación creadora. Antes de poner manos a la obra, redacta una carta para responder a la de William Coday. Hace su mejor esfuerzo por lograr un comunicado amable pero lejano, respetuoso, frío. Bien escrito, pues todo indica que va a ser leído por un hombre culto. Definitivamente ese señor no tiene el perfil tradicional de un asesino: el que corresponde al que la mayoría de la gente se imagina. La inteligencia distingue a muchos criminales pero, ¿la cultura?
Beatriz cuida cada una de sus palabras para que, por ningún motivo, se pueda deducir un ápice de apoyo, lástima o aprobación. Cuando termina de redactar la carta, la dobla cuidadosamente y la guarda en un sobre. Mañana, a primera hora, la enviará.