Beatriz Siete:
De Carlos Ruiz Zafón
Son las cualidades, no los defectos, las que arrastran al hombre a la tragedia.
HARUKI MURAKAMI
¿Alguien sabe qué ha sido de Beatriz Aguilar, hermana de Tomás Aguilar y esposa de Daniel Sempere, el personaje principal de la novela La sombra del viento? Porque en caso de que nadie lo sepa, de que ninguna de las Beatrices pueda explicarlo, tendré que inventármelo. Es la penúltima oportunidad, ya no preguntaré más… Si no encuentro pronto noticias de su paradero, no seré responsable de su destino ficticio.
Última oportunidad. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero…
Después de cuatrocientas sesenta y dos páginas, Bea y Daniel se casaron en 1956, en la iglesia de Santa Anna, en Barcelona… Interrumpo la narración, pues creo necesario explicar el tema del libro para que quienes no lo hayan leído puedan comprender la historia. No se preocupen, no voy a contar el final ni detalle alguno que eche a perder su interés en La sombra del viento. Todo lo contrario.
La historia comienza en 1945 cuando un adolescente, Daniel Sempere, es llevado por su padre, dueño de una librería, a un lugar misterioso y oculto en las calles de Barcelona: el Cementerio de los Libros Olvidados. En una especie de rito de iniciación, Daniel debe elegir un libro entre todos los que están en los estantes para adoptarlo, es decir, para hacerse responsable de su supervivencia. Escoge La sombra del viento, de un desconocido autor catalán llamado Julián Carax. A partir de ese momento se desatan extraños acontecimientos y una fina red se teje entre Daniel y Julián. Las vidas de los dos personajes se unen sutilmente a lo largo y ancho del texto.
Ahora sí: después de cuatrocientas sesenta y dos páginas, Bea y Daniel se casaron en 1956 en la iglesia de Santa Anna, en la Barcelona que vio nacer al escritor Carlos Ruiz Zafón. Daniel apenas estaba repuesto del balazo que casi acaba con su vida, del balazo que se disfrazó de muerte durante unos instantes eternos (sesenta y cuatro segundos para ser exactos), del disparo que atravesó las costillas y rozó el corazón.
Bea se casó preñada, notablemente pálida pues todavía le preocupaba la salud del novio, ahora marido. Su mirada iba del rostro de Daniel, muy demacrado, al rostro del sacerdote, el único párroco que se había atrevido a presidir la ceremonia matrimonial de una pareja que, a todas luces, ya había pecado. Era imposible no observar el vientre de la novia y la moqueta roja del pasillo de la iglesia, manchada, sucia. Por lo visto, desde hace años nadie se había tomado la molestia de pasarle una aspiradora.
Al nacer, Julián Sempere Aguilar tenía marcado su destino. Bea, su madre, se lo había escrito, cuidadosamente, durante las treinta y nueve semanas que duró la espera: sabía que más pronto que nunca, tendría que irse lejos. Para ello, tomó uno de los cuadernos de hojas blancas que vendían en la librería de su suegro. Eligió uno de piel café, tapa dura y con candado. Sobre la cubierta mandó grabar, con letras doradas, el nombre de su hijo cuando ni siquiera sabía su sexo. Es un hombrecito, aseguraba con tranquilidad, será un chico muy majo y se llamará Julián. Las mamás lo sabemos todo; los papás, casi todo, aunque normalmente pasan por alto lo más importante.
Daniel contemplaba a Bea escribiendo durante horas. Cuando no estaba diseñando el destino de Julián, atendía el mostrador de la librería, conversaba con un cliente habitual, tomaba un pedido o respondía una llamada telefónica. De preparar la comida, ¡ni hablar! Enrique, el padre de Daniel, que ya no podía leer el lomo de los libros sin sus bifocales, se encargaba de cocinar. Siempre había sido un sibarita. Desde temprana hora se dirigía al mercado de la Boquería a comprar productos frescos. Planeaba el menú sobre la marcha, según el antojo y los productos del día: espárragos, solomillo, merluza, rape, espardeñas, un buen plato de judías o gallinejas con patatas. A veces, Fermín y la Bernarda pasaban por casa con alguno de sus críos y Fito, un caniche demasiado viejo para ladrar. Llegaban sin avisar, precisamente a la hora de los alimentos: siempre había lugar para ellos y una botella de tinto para chocar los vasos sin decir nada, aunque era común que prefirieran tomarse una caña.
La última noticia que tuvieron de su amigo Julián Carax, en cuyo honor bautizaron a su hijo, fue el libro que les envió de París con la siguiente dedicatoria: Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma. Y para Beatriz, que nos devolvió la vida a ambos.
Daniel, aunque se creyera parte de la isla que Bea había inaugurado al dar a luz un 3 de septiembre, se encontraba muy lejos: tierra adentro, a leguas de cualquier sospecha. Podría haberse preguntado qué significaba aquello de “nos devolvió la vida a ambos”, pero estaba demasiado ocupado con la administración de la librería, ganando el sustento para satisfacer las necesidades de su familia.
Año tras año, día tras día, hora tras hora, Bea observaba a Julián como si nunca hubiera existido un crío tan magnífico. Daniel los miraba a los dos, consciente de que “los unía un lazo invisible que apenas empezaba a comprender. Le bastaba sentirse parte de su isla y saberse afortunado”.
Los domingos, como muchas familias, caminaban hacia la plaza Colón para contemplar el mar. Después comían en alguna fonda de la Barceloneta. Julián devoraba la leche frita y, con la boca llena de azúcar, besaba el cuello de su madre para rogarle que lo dejara jugar en la calle. Ante tal empalago amoroso, Bea aceptaba, no sin antes pedirle una dosis más generosa de besos. Los mimos de un hijo son la entrada al paraíso, pensaba Beatriz, observando a Julián corriendo hacia la puerta, con sus piernas demasiado flacas y las calcetas que le escurrían hasta rodear sus tobillos. Daniel y el abuelo Enrique sonreían mientras apuraban el último trago del tintorro o compartían un puro.
Los años pasaron, como siempre pasan. Transcurren hasta para los muertos, aunque los vivos los recordemos con los mismos rostros que dejaron plasmados en las fotos, la misma edad, idéntica sonrisa. En 1966 Julián cumplió diez años. Soñaba con ser marinero y, si bien sus padres conservaban la librería y se había criado entre papel, tinta, letras y polvo, no sentía ningún afecto por los tomos que se amontonaban en los estantes de madera. No había aprendido a encontrarle placer a la lectura ni podía creer lo que su abuelo le repetía: que los libros hacen vivir más intensamente.
Por las mañanas era estudiante del Instituto Goumier. Al finalizar las clases, a las cinco, corría por las Ramblas hacia el mar, aprovechando la pendiente. El océano acostumbraba llamarlo para contarle historias, historias mucho más entretenidas que las que sus padres le leían, más interesantes que aquellas que su maestro, el profesor Iván Cruz de Echeverría, le dictaba en el salón de clases. El maestro, a pesar de su edad, conservaba una inevitable fama de Don Juan que lo convertía, a ojos de Daniel, en merecedor de respeto y envidia.
El primer cuento que el océano le narró a Julián tenía su origen siglos atrás. Lo que no había aprendido en sus lecciones de historia griega, lo escuchó directamente del mar una tarde en que decidió irse en tren a la playa de Sitges.
La voz le llegó, tal vez, desde alguno de los brazos más importantes y vivos del Mediterráneo, los mares Egeo y Jónico que bañan, sin mayores pretensiones, la Grecia peninsular. Era una voz firme y constante, una voz de olas rompiendo en la arena, una tras otra. Hipnótica.
Me llamo Océano. Soy uno de los titanes, hijo de Urano y Gea. Junto a los poderes de mi mujer, Tetis, domino las aguas. De nuestra afortunada unión han nacido las oceánidas, ninfas de mar, quienes serán tus compañeras permanentes si así lo deseas. Los dioses de los ríos son mis hijos y no siempre me obedecen. Eso lo sabrá tu padre mejor que tú. Soy Océano y respeto a los que me respetan, llamo a los que me admiran. Soy Océano y te reconozco.
Julián manifestaba una atracción especial por el mar, un amor parecido al que se siente cuando se adora a un dios. Navegando sobre sus olas, quería conocer el mundo entero. Deseaba descubrir lugares inhóspitos, aunque no supiera el significado de esa palabra que sonaba a aventura. Su habitación estaba decorada con fotos del mar, pinchadas en la pared con chinchetas.
A los quince años era un experto. Conocía los movimientos y profundidades del Mediterráneo. Adivinaba su color y temperamento. Recitaba el ir y venir de sus corrientes, el nombre de sus habitantes, el comportamiento de su flora y fauna. Sabía que había naufragios: que una mar furiosa se tragaba barcos enteros. Podía predecir el humor del viento, la fuerza de las tempestades.
Su mejor amigo era un pescador de casi cincuenta años cuyo padre, un marinero inglés, había muerto devorado por las olas. Su madre, española, falleció de tristeza, negándose a ver el mar, siempre volviéndose hacia la tierra firme y segura. La mujer sobrevivió un año a la muerte de su marido: doce meses en que vistió de negro. Trescientos sesenta y cinco días en que caminaba en reversa o de lado, con tal de no mirar el océano. No puedo ver la cara del asesino de mi Billy, decía. No puedo verle el rostro.
Rafael Sprowls se llamaba su amigo y, con la silenciosa aprobación de Bea y los temores escondidos de Daniel, en cuanto llegaban las vacaciones invitaba a Julián a unos días de pesca. Eran momentos de arduo trabajo, de manos agrietadas por la sal, de un sol implacable durante el día y un frío húmedo y penetrante por la noche.
El joven no podía decidir si prefería el mar agitado o el del amanecer, que acostumbra disfrazarse de laguna, tranquilo y parsimonioso, pero le quedaba claro que su destino estaba en esas aguas inquietas. El océano es lúdico, lúcido y poderoso. Contiene al mundo, lo llena y lo abarca. Le da su color característico: el planeta azul.
Pensaba que si existía el Dios de los católicos, el Dios al que Bea le rezaba, seguramente habitaba en el mar, en su interior, decidiéndolo todo. Las iglesias tendrían que construirse a sus orillas. Las ciudades deberían estar continuamente bañadas por sus olas. No se explicaba que Madrid no tuviera mar, que París no tuviera mar, que Berlín estuviera alejado de las costas alemanas. En sus planes, sólo quería conocer ciudades enamoradas del mar, que vivieran por él y para él, que se alimentaran de sus aguas y se completaran a través de ellas.
Mientras Rafael le daba órdenes para que tensara más la red, para que jalara más fuerte, Julián observaba los reflejos color plata del agua moviéndose desesperadamente para no soltar la presa: lubinas revolcándose con furia, ahogándose con el aire puro y transparente que acariciaba al océano. El adolescente no quería ser pescador: odiaba arrebatarle vida a la vida, pero era la única manera que había encontrado para estar en el océano.
—Ande granujilla, tire palante o perdemos la carga. ¡Hala! ¿En qué mundo anda? —gritaba Rafael cuando el adolescente se distraía escuchando las voces del agua.
Julián regresaba a casa oliendo a pescado, el cabello pringoso, con una sonrisa imborrable y la compañía del vaivén de las olas que permanecía con él durante tres días. Su padre preparaba un rodaballo en salsa verde o un arroz negro y disfrutaban una cerveza juntos. Bea reía de lado, lo abrazaba, cubría su rostro de besos y, antes de dormir, le pedía que le contara alguno de los cuentos que había oído del océano. Pasaban horas juntos, conversando, en una relación que más parecía de cómplices que de madre e hijo. ¿Sabías que en los mares también hay cordilleras, cuencas, planicies? ¿Sabes que el Océano Atlántico se formó hace ciento cincuenta millones de años? ¿Te imaginas? Es muchísimo tiempo. ¡Ah! Y leí que se llama así por Atlas, uno de, no, no es un dios, bueno… un señor de la mitología griega.
Se podría decir que de La sombra del viento no quedaba ni rastro. Que los misterios liberados por ese libro maldito habían perecido frente a la historia de amor que Daniel y Bea crearon sin darse cuenta. Beatriz Aguilar ya no tenía una figura espectacular, se había puesto algo fondona y hacía mucho tiempo había dejado de ser una señorita de buen nombre. Ahora era un ama de casa que no sabía cocinar pero que atendía, a las mil maravillas, el negocio de su marido. El abuelo Enrique había fallecido, sin dolor, a los ciento dos años. Daniel disfrutaba su familia de tres miembros, su mundo pequeño.
El mismo mes de la muerte de Franco, cuando Julián alcanzaba los 19 años y en España se respiraba un clima de libertad y de incertidumbre, el joven decidió perderse en las olas. Vio la oportunidad la tarde en que un barco carguero, necesitado de brazos fuertes y ganas de trabajar, buscaba empleados jóvenes; no garantizaban buena paga pero sí alimentos suficientes. El navío se dirigía a Safí, en Marruecos.
—¿Sa… qué? ¿Y con ese sueldo de miseria piensas vivir decentemente? —inquirió Daniel.
—¿Qué es para ti una vida decente? —lo retó Julián, indignado.
—Una profesión honrada, con…
—¿Es más honrado ganar pesetas de los libros que del mar?
—Tantos años de estudio para terminar cargando bultos, ¡mira que se tiene que ser bruto!
—Algún día me dijiste que la librería daba para pasarla sin lujos pero que eras incapaz de imaginarte haciendo otra cosa. Yo soy incapaz de imaginarme en otro lado: no logro ser yo más que en el mar, sobre él o adentro de sus aguas.
—¿Y no podrías, al menos, esperarte unos días para pasar las navidades con tu madre? —preguntó Daniel, señalando a su esposa. Bea estaba tan concentrada empacando las cosas de su hijo en una valija marrón, que ni siquiera volvió la mirada—. ¿Y a ti, mujer, lo único que se te ocurre es preparar su ropa en vez de apoyarme? ¿Acaso lo quieres lejos de ti? ¿Estás dispuesta a perder a tu hijo?
—Lo perderé más rápido si se queda… —murmuró Bea como única respuesta. Después, le hizo la señal de la cruz tres veces, lo besó en la frente y en ambas mejillas.
Casi llegaba la primavera de 1976: el viento cálido que venía del Mediterráneo la anunciaba. Juan Carlos I había sido proclamado Rey de España cuatro meses atrás y se vivía una ardua etapa de reajustes y construcción. Todos en el barrio hablaban de política y tomaban partido: algunos se reconocían franquistas y respetaban el duelo, pero los demás, poco a poco se atrevían a hablar, sin miedo, contra el régimen autoritario del dictador desaparecido. Unos clamaban, a gritos, venganza. La mayoría se inclinaba por la conciliación. Eso sí, todos estaban felices de poder expresarse libremente en catalán.
Bea y Daniel observaban los acontecimientos desde el mostrador, reacomodando los libros de viejo, totalmente ajenos a lo que pasaba en las escuelas, en las instituciones, en las calles. En realidad, a partir del día en que se quedaron solos, las pocas veces que conversaban lo hacían sobre su pasado, como si fueran ancianos de noventa años.
Una noche en que a Bea se le nublaron los ojos por culpa del viento, de las sombras o las lágrimas, Daniel dejó caer una pregunta frente a un chocolate caliente y una típica corbata de Unquera.
—¿Nunca te has arrepentido de no haberte casado con el novio ése que tenías, el alférez Cascos Buendía?
—No, nunca. Jamás estuve enamorada de Pablo. Era un chico estupendo, pero no sentía por él más que un poco de afecto y mucho compromiso —dijo con la mirada triste, cansada.
—¿Extrañas a Julián, entonces?
—A Julián lo he extrañado siempre. Siempre…
Fuertes golpes en la puerta interrumpieron la breve conversación y la extraña respuesta.
—¡El destino es una mierda y el océano un traidor! Fills de puta —gritó Rafael Sprowls al entrar, apresurado y culpable.
—Nos deja de piedra con esta visita a deshoras —dijo Daniel, sin adivinar el miedo en los ojos del pescador. Bea lo supo desde que escuchó el puño golpeando la madera. Comenzó a sollozar y a rogar por su hijo. ¡Dios mío, yo lo mandé al mar, yo lo maté, Dios mío!
—¿Pero qué pasa? ¿Alguien puede explicarme qué mierdas sucede? —preguntó Daniel, desesperado.
—Que el barco en el que iba Julián ha desaparecido.
—Bea… —murmuró Daniel, sin fuerzas. Tuvo que sentarse. Rafael buscó una botella, tomó la primera que encontró y les sirvió un trago de jerez. Un trago largo y amargo.
—No te pongas así, que no ha naufragado, sólo ha desaparecido.
—Julián está muerto —susurró Bea.
—No lo creo, señora. El mar perdona a los que lo respetan, de eso sé un rato.
—Julián no lo respetaba, lo amaba como aman los jóvenes: sin medir límites ni fuerzas —dijo Daniel, acariciando el cabello de su esposa, que continuaba con el cántico:
—Lo he matado, lo he matado. Al querer alejarlo de ti, lo he matado.
—¿Alejarlo de mí? Pero, mujer, ¿de qué coños hablas?
—Siempre temí que, con el paso del tiempo, al hacerse hombre, no vieras en él tu mirada, no reconocieras ninguno de tus rasgos.
Daniel se apartó de ella como impulsado por un poderoso magnetismo.
Bea seguía con la cabeza entre las manos, tratando de que Dios la escuchara: soy culpable, soy culpable. Rafael tomaba jerez directamente de la botella; requería algo que lo sacara de ese embrollo.
—Sí lo mataste, Bea, lo mataste —dijo Daniel, con la voz apagada.
—Habrá que avisarle a su padre —contestó ella, implorando con sus manos y sus lágrimas.
—A su verdadero padre —completó él—. Por lo menos dime en dónde fue, cuándo, cómo pudiste…¿Qué nos hiciste Bea, qué nos has hecho? ¿Por eso insistías tanto en ponerle Julián? ¡Además de ramera, has sido una descarada!
—No voy a responderte. Insúltame todo lo que quieras: el daño no tiene remedio, la herida ya está hecha y es demasiado profunda. Hay que escribirle a París… ¿lo haces tú o lo hago yo?
Rafael bebió el último trago de la botella y salió sin decir nada, dejando la puerta ligeramente abierta.
—¿De todos los hombres del mundo, tuviste que escogerlo a él? —preguntó Daniel, pensando irremediablemente en su amigo Julián y en la figura de su hijo sumergiéndose en el océano, sonriente y seguro.
—Fue él quien me eligió —respondió Beatriz—. Ya estaba decidido. A mí también me escribieron el futuro. Julián Carax lo redactó cuidadosamente, en su vieja máquina, segundo a segundo desde el verano en que tu padre te llevó al Cementerio de los Libros Olvidados.
Contra el destino y la fuerza de las olas es inútil luchar, pensó Julián Sempere Aguilar unos segundos antes de desaparecer en el espacio del mundo que más quería. Beatriz, la Beatriz de Carlos Ruiz Zafón, se ahogó con su hijo, para él y para siempre, en tierra firme.