Beatriz Diez:
Encerradas
No puedo entender que no exista en el mundo la magia suficiente para salvarlo a uno de las pesadillas.
XAVIER VELASCO
Ésta es la hora del día que más me gusta: cuando llega Myrna, con su nombre bondadoso, a darme masaje. Sucede un poco antes de que traigan la bandeja con caldo de pollo y gelatina, o cualquier otro platillo desabrido. Desde la almohada observo su delicadeza al retirar la sábana de mis piernas: siempre comienza por los pies. Cuidadosamente desliza hacia abajo las calcetas ortopédicas, se frota las manos para calentárselas y, después de untarse aceite, deja que sus dedos hábiles recorran mi piel. Cierro los ojos y me fijo en sus movimientos y en las sensaciones que provocan. Trato de recordar mis lecciones de meditación: la vela, el cuerpo que se convierte en piedra, concentrarme en un pedazo de piel, ése que es acariciado ahora. Imagino unas manos masculinas y me sorprendo: todavía soy capaz de erotizarme, de tener fantasías. En casos como el mío, el masaje diario no es un lujo sino un bien necesario e imprescindible, igual que los medicamentos que me obligan a tomar y las terapias de mañana y tarde.
Nunca me imaginé que, algún día, actividades tan rutinarias como rascarme, ir al baño, peinarme o cepillarme los dientes se iban a convertir en misión imposible. Recuerdo a Toño, un amigo de la preparatoria al que la vida le cambió de un día a otro, de manera abrupta. Antes, cuando lo veía, me impresionaba su mirada tan profunda, su sonrisa a prueba de todo. Ahora, en esta cama, no me explico cómo podía seguir sonriendo y contagiando paz cuando un accidente lo había dejado parapléjico antes de cumplir veinticinco años: dos vértebras rotas con lesión de médula espinal. Jamás volvió a caminar pero reconstruyó su vida con una valentía admirable. Quisiera que me contagiara un poco de su fortaleza. La necesito.
¿Mi diagnóstico? La señora Beatriz Trueba de Rivas padeció meningitis bacteriana como consecuencia de una prolongada hospitalización en terapia intensiva a causa de un derrame cerebral. Al parecer, es muy frecuente que los pacientes se contagien en esas áreas de los nosocomios. En mis términos: estoy encerrada en este cuerpo que otrora supo darme tantos placeres. ¿No era Platón quien afirmaba que el cuerpo es la cárcel del alma? ¿O sería otro filósofo? No me acuerdo. Por lo demás, recuerdo mi vida entera y eso me salva: una sabia memoria y esa extraña tendencia a la nostalgia. A Marina, mi psicoterapeuta cuando yo todavía era capaz de hablar, le sorprendía mi afición por el pasado, por quedarme anclada en diversos momentos, la obsesión por personajes de otros tiempos que ya no ocupaban un espacio real en mi vida. Abres ciclos, inicias relaciones, comienzas a trazar círculos y nunca los cierras, decía. Ahora, esa manía me mantiene viva, pues lo único que poseo, que funciona bien aunque tal vez nadie se dé cuenta, es el cerebro y, por lo tanto, los recuerdos.
Los días en que mis hijos vienen a visitarme, tengo inmensas ganas de sonreírles, de responder al beso que me dan en la frente, de apretar sus manos al acariciar la mía… no lo logro. En mi rostro apenas se distingue una mueca y no puedo contestar sus preguntas. ¿Cómo amaneciste hoy? ¿Te duele algo? ¿Quieres que le cambie el canal a la tele? ¿Tienes sed? Silencio total: parece que todo me es indiferente. Alex, siempre acompañado, platica en voz baja con su amigo o amiga en turno. En cambio Emilio llega solo, hojea alguna revista, lee el periódico o mira el televisor. Después de un rato termina por ignorarme y lo entiendo: hablar con una palmera es más divertido, por lo menos se mueve junto con el viento, baila y, enojada, puede aventar cocos.
Mi cuerpo siente: a veces tengo frío, calor o dolores terribles en la espalda. Estoy incómoda, quiero dormir volteada hacia la derecha, pero las órdenes que da este cerebro no viajan por el camino adecuado. Nada fisiológico explica la falta de movimiento.
Myrna llega con una grabadora y pone música especial, digamos que se parece a las que usan en los spas para relajar a los clientes. Melodías zen, budistas, orientales, con efectos de la naturaleza: pájaros, cascadas, el viento. Escucho cada nota. Me concentro, tratando de adivinar cuál es el instrumento que produce tal o cual sonido. Una flauta dulce, el violonchelo, aquella cítara.
Cuando mi hija era pequeña y tenía algún evento importante, su impaciencia crecía por segundos. Para tranquilizarla, yo afirmaba que el día tan anhelado llegaría mañana. Entonces, me preguntaba desde su cara inquieta: Mamá, ¿falta mucho para mañana? Por cierto, ¿dónde estará mi hija? ¿Por qué no ha venido a verme? Ahora, a diario me gustaría preguntarle a Myrna si falta mucho para mañana, para otro masaje, para sentirme viva y poner a funcionar mis recuerdos.
Ésta es la hora del día que más odio: cuando viene Fabiola a darme terapia de estimulación eléctrica. Llega arrastrando la máquina de la que se desprenden varios cables. Sin saludarme ni mostrar ningún signo de amabilidad o delicadeza, me desviste y coloca unas placas, con terminaciones eléctricas, en brazos y piernas. Si está de buenas, las llena de gel para que no me duela. Después, sólo aprieta botones, regula la temperatura, la intensidad y se dedica a dormitar a mi lado. Comienzan a brincarme las extremidades inferiores y superiores como si vivieran de manera independiente; los músculos trabajan. Siento cosquillas, toques demasiado intensos, y no puedo quejarme. Trataré de que una lágrima escurra para que esta mujer se apiade de mí. ¡Lágrimas! Un recuerdo llega a visitarme: el de mi amiga Yolanda. Al divorciarse, sus hijos todavía estaban pequeños. Ella, que siempre ha sido muy sensible, tenía necesidad de llorar todo el día: su vida estaba rota. Por las mañanas, con los niños en la escuela, se dejaba ir. Pero en las tardes no podía; no quería lastimarlos. Iba al supermercado a llorar; al salón de belleza a llorar. Entonces, decidió que le hacía falta buscar un lugar adecuado para permitirle a sus ojos mojarse tanto como les viniera en gana. Encontró la solución ideal: una funeraria a tan sólo seis cuadras de su casa. Se vestía de negro, encargaba a los niños con la sirvienta y elegía una capilla al azar; ni siquiera se fijaba en el nombre del muerto. Ahí lloraba a sus anchas, sin que nadie la mirara de manera extraña. Muchas veces recibió abrazos de condolencia. Sentimos mucho su pérdida, señora… y ella lloraba aún más.
Los seres humanos tenemos una cuota de sadismo, pero Fabiola exagera: estoy segura de que le encanta verme sufrir. ¿O acaso creerá que no entiendo nada? ¿Que mi cerebro es una lechuga?
Lo que me frustra, pienso mientras mi mano salta sin control, es la posibilidad tan cercana de no ser vieja. Mi vejez estaba completamente planeada: la extraño. A mis 59 años tengo nostalgia de esa anciana que no podré ser. ¿Les parece ridículo? No lo creo: añoro esos días, que tal vez no estén en mi destino, en que las ilusiones sólo son recuerdos y fotos en un álbum. Ya no hay planes, pendientes, ni una lista interminable de cosas por hacer. Hubiera querido llorar en público sin sentir vergüenza. Ser exótica en mi manera de vestir y comportarme. Darme muchos permisos; la edad los otorga todos. Tener completa seguridad en mí misma por los años y las experiencias acarreadas. Comer sin preocuparme por la figura.
Reflexiono: los viejos no salen de sus casas cuando no quieren. Nadie critica a una persona mayor que asiste únicamente a las reuniones familiares, que selecciona sus citas, sus amistades y rechaza cualquier invitación por compromiso. La vejez es la excusa perfecta para llegar tarde o para no llegar. También tienen el permiso de dormirse muy temprano sin que los acusen de flojos o acostarse de madrugada, con la excusa del insomnio. Pueden despertar tarde, pasar toda la mañana en pijama, leer un buen libro hasta la hora de la comida, disfrutar sus platillos favoritos con calma y sin contar las calorías. Expresan lo que sienten, dicen lo que se les da la gana, manifiestan su opinión sin vergüenza o complejos. Poseen la prerrogativa de no aceptar lo moderno ni las costumbres que no son “de su época”, pero asimismo, si lo desean, logran estar de acuerdo con el matrimonio entre homosexuales, y no se escandalizan, o son el mejor apoyo moral para una nieta que vive en unión libre o que se está divorciando. Los que ya entraron a la senectud no sienten ni tienen la obligación de conocer la tecnología de avanzada. Ninguna persona los va a condenar por no saber utilizar internet, ni encender una computadora ni manejar el control del televisor. También es comprensible que una anciana no vista a la moda, no sepa los éxitos musicales del momento ni esté informada de las últimas noticias. Nadie la critica si está panzona o regordeta. Puede tomarse una o dos copas de su bebida favorita, con la disculpa de que es una recomendación médica. Ya sabe qué le gusta y qué no disfruta, así que no pierde el tiempo experimentando. Vive con la seguridad de conocer su camino, de saber cuáles son sus cualidades, sus debilidades y defectos. Ve la vida de otra manera, con una especie de filtro que todo lo atenúa, hasta la más terrible de las tragedias. Goza sus días con distinta perspectiva. No vive con prisas, aunque sabe que ya no le queda mucho tiempo, y eso la hace disfrutar de todos los minutos que le restan. ¿No es injusto, entonces, que me nieguen la vejez?, quisiera preguntarle a Fabiola al terminar el tratamiento. Con una toalla rasposa me quita el resto del gel mientras se burla de mi cuerpo flácido, celulítico, estriado, dice, pronunciando las palabras lentamente. Pero el golpe maestro viene al final, cuando arrastra la máquina hacia la puerta. De pronto se detiene y se vuelve, para mirarme. Por fin va a despedirse, pienso.
—Ay, de veras, señora Rivas —sonríe—, se me había olvidado comentarle. Creo que ya sé por qué su hija no ha venido a verla. ¿Quiere sabeeeer? ¿Sí? Pues porque, al parecer, está muerta. ¿A poco usted no sabía que a su hija la asesinaron cuando andaba investigando sobre las muertas de Juárez? Eso escuché por ahí. ¡Válgame Dios! Por lo menos logré sacarle unas lágrimas. Bueno, me voy, que siga mejorando, ¿eeeeeeeh? Y pórtese bien…
Éste es el momento que más temo: cuando me acosan mis fantasmas, cuando quisiera llorar y no soy capaz de hacerlo por temor a ahogarme en lágrimas profundamente desoladas. No puedo respirar. Abro la boca con desesperación, ya que el aire que inhalo por la nariz no es suficiente. Mi presión se destapa y la máquina, siempre aburrida, comienza a emitir una alarma. Entra una enfermera caminando pero, al ver los números del pequeño monitor, corre por ayuda. Finalmente el médico de guardia me inyecta algo que me hace sentir muy cansada.
Dormito unos minutos o unas horas pero, de pronto, la imagen de mi hija me obliga a abrir los ojos de manera repentina. ¿Mi Beatriz muerta? ¡Imposible! Eso explicaría su ausencia, pero me resisto a creerlo. Seguramente sigue de viaje y no han podido localizarla. Los hijos son eternos, deben sobrevivirnos, envejecer hasta que nosotros nos hayamos transformado en ceniza. Fabiola está mintiendo. Goza al mirarme sufrir. Mañana, cuando llegue, no le daré ese gusto: voy a concentrarme, a realizar mi mejor esfuerzo para que me vea sonreír, aunque sea una sonrisa tenue, desdibujada. Fabiola miente. Es obvio.
Mi hija siempre ha sido inquieta. Vaya que le costó trabajo encontrar su vocación: el periodismo. Antes, se dedicó a mil cosas. Fue hippie pasajera y fuera de lugar, pues John Lennon ya había sido asesinado, Roger Daltrey había confesado que era gay y la hija de Mick Jagger se convertía en modelo. Impulsada por un amigo músico, José Antonio Pérez, Beatriz tomó clases de canto y se dio cuenta de que do re mi fa sol no eran más que sílabas sin entonación, sentido ni ritmo. También se sintió atraída por la filantropía y se ofrecía como voluntaria en cuanto lugar del mundo se presentase algún caso de miseria humana. Pasó dos años en las Islas Canarias tratando de hacer algo por los africanos que llegan deshidratados, después de burlar a su destino entre las olas. Ellos, esos hombres y mujeres, buscan engañar a la muerte y yo, si es cierto lo que dijo Fabiola, quisiera que me encontrara, que me llevara lejos para no pensar. La muerte: lugar absoluto donde te topas con la Verdad, con mayúscula. Remanso de anestesia. Urgencia de la Nada. Total despojo de los sentidos: no veo, no siento, no escucho, no huelo y, por más que muevo mi lengua entre los labios, no encuentro gusto alguno. Dulce en la punta, amargo al fondo: enseñan los maestros en la primaria. No hablo. Mi marido decía que nuestra hija tiene voz de terciopelo. ¿Y si nunca puedo volver a oírla? No, Fabiola miente.
Sigo inmóvil, paralizada. Antes pensaba que el olvido y un buen whisky podían curar cualquier pena. Pero no la desaparición de una hija. Nos prometimos morir al mismo tiempo, el mismo día, en idéntico segundo. ¿Y si jamás vuelvo a ver a Beatriz? Muñeca mía, ¿recuerdas los cuentos que te contaba por las noches y las veces que preferías platicar con tu imaginación? ¿Te acuerdas de lo mucho que te gustaba escuchar anécdotas de mi infancia? Travesuras, miedos.
Falta de distracción: de eso me acusaba mi hija durante su adolescencia. “Mamá, estás en todo —todavía escucho sus palabras—: deberías distraerte un poco cuando adivinas que estoy diciendo una mentira o cuando llego tarde por las noches, cuando me pongo la ropa que odias o cuando Federico me da un beso de lengüita…” Y reía, burlándose de mi rostro supuestamente indignado. Añoro mi juventud: los besos de verdad. Aquellos que nos hacen temblar y llaman, de inmediato, a la humedad.
¿Mi Beatriz muerta? Imposible. ¡Que Fabiola se pudra en el infierno! ¡Carajo! Está mintiendo. La presión se destapa otra vez… el médico da órdenes… la jeringa… tengo sueño, mucho sueño…
Ésta es la hora de la mañana que más me entretiene: cuando la luz del amanecer me permite espiar las actividades cotidianas que se reanudan en el conjunto de departamentos de enfrente. Por mi ventana logro observar un edificio de clase media en el que no han invertido en un buen rato. La fachada está marcada con humedades y pintura quebrada. Los tendederos de la azotea semejan una corona asimétrica y la ropa, que cuelga de los mecates, diversas piezas colocadas a capricho: las sábanas blancas podrían ser diamantes, esa blusa roja, un rubí luminoso, la playera verde, una valiosa esmeralda.
Observo algunas escenas y el resto lo imagino. Invento y, con estas historias, me entretengo.
Mis ojos van de la pareja de recién casados al matrimonio del piso cinco que tiene más hijos de los que debería. Son departamentos que, calculo, miden menos de setenta metros cuadrados. ¿Cómo es posible, entonces, que duerman en ese espacio siete personas y dos perros? Ahí desayunan, comen, hacen la tarea, ven la tele, se pelean y finalmente se reconcilian.
Algo me llama la atención arriba: en la ventana de la anciana del piso siete cuya vida está tirando por la borda mi teoría sobre la vejez. Seguramente sus seres queridos la animan, la alientan a seguir luchando cuando lo único que ella quisiera es desaparecer de una vez por todas: está muy cansada. La vejez le duele, le molesta, la maltrata. No escucha bien, ha perdido el hambre —¡con lo que le gustaban los postres!—, ver la televisión le cansa y, en general, considera que la vida se repite. La mayoría de sus amigos ha fallecido. Se aburre durante todo el día: del sillón a la cama, de la cama al sillón. Imagino que su entretenimiento es formar sus píldoras en hilera y por colores. Los familiares se turnan para cuidarla. Supongo que lo más doloroso llega cuando le cambian el pañal, un pañal blanco y enorme, idéntico al que yo tengo que usar ahora. La piel cuelga de los huesos. Sobre la cama sólo hay un cuerpo disminuido, enjuto, arrugado y un camisón rosa preparado para protegerlo. Ya que no podemos decidir nuestro nombre, en qué lugar del mundo nacer, con qué padres, en qué época, ¿no podríamos, al menos, tener el derecho de gobernar nuestra muerte? ¿Elegir el momento exacto en que dejemos de respirar? ¡Y todavía hay quienes piensan que existe la piedad divina!
Dios se ha olvidado de esa anciana, me ha descuidado a mí y le ha jugado una mala pasada a otra señora que se asoma, igual que yo aunque desde el lado opuesto, a espiar el hospital que ahora habito. Una mujer que andará rozando los cincuenta, condenada a una silla de ruedas. Cuando nuestras miradas coinciden, me sonríe y ha llegado a levantar la mano, tal vez para saludarme… pero no logro responderle. En las tardes lluviosas acaricia un maletín parecido a los que utilizan los médicos, aunque éste es más grande, como si todas las medicinas del universo tuvieran que caber entre sus paredes de piel negra. Los lunes o martes —no me he concentrado en ese detalle— llega una joven a leerle en voz alta, a servirle una copa, a hacerle la vida amable. Desde su silla, anclada al piso, sueña mucho, sueña con los ojos abiertos o probablemente recuerda, igual que yo.
Las tres nos parecemos: encarceladas por el tiempo, en cuerpos que no responden. En nuestro encierro, las noches se alargan, los días se hacen infinitos. El futuro no envía señales, como si no existiera o se hubiera trasladado hacia un lugar más prometedor. Vivir muriendo pero sin morir del todo: así transcurren nuestros minutos.
Éste es el día de la quincena en que me siento normal durante media hora: cuando llega una manicurista a arreglarme pies y manos. Lima las uñas, redondeándolas. Empuja hacia atrás la cutícula, hidrata mi piel, utiliza un barniz transparente. Con unas pinzas, me depila dos o tres bigotes rebeldes. Ahora me llega la imagen de mi madre. Lo que más le inquietaba era que, durante su vejez, nadie se ocupara de depilarla. En qué cosas más raras se fijaba. ¡Qué bien me haría estar con ella ahora! Era la encargada de traducirme la vida, de explicármelo todo… o casi todo. Las mamás nos convertimos en artículos necesarios e imprescindibles.
Debo reconocer que la manicurista trabaja con rapidez pero sin ganas, aún así, agradezco su visita: me hace sentir una mujer normal. ¿Ya lo había dicho?
¿Qué es la normalidad? Aunque los médicos no sepan lo que registra mi cerebro, tengo tanto tiempo para pensar que trato de llegar a conclusiones filosóficas: la rutina y el cambio. Lo cotidiano y la transformación. El movimiento (¡qué ironía!). Pero también lo normal es la muerte: presencia constante.
¿Qué es lo esencial? Lo que tenemos frente a los ojos y nos hemos acostumbrado a no observar: amores apasionados, alguna travesura en el horrible cuarto de un motel, ratos con amigos, conversaciones disfrutables, compartir secretos, sentirnos queridos, la caricia de un hijo, salud, algo de tranquilidad en medio de la marea, darle libertad a nuestros sentidos para que gocen. Recordar nuestro primer viaje astral, el que cambió la manera de ver hacia fuera y hacia adentro: la postergación permanente del deseo, ser conscientes de que nada/ todo importa. (I try to say goodbye and I choke, I try to walk away and I stumble.) Estar realmente vivos.
¿Qué es la Verdad? Los segundos que pasan con una rapidez impresionante, perseguidos por la necesidad de avanzar sin detenerse. Los recuerdos que nos construyen y trazan el camino. Los planes: encargos del futuro. También, y en gran medida, la ficción: el mundo de lo imaginable, de lo deseable o el lugar en que se esconden nuestros peores miedos. Vernos reflejados en algún personaje o consolarnos cuando nos comparamos con este otro. Mamá, la mentira es la neta, me decía mi hija al salir del cine, después de ver una película que nos había cimbrado. Por algo tanta gente gasta su tiempo frente a la televisión, sufriendo las telenovelas o alimentando su morbo con los reality shows, desperdicia sus días leyendo novelitas rosas o asistiendo a los templos de una religión que tiene tantos adeptos como el cristianismo, el judaísmo y el islamismo juntos: el engaño de Hollywood.
La manicurista se despide con un simple “Buenas tardes” y va en busca de otro paciente. Los pasillos de los nosocomios son fríos y tristes; eso es lo “normal”. Las luces blancas los hacen lucir más desolados todavía. Algunos pacientes, acompañados por un familiar, los recorren de un lado al otro: caminata obligatoria para que el intestino vuelva a funcionar. Las camillas de los recién operados también transitan por ellos, empujadas por enfermeros que no saben el nombre del enfermo.
Mis uñas brillan, disparejas. En un salón de belleza cercano a mi casa hay una mujer —se llama igual que yo— quien, previo pago, sueña deseos ajenos y logra realizar algunos. No consiguió cumplir el mío. ¡Mándenme a Bety, por lo que más quieran! ¿Alguien me haría el favor de traerla? No puedo hablar, no puedo moverme, no logro que mis ojos expresen un sentimiento concreto… pero necesito uñas bien limadas, cutícula recortada, manicure francés y la magia de que sueñe a mi hija para que venga a mi lado, aunque yo siga en esta cama, aunque yo continúe inmóvil y muda para siempre.
Ésta es la tarde de la semana en la que surgen más preguntas: cuando viene Lourdes, una amiga de la infancia, a visitarme. No sabe de qué platicar, no logra descifrar mi mirada, así que ha decidido leer en voz alta. Primero llegaba con el periódico y algunas revistas de chismes o de moda. Después se aburrió, nos aburrimos, y recordó mi pasión por la literatura y por un libro en especial, así que dio un giro a lo clásico: Dante. Gracias a la Beatriz que el poeta amó, escogí el nombre de mi hija. Junto con mi esposo, recorríamos las líneas de esa obra maestra, las dejábamos descansar para volver a ellas algún tiempo después. Al leer a Dante, admiré el profundo amor por su ángel guardián, por esa Beatriz dulce y etérea. Así es mi Beatriz, mi niña linda: dulce y eterna.
Mis padres eligieron mi nombre por una novela de Balzac que nunca leyeron: Béatrix. Es una mujer odiosa y eso me ha hecho rechazar que el nombre defina nuestro destino. El personaje del escritor francés es mediocre y se va degenerando, tanto física como moralmente, a través de las páginas. De hecho, nunca pude acabar de leer el libro. Béatrix de Rochefide representa la tentación de los peores sentimientos del corazón. Encarna la inteligencia y la elegancia; también al orgullo y al egoísmo llevado a sus extremos. Dama fascinante, pero sórdida: la mujer responsable de una tragedia.
¿Hay algo que nos distinga? ¿Las diferentes Beatrices tenemos una característica en común?
La semana pasada Lourdes comenzó a leerme La sombra del viento. También hay una Beatriz en esas páginas. ¿Y qué tal la Béatrice d’Hirson, de Los Reyes malditos? Dama de compañía de la Condesa Mahaut d’Artois, era una hechicera encantadora. Experta en la preparación de venenos mortales: belle empoissoneuse. Instrumento eficaz para deshacerse de aquellos personajes que estorbaban en las historias de poder de una Francia en plena Edad Media. Esta Béatrice sabe deslizarse entre las sombras con la habilidad de un felino, conoce la fuerza de la seducción y de la alquimia. Caliente y traicionera, terminó enamorada de su peor enemigo. Pienso: el resto de las mujeres lo hacemos al revés. Primero nos enamoramos y después, con el transcurrir del matrimonio, nuestro esposo se va transformando en el enemigo más temido, como si una brujería nos cobrara deudas milenarias. En pleno siglo veintiuno seguimos pagando las culpas de Lilith y Eva. Yo, lo confieso, prefiero a Eva. Cuando hacía el amor con mi esposo, él buscaba las posiciones más arriesgadas: súbete, bájate, levántate, date la vuelta, ponte de ladito. Lilith hubiera estado encantada: la mujer arriba, tomando las riendas. Pero a mí me gusta sentirme poseída, frente a frente, cómodamente recostada. Receptiva. Mi marido siempre estaba caliente… y lo digo en todos los sentidos. Su temperatura era deliciosa. En las noches frías me pegaba a su cuerpo y disfrutaba la tibieza que emanaba de esa especie de bóiler personal. Para el sexo, estaba eternamente dispuesto. Aún después de veinte años de casados, me dejaba notas en la casa que, al principio, me llenaban de fantasías y, al pasar los años, de flojera: “Cubre de luto tus partes íntimas. En la noche les quitaré el duelo con mi boca”. La cotidianidad es la traidora que más víctimas ha cobrado desde que el hombre fue expulsado del paraíso.
Comprender… ¿será cierto que la literatura nos lleva a entender el misterio de la vida y del hombre o, por el contrario, nos sume en una ficción que encadena y predispone a sueños inaccesibles? ¿Comprender no es una acumulación de equívocos, como dice Murakami en uno de sus libros? Nadie puede afirmar que entiende la muerte: su significado, ni el golpe seco, feroz, para los que nos quedamos.
Recién ahora, aquí, en la cama, me doy cuenta de la importancia de los pequeños acontecimientos. Extraño despertarme y sentir la boca pastosa. Caminar dormida hacia la regadera y dejar que escurra el agua tibia. Un beso de buenos días. Café con leche y pan dulce. Ser mamá, amiga, esposa. Ahora soy un esto, ésa, ésta. Beatriz acostumbraba burlarse de mi desmemoria y, desde pequeña, aprendió a interpretar las palabras olvidadas. Llenaba mis espacios en blanco, me leía entre líneas. Tráeme un platito de ésos para poner uno de éstos. Ya vete a la d’esa para que no te digan… eso que siempre te dicen. Quítate eso de la d’esa o te vas a lastimar el d’ese. Soy una ésta en un cuarto de hospital.
Sigo en mis reflexiones, mientras Lourdes lee la novela con voz floja. No cabe duda de que mi soledad se intensifica ante la falta de una promesa. ¿O es que acaso alguien podría prometerme que volveré a ver a mi hija? Si Fabiola me está engañando, ¿por qué Beatriz no ha corrido a este hospital para estar conmigo?
La ausencia es un objeto concreto, tangible, con un peso específico. Ocupa un espacio tristísimo, lo invade todo congelando las sonrisas. Se puede medir, cuantificar. Duele.
Tal vez la muerte sea el vacío total. Sangre y sacrificio. Instinto. Retorno a lo animal.
Divago…
Lourdes sigue leyendo a Ruiz Zafón. Por el momento, no recuerdo a otra Beatriz literaria. Estoy incómoda. ¿A qué hora viene la enfermera a cambiarme de lado? Comienzo a desesperarme.
Lourdes se da cuenta de mi aburrimiento o, más bien, tiene algo que hacer y ya no puede continuar. Se despide dándome un beso en la frente y, antes de salir, deja encendida la televisión. Odio la televisión: parece una caja de tragedias. Es un noticiero estadounidense en el que una conductora mira a la cámara como si alguien le hubiera dicho que su deber es seducirla. Con marcado acento latino, lo mismo lee noticias políticas que policíacas con voz candente: Un antiguo bibliotecario, que estaba en el pabellón de la muerte, murió ayer en su celda donde esperaba se cumpliera su sentencia por haber asesinado, a martillazos, a su novia. William Coday, de 51 años, murió desangrado en la penitenciaría de Raiford. Su abogado dijo que tenía amplios antecedentes de suicidio y declaró que…
¿Cómo se pudo atrever a robarse una vida? Un enfermero apaga Será cierto que mi hija el televisor está muerta cuando entra Cómo la habrán a tomarme asesinado la presión Revisa mis pupilas La toma varias veces No puede estar muerta Es mentira Sale de la habitación La extraño apresurado La necesito y entra con un médico ¿También murió a martillazos? Me inyectan algo Tengo frío Estoy sudando Siento la mano de mi niña Todo está negro Su abrazo Beatriz no está muerta
Ayer pasé por el peor momento de mi vida: mi hijo mayor, hablando por teléfono y creyendo que estaba dormida, cometió una indiscreción. ¿Se puede llamar indiscreción? ¡No! Una indiscreción es revelar la edad de una mujer mayor, tratar de averiguar el peso de alguien, comentar sobre la amante de algún conocido. Lo que hizo Emilio, aun de manera involuntaria, no tiene nombre. Su interlocutor no sabía dónde poner los objetos personales de mi hija, sus cartas, sus apuntes, su ropa. ¿Donar lo que esté en buen estado a una institución de señoritas de bajos recursos? ¿Quemar sus diarios?
Algo pasó conmigo, pues estoy en terapia intensiva nuevamente. ¿Un infarto, otro derrame cerebral o la certeza de la peor noticia que puede escuchar una madre?
Apenas hace dos días había soñado con mi niña y, por la mañana, la vi en mi habitación, o por lo menos, sentí una presencia cercana y tierna. Beatriz, llévame contigo, le hubiera pedido.
Quiero demandar a Dios: su crueldad me tiene impactada. No hay consuelo posible. Quiero exigirle a Dios, pedírselo de rodillas: me la debe, siempre fui su fiel seguidora. Desconfiaba de los que, cínicamente, presumían de ser ateos. Asistía a misa los domingos y, dentro de lo posible, evité cualquier pecado. Cooperé con mi iglesia. Viajé al Vaticano, como buena católica, y recibí la bendición del Papa. Ayudé a los enfermos y donaba ropa y alimentos para un orfanato. Ahora yo soy peor que huérfana: no tengo hija, no quiero tener vida.
Una de dos, Dios mío, o me la regresas viva o me llevas al lugar en que se encuentre.
¡Ahora! Te lo ordeno. Te lo suplico. ¿Acaso habré vivido bajo la religión equivocada? ¿O es mi nombre, Beatriz, quien me ha puesto esta trampa? ¿Podré reconciliarme con Dios y conmigo misma?
Por favor, quien sea, quien me esté escuchando, regrésenme a mi hija…
O dejen que yo muera.
Incha Allah,
que Alá lo desee,
que Dios lo quiera,
que Buda lo consienta,
que Cristo lo haga posible,
que mi Ángel de la guarda lo sueñe,
porque lo único cierto es lo que la ficción,
y todas las vidas posibles, nos permiten.