Beatriz Cuatro:
En una patera
Who has seen my cows?
Who has seen my goats?
These leafless trees and this dry land
must be why they left.
I was leading my father’s cows,
my mother’s goats
to a more prosperous land…
YOUSSOU N’ DOUR
¿Han visto la fotografía publicada en El País? La única mujer es ella: Beatriz Rivas Diouf, mitad europea y mitad africana. Llegó a las Islas Canarias hace tres semanas y sigue aquí, detenida en el centro El Matorral, donde trabajo como voluntaria. Estuvo hospitalizada dos días con deshidratación e hipotermia, pero ya se ha recuperado. Quizá mañana consiga su libertad; de algo le servirá haber nacido en territorio español. Aunque haya renunciado a su nacionalidad hace cinco años, es hija de español y eso basta.
Les cuento su historia en un instante. Ella me la platicó en pequeños sorbos, durante mis ratos libres. Nos identificamos enseguida porque tenemos el mismo nombre y el mismo humor en la mirada.
Comienzo: Beatriz nació en Valencia hace treinta años…
No, debo detenerme. Tal vez es mejor que observen la foto publicada por el diario español y, probablemente, por algún otro periódico extranjero. Apuesto lo que quieran a que siempre que miran la imagen de un barco con inmigrantes ilegales, recién llegados del África subsahariana a algún punto de España, ven los mismos rostros. Todos son negros, hombres jóvenes en su mayoría, demasiado delgados. Desesperados. Se cubren la cabeza con un gorro tejido o un pedazo de tela para que no se les escape el calor y, con él, la vida. De piel gruesa y dignidad enorme, sienten miedo, tanto que no se dan permiso de marearse con el movimiento de las olas. Transpiran terror en grandes gotas que iluminan sus rostros: no saben nadar y le temen, más que a ser atrapados, al mar. ¿Cuántos de sus parientes se han ahogado en las aguas saladas que dividen el primer mundo del infierno?
En la Agencia Europea de Fronteras deciden su futuro. ¿Acaso alguno de sus miembros atinaría a distinguir entre un inmigrante y el de al lado? ¿Entre el de la chaqueta roja y el de la bufanda verde anudada al cuello? Yo, que llevo dos años ayudando en los Equipos de Respuesta e Intervención en Emergencias, a veces no puedo diferenciarlos. Sedientos, con el cabello muy corto y firmemente entrelazado, nombres raros e idénticas incertidumbres. Algunos, sobre todo los saharahuies, presentan huellas de tortura en sus cuerpos y ni un signo en su mirada de que el futuro, cualquier futuro, los esté esperando. Todavía no pisan el continente europeo y ya extrañan su terruño: pobreza y sol calcinante, polvo.
Desde el centro de detención se observa el Atlántico, un océano que ha visto cómo proliferan los naufragios. Un mar que se traga, de golpe, barcas de madera, lanchas zodiac, cayucos y hasta hidropedales. Esas embarcaciones jamás se imaginaron que transportarían tantas historias: Idrissa y otros más han sido víctimas de hambrunas periódicas, por eso tienen hundida la mirada y las piernas flacas como los juncos que crecen en su aldea. Léopold y Amadou vienen huyendo de las pandemias; Abdou, el que siempre trae los ojos rojos, busca poner fin a una miseria de toda la vida; Moussah, Ismaël y Louis han pasado por demasiadas catástrofes naturales así que, de morir, prefieren hacerlo intentando llegar al paraíso prometido; Habib y Ferdinand no quisieron acostumbrarse a las guerras intermitentes, a los gobiernos corruptos y salvajes. Ousmane es un adolescente huérfano que no ha sabido perder la esperanza. Todos han destruido sus documentos para no ser identificados.
Pero tal vez eso, a ustedes, los tenga sin cuidado.
Aimée Diouf. La mamá de Beatriz se llama Aimée Diouf y forma parte de los veinticinco millones de inmigrantes legalizados en Europa; por decirlo de otra manera, sólo es una cifra más para los funcionarios. Cuando su padre la conoció, era ilegal y bella. Bellísima. Por lo menos eso me cuenta Beatriz, lamentando no tener ninguna fotografía que mostrarme. Su salida de Senegal fue tan intempestiva, que no pudo traer nada consigo; sólo la ropa que llevaba puesta.
La señora Diouf nació en Senegal, en la ciudad de M’Bour, y vivió apaciblemente hasta que murieron sus padres, con diferencia de un mes. Fallecieron en una epidemia de un mal que se cura con pastillas en los países del primer mundo. Ella, que apenas salía de la adolescencia, tuvo que hacerse cargo de sus cuatro hermanos menores. El tío Abdulaye le insistió en buscar trabajo en España, ya que él había vivido en Algeciras durante siete años. Allá dejé buenos amigos y ganarías en pesetas, le dijo. No es que Aimée tuviera muchas opciones: sabía salar y ahumar pescado, cocinar, limpiar y sonreír con su hilera de dientes blanquísimos; pero lo que finalmente la decidió fue el versículo del Corán que con frecuencia leía su tío en voz alta: “El que abandona su país por la causa de Dios hallará en la tierra otros hombres obligados a hacer lo propio, y recursos abundantes. En cuanto al que haya dejado su país y venga la muerte a sorprenderle, su salario estará a cargo de Dios, y Dios es indulgente y misericordioso.”
Aimée partió hacia la capital. Ahí, por instrucciones de Abdulaye, debió esperar más de un mes a que llegara una oportunidad. De su estancia en Dakar y su arribo a España, no se sabe nada. Nunca quiso hablar del tema, o tal vez su esposo se lo había prohibido. Jamás le platicó a su hija cómo y por qué llegó de las Canarias a Algeciras y de ahí hasta Valencia. Sé que nunca regresó a su país y jamás volvió a ver a sus hermanos. Eso sí, los primeros meses enviaba todas las pesetas que podía ahorrar… hasta el día que aceptó a quien sería su esposo: el teniente Álvaro Rivas Mijangos.
El teniente era alto, de ojos verdes, siempre inyectados. Las venas, muy pronunciadas por su presión arterial alta, acostumbraban enrojecer el globo ocular. También las de su cuello sobresalían cuando enfurecía con cualquier excusa. Hombre de nalgas planas y mucho vello en el pecho, pero de piernas casi lampiñas y torpes, tropezaba continuamente al caminar.
La madre de Beatriz adora el mar, nació junto al mar y seguramente morirá viendo el Golfo de Valencia, las mareas, sus colores cambiantes, profundos. Conoció a su marido cuando caminaba por alguna de las calles que desembocan en el agua inmensa, azul.
La relación se dio poco a poco, paso a paso en los jardines de Turia, caminando en las márgenes del río. Deteniéndose a conversar brevemente en cualquier banca. Recorriendo la Ciutat Vella sin entrar a las tabernas porque el dinero no alcanzaba. Acudiendo a los partidos de fútbol del Valencia; el teniente era un orgulloso miembro del club casi desde su creación. En otoño, cuando llovía a más no poder, se refugiaban en una sala de cine de la calle Calabazas y ahí, en la oscuridad, sin tocarse, pasaban tardes enteras. Fue un noviazgo de silencios. La soledad de Aimée la enfermaba y por eso aceptó, tan fácilmente, la protección de un hombre quince años mayor.
El teniente Rivas dirigía la cárcel. Lo hacía con el orden matemático y la honradez que había heredado de su madre, pero también con toda la crueldad que su padre le había enseñado. Probablemente no se puede ser carcelero sin cargar con una buena cuota de odio y resentimiento. Su mirada, metálica, lo decía todo.
Por si fuera poco, el papá de Beatriz era racista y le gustaba presumir de ello. Los extranjeros son ciudadanos de segunda, afirmaba Álvaro Rivas, pero los negros… de quinta, remataba con un dejo de burla. Hasta la fecha, Bea no se explica, entonces, cómo o por qué se casó con su madre. ¿Qué lo empujó a acariciar esa piel oscura, resistente y con un olor distinto? ¿Tanto lo atrajeron sus nalgas redondas y perfectas, sus senos breves y bien formados? Gracias a esos pequeños detalles inexplicables en la vida de los seres humanos, Beatriz pudo nacer, tiene un apellido español y una nacionalidad heredada que está a punto de regresarla a la libertad. Gracias a otros detalles que me ha platicado, está hoy aquí, en un centro de detención temporal, y así la he conocido. Me ha servido conocerla, ¿saben?, y conversar con ella. En mi labor diaria estoy acostumbrada a dar sueros, ofrecer alimento y ropa sin decir nada, sólo sonrío: es difícil encontrar algún inmigrante que hable más de dos o tres palabras de español y yo apenas mastico el francés. Con Beatriz he pasado tardes enteras platicando de nuestras vidas. Además, se ha convertido en mi eficiente traductora del wolof. Dama marr, dama sedd, dama bëgg… Tengo sed, tengo frío, quisiera… ¿Qué, qué quisieran los que se ven obligados a dejar su patria?
Khalolou Wade. Khalolou nació en una aldea de pescadores muy cercana a M’Bour, en la Petite Côte, y su futuro estaba previsto: se convertiría en pescador como su padre, como su abuelo. Sería el terror de las merluzas negras y los bonitos de vientre rayado desde su lancha larga y estrecha, decorada con formas geométricas de vistosos colores. Sería…
De niño, disfrutaba correr por la arena, ganarle a las olas, refrescar su rostro con agua de mar, mirar el arribo de los adultos en sus piraguas, contar los peces, intercambiar algunos por mijo o arroz, llevarle el más grande a su mamá, subastar los demás en el mercado. Despreocupado y alegre, sonreía por cualquier cosa. Había aprendido de los suyos a ser tranquilo y optimista. Era dueño de una mirada profunda y dulce con la que tenía el tino de calmar a su madre y a su abuela antes de que pudieran regañarlo por alguna travesura.
A los trece años se enamoró de Duma. Podían pasar horas observando los troncos de los baobabs, espiando a los espíritus que los habitan, o recolectando bouyes. Por las noches, les encantaba asustar a los gálagos y morirse de risa al ver el miedo en los enormes ojos de esos primates. A veces entraban a los plantíos de maní y se robaban los frutos enmarcados por flores de un amarillo particularmente intenso. Con la ayuda de su abuela, los tostaban y se los comían tibios. El sabor de un pequeño cacahuete recién tostado es el que más le recuerda su infancia.
Pero el breve paraíso de Khalolou terminó una tarde, mientras limpiaba los pescados que recién había traído su padre: la tarde que escuchó los gritos de Duma. El adolescente está sentado sobre el piso de tierra, afuera de su casa de palma y techo de lámina. El aire tibio lo acaricia. Con un raspador de metal, arranca las escamas de los animales. Su mano va de la cola hacia la cabeza, usando movimientos rápidos y seguros. A su alrededor, el piso parece tapizado de laminillas grises con brillos de plata. Es un brillo mágico, piensa. Khalolou está tan concentrado que pasa por alto el primer grito. Pero el segundo, el más agudo de todos, cambia su vida. Aprieta los puños y cierra los ojos con fuerza. Rápidamente los abre; teme imaginar lo que está sucediendo a escasos metros. Los gritos que siguen, dolorosos, le dan la certeza de que algo, no sabe qué, está mal. El rito de iniciación de Duma, que enorgullece a madres y abuelas, se lleva a cabo cerca del mar, sobre la arena suave. El padre de la adolescente se mantiene alejado, pero satisfecho de que el honor de su familia continuara protegido. Sabe, como todos los de su pueblo, que la nyakaa es necesaria para realzar la belleza y el estatus de su hija y, de esa manera, aumentar las posibilidades de contraer matrimonio. No se puede pedir menos de una mujer: estética, higiene y fidelidad garantizada.
Khalolou ve a Duma regresar caminando lentamente, con las piernas ligeramente separadas, la mirada triste y varios hilos de sangre escurriendo hacia la tierra, como si el líquido rojo intentara escapar a un lugar seguro. Avienta el pescado en turno y corre hacia ella. Le tiende una mano, mas su amiga se sigue de frente, ignorándolo. No hay lágrimas en su rostro, pero la mirada se ha opacado. Duma no era particularmente bella, aunque poseía una frente amplia, limpia y un par de ojos juguetones y brillantes. A partir de ese día ya no quería jugar, correr ni trepar y también el muchacho se transformó en otra persona: inconforme, caprichoso, rebelde. Un año después de la ceremonia, Duma y su familia se fueron del pueblo, emigraron a una ciudad turística cercana, pero al joven no se le quitó el enojo. ¿Por qué sentirse furioso a causa de una costumbre milenaria, de una antiquísima tradición cultural y, a todas luces, benéfica para la sociedad?, le reclamaba su padre. Las mujeres no deben gozar: su objetivo único y milagroso es la reproducción. ¿A qué se debe ese repentino e inútil descontento? ¿Qué daño te hace?, le preguntaba a gritos, perdiendo la paciencia.
El joven, inquieto, repasaba una y otra vez las 175 aleyas del sura IV del Corán. Nada. En ningún lado decía que las mujeres no tuvieran derecho a disfrutar del sexo. En las páginas del libro sagrado se estipulaba que “los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquéllas”, pero la vida cotidiana de Khalolou era prueba de lo contrario. El verdadero sostén de su familia era la abuela. Con su mirada tierna, aparentemente inocente, y su voz cantarina, tomaba las decisiones más importantes, daba órdenes, disponía, meditaba los caminos a elegir, sentenciaba. Poseía, en sus manos callosas y arrugadas, el pasado, el presente y el futuro de la familia Wade. Por otra parte, su madre equilibraba el carácter seco de su padre; siempre se mostraba cariñosa y alegre. Y Duma, hasta antes de la ablación del clítoris, era más rápida, más ágil, más valiente y mucho más inteligente que él. Curiosa, aunque mesurada; atrevida, pero tranquila. Un ser encantador y pensante. Superior, en todos sentidos, a los jóvenes del pueblo. Las mujeres son las raíces del baobab, también el tronco, las ramas y el follaje. El alma.
Khalolou dejó de salir a pescar con los demás: su estado de ánimo sólo traería mala suerte, agitaría los vientos malignos, opinaban los demás. Dios creó el mar para alimentar a sus hijos. La fuerza del océano es una prueba del poder divino, pero también una fuerza que puede enojarse y adueñarse de algunas vidas. En el pueblo nadie quería tener tratos con él. Por eso a su mamá no le sorprendió que, el mismo día en que murió su abuela, el adolescente decidiera irse lejos del mar y del olor de los cacahuetes tostados.
Aimée. Aimée posee una mirada dulce y cálida. Lo que más trabajo le costó, a su llegada a España, fueron los inviernos. A pesar de que el termómetro casi nunca bajaba más allá de los diez grados, el frío invadía sus huesos tratando de corromperlos, tal vez para quitarles su agilidad africana, ese andar cadencioso y rítmico que tanto atrajo al teniente Rivas cuando la vio por primera vez: tenía 16 años y un rostro perfecto. Sus nalgas iban de derecha a izquierda, en un movimiento hipnótico. Paseaba con un ejemplar del Corán bajo el brazo, a manera de amuleto pues no sabía leer, aunque no le dio vergüenza confesárselo al español que trataba de seducirla.
Al principio, él era distante pero amable. Hablaba a gritos, como casi todos los españoles, pero tenía algunos buenos detalles con la muchacha. Por ejemplo, pacientemente le enseñó a leer, usando algunos libros para niños y adolescentes.
Cuando Aimée aceptó ser la esposa de Álvaro Rivas Mijangos, supo que cambiaría para siempre el sabor del tiboudiene y el mafe por el arroz a banda, el bisap por un vaso de tintorro o de horchata, sus bubus, esos vestidos multicolores y alegres, por ropa recatada, oscura; el tamborileo polirrítmico de su sangre por una disciplina feroz, un jëre jëf por un gracias pronunciado con fuerte acento francés. ¿Qué debía agradecerle al teniente? Un techo, un empleo seguro y haberla vuelto a la legalidad el día que otorgó el sí: waaw. Nada más.
Aimée extrañaba el sonido, alegre y rítmico, del xalam que tocaba su abuelo por las tardes y odió su boda demasiado sobria, sin los cantos de sus parientes, tambores ni danzas nupciales. Cuando escuchaba el cerrojo de la puerta, corría a esconder el Corán, la verdadera kalam Allah, y a hojear la Biblia. Se vio obligada a seguir los preceptos del Islam en silencio. En cambio, tuvo que colgar crucifijos y horribles imágenes de santos en su pequeña vivienda dentro del penal. Un asunto es que el Corán reconozca a Cristo y a la Virgen y otro, muy distinto, que una mujer musulmana se vea obligada a adorarlos.
Para Aimée, los días en Valencia pasaban con una lentitud impresionante: limpiaba, cocinaba, cosía, planchaba, hacía las compras, volvía a limpiar. Ordenaba todo de manera metódica y precisa, de acuerdo a las instrucciones militares de su esposo. Cuando salía al mercado, su marido contaba los minutos que le tomaba regresar. Calculaba el tiempo que se invierte en escoger carne, verduras, lácteos y la esperaba recargado en la puerta, reloj en mano, preparado para cuestionarla sobre su tardanza. No hay nada tan destructivo como un hombre celoso. Aimée se sentía más presa que cualquiera de los ladrones, asesinos y falsificadores que habitaban la cárcel que su marido administró, eficientemente, hasta el final de sus días.
Algunas veces la mamá de Beatriz se atrevía a pasear sola por las calles de la ciudad a la que ella llamaba, en secreto, Balansiya, igual que los árabes que la habían conquistado muchos años atrás. Las huellas de los “infieles” se veían en varios lugares: en la Mezquita que el propio Cid transformó en Catedral, en la Plaza de l’Almoina, en el Almudín, en los nombres de algunas calles. Por ejemplo, una de las mejores panaderías estaba en la cerrada Albulcacer Al Hudzali y su única amiga vivía en Rey Zayan 13, bajos. Esos leves contactos con el mundo musulmán le otorgaban a Aimée un poco de tranquilidad y amainaban su melancolía.
Cuando se supo embarazada, aun antes de que un médico lo confirmara, Aimée sonrió: su condición suavizaría los modos de su marido. Se equivocó. El estado de buenaventura no sirvió para ganar ni un poco de paz. ¿Acaso en España todavía no abolían la esclavitud?, se preguntaba, derrotada. Era una mujer hecha para el trabajo, pero estaba acostumbrada a cumplirlo a su manera, bajo la luz del sol, a campo abierto, mientras escuchaba las voces de otras mujeres cantando al ritmo de los tam-tams o contándose las últimas nuevas.
Para el octavo mes de espera, el teniente seguía dejándole idéntica carga de trabajo y exigiéndole rapidez, como si su pesado vientre no le estorbara al barrer o hacer la colada. Tal vez presentía que su mujer no traía un macho en sus entrañas, un digno heredero. Efectivamente Beatriz nació un caluroso día de agosto y, para colmo, fue hija única. Después de varios intentos fallidos, el teniente dejó de visitar la cama de su esposa. Satisfacía sus instintos afuera, con mujeres expertas en hacerlo gozar.
Khalolou. Al huir de M’Bour, Khalolou eligió Thiès. ¿O fue esa ciudad quien lo escogió a él? Encontró trabajo en un mercado, como ayudante de un vendedor de legumbres y verduras. Por las tardes asiste a la escuela. Es la primera vez que estudia en un instituto, pero muy pronto aprende los conocimientos básicos y a contestarse todas las preguntas que le llegan en los momentos más inoportunos, por ejemplo, cuando está pesando calabazas, un enorme brócoli o buscando una dirección para hacer una entrega. Sus ganas de informarse lo han convertido en un aficionado a la prensa: devora los periódicos viejos disponibles. Separa las páginas más interesantes del Wal Fadjri y, con las demás, envuelve la mercancía.
Su clienta favorita, por distinta y libre, es una extranjera de cabello castaño, piel blanquísima, de unos cuarenta años. Le da buenas propinas y le sonríe siempre. A mademoiselle Melching comienza a plantearle sus dudas: ¿Por qué los ministros ganan tanto dinero y qué hacen con él? Leí que reciben el doble del sueldo que un ministro en España. ¿Quién envía las sequías? ¿Es malo estudiar? Molly, ¿por qué usted no es como las otras mujeres? ¿En qué Dios cree?
Molly Melching, encantada con la inteligencia natural de su joven marchante, le regala libros, revistas y hasta sus propios escritos: adora su curiosidad fresca y la indignación que provoca que las venas de las sienes le brinquen un poco. También le llaman la atención sus lentes rojos, de marco ancho y vidrios pequeños, y el tatuaje que adorna su antebrazo derecho: la estrella verde de Senegal.
De los labios de la norteamericana, Khalolou escuchó por primera vez las palabras política, derechos de las mujeres, didáctica, proyectos de desarrollo, igualdad. Infibulación, ablación, mutilación femenina. Todo comienza a cobrar sentido. En su habitación ha colgado, orgulloso, carteles con las fotografías de Nelson Mandela y Léopold Sédar Senghor. También hay una foto de Bouba Diop, el jugador que le metió un gol a Francia en el 2002. Gracias a él, Senegal le ganó el partido a los galos, aumentando el orgullo del país.
Los gritos de Duma, que siguen interrumpiendo su sueño por las noches, se convierten en un claro mensaje. No, él no nació para ser pescador ni para trabajar en un mercado. Siente la obligación de pedirle un empleo a mademoiselle Melching para ayudar a los suyos y, si bien debió esperar dos meses a que se liberara una plaza, logra su objetivo: ingresar a Tostan, una reconocida organización no gubernamental.
Beatriz. La recién nacida se convirtió en el centro de atención de Aimée. Era su barca salvadora y su mejor compañía. Su madre le cantaba en su dialecto, le hablaba wolof y francés cuando el teniente Rivas no se encontraba presente. La tranquilizaba con los sonidos de su tierra, tocando distintos ritmos en las latas vacías. Para entretenerla, danzaba y, si tenía cólico, la curaba con hierbas, rezos o siguiendo un ancestral rito animista. Le daba a probar sus sabores y, al recostarla entre sus pechos desnudos y plenos, le contagiaba su olor a piel negra, a África.
A los seis años, Beatriz caminaba con el mismo vaivén de las mujeres de su etnia, famosas por su belleza natural: pasos musicales, cadenciosos. Había sido criada tras las rejas, pero ahora que iba a la escuela, podía entrar y salir de la mano de mamá que le mostraba, pacientemente, su herencia escondida y lejana.
Bea adoraba la voz suave de Aimée y temía el español a gritos de su padre. En los momentos en que estaban solas, Aimée era canto, juegos, caricias continuas. Se perseguían por la casa, se abrazaban tiradas en el piso, reían abiertamente. El teniente, en cambio, nunca le dio un beso y pocas veces le dirigía la palabra. Bea llegó a convencerse de que los presos la querían más: algunos de ellos, los que no eran peligrosos y podían salir unas horas al patio, le contaban cuentos desde el otro lado de una malla metálica, la miraban a los ojos, le sonreían. Los más atrevidos le mandaban un beso cuando la chiquilla les obsequiaba pequeños caramelos bicolores.
Si Aimée terminaba temprano con sus obligaciones, le contaba sobre los rap, esos genios que habitan en los baobabs, unos árboles que Bea sólo había visto en el escudo del país que tanto ansiaba conocer. Juntas, se burlaban del murciélago que aparecía en el escudo de Valencia. ¿A quién se le ocurre elegir un animal tan feo?, decían. Sobre las piernas de su madre, Beatriz pedía escuchar, por centésima vez, la historia del rap de Gorée, un ser mítico que, para preservar la memoria de los esclavos, nunca ha permitido la construcción de un puente entre Dakar y la isla de Gorée, lugar donde almacenaban a los esclavos hasta mediados del siglo diecinueve, antes de trasladarlos a América.
—Han contratado ingenieros franceses y japoneses…
—¿Españoles no?
—No, mi bubusita, los españoles son malísimos para todo —respondía Aimée, provocando la risa de su hija.
—¿Y entonces?
—Cuando los constructores ya llevan avanzada la mitad del puente, el rap lo destruye y tienen que volver a empezar. A veces provoca una fuerte tormenta, un terremoto y, otras, nada más lo deja caer, sin razón aparente. Una y otra vez.
Bea aplaudía.
En el momento en que el teniente Rivas llegaba a casa, el paraíso desaparecía. Beatriz corría a refugiarse bajo la mesa del comedor, tras el mantel, y espiaba el silencio violento, la indiferencia. Si el teniente golpeaba la mesa porque algo lo había enfurecido, tal vez que el Valencia había perdido un partido aunque, en realidad, siempre estaba enojado, la niña no podía controlarse y sus orines la empapaban. Apretaba las mandíbulas y le rogaba a Alá, al que imaginaba negro, que el olor no la delatara.
En presencia de su padre, Bea se convertía en una niña callada, temerosa, ensimismada. Unos minutos antes de la hora de su regreso, procuraba esconderse bajo su cama a jugar con una muñeca de trapo que le había cosido su mamá. Ojos negros, piel negra, cabello negro de estambre. Abrazaba a su pequeña amiga, la apretaba muchísimo al escuchar los gritos ahogados de su madre. Ese salvaje militar acostumbraba golpearla con el cinturón cuando regresaba bebido. No necesitaba estar muy borracho para descargarse con su esposa: dos copas bastaban. Aún hoy en día, Beatriz confiesa sentir terror cuando escucha el sonido de alguna persona quitándose rápidamente el cinturón. Un sonido que no alcanza a describir, como de látigo, unido a un sentimiento que no puede controlar.
Bea se sabía distinta; le encantaba su color café con leche y los labios gruesos. En cambio, lamentaba haber heredado las nalgas planas, la nariz respingada y el color de ojos de su padre: demasiado verdes. Mientras su madre planchaba, Beatriz se observaba en el espejo durante horas, soñando con que los rasgos españoles desaparecieran. Le gustaba escuchar su propia voz hablando wolof, era más dulce y ligera: ¿Danga sonn?, le preguntaba a mamá cuando la veía muy cansada. Amul soló, contestaba Aimée, acurrucándose en un sillón a hojear revistas viejas o a ver alguna telenovela latinoamericana. No creía en los milagros de los santos católicos, pero sí en las pociones mágicas para protegerse del mal de ojo o de las enfermedades, en los espíritus buenos y en los malignos. Nunca dejaba los zapatos boca abajo y todas las noches, cuando su esposo estaba dormido, vertía agua fría en el umbral de la puerta para evitar algún conjuro enemigo.
A Aimée le gustaba enseñarle su religión y gozaba narrar pasajes de la vida de Mahoma: las conversaciones con el arcángel Jibril, su vida como mercader, camellero y hombre de familia. La anécdota favorita de Bea era la de la telaraña. Le pedía a su madre, una y otra vez, que se la repitiera: Cuando Mahoma huía, él y su amigo Abu Bakr se escondieron en una cueva. Las cuevas son húmedas y oscuras, llenas de bichos ¿Te imaginas el terror que sentían? Al oír a los soldados, Abu Bakr comenzó a temblar pero Mahoma lo tranquilizó, asegurándole que Alá los salvaría. Y así fue. Un soldado pensó que estaban dentro de la cueva pero, al acercarse, vio una enorme telaraña que tapaba la entrada por completo. “Aquí no están”, gritó a los demás. “No han podido entrar sin romper la telaraña”. Entonces los soldados se marcharon y Mahoma quedó a salvo. ¡Cómo le hubiera gustado a Beatriz que varias simpáticas arañas tejieran una telaraña gigantesca que cubriera su casa, dejando a su padre afuera!
Juntas rezaban cinco veces al día, obedeciendo las enseñanzas del Corán, siempre y cuando el teniente Rivas no anduviera cerca. Alá es el más grande. No existe más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Aimée le mostraba que Alá tiene 99 nombres: los nombres más hermosos.
La figura de Cristo crucificado le provocaba pesadillas a la pequeña. Despertaba gritando en el momento en que Jesús, con el rostro de su padre y la corona de espinas que le llenaba las mejillas de sangre, descendía de la cruz y caminaba lentamente hacia ella, tendiéndole una mano lacerada. Aimée llegaba a su lado para tranquilizarla. La cubría con las sábanas, le acomodaba la almohada y tarareaba una melodía infantil de su tierra. En esos momentos Bea se prometía que, en cuanto tuviera la oportunidad, huiría al Senegal, suñú gaal, “nuestro barco”, para nunca volver a pisar España.
Khalolou. Muy pronto Khalolou llegó a ser el empleado favorito de Molly Melching. Es el que llega más temprano y se va más tarde; un verdadero entusiasta. Pasa horas en la biblioteca municipal: quiere aprenderlo todo. Lee con creciente interés los periódicos franceses e ingleses que llegan a la ONG dirigida por su amiga y jefa. El mundo, otros paisajes, los demás países comienzan a existir: distintas costumbres, formas de pensar. Una visión que no lo convence y, sin embargo, le abre los ojos.
Él quiere lo suyo, quiere al Senegal, pero mejor. Al igual que los demás, disfruta comer en el piso, descalzo, sentado frente a un enorme platillo de verduras y arroz, tomando la comida con la diestra. Celebra la Korité, al finalizar el Ramadán, como su padre le enseñó. Se viste con una larga túnica sobre el pantalón y sólo en raras ocasiones usa vaqueros al estilo occidental. Está orgulloso del himno nacional, más nostálgico que marcial, probablemente de ritmo un poco infantil, que habla de un pueblo de corazón verde, surgido de la noche al galope de los caballos. Un pueblo cuya arma es el trabajo. Senegal: hijo del sudor del león. Baila al ritmo de Youssou N’Dour y se sabe de memoria las canciones de su disco Wommat. En sus raros momentos de ocio, toca el sabar en su habitación o en la calle. La palma izquierda golpea directamente el tambor, la derecha lo hace con un palo. Probablemente no lo sepa pero ha elegido ese instrumento por lo que significa. Se llama igual que la danza que celebra la sexualidad femenina. Bailes en los que manos y pies, brazos y piernas van hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados con total libertad, mientras la cabeza se balancea suavemente. Rodillas que parecen volar. Ojos cerrados. Cuerpos sensuales que se llenan de sudor. Piel brillante.
La sede de Tostan se ha convertido en el hogar de Khalolou. Más aún desde el día en que Molly lo invitó a quedarse a dormir en la vieja casona. Él ahorraría la renta de su cuartucho y el lugar estaría seguro sin necesidad de pagar vigilancia por las noches.
Los colaboradores de Tostan, entre otras cosas, se dedican a la promoción económica y social de la mujer. Defienden sus derechos a pesar de que las propias mujeres son las primeras en oponerse, en dudar. Cuando Khalolou tiene oportunidad, asiste a las juntas de trabajo para enterarse de los diferentes proyectos de desarrollo, los programas de educación. Así sabe que más de mil doscientos pueblos ya decidieron terminar con la práctica de la circuncisión femenina y del matrimonio obligatorio entre niños. Algunas noches, casi de madrugada, vuelve a escuchar los gritos agudos de Duma, una y otra vez, impresos en su memoria.
Bea y yo. Entro apresuradamente a la barraca que alberga el comedor. Sé que ahí está Beatriz pues, por la mañana, llegó un cayuco del Senegal con apenas doce personas: sus compatriotas. Ousmane permanece al lado de Bea, como siempre. Entre ellos hay una mujer con un niño en el regazo. Su otro hijo, el menor, se encuentra en el hospital luchando pacientemente contra la deshidratación. Es muy probable que sobreviva: la inocencia de los pequeños les da una gran fortaleza.
—Aquí están tus documentos, ¡finalmente! —le digo contenta, entregándole un sobre amarillo que ni siquiera toma entre sus manos. Me he encariñado con ella.
—¿Cuántas veces debo decirte que no quiero el pasaporte español? —responde Bea.
—Es de la Comunidad Económica Europea. Míralo —y le muestro su foto—. ¿Sabes las ventajas que te da poseer uno como éstos? Puedes vivir y trabajar libremente en Francia, en Italia…
—Quiero regresar a Senegal. Lo dejé claro desde el principio.
—Mentira; no es lo que me han dicho.
—¿Qué te han dicho? —pregunta, levantándose de la mesa. Aunque sus compatriotas no hablan nuestro idioma, Bea quiere más privacía y me señala unas sillas alejadas. Ousmane se incorpora, tratando de seguirnos, pero Beatriz le dice algunas palabras en wolof que lo obligan a sentarse nuevamente.
—Que cuando la lancha de salvamento marítimo los rescató, a la deriva, lo primero que gritaste fue: ¡Soy española, yo soy española! Soy hija del teniente Álvaro Rivas. Nací en Valencia. Se los puedo comprobar. Esto es una gran equivocación, repetías. ¿No es cierto?
—Chica, el miedo me obligó a hablar así. ¿Sabes cuántos días llevábamos sin probar alimento? ¿Sabes que apenas unas horas antes se nos había terminado el último sorbo de agua? ¿Te atreves a pensar, siquiera, lo que es viajar en una frágil barca sin cubierta, repleta de personas, con el sol permanentemente en la cara y sin el equipo necesario para garantizar la supervivencia? No te imaginas el olor. Créeme: es el infierno y, cuando estás en el infierno, los demonios te obligan a decir tonterías.
—El gobierno español hace todo lo posible por la integridad de sus ciudadanos y…
—Yo renuncié voluntariamente a mi nacionalidad y a mi apellido paterno hace cinco años.
—Pues, te guste o no, acaban de devolverte ambas cosas —le dije, acercándole el pasaporte—. ¡Cuántos inmigrantes matarían por tener uno de éstos! Yo misma soñaría con ser la dueña de tu pasaporte. En menos de dos meses se vence mi permiso y me largan de vuelta a México.
—¡Hala!, no deseo seguir discutiendo. ¿Sabes algo de Madické?
—¿De quién?
—Del pequeño que llegó deshidratado.
—Bea, escúchame: en España están tus raíces, tu madre.
—Mamá tiene alzheimer. No reconoce a nadie. Pasa horas meciéndose en una silla y viendo el mar a través de la ventana. Además, de ninguna manera dejaría a Ousmane aquí solo.
—Pero allá, en África, no te espera nadie.
—Allá, como le dices a mi patria, está Molly, la gente de Tostan. Me necesitan.
—Ya encontrarán a otra persona que quiera trabajar para ellos. Piensa en ti: en Europa tendrás acceso a mejores posibilidades.
—También allá está Khalolou… y lo necesito. Quiero regresar a su lado y construir una vida en donde nacimos. Bueno, en donde debí haber nacido.
—¿Khalolou? ¿Quién es Khalolou? Por lo visto, no me has contado todos tus secretos. De cualquier manera ya puedes irte. Anda: eres libre.
—¿Libre para que alguien me contrate de mucama en Tenerife, me obliguen a hablar en canario y gane unos cuantos euros?
—Libre, en todo caso, para regresar a Senegal —le respondo de mala manera. Su testarudez me enfada.
—¿Con qué pelas? No tienes idea del trabajo que me costó conseguir el pasaje hace cinco años, a pesar de que trabajé horas extras como traductora y ahorré cada euro. Me niego a abandonar este lugar a menos que las autoridades acepten deportarme. O me mandan a mi país, o no me muevo de aquí. Es más —agrega, con la mirada iluminada por una idea de último momento—, o me envían a Senegal o no vuelvo a comer. Digamos que estoy en huelga de hambre —finaliza mientras camina, con pasos triunfales, hacia la mesa en la que la esperan sus paisanos.
Beatriz. Cuando Beatriz aterrizó en Dakar, supo que estaba en casa. Sonrió mientras sellaban su pasaporte español. A bordo de un taxi amarillo y negro que se desplaza hacia algún hotel barato de las afueras de la ciudad, Bea pega su rostro al cristal, como si tuviera cinco años y no quisiera perderse un detalle del paisaje urbano. Todo es nuevo para ella y, al mismo tiempo, esas imágenes están en su sangre. Aunque no todos le sonríen, como quisiera, aunque no todos la saludan, como pensaba, un grupo de niños descalzos y felices, que corren tras el taxi, la reconcilian.
En una calle, entre el pavimento y un pequeño camellón en el que pastan, hay un rebaño de cabras. La mujer que las cuida le trenza el cabello a su hija. Las dos son hermosas y le sonríen. Sobre aquel edificio se distingue la bandera del país: verde, amarilla y roja. Una estrella verde sobre el amarillo danza con el viento.
Le encanta observar a las mujeres caminando. Seguras. Certeras. Sus vestidos son de color rosa encendido, azul, rojo, naranja. Hay color por todos lados. Lo que más le llama la atención es la manera de lucir las joyas; de tono dorado, anillos, pulseras, aretes y collares contrastan con la piel negra; se muestran orgullosos. Mamá nunca usó joyas. Sólo en ocasiones especiales, como en mi cumpleaños, se ponía esas enormes arracadas con las que yo jugaba al columpio, golpeándolas levemente con el dedo, recuerda.
La gente disfruta la calle. Vive en el exterior entre puestos de sandías, palmeras, basura, un carrito de Nescafé y un desorden armonioso. Sentados en sillas blancas de plástico o sobre el piso, toman té servido de una tetera abollada. Conviven. Conversan o tocan un instrumento. Cantan y sus cánticos son como himnos de una religión feliz, rítmica, alegre.
Beatriz se siente en casa, está en casa. Lo que ha ahorrado puede estirarlo durante algunas semanas. Después, tendrá que buscar trabajo. Es traductora certificada pero no sabe si sus papeles serán válidos en este lado del mundo. Ya llegará la hora de preocuparse; por el momento, se sumerge en los olores, sabores y colores que añora.
Tal vez el lunes próximo, cansada de la enorme urbe, de tantos edificios blancos con techos de tejas rojas, decida partir hacia una ciudad más pequeña, hacia un lugar donde pueda ver baobabs muy de cerca.
Khalolou y Rokia. Khalolou conoció a Rokia Diouf cuando la joven caminaba por las calle de Thiès, buscando trabajo. Se acercó a ella porque presintió que ambos se necesitaban.
—¿Te puedo ayudar en algo? —le preguntó en francés, con voz protectora. A Rokia se le iluminaron los ojos; era obvio que no conocía a nadie en la ciudad.
—Sí —respondió en wolof—, necesito un lugar donde vivir, un albergue temporal por lo menos y… un trabajo.
Enseguida, Khalolou percibió un ligero acento extranjero, pero decidió no decir nada: no hacer ninguna pregunta que pudiera incomodarla.
Sentados en un café cercano, le aseguró que adoraría a Molly y que en la institución necesitaban más gente y un buen cerebro para ayudarlos con el intenso trabajo de Tostan. Él ya ocupaba un puesto importante y podía garantizarle que la contratarían, aunque su sueldo no sería muy alto. La situación económica de la ONG era bastante precaria, pero había muchos planes para recaudar dinero, le explicó entusiasmado.
—¿Hablas otros idiomas?
—Estudié lenguas extranjeras. De hecho, soy intérprete-traductora. Hablo inglés, francés, italiano y… un poco de español.
—¡Perfecto! Es lo que necesitamos. Nos apoyarás consiguiendo donadores en todas partes del mundo. Estamos creando una red y siempre surgen nuevos retos.
A Khalolou le fascinaron las manos delicadas de la mujer y el contraste de su piel ligeramente oscura con los ojos verdes, de un verde que nunca había visto antes. Le encantó su aire inconforme y un poco nostálgico. Tenían la misma edad: veinticinco años.
A ella le gustó su voz ronca. Parecía que Khalolou hubiera pasado la noche en vela, fumando y hablando. Cuando sonríe, muestra francamente, sin vergüenza, los dientes superiores. Los lentes le dan un aire intelectual y, al mismo tiempo, inocente.
Ahora son compañeros de oficina, mas no de confesiones. El hombre sigue sin plantearle preguntas sobre su pasado, pero la manera de comportarse de Rokia habla por sí sola. A veces parece conocer Senegal muy bien; otras, expresa las mismas ideas de los que no conocen el África subsahariana y se conforman con observar las noticias o los documentales de los canales europeos. Con un filtro estilo National Geographic, ve al continente como una serie de fotografías de momentos fatales: el genocidio de Ruanda con sus incontables tutsis masacrados, las sequías y las hambrunas, gobiernos corruptos, la guerra civil de Casamance, pobreza, migración, millones de infectados de sida, analfabetismo, falta de higiene y hasta un álbum a color sobre los turistas que llegan a buscar cebras, leones, elefantes.
—Tienes una visión cercana, pero parcial. Eres una extranjera afropesimista ¿sabías? —le dice Khalolou. Es medio día y están compartiendo un plato de cordero asado y té de menta. Rokia se ha convertido en bebedora compulsiva de esa infusión.
—No soy extranjera. No quiero serlo —se queda callada unos instantes, mientras da un sorbo y mastica una hoja aromática—. Mi madre nació aquí.
—Nunca me lo habías comentado.
—Nunca me lo habías preguntado.
—Por temor a un “qué te importa”.
Rokia permanece callada observando la dibiterie, una especie de restaurante al que acudían los miembros de Tostan con frecuencia, por las generosas porciones a módico precio. Casi todos los comensales consumen sus alimentos en silencio, sin una gota de alcohol. ¡Igual que los bares de Valencia!, piensa la mujer, cediéndole paso a la ironía y recordando las borracheras de su padre.
—¿Qué escondes? —insiste Khalolou, con una mirada inquisidora.
—Quisiera arrancarme la mitad de mis genes. Adoraría hablar wolof sin acento, pasar desapercibida. ¿Sabes qué odio sobre todas las cosas?
—¿Qué?
—El color de mis ojos —confiesa, cubriéndolos con ambas manos.
—Eres europea, ¿cierto? Bueno —corrige inmediatamente para no hacerla enojar—, mitad europea, mitad toubabou.
—¿Se nota tanto?
—Tantísimo. Tu nombre es africano, tarareas las mismas melodías que mi abuela me cantaba en la infancia, conoces algunas de nuestras historias y los cuentos que pasan de generación en generación. Sabes el nombre de los platillos y evitas usar cubiertos cuando Molly o alguna de las otras extranjeras te los acercan, pero en el fondo te comportas como si vinieras a salvarnos. Te expresas como una mujer que pertenece al primer mundo y está dispuesta a dejar sus comodidades para ayudar a los pobres africanos, atrasados y muertos de hambre.
—Me estás agrediendo y no entiendo por qué. ¡Bayma!
—Te agredes tú al odiar esos ojos que tanto me gustan y la mitad de tu origen… ¿británico, italiano? Es difícil adivinar. Hablas todos los idiomas con acento.
—Español. Mi padre era español; un cabrón hecho y derecho.
—¿Entonces… tu apellido?
—El día que aterrizó mi avión en Dakar, decidí usar el apellido de mi madre. Me encanta: es tierno y musical. Digamos que representa mi pasado luminoso. Además, me cambié el nombre para no tener ningún rastro de España.
—Tú eres luminosa, tierna cuando te lo permites, y musical. Pero también tienes esos ojos… sería capaz de cualquier cosa por poseerlos.
—¿Te gustaría tener ojos verdes? ¡Estás loco! Te verías ridículo —dice, burlándose.
—No, Rokia, me gustaría poseer tus ojos y… todo lo demás, si se puede —afirma, acariciando los párpados, las pestañas y el contorno de los labios de su amiga.
—Dime Beatriz, es mi verdadero nombre. Be-a-triz —murmura, pronunciando lentamente para que los sonidos no le sean tan ajenos—. Quiero saber cómo se oye mi nombre con tu voz —agrega, conduciendo la mano grande de Khalolou hacia la mejilla y cerrando los ojos.
En ese instante, un corazón cree encontrar su meta o, al menos, un paradero momentáneo, un lugar de la geografía masculina que sabrá recibirla y hacerla suya. Pertenecer. Los días siguientes los dedican a inventar un lenguaje; fusión de dos o cien horizontes. Intercambian sudores y aromas. Tejen certidumbres y comprueban que, junto a la opacidad de una piel con herencia blanca, el negro es brillante y contagia fuerza. Casi lampiño pero cejudo, de cuello ancho, músculos marcados con falsa timidez, lo que más le sorprende a Bea de Khalolou es el color tan blanco de sus uñas y sus dientes. Lo que más disfruta es esa mezcla de ternura y violencia al hacer el amor. Sus labios, que la abarcan completa, ahogando los gritos de placer. Su forma de controlarse para permitir que ella disfrute primero. ¿Te gusta?, le pregunta constantemente. ¿Gustarme, nada más gustarme? La musicalidad nostálgica y sensual de sus movimientos la enloquece.
Khalolou y Senegal se transformaron en una unidad indisoluble e imprescindible: origen y destino.
Khalolou y Bea. El primer viaje que hicieron juntos fue a M’Bour, casi en el punto más occidental del continente, en cuanto se enteraron de que Khalolou y la mamá de Beatriz, Aimée, eran de esa ciudad costera. ¿Será cierto que todas las cosas pasan por algo? ¿Existen las casualidades? ¿Un mismo origen implica un mismo destino?
M’Bour los recibió como a un par de turistas más: Khalolou se había jurado no regresar nunca al hogar de sus padres, así que eligieron una pequeña casa de huéspedes en la ruta hacia Nianing. “Desayuno incluido”, avisa un letrero que da a la carretera. Sólo cinco habitaciones, muy limpias y con mosquitero, aunque sin ventilador. La dueña es una suiza regordeta y bastante simpática. Apenas llega a los cincuenta, pero el sol le ha dejado la piel tan poblada de arrugas que luce mucho mayor. Su cara parece haber sido invadida por pecas, manchas rojas y cafés. Ella sonríe sin que nada de su cuerpo le preocupe. Ya ha vivido lo suficiente para saber que el físico de una persona es fútil, casi prescindible.
Lo mejor del hotelito es la vista al mar. Un mar profundo se extiende ante sus ojos. Las olas quieren confesarles algo íntimo, pero la pareja ignora el lenguaje del océano. Bea y Khalolou corren hacia el agua, muy clara en la zona que se une con la arena, y se mojan las piernas hasta las rodillas pues ninguno de los dos sabe nadar.
—Lo que más me gusta del mar es que es eterno.
—Infinito.
—Eterno.
—Infinito.
—¿Qué más da? Se extiende para siempre y no deja de moverse nunca.
—Invita.
—Acaricia.
—Ahoga.
—No eches a perder la poesía de sus olas.
Bea cierra los ojos y Khalolou aprovecha su distracción para agacharse. Con las manos cerradas, comienza a aventarle agua salada, salpicada de espuma. Ella grita, lo persigue, corren, lo derrumba con facilidad sobre la arena caliente. La persecución los agota.
—Anda, te invito a comer algo. Tengo hambre ¿tú no?
Entonces, con los pies llenos de arena, entran a Le Barakuda a comer un buen yassa de pescado y unas cervezas Gazelle, con poco alcohol.
A Bea la consume la emoción de estar en la ciudad de sus antepasados. Quisiera buscar su apellido en el directorio telefónico para encontrar, probablemente, algunos tíos o primos. Desearía correr al barrio de su madre, buscar la casa en la que vivió, ver los paisajes que tantas veces escuchó en las narraciones nocturnas… pero Khalolou, que evita ese reencuentro con su pasado, la convence de pasar el resto del día como si fueran visitantes extranjeros.
Por la tarde recorren el mercado, a un paso del puerto. La alegría de Bea contrasta con el semblante de su pareja. Ella está feliz eligiendo una artesanía, hecha con caracoles, para llevársela a Molly de recuerdo. Palpa las telas, huele las especias, compra leche de coco y admira las mandíbulas de tiburón que uno de los niños intenta venderle. Por más que regatea, no consigue un precio convincente.
El ambiente del mercado es efervescente, lleno de vida, olores y sonidos: las personas salen de todos lados, compran, venden o sólo observan, y se dirigen a otros lugares sin orden aparente, como un gran hormiguero en constante movimiento. Las mujeres caminan con cubetas o cestas sobre la cabeza y sombrillas para protegerse del intenso sol. En el bullicio, Beatriz se siente ansiosa y feliz: quisiera platicar con todas, preguntarles si conocen a alguien apellidado Doiuf.
Khalolou, en cambio, tiene frío en el estómago, sobre todo cuando llegan a la zona en la que comercian con pescado fresco. Debe apagar su memoria y, sin embargo, no puede. El humo de la procesadora de pescado, el olor, pero también el sonido que producen los vendedores al raspar las escamas, lo llevan de inmediato a su infancia. Junto a los puestos, el piso de tierra roja está cubierto de laminillas brillantes que hacen ruido al pisarlas. También hay restos de vísceras y gotas de sangre compactando el polvo. De algún lado llega el ritmo del mbalax, probablemente un disco de Cheikh Lô que escuchan en un comercio cercano.
De pronto, Beatriz también comienza a sentir náuseas por el hedor. No puede dejar de ver que, sobre un plástico que colocaron en el piso de tierra, hay varias rayas grises y gelatinosas, manchadas de sangre, una cubeta con cangrejos enormes y una decena de besugos que todavía se mueve, abriendo la boca lentamente, en una ingenua súplica por un poco de oxígeno. Lo que más impresiona a Bea es la completa vacuidad de sus ojos abiertos.
Por una o por otra razón, la pareja camina muy aprisa, buscando alejarse del mercado. Sus pasos, impulsados por la huida, los llevan hacia el puerto, como si el destino les jugara una broma negra. Ahí, cerca de un viejo muelle de madera, sentado en un bote de pintura, está un chiquillo que llama la atención de la pareja. Ousmane canta sin distraerse ni un instante de su tarea. Tiene ojos enormes y tan negros que no se distinguen las pupilas, alma limpia, labios grandes, acolchonados, y el cráneo completamente rasurado. Pronto cumplirá once años. Vive y estudia en una escuela coránica. Por las tardes trabaja remendando las redes de los pescadores. Sus manos, pequeñas y muy hábiles, le permiten ganar unos cuantas monedas para pagar sus alimentos. Si bien en la escuela le dan alojamiento a cambio de que se aprenda el Corán, Ousmane es orgulloso y no está dispuesto, como sus compañeros talibés, a conseguir comida mendigando.
—Salamaleikoum —le dice Bea, poniéndose en cuclillas para quedar a su altura. Pero el niño no responde; ni siquiera se vuelve. Khalolou le hace una seña, tocándole suavemente el hombre derecho, y Bea se aleja. Entonces, Ousmane deja la red sobre el piso, se levanta y le susurra algo al hombre. Después, todavía sin mirar a Beatriz, regresa a su tambo de pintura y a las redes. Canta muy concentrado sin saber que, al día siguiente, los verá de nuevo.
Ousmane. Ousmane nació en M’Bour, igual que Khalolou y Aimée, la madre de Bea. A diferencia de ella, que se fue a España para siempre, él jamás ha salido de esa ciudad. Es huérfano. Su madre murió el día que lo trajo al mundo y a su padre, un militar de cierto prestigio en la zona, lo asesinaron en Casamance hace cuatro años. La guerra civil había terminado pero, al parecer, algún rebelde separatista recién salido de la cárcel cobró venganza. Otras versiones dicen que murió al pisar una mina. El pequeño se aferró a su hermano mayor e intentó que la vida continuara como si nada hubiera pasado. Y lo logró… hasta hace diez meses. Djeli lo dejó solo, prometiendo enviar por él en cuanto reuniera dinero suficiente. Partió a Europa; su destino final, le aseguraba, era Alemania. En algún lado había visto fotografías de ese país y se había fascinado con las montañas boscosas y la nieve. Djeli quería conocer la nieve.
Ousmane no ha recibido noticias de su hermano. Con la urgencia de aprender a leer, y sin un lugar para vivir, decidió meterse a la escuela coránica. Necesitaba leer muy pronto para buscar el nombre de su hermano en los periódicos y saber si aparecía en la lista de los inmigrantes que mueren ahogados o que son atrapados y deportados, de nueva cuenta, a sus países.
Además de descifrar letras, Ousmane adquirió otra obsesión: reparar la mayor cantidad posible de redes para ahorrar dinero. Le hace falta una fuerte suma con la única meta de migrar. Un pescador le ha dicho que ir en avión a Alemania es inaccesible para su bolsillo, pero que es posible conseguir espacio en un barco de esos que, en vez de mercancías, llevan seres humanos hacia las Islas Canarias. Una vez en territorio español, llegar a suelo germano resulta menos complicado. Ahí, con un poco de suerte y apoyado por sus compatriotas, podría encontrar a Djeli y comenzar una nueva vida. ¿Una vida mejor? Ni siquiera lo ha pensado: simplemente no quiere estar solo, sin su familia. No le interesan las promesas de un mundo más cómodo, de salarios justos y euros suficientes para comprar, por ejemplo, un automóvil de segunda mano. Busca el calor y las canciones de su hermano. Le gustaría verse en su rostro… y reconocerse.
En la madraza, su maestro espiritual, su guía en el sendero de las palabras, es un verdadero morabito con un carisma impresionante. El viejo trata de convencerlo, por quincuagésima vez, de que olvide sus planes de abandonar Senegal. Ve en Ousmane algo especial y desea que se quede en la escuela coránica. Es inteligente y obediente. ¡Tienes tanto futuro entre estas paredes! Hay mucho que aprender de las frases dictadas por Mahoma, nuestro último profeta. Todas las respuestas se encuentran en el libro sagrado del islamismo; no hace falta atravesar mares, océanos ni tierras desconocidas para encontrarlas. Tu búsqueda debe ser interior: si estudias el Corán y cumples las reglas, dentro de ti mismo encontrarás lo que hace falta.
Ousmane no lo escucha. Nunca lo ha escuchado pero hoy menos todavía: hace una hora recibió una oferta tentadora. Un compatriota y una extranjera de ojos verdes y dulces le propusieron un trabajo en la ciudad de Thiès con el que ganará el doble. Lo mejor: no tendrá que obedecer ningún precepto religioso.
Ousmane, Khalolou y Bea. Desde que se conocieron en el puerto de M’Bour, hace dos o tres meses, se han hecho inseparables. Ousmane trabaja ahora con Molly Melching, como mensajero para Tostan, y ya no es talibé. Puede hablar con las mujeres aunque no pertenezcan a su familia, y se ha dejado crecer el cabello. Odiaba su cráneo rasurado y un poco deforme; lo hacía sentir inferior a los demás niños de su edad.
Los miembros de la organización no gubernamental se han encariñado con el adolescente por su sonrisa pronta y porque ningún encargo le parece difícil. Si tiene que barrer la acera, toma la escoba con fuerza y, cantando, aleja el polvo y la basura. Cuando le piden que ayude a reparar el techo, trepa con agilidad la escalera y tararea, con clavos en la boca, mientras usa el martillo hábilmente. Aunque nunca había salido de M’Bour, encuentra cualquier dirección de la ciudad de Thiès con facilidad. La estudia en un mapa desgastado y, de un brinco, se sube a la bicicleta con la carta, los documentos o el paquete a entregar. Es entusiasta y sonríe, sobre todo los días de pago. Ahorra cada centavo y en las monedas ve reflejados los ojos de su hermano, muy negros, contrastando con la nieve alemana. Imagina el sabor de la nieve al chupar un hielo, trata de sentir la textura ligera. Se sueña explorando los bosques de coníferas, siguiendo las huellas de Djeli sobre el lodo. Escucha la voz de su hermano, en perfecto alemán, y trata de repetir sus palabras. Molly le obsequió un diccionario francés-alemán y estudia cinco palabras nuevas cada día, pero no hay nadie que le ayude a saber la forma correcta de pronunciarlas.
Khalolou y Bea intentan equilibrar los ideales de su pequeño amigo con razones de peso. Bea le cuenta la historia de su madre, lo terriblemente triste que es ser extranjero en un país tan distinto. Peor aún: la tragedia de tener la piel negra en un país de blancos blanquísimos. Ousmane imagina a los alemanes muy rubios y de ojos azules… y eso le produce una gran ternura, aunque no dice nada por temor a las críticas. En las noches, Bea recuerda a Aimée escondiendo sus costumbres, disimulando sus creencias, forzada a olvidar su idioma y la geografía del Senegal. Cuando el adolescente no los escucha, Khalolou le confiesa a su pareja un temor que, día con día, aumenta: seguramente Djeli ha muerto ahogado, deshidratado o de alguna enfermedad, pero ha muerto. Un año sin noticias es demasiado. Ni una llamada telefónica, ni una carta. ¿Y si estuviera detenido en una prisión de las Canarias, de la España continental o de Alemania? Ousmane llama por teléfono a la tienda de monsieur Traoré una vez al mes, en donde Djeli sabe que puede localizarlo o, al menos, dejarle un mensaje. Nada.
El adolescente sigue cantando mientras trabaja. Canta aún más fuerte cuando recibe su salario pero, una tarde cualquiera, decide dejar de hablar de Djeli y de Alemania para no angustiar a sus amigos, que se preocupan por todo. Su hermano está vivo y pronto estarán juntos en algún pueblito de nombre impronunciable.
La huída. Ayer, Ousmane cumplió trece años. Hoy guarda sus posesiones en un saco de lona, color militar, que le regaló Molly. Algo de ropa, su diccionario francés-alemán, un ejemplar del Corán, el caparazón de una tortuga que encontró en el mercado de M’Bour y un peine de plástico con gruesos dientes azules. La única fotografía que conserva es de su mamá, su padre y Djeli cuando tenía dos años. En blanco y negro, los tres sonríen pero no miran directamente a la cámara sino algo o a alguien ubicado detrás del fotógrafo, en un punto lejano. Ousmane todavía no había nacido y ni siquiera se distingue protuberancia en el vientre de su madre. Esa foto es su tesoro, además de los billetes que ha ahorrado.
Como regalo de cumpleaños, Bea y Khalolou prometieron llevarlo a pasar el fin de semana a Saint Louis. Khalolou consiguió un coche prestado para no tener que tomar el autobús que se detiene cada rato. Además, la ilusión de Ousmane es visitar, sin prisas, la Mezquita de Tivaouane, en la carretera. El año pasado estuvieron ahí en el Maouloud, la celebración del nacimiento del profeta Mahoma, pero ese día había tanta gente que no pudo disfrutar la amplitud del templo, ni su magia. Tampoco logró leer los versículos del Corán labrados en las paredes de la mezquita con una caligrafía perfecta: Creo en Alá, sus Ángeles, sus Libros, sus Mensajeros, el Último Día. Creo que todo lo bueno o lo malo lo decide Alá y creo en la vida después de la muerte.
Aunque Ousmane no es particularmente religioso, las palabras que le enseñó su morabito le han ayudado a no perder la esperanza. Sobre todo, se le quedó grabada la historia de la huida de Mahoma en el año 622: perseguidos por los líderes políticos de la época, que temían la creciente popularidad del profeta nacido en La Meca, Mahoma y sus seguidores lograron huir gracias a la ayuda de Alá. Ousmane está seguro de que en su pequeña hégira, Alá suavizará los obstáculos y lo ayudará a llegar sano y salvo a Europa porque Él todo lo controla.
Ousmane se mantiene en silencio durante el recorrido por la carretera; observa el paisaje y lamenta no haberse despedido correctamente de Molly. ¡Hasta el lunes!, le dijo su jefa, deseándole un fin de semana divertido. Al adolescente le hubiera gustado abrazarla, agradecerle lo mucho que ha hecho por él, explicar el por qué de su partida definitiva, pero no quiso despertar sospechas. Sabe que nadie aprobaría sus planes.
Al llegar a Saint Louis, Ousmane luce francamente nervioso. Parecen no impresionarle la riqueza de la ciudad ni los paisajes tan verdes gracias a su ubicación: en la región del río Senegal, muy cerca del mar. Es un lugar estratégico para la migración: las aguas dulces de esa zona no tienen corrientes peligrosas. Por lo tanto, las barcas pueden cargar tranquilamente a los pasajeros y, una vez en el río, enfilarse rumbo al mar.
Los tres amigos se alojan en un albergue cercano al puente Faidherbe. Consultan un mapa y leen las fotocopias de una guía turística. Deciden pasear por la ciudad, sin itinerario ni prisas, como si fueran una familia: padre, madre e hijo. Para mañana dejarán la visita a la catedral, al centro cultural y al mercado N’Dar Tout.
Pero al día siguiente, al atardecer, es la cita en el barrio de los pescadores y Ousmane planeó todo, excepto cómo escaparse en el momento necesario. Decide que lo mejor es irse hoy por la noche, en el instante en que Khalolou se quede profundamente dormido. Cuando duerme, no hay fuerza que lo despierte. El adolescente ya encontrará un lugar dónde esconderse mientras llega la hora del encuentro.
Bea se despide de Ousmane con un beso en la frente y después se dirige a su habitación. Khalolou y Ousmane inspeccionan la suya: el color de las paredes, verde encendido, luce deslavado en algunas zonas. El foco del techo está fundido pero la luz de la lámpara de mesa es suficiente. Mientras Khalolou se lava los dientes, platica. Tiene esa mala costumbre.
—¿Shsras entooo?
—No entiendo nada —dice el adolescente.
—¿Estás contento? ¿Te gusta Saint Louis? —vuelve a preguntar, ya sin el cepillo dentro de la boca.
—Sí, mucho —responde inseguro.
—Pues no parece.
—Tengo dolor de estómago. Tal vez algo que comí me cayó mal.
—Duérmete y no pienses en tu dolor. Es la mejor solución —concluye, apagando la luz. Desde el exterior les llega el canto del almuecín llamando al último rezo del día.
A la mañana siguiente, los gritos de Khalolou y sus golpes sobre la puerta despiertan a Bea.
—No está, se ha ido. Merde!
—¿Qué pasa? ¿De qué hablas? —contesta la mujer, abriendo la puerta.
—Ousmane se fue.
—¿A dónde?
—A Europa.
—No es momento para bromas.
—No estoy bromeando. Nos engañó: nos trajo aquí para embarcarse rumbo a… ¿Cómo pude ser tan estúpido?
Bea lo abraza por la cintura, tratando de calmarlo. Está amaneciendo y, otra vez, se escucha el llamado al rezo. Khalolou alza las manos hasta los hombros, con los dedos separados. Después las coloca sobre las rodillas e inclina la cabeza. Ante la mirada sorprendida de Beatriz, se arrodilla y toca el suelo con las palmas de las manos, la nariz y la frente.
—¿Qué haces?
—Rezo.
—Eso es obvio —dice Bea molesta—, pero ¿por qué precisamente ahora te da por volverte religioso?
—Si Alá no lo ayuda, se va a ahogar.
—Se ahogará si nosotros no nos vestimos rápidamente. ¡Anda, ponte algo, trae las llaves del automóvil y vamos tras él!
—¿A dónde?
—Decidimos en el camino. ¿Vale?
—Por lo pronto, supongo que debemos recorrer las márgenes del río.
—O buscar a alguien que se dedique a transportar migrantes y nos dé información. Barcos negreros o como se llamen.
—Eso nos llevaría horas. No creas que hay letreros por dondequiera. Es una actividad ilegal, ¿recuerdas?
—Deja tu humor para después y abre la puerta del maldito coche —dice Bea, consternada. Ousmane se ha convertido en una especie de hermano menor. Se sentía bien protegiéndolo, y ahora se cree culpable—. Deberíamos habernos dado cuenta. ¡Qué casualidad que repentinamente, de un día al otro, no habló más de Alemania!
—Es más listo que tú y yo juntos.
—Sin duda.
Está cayendo la tarde. Bea y Khalolou siguen dando vueltas por las calles de la ciudad en el automóvil prestado. Comienzan a desesperarse y, al mismo tiempo, a perder la fuerza. No han probado alimento y no saben a quién dirigirse. Han ido a todas las oficinas de información, han cuestionado a la gente de la calle, a los vendedores en los mercados, hasta a los policías. Nadie habla; nadie quiere hablar. La migración ilegal no existe. Es imposible llegar de Senegal a Europa. ¿Acaso no han visto un mapa? ¿Las Islas Canarias? ¿Son reporteros? ¿Embarcaciones con africanos sin papeles? Aquí no hay de eso…
Al anochecer, entran a un pequeño comercio para comprar algo de comer. Deciden preguntar una vez más.
—Salamaleikum —saludan.
—Aleikum Salam —responde, con una sonrisa, la mujer que los atiende. Es bastante gorda y carece de dientes incisivos. Sin embargo, su sonrisa es reconfortante. Al escuchar lo que necesitan, muy amable, les indica que pasen a la trastienda: Kay fii. Enseguida, mira hacia la puerta para comprobar que ningún otro cliente haya entrado. Protegidos por unas cortinas, la enorme mujer se acerca y les susurra, muy quedo:
—Las lanchas salen en las noches sin luna, en las afueras de la ciudad, de los plantíos de caña de azúcar para poder esconderse. Tomen el camino hacia el sur, el que los lleva al final de la Langue de Barbarie. A unos veinte kilómetros, busquen un sendero hacia el río. Pregunten a la gente del lugar. Esos perros siempre cambian de posición para burlar la vigilancia. Si necesitan ayuda, digan que los manda Birago, es el nombre de mi hermano —Khalolou trata de interrumpirla pero la mujer lo calla y continúa—. Es policía y ayuda a los traficantes. Yo me mato en esta tienda y él gana mucho más solamente por hacerse el ciego. En fin… Por favor no mencionen mi nombre ni que fui yo quien los guió hasta allá.
—Madame —dice Bea— ni siquiera sabemos cómo se llama.
—Y jamás la hemos visto —agrega Khalolou —, pero rezaremos por usted y le estaremos agradecidos siempre. Dieureudieuf!
Nadie sabe con qué argumentos toma decisiones el destino. ¿Quería, acaso, que Bea regresara a su país de origen? ¿Deseaba alejarla de Senegal? Las casualidades y causalidades se unen para mover los hilos de la obra con una lógica que a los seres humanos nos cuesta trabajo entender. Por eso existen las religiones: nos invitan a aceptar lo inevitable apoyados en un inocente conformismo.
Como si lo hubiera dispuesto una fuerza superior, igual que si Mahoma se divirtiera moviendo las fichas, Bea y Khalolou llegaron a un camino sin salida, a la mitad de un sembradío de caña. Las varas verdes, delgadas y bastante largas, se movían con el viento, haciendo un ruido peculiar. ¿Otros sonidos? Probablemente alguno inaudible, como el que produce la esencia de las estrellas al chocar con la tierra africana. De pronto, la quietud fue quebrada por el brillo de una linterna y los gritos de un policía.
—¿Birago? —preguntó Khalolou, cauteloso.
—¿Quién le dijo mi nombre? —gritó molesto.
Bea se acercó al uniformado, con las manos en postura de rezo, inclinando la cabeza.
—Por favor, necesitamos su ayuda. ¿De dónde salen las barcas de los sin papeles?
—De ningún lado. Aquí sólo hay terrenos para la agricultura…
—Un terreno cerca del río —intervino Khalolou—. Además, a estas horas y en este lugar no creo que usted ande atrapando ladrones. Por favor ayúdenos, buscamos a un pequeño que quiere ir a Europa tras su hermano. Apenas tiene trece años. Es un viaje muy peligroso para él.
—¡Si supiera! —dice con una carcajada al darse cuenta que esos dos no representan un riesgo. Sus risas se asemejan a los gruñidos de un marrano—. Se embarcan hasta con niños de teta. Apenas la semana pasada un viejo quería subir una vaca. No estaba dispuesto a irse sin su animal… ¡el muy mierda! —agrega, escupiendo saliva pastosa.
—Entonces, ¿nos ayuda? —pregunta Bea, juntando nuevamente las palmas de las manos y cerrando los ojos para no ver el escupitajo que ha caído cerca de su zapato.
—Du fric para soltar boca. Pero rápido porque vamos tarde… —dice, canturreando.
—¿Perdón?
—Quiere dinero. Dame lo que traigas.
—¿Y para la gasolina?
—Ya nos arreglaremos. Am —le dice al policía, dándole los billetes arrugados.
La pareja sigue a Birago, que se desplaza hábilmente entre las cañas. La linterna ilumina el camino del gendarme, pero Bea y Khalolou no pueden ver bien lo que pisan. Tropiezan varias veces y se atrasan otras tantas. El policía les hace señas, escupe y murmura groserías sin dejar de avanzar.
Al llegar a un pequeño claro, se detiene y apunta hacia una hilera de árboles que marca las márgenes de ese río anchísimo y tranquilo. No se ve nada, no se escucha nada.
—Caminen en el sentido de la corriente, hacia allá. Si llegan al mar, ya la jodieron. Maa ngi dem —vuelve a reír y su nariz se transforma en la trompa de un cochino. Da media vuelta y cuando está detrás de las cañas, completamente cubierto, se escucha un “gracias por el regalo”, que provoca en Bea unas terribles ganas de golpearlo.
—Ni siquiera nos dejó la linterna —se queja. Mientras, Khalolou trata de esconder su temor de que el policía los haya engañado: no hay señal de barca alguna, ni una pisada sobre el lodo. ¡Y encima, le dieron todo el dinero que traían! Comienza a avanzar, sorteando piedras y brincando las enormes raíces de las ceibas. Bea lo imita.
De vez en cuando, un ruido en la maleza los obliga a detenerse. Serpientes o pequeños mamíferos, incluido un tímido chacal, son los culpables, pero se esconden rápidamente entre los juncos. Después de caminar durante casi una hora, siguiendo el cauce del río Senegal, Beatriz se detiene. Se sienta, agotada, sobre una roca y deja escurrir varias lágrimas. Khalolou se paraliza: nunca la había visto llorar.
—Dime que lo vamos a encontrar, por favor dímelo —solloza.
—Lo vamos a encontrar, Incha Allah.
—¡Y aunque Alá no quiera! —se revela Bea—. No podemos dejar todo en manos de Dios.
En ese momento, como salida de la nada, una patera pasa frente a ellos, sin hacer ruido. Apenas se escucha el agua al chocar contra la embarcación. Khalolou sigue paralizado, sin embargo, Beatriz reacciona como, tal vez, no debería haberlo hecho: poniéndose a gritar el nombre de Ousmane a todo volumen. Grita cada vez más fuerte, siguiendo al bote. Pronto, el agua le llega a las rodillas. Ella no lo nota; parece haber olvidado que no sabe nadar. Khalolou trata de detenerla.
—¡No hagas tonterías! Regresa —pero la mujer lo ignora. Más aún cuando se oye la voz tímida y aguda de Ousmane, desde la barca, que la llama. No alcanzan a verlo, pues los traficantes mantienen su cargamento lo más escondido posible, obligándolos a apretarse y agacharse para que sus cabezas no sobresalgan de la borda.
—¡Be-á, Be-á! —grita el adolescente, partiendo las sílabas del nombre de su amiga, como lo hace siempre, con su acento particular.
Beatriz siente el lodoso fondo del río, podría resbalar… afortunadamente las piedras la sostienen. Sigue adelante, usando sus brazos como remos. Ha perdido la noción del tiempo. Seguramente no sabe ni en qué país está. Sólo piensa en abrazar a Ousmane y bajarlo de esa lancha demasiado estrecha y frágil. El agua, tranquila, le ayuda en su misión.
De pronto, un martín pescador blanco pasa volando muy cerca de Bea. El ruido de las alas y su repentina aparición, a media noche, la distraen. Pierde el paso o llega a una zona más profunda o se tropieza con alguna rama, el hecho es que el agua le cubre la boca y comienza a chapotear, agitando los brazos, desesperada. Khalolou grita con todas sus fuerzas. A su vez, Ousmane se incorpora y trata de llegar al lanchero, provocando que la barca pierda su precaria estabilidad y comience a balancearse peligrosamente.
Entonces, el patrón de la patera decide retroceder para rescatar a la mujer, no por su calidad humana, sino para evitar una volcadura y, al mismo tiempo, detener los gritos enloquecidos del hombre que, desde la orilla, contempla la escena sin atreverse a hacer nada. El traficante no puede arriesgarse a que alerten a la policía o que los gritos llamen la atención de los campesinos cercanos. Lo más rápido posible, enfila la embarcación hacia Bea y le tiende esa especie de remo con el que dirige hábilmente su patera. Ella apenas puede aferrarse, pero el hombre la jala con fuerza y la ayuda a subir, de un solo movimiento. Es obvio que tiene experiencia y evidente que está furioso. Sin levantar la voz, comienza a insultarla y a quejarse en un dialecto que ella no entiende. Está agotada, empapada. Siente pánico aunque se calma cuando ve el rostro de Ousmane, sus ojos arrepentidos que se asoman detrás de un costal. Con el pie sobre la espalda de Bea, el mafioso la obliga a mantenerse escondida y quieta. La mujer siente un dolor agudo en su columna, pero se queda callada. Ningún otro pasajero se mueve; el terror los ha paralizado. El patrón continúa avanzando hacia el mar: afortunadamente ya está muy cerca. La presencia de un gran número de palmeras y el fuerte olor a sal, lo anuncian.
Khalolou queda atrás, rezagado. Trata de seguir la lancha; se detiene: no encuentra un lugar seguro donde pisar. La zona en la que se unen las aguas, dulce y salada, es demasiado peligrosa por las corrientes. Siente miedo y odia reconocerse frágil. Soy un cobarde, piensa. No pude proteger a Duma, no pude salvar a Bea ni a Ousmane: no sé proteger a los míos. Una cascada de hubieras comienza a atacarlo: hubiera ido tras ella. No hubiéramos venido a Saint Louis. Si hubiera sospechado o sabido…
Su respiración se agita. Ve el cielo y sus pies y otra vez el cielo y sus pies y la cabeza le pesa demasiado como si fuera enorme y comienza a escuchar un zumbido en los oídos y cree perder la razón y lo que pierde es la fuerza de sus piernas y cae mareado agotado rendido inútil culpable timorato avergonzado pusilánime arrepentido menguado apocado medroso.
Con la mirada busca una piedra filosa para hacerse daño. ¿Mi sangre podrá lavar este pecado? Pero se encuentra en medio de un barrizal. Utilizando sus uñas, demasiado cortas, trata de herirse: apenas deja unas pequeñas marcas sobre la piel del rostro, tan negra, tan gruesa. Avienta sus anteojos con fuerza. Llora.
El sonido de un animal nocturno rompe la escena. Khalolou se arranca la túnica y comienza a untarse fango: sobre su cara, brazos, pecho, su cuello ancho con venas que saltan, piernas, vientre, en su sexo encogido. Se llena de lodo y grita —aullidos preñados de dolor— pidiéndole a Alá, en todos los tonos, que salve a Bea, que le permita el milagro del reencuentro, a pesar de que no se lo merece pues se ha convertido en un hombre miserable, cobarde.
Incha Allah, Incha Allah, Incha Allah repite, hasta el amanecer. Aunque es probable que el amanecer nunca llegue.