Beatriz Uno

Beatriz divide su tiempo entre su hija, que ya entró a primaria, sus talleres literarios y la escritura de la novela sobre las Beatrices, que ahora la mantiene ocupada. Aún así, no ha logrado separarse de esa historia que llegó en un sobre con su nombre escrito en una letra bastante clara. Sigue pensando que ella no es la verdadera destinataria, que habiendo tantas Beatrices en el mundo, fue una casualidad que llegara a sus manos. ¿Si mi nombre no fuera Beatriz, me hubiera escrito de igual manera?

A pesar de que guardó la carta de William Coday en el fólder de “Historias para olvidar”, no deja de pensar en él. Cuando abre la puerta de su estudio, avienta las llaves y la bolsa, se descalza y después revisa la correspondencia para saber si ha llegado alguna otra carta con los timbres de la bandera norteamericana. Hace dos meses le respondió y constantemente se pregunta si el asesino habrá recibido sus palabras.

Enciende la computadora y, después de revisar sus correos, en contra de esa voz que le dice “no lo hagas”, busca el nombre de la persona que se está convirtiendo en una obsesión. La misma voz le sugiere que vuelva a su labor, que siga investigando sobre la Beatriz senegalesa mientras escucha un CD de Youssou N’Dour, por ejemplo, pero la escritora ignora el llamado. Aprieta las teclas y se despliegan varias páginas. Decide abrir la de la cárcel que habita. La lista de los presos es larga, pero más larga aún la de las reglas, normas y restricciones para ponerse en contacto con ellos. La idea le viene de la nada: debo visitarlo, hablar con él, conocerlo.

DC Number: L41976

Name: Coday, William

Race: White

Sex: Male

Hair color: Brown

Eye color: Hazel

Heigh: 6’02”

Weight: 210 lbs.

Birth date: 01/25/1957

Release date: DEATH SENTENCE

Revisa las fotografías de las celdas, un mapa para llegar a la prisión de Raiford, la transcripción del juicio, varias fotos de Coday con la novia a la que mató y sólo una de la cárcel, con su traje anaranjado y unos lentes que lo hacen lucir como lo que es: un ratón de biblioteca, un hombre al que clasifican de brillante, que habla cinco idiomas y posee amplios conocimientos. Se entera que tiene contacto con muy pocas personas, lo dejan ducharse tres veces a la semana y no puede abandonar su celda, siempre esposado, más que por razones médicas, para su media hora de ejercicio o alguna visita de tipo legal. Todos los domingos ve la misa a través del circuito cerrado de televisión. Se arrodilla y reza. Our Father, who art in heaven…

Beatriz lee su confesión: I broke into a rage, a demoniac rage. Cuando confesó, lo hizo por escrito, a mano. ¿Habrá trazado la misma letra, tan cuidada, tan estudiada, de la carta que le mandó?

Después consulta algunos sitios más, toma apuntes de diversas notas del Miami Herald y otros periódicos. Poco a poco reconstruye su pasado: aparentemente una infancia de rechazos y temores. Resalta esa escena claustrofóbica de sus seis años en la que tres muchachas adolescentes lo torturaron, encerrándolo en un refrigerador, y se burlaron de él cuando gritaba pidiendo ayuda. Risas. Más risas. Desde entonces tiene alucinaciones paranoicas y, cada vez que en su vida adulta se ha sentido aterrorizado, sigue escuchando las burlas.

La escritora piensa en su propio pasado: todo era color de rosa. Un mundo mágico con unos padres amorosos y presentes. Buena posición económica. Amigos, viajes, cariño, educación, seguridad, protección, armonía. El pasado le pesa, pesa mucho. Sin ninguna mancha ni trauma, ¿qué excusa puede encontrar para el fracaso? Y, además, ¿qué mérito puede tener una persona a la que no le ha costado trabajo nada? ¡Se siente tan culpable! Recuerda a aquel escritor del Berlín Oriental al que conoció unos meses después de la caída del Muro. Conversaron en su departamento en una zona de la ciudad que todavía era gris, como si la historia la hubiera abandonado. Un retrato de Marx, en blanco y negro, era lo único que colgaba de una pared tapizada con tonos amarillos deslavados.

—Pensaba que cuando cayera el muro sería feliz, que todo sería más fácil para mí.

—¿Y no ha sido así? —pregunto.

Nein! Todo lo contrario —confiesa el alemán, dando un sorbo al café—. Todo se ha complicado. Antes teníamos una excusa para nuestras frustraciones, nuestras amarguras: el muro. ¿Nadie quería publicarme? Era culpa del muro, en Berlín Occidental seguramente sí hubieran admirado mi obra. ¿Mi esposa me abandonó? Claro, porque un muro me limita y me ha amargado. Ahora, sin muro, ¿qué excusa tengo para que continúen sin valorar mis novelas? Mi mujer no ha regresado y ya no tengo a quién responsabilizar.

Un pasado perfecto no admite errores y, al mismo tiempo, convierte a su dueña en un monumento a la intolerancia. En eso, Beatriz se parece a Coday, a quien ya llama cariñosamente, “su” asesino. Él fue incapaz de tolerar el abandono de sus novias. Gloria lo había sacado de su vida, compartía techo con otro hombre, estaba enamorada nuevamente y Coday la atrajo con una mentira: le dijo que padecía un cáncer muy avanzado y quería verla por última vez. Ese día la mató. ¿Cómo alegar que no fue un asesinato premeditado? Beatriz no se cree capaz de quitarle la vida a nadie pero, a veces, las decisiones poco dependen de la razón. Obedecemos a nuestro nombre, a nuestro destino.

Regresa a sus planes: visitar al preso en la cárcel de Florida. Llevarle algunos libros para suavizar la espera. Lo que más se le antoja es ver su mirada de cerca y plantearle varias dudas. ¡Tiene tantas preguntas!

Beatriz sabe que Coday es un hombre intelectualmente inquieto y un amante apasionado de la literatura, sobre todo de la poesía de Keats. Su primera esposa lo describe como un buen marido, a pesar de que en sus seis años de matrimonio sólo tuvieron una relación sexual. Según su segunda esposa, Tooska Amir, es cariñoso y delicado. Aun después de sus divorcios, las procuraba y ayudaba cada vez que tenían un problema. “Hasta este momento —declaró con lágrimas en los ojos—, nadie ha tenido tanto impacto en mi vida. Él me abrió las más hermosas puertas hacia la literatura y el arte”.

También en eso se parecen la escritora y su sujeto: ninguno de los dos puede vivir sin libros. Beatriz siempre carga uno: lee en el coche, mientras espera la luz verde; en el consultorio médico, rogando porque el doctor se tarde en recibirla; durante la clase de ballet de su hija. Coday leía hasta cuando caminaba hacia el trabajo. Jamás se tropezó, parecía que conocía cada escalón, cada grieta del pavimento. Ahora, en la cárcel, no tiene acceso a una biblioteca. Ambos escriben. Coday, después de asesinar a Gloria Gómez, huyó y desapareció casi durante un año. Algunos diarios dicen que atravesó la frontera hacia México y se refugió en la casa de un viejo compañero, en Ciudad Juárez. ¡Qué ironía! Ciudad Juárez: el infierno mundialmente conocido por sus muertas… En ese tiempo se dedicó a redactar una novela de doscientas páginas titulada: Crepúsculo: A Journey into Obsession. Dudo mucho que logre publicarla, si eso buscara, pues en ella narra los detalles de su relación compulsiva con la colombiana y el camino que lo llevó a quitarle la vida. Un asesinato que planeó durante un mes.