Beatriz Tres:
Una Comedia

Siempre debe el hombre sellar sus labios, en cuanto pueda, para aquellas verdades que tienen apariencia de mentiras, porque redundan en descrédito propio sin culpa suya.

DANTE ALIGHIERI

Tú, Beatriz, eres la más famosa de todas, la más antigua también. Has sido citada múltiples veces. La humanidad te conoce o imagina. Te hemos dado cientos de rostros y voces. Posees un nombre noble y milenario. Se habla de ti ahora como se ha hablado siempre: con respeto, porque fuiste los ojos de un gran poeta florentino, porque, gracias a tu intervención y a tu profunda fe, Virgilio aceptó guiar a Dante por los distintos círculos del infierno y el purgatorio, hasta llegar al último estadio: el de la revelación de la felicidad. Pero, ¿escondes algún secreto?

Ayer te encontramos lavando tus frustraciones o culpas en el Leteo, el río del olvido. ¿Pretendes que olvidemos tu existencia? ¡Imposible! Si deseas que ignoremos tus pecados, comienza por confesar: la palabra libera. En la Divina Comedia obligaste a Dante a confesarse públicamente; le dijiste que no llorara la desaparición de Virgilio, representante de la razón pura y queridísimo amigo del poeta, sino sus propios errores. Ahora es tu turno. ¿Qué debes decirnos? ¿Que el gran amor de la literatura, entre Dante y Beatriz, nunca existió? ¿Que fue tan ficticio como el de Francesca y Paolo, eternos amantes en el segundo círculo, en su propio infierno? ¿Vienes ahora, ante nosotras, las demás Beatrices, a deshacer un mito? ¿Si hubieras podido, habrías elegido otra de tus vidas posibles?

Confiésate ante Minos, como acostumbran hacerlo las almas de los pecadores.

Recuerda las afirmaciones del filósofo francés, Paul Ricoeur, cuando decía que la confesión es palabra que se pronuncia sobre uno mismo: “Es una experiencia ciega: una experiencia que queda enterrada entre la ganga de la emoción, del terror y de la angustia. La confesión coloca la conciencia de la culpabilidad bajo los rayos luminosos de la palabra. Por la confesión el hombre se hace palabra hasta en la experiencia de su absurdidad, de su sufrimiento y de su angustia.”

Tú misma lo has dicho: “Cuando de la propia boca del pecador sale su acusación, en nuestro tribunal del cielo pierde su filo la espada de la justicia”.

Beatriz, llegó la hora: confiesa.

Yo soy Beatriz, sí, mas no “la de Dante”. ¡Cuán penoso saber que nunca le pertenecí! Jamás me hizo verdaderamente suya y, sin embargo, ofrecióse ante mi vista como un salvador. Nos conocimos a finales del siglo trece, cuando yo apenas era una niña y él, un muchacho de mirada profunda y dulce. Algún día aseguró que sólo me vio tres veces y afirmó nunca haber hablado conmigo. Esto diciendo, transformóse en un mentiroso y me dejó sobrecogida de dolor. A semejanza de los pecadores que Dante retrata, me he cansado de aullar de rabia, de gemir de impotencia en las tinieblas lóbregas que aquí reinan. ¡Oh, Beatrices, vosotras que tenéis sano entendimiento, os ruego cuan encarecidamente puedo, que me liberéis de este amargo trance porque están temblando mis venas y mi pulso late acelerado! ¡Cuán piadosas seríais si me socorrierais!

En mi infancia, el joven Dante ganóme con mimos, con un cariño paterno que yo no había conocido. Mi padre abandonó a mamá antes de mi nacimiento. En el momento en que su vientre comenzó a abultarse, salió de la casa sin decir nada y jamás regresó. Presta sobrevino la tristeza. Me cuentan que mi madre dejó de sonreír. Nunca la vi reír, ni con la boca ni con la mirada. Y a la manera que lo hacen las bestias cuando enfurecen, del mismo modo mi madre rechinaba los dientes de soledad. Dedicábase a coser y limpiar hasta muy tarde en las noches y hablaba sola, eso sí, pero no dirigiéndome la palabra. Tenía lengua expedita para lamentarse, mas no para alentar, en mí, un poco de cariño. El signor Alighieri, en cambio, jugaba conmigo, narrábame historias, traducíame la vida. De esta suerte, a su lado, bajo el techo de su noble hogar, mientras mi madre lavaba la ropa, hallábame segura y querida.

En mi juventud, Dante siguió ganándome con sus versos y sus más de mil cartas que desaparecieron, misteriosamente, cuando dejé de existir. Me escribía sonetos, canciones y bellísimos textos en prosa. También rimas eróticas que yo rompía con rapidez para mantenerlas en secreto, inaccesibles a la curiosidad morbosa de mi madre y, después, por temor a provocar la ira de mi marido. Tienes unos senos celestiales, me susurró una mañana al oído, turbándome, mas hízome sentir una mujer importante. Ese día decidí no reservar de él mi corazón.

¿No sabías acaso, amadísimo Dante, que esas palabras despertaban deseos ardientes?

El día que cumplí veinte años, el signor Alighieri llegóse junto a mí con un ramo de flores silvestres y juró que yo, Beatrice Carfagno, sería su musa, la gran inspiradora de su obra, si tan sólo aceptaba permanecer a su lado por siempre. Lo repitió varias veces: por siempre. Tenéis la obligación de ser eterna, insistía mientras acariciaba mis mejillas y depositaba una moneda en mi mano para aliviarme el hambre. Yo lo miré de hito en hito y sonreí por dentro. A pesar de que estaba casado con Gemma di Manetto Donati por órdenes de su padre, prefería mi presencia. Se comprendía al punto que su esposa era demasiado delgada, de pocas carnes y nulo sentido del humor. Ojos agrios y tan negros que no reflejaban emoción alguna y parecían lanzar, sin reposo, ayes lastimeros. La mirada mía, contrariamente, era más divertida y tierna, induciéndolo a un fervoroso afecto. Mis oídos sabían escucharlo aunque muchas veces sus palabras venían escasas a los sucesos. Dante me explicaba, con paciencia, que el ánimo apasionado debe entregarse al deseo, puesto que no reposa hasta gozar del objeto amado.

Yo también había contraído nupcias. Mi esposo era un hombre tan ausente como mi padre. Muy trabajador pero, también, muy bruto. Simone dedicábase al comercio y salía durante meses, a Bolonia y Arezzo, para comprar o intercambiar mercancía. Era su idea conseguir algún bien que se pudiese adquirir a buen precio para, después, venderlo muy caro y, de esa manera, sin esfuerzo, hacernos ricos en poco tiempo. Al menos, eran sus sueños. Durante aquellas ausencias, dejábame al cuidado de mamá para que vigilara mi comportamiento y garantizara una moral apropiada; sin embargo, no nos daba ni un florín para el sustento. Mamá, que en esa época ya no mostraba ni aflicción ni júbilo, dejábame hacer lo que me venía en gana mientras pudiera conseguir unas monedas. De esa manera, sin saberlo, ambos empujábanme hacia Dante más todavía: impulsada por las ganas de verlo, ayudaba al gran poeta con la limpieza de su estudio dos veces por semana. Maravillas oiré si sigo sus pasos, me decía a mí misma. Ahí, entre piso, paredes y techo de madera, discretamente observaba al maestro escribiendo con total entrega. De cuando en cuando, Dante cerraba los ojos, colocaba el dedo índice sobre su nariz pronunciada, meditaba unos minutos y continuaba, deslizando su mano larga, plasmando una caligrafía firme y segura. ¡Qué poder tienen las letras! ¡Qué cauta tenía que ser con aquel que no sólo veía las obras, sino que con su inteligencia penetraba hasta en lo interior del pensamiento!

Un día muy cálido, al abrigo de los rayos del atardecer que iluminaban sus manuscritos, le prometí estar con él por siempre. A fe mía que haré lo que pides, pronuncié quedo, a sabiendas de que esas disposiciones no admiten tregua. Un mismo anhelo nos animaba a ambos, aunque yo abrigaba un temor sutil, como si tuviese una sospecha sombría. No cedí ante el indicio y díjele: Mi buen maestro, sé que me conduces según te place y estoy dispuesta a todo, así mueva su rueda la fortuna y suceda lo que quisiese.

Sin palabra pronunciar, Dante hizo el ademán de incorporarse. Bajando entonces los ojos, avergonzada, y temiendo que lo dicho le fuese enojoso, me acerqué a rostro descubierto, puse mi brazo para que se asiese de él al levantarse y lo agradeció con un leve beso en la mejilla y unas caricias que todavía siento. Terminado que hubo de tocarme a su antojo, me dijo apesadumbrado: Tú antes de ahora me has inducido a esto, mas la única pena verdadera es vivir con un deseo sin la esperanza de conseguirlo.

La mía fue la promesa de una mujer convencida y enamorada, dispuesta a entregar su cuerpo y comprometer su futuro; pero “siempre” es un término demasiado largo, demasiado imposible. A los cuatro meses fenecí, después de haber padecido una fuerte fiebre que duró tres días. A mamá y a Simone brotábales el dolor por fuera de los ojos. Mas el signor Alighieri quedóse impávido. Mi desaparición le fue enojosa, sentíase traicionado, pero no podía lucir contristado sin despertar sospechas entre los suyos. Revístete de todo tu ánimo, no decaigas, decíale desde mi tumba fría. Pero, sumido en el silencio, decidió vengarse de la más cruel manera: inventándome, eternizándome, sublimándome, convirtiéndome en un símbolo, en la representación de la fe y la gracia divina. Desde ese momento, no he logrado descansar. De todas partes del mundo soy invocada. ¡Me han llamado en todas las épocas, me han recreado, reescrito, reconfigurado y reinventado tantas veces! Estoy agotada y dolida. Invádeme la zozobra. Yo deseaba algo simple, una vida a su lado, ser suya por completo, convertirme en su esposa, procrear a sus hijos, respetar su sueño y cuidar el silencio a la hora de la creación. ¿De qué sirve ser eterna, terriblemente eterna? ¡Con qué ansia pide cada cual la segunda muerte!

Sin mi permiso, Dante me hizo una mujer inaccesible y fría. Escribió que era piadosa, una verdadera alabanza de Dios, aunque dibujóme manipuladora. ¿Perfecta?

En la Commedia lo humillo, lo cuestiono, lo hiero con el rechazo, exíjole confesar sus yerros, manténgome impasible ante sus sollozos… cuando yo hubiese deseado limpiar sus lágrimas, beber de ellas, ampararlo con besos. En su Commedia, empujada por cánticos y tercetos, obligome a avergonzarlo de sus errores, hízome pedirle que levantara los ojos y me mirase para que su dolor fuese más intenso todavía. Hubiese preferido consolarlo, alejarlo de los terribles recuerdos que su viaje al ultra mundo le habían dejado, no exigirle nada y, sin la autorización del Bien Sumo ni de Dios, perdonárselo todo. Si Dante lo hubiese permitido, yo podía haberlo liberado del pecado. Lo hubiese acercado a las tres luces que abrazan todo el Polo, a las cuatro estrellas brillantes de las virtudes. Venite, benedictri patris mei. Pero me manipuló, convirtiéndome en un personaje etéreo y odioso.

He pasado más de seiscientos años sumida en un rumor de lamentos sempiternos y sintiéndome culpable al desear escupir su rostro inmortalizado en cientos de bustos y esculturas. A él, al más famoso poeta que Italia dio al mundo, quisiese golpearlo, mancillar su nombre, vituperarlo, descubrirlo ante sus admiradores, exhibirlo como un ser despreciable. ¡Lo maldigo! Borraría para siempre sus lecturas obligadas, en las que yo aparezco. ¡Quemad todas las Commedias, las Rimas y las Vidas nuevas! A partir de hoy sólo deben existir Shakespeare y Cervantes. Dante Alighieri no es más que una equivocación en las enciclopedias, un error de impresión en los libros de literatura. Un nombre maldito. ¡Prohibidlo!

A su lado, hallábame en el paraíso. Ahora estoy sumida en una angustia lúgubre, que intimida. Tal vez debería estar a la altura de las expectativas que Dante de mí tuvo: no lo consigo, no lo he conseguido. Encuéntrome más parecida a Lucifer, el ángel caído en desgracia, que a la Beatriz que eternizó como su dulce consuelo. No tengo virtudes. Mis pensamientos pertenecen al vulgo. Mis deseos no merecen indulgencia.

Odiadísimo Dante, Carísimo poeta, el momento de la verdad ruega por escucharnos. ¿Acaso realmente supe guiarte por el Paradiso? ¿Pude explicarte lo que sobrepasa los límites de la razón? ¿Aparecí en una nube de flores que esparcían al aire manos angelicales, coronada de ramas de olivo, cubierta de verde manto y de una túnica color de fuego? ¿Yo, que no tenía florines ni para adquirir ropajes de señora decente? En el vestir mostraba mi origen. ¡Vuélvete, obsérvame bien! ¿Por qué afirmas que soy una beldad o tengo rostro de ángel? ¿Crees que mis ojos son santos? ¿Podrías volver a escribir, ahora, que te parecí una madre severa porque siempre deja alguna amargura la piedad cuando emplea el rigor? Ay, signor Alighieri, no estabas sometido a mi voluntad, sino yo a la tuya. Fui yo quien fijó la vista y la contemplación donde tú quisiste, donde tú ordenaste.

Si pudiese, reiría a carcajadas —pero en el lugar que habito sólo se alientan los gemidos lastimeros— cuando escucho ese cuento sobre la más famosa de las Beatrices, cuando leo mi falsa historia, aquella que Dante y sus biógrafos se encargaron de esparcir por el mundo: “Beatriz era una noble florentina cuyo verdadero nombre era Bice di Folco Portinari, de la que el poeta se enamoró hasta la perdición. Una mujer bellísima que pertenecía a la vida refinada y aristocrática. Dante sólo la vio en tres ocasiones y nunca habló con ella, pero eso fue suficiente para que se convirtiera en la musa inspiradora de su obra.”

Quisiera compadecer al escritor, como lo ha hecho el mundo entero, por la profunda tristeza en la que supuestamente se sumió a partir de mi fallecimiento, por la crisis religiosa que enfrentó con mi repentina desaparición y de la que se sobrepuso dedicándose a la filosofía y a la teología. Creo que en el fondo respiró aliviado: yo no le provocaba más que problemas, amenazas y escenas de celos de su esposa, reclamaciones familiares por mi condición social. Miedo. Tal vez hasta menosprecio. Si al menos hubiese sido agraciada, si me hubiesen educado como a una cortesana, si al menos me hubieses hecho tuya, poseyéndome como poseías las palabras, hubiera puesto el mundo más vasto bajo tus pies y habría llenado tu corazón de júbilo.

Solamente quédame creer en el enorme poder de la literatura. Soy quien soy porque Dante Alighieri me ha nombrado y no puedo remediarlo. Represento al amor más puro, la luz eterna y, sin embargo, confieso que odio a mi creador y abomino de todo lo que de su pluma ha salido. Sus poemas cantan el amor que tuvo por mí y, sin embargo, son un monumento que me aprisiona, paraliza y repele.

¡Ay!, signor Dante, quisiera que jamás hubieses escrito una palabra para que mi nombre, Beatriz, no formase parte de los cánones literarios y, entonces, lograra descansar tranquila, finita.

Anónima.