Porque el tiempo avanza, incluso cuando te has caído en una madriguera, T. hace poco que cumplió diez años; para cuando estas palabras lleguen al mundo, tendrá once. Desde el principio, tomé la decisión consciente de que en mi trabajo no describiría ni daría detalles de cómo estaba criando a un niño neurodivergente ni hablaría de las etiquetas que un médico, que pasó dos horas con él, le asignó cuando tenía cuatro años. Un poco como lo que ocurre con las marcas personales, definir a T. de ese modo lo anclaría a un punto temporal concreto y a una imagen vista a través de ojos ajenos. La decisión sobre cuándo compartir su mundo privado (si es que decide hacerlo) le corresponde a él. He incluido algunas anécdotas desenfadadas sobre su pasión por los depredadores y alguna observación de una sabiduría preternatural aquí y allá, pero las he escogido porque podrían pertenecer a casi cualquier niño.
Lo que sí haré, porque por desgracia resulta relevante, es escribir sobre mis propias experiencias en una subcultura muy específica: la comunidad de padres y madres de niños autistas.
Hubo una época en la que estuve desesperada por encontrar a esos padres, por hablar con alguien, quien fuese, que pudiese entender la situación de mi familia.
T. nació en el lugar de la Columba Británica donde vivimos ahora, pero a los pocos meses nos mudamos a Toronto para estar cerca de la familia de Avi y de los servicios propios de la gran ciudad, pero resultó que, para los niños como T., esos servicios eran sumamente escasos. El médico que lo diagnosticó nos advirtió que la lista de espera para acceder a la terapia financiada por el Gobierno podía ser de años. También nos dijo que la intervención temprana era «clave». La guardería del colegio público de nuestra zona casi nos destroza: treinta niños por clase, cinco de ellos con problemas del desarrollo; una maestra y una auxiliar maravillosa. La maestra cogió una baja por enfermedad y ya no volvió; la auxiliar estaba tan sobrepasada por la imposibilidad de llevar a cabo su trabajo que pidió el traslado a otro distrito. «Podría haber cambiado la vida de esos cinco niños», me dijo más adelante. «Pero no de cinco más los otros veinticinco.» Había un «equipo de autismo» para cien colegios; llegaron a la clase de T. diez días antes de que terminara el curso.
Tenía que conocer a otros padres que hubiesen logrado hacer que estos sistemas deficientes les funcionasen a sus hijos. Imaginaba grupos de apoyo, quizá regados de alcohol, en los que poder reír y consolarnos mientras compartíamos trucos sobre cómo rascar recursos a unos comités escolares que estaban secos. Encontré a algunos compañeros de viaje en este mundo nuevo y desconocido, y un par de ellos nos ayudaron mucho, pero, a medida que me iba introduciendo, también encontré otra cosa: una industria de extrañas curas mágicas. Inyecciones de vitaminas infantiles bajo cuerda; dietas de eliminación extremas; terapias inmersivas de veinticuatro horas al día; ondas sonoras y mensajes subliminales que prometían reprogramar cerebros y que me recordaban la investigación que hice sobre los experimentos del programa MK Ultra de la CIA con pacientes psiquiátricos. En internet encontré un grupo que se identificaba como «padres guerreros de niños autistas» porque estaban en «guerra» con el autismo de sus hijos; algunos se aconsejaban mutuamente sobre unos «tratamientos» espeluznantes, entre los cuales estaba dar de beber dióxido de cloro a sus hijos, una lejía de uso frecuente en fábricas de papel y celulosa.1 Varias personas me dijeron que, cuando recibieron el diagnóstico, dejaron el trabajo para convertirse en terapeutas de análisis conductual aplicado a tiempo completo para sus hijos, terapia que consiste en un sistema de recompensas y castigos con una historia muy oscura que en su día incluyó el electrochoque y que a menudo se administra siguiendo brutales metodologías diseñadas para «extinguir» el rastro de los rasgos autistas en niños pequeños. «Una intervención agresiva temprana lo cambia todo», me aseguró uno de estos padres. «Si no se coge pronto, ya es demasiado tarde.»
Poco después del diagnóstico, estaba en el YMCA al que antes había ido a hacer clases de yoga de noventa minutos y donde ahora me quedaba en la entrada de una sala de gimnasia cavernosa viendo a T. arrastrar unos bloques de espuma enormes de aquí para allá. Entablé conversación con un abogado defensor a quien conocía de otra etapa de mi vida. Tenía ojeras y me contó que a su hijo pequeño le habían diagnosticado autismo. El niño había estado bien, dijo, pero después de vacunarse había cambiado, se había retraído, había dado un paso atrás. Sin duda era por la vacuna, afirmó. Me recomendó que lo investigase por mi cuenta, y que entonces ya hablaríamos. En los próximos años, aquel hombre se convirtió en uno de los abogados más preeminentes del movimiento antivacunas (y, en la época del covid, ayudaría a liderar la campaña contra los supuestamente tiránicos mandatos sanitarios).
Nada de esto era lo que yo quería cuando empecé a buscar padres de niños autistas. No buscaba a nadie a quien culpar ni denunciar. Solo quería compañía mientras nos abríamos paso por un mundo que no estaba diseñado para niños como los nuestros, o incluso el teléfono de un terapeuta musical o un dentista que tuviese en cuenta las dificultades del procesamiento sensorial de estos niños. Acepté un puesto en la Universidad Rutgers en 2018 en parte como si se tratase de un avemaría. Rutgers es famosa por sus investigaciones sobre neurodiversidad, y Nueva Jersey destaca por tener algunos de los mejores servicios para niños como T. en los colegios públicos. Como canadiense acostumbrada a sentir cierto orgullo de nuestros sistemas de sanidad y educación públicas, fue una sorpresa descubrir que la ley para estadounidenses con discapacidades y la ley para la educación de individuos con discapacidades eran unas herramientas significativamente más sólidas y mejores que cualquier cosa que tuviésemos al norte de la frontera, y los padres de Nueva Jersey se habían agarrado a ellas con todas sus fuerzas para forzar a los colegios a proporcionar a sus hijos una integración auténtica.
Cuando llegamos el verano antes de que T. empezase el primer grado, notamos una diferencia abismal: en este nuevo colegio público había una enfermera, un psicólogo, un logopeda y un terapeuta ocupacional, todos ellos compartidos solo con otros dos colegios. Cuando se acercaron a T. como un Ocean’s Eleven de las discapacidades, lloré de alivio. Tras dos días enteros de pruebas, nos presentaron un plan educativo detallado que implicaba meter a T. en una clase con solo cinco alumnos, todos con trastorno del espectro autista, apoyados por tres docentes. Fuera del horario escolar, exploramos un deslumbrante abanico de actividades extraescolares pensadas para niños neurodivergentes: clases de música, obras de teatro adaptadas, y Buddy Ball, un adorable programa deportivo semanal que emparejaba a un adolescente neurotípico con un niño con trastorno del espectro autista. Aquel parecía un mundo totalmente nuevo.
Pero había una cosa que seguía siendo igual: la búsqueda de una cura. A los cinco minutos de llegar a Buddy Ball, conocí a un padre que me puso un folleto brillante en la mano que explicaba la supuesta relación entre las vacunas y el autismo. Me explicó sus evidencias, las cuales consistían en un grupo de control de dos sujetos. Me explicó que su hijo mayor había nacido en el extranjero y que no lo habían vacunado. Ese niño es neurotípico. El pequeño nació en Estados Unidos, lo vacunaron, y es autista. «Así que es evidente que es por las vacunas», sentenció.
Tal es el poder de lo que los médicos llaman el «mito de la vacuna y el autismo», ese relato viral que insiste en que la inmunización infantil contra el sarampión, las paperas y la rubeola, las cuales empiezan a ponerse a partir de que los niños cumplen un año, es la causante del autismo. Es un relato que, en muchos sentidos, estableció los cimientos de lo que más adelante se convertiría en el movimiento contra la vacuna del covid. Las primeras afirmaciones se fundamentan en un artículo del todo desacreditado que sugiere que la vacuna del sarampión, las paperas y la rubeola (SPR) podría estar asociada con el autismo (y con la enfermedad intestinal inflamatoria), publicado en la prestigiosa revista médica británica The Lancet en 1998. Doce años después, la revista retractó el artículo porque «se ha demostrado [que sus afirmaciones] son falsas».2 Diez de los trece coautores originales del artículo habían enviado una carta para retractarse años atrás, en 2004, alegando la «interpretación» defectuosa de los datos del estudio.3 Al autor principal, el gastroenterólogo Andrew Wakefield, se le prohibió practicar la medicina en Gran Bretaña a la luz de unos conflictos de interés de los que no había informado y por lo que el Consejo Médico General de Gran Bretaña describió como su «cruel indiferencia» por los niños de su estudio.4
Y aun así, casi un cuarto de siglo después de la publicación original del artículo de Wakefield, y sin ningún otro tipo de evidencia que respalde la premisa, este mito es más prevalente que nunca. Sigue difundiéndose a través de una red global de grupos de Facebook, canales de YouTube y documentales producidos con gran astucia que logran, a ojos de cualquiera que no tenga la formación necesaria para leer artículos científicos, hacerse pasar por periodismo de investigación. Esta red cuenta con sus propios pseudoexpertos en medicina, celebridades, influencers y abogados, con Robert F. Kennedy Jr. despuntando entre ellos. Sus ya refutadas afirmaciones han contribuido al resurgimiento de enfermedades como el sarampión, que se declaró eliminado en Estados Unidos en 2000 pero que, desde entonces, ha vuelto con muchas ganas. En 2019, la Organización Mundial de la Salud informó de una ola global de sarampión,5 la cual «ha alcanzado el número más elevado de casos informados en veintitrés años»6 y se cobró 207.500 vidas, un incremento de más del 50 % de fallecimientos en tan solo tres años.
La culpa del aumento de la desinformación que afirma falsamente que las vacunas provocan autismo suele relacionarse con el auge de las redes sociales y con la facilidad con la que la información basura sobre las vacunas circuló libremente por ellas durante años. Decirles a los padres que las vacunaciones rutinarias están provocando discapacidades permanentes en sus hijos es un mensaje a todas luces sensacionalista que parece hecho para la economía de la atención. Pero igual que ocurrió con la desinformación relativa al covid, las redes sociales solo intensificaron unas tendencias que ya existían. Cuando hablo con padres de niños autistas que han seguido el camino de la culpabilización de las vacunas, siempre me llama la atención su sensación de haber sido víctimas de un engaño o de una injusticia; de que alguien o algo les ha arrebatado a sus hijos legítimos, de quienes están convencidos que eran neurotípicos, y se los han cambiado por otros, distintos y defectuosos; que, de algún modo, sus familias han sido invadidas.
A estas alturas, mi doppelganger ya está totalmente metida en el movimiento de la desinformación sobre el autismo: da voz a sus figuras principales y ellos, muy contentos, le dan voz a ella; publica orgullosa fotografías en las que aparece con RFK Jr. y le dice, a propósito de su organización rabiosamente antivacunas Children’s Health Defense, que «respeto todos los estudios que lleva a cabo tu organización. Me parecen increíblemente bien documentados».7 Sus respectivas editoriales incluso han llegado a asociarse para ofrecer los últimos libros sobre la pandemia en un pack. («Estas Navidades, regala verdad.»)8 Asimismo, Wolf ha utilizado terminología ofensiva e ignorante al describir la cultura tras el covid como una cultura «de tipo Asperger» y ha dicho que los colegios, en su intento de frenar la propagación del virus, están promoviendo «un tipo de rasgo Asperger en niños que por lo demás son normales».9
No obstante, esta parte de nuestra historia de doppelgangers tiene menos que ver con Wolf y más con un tipo de duplicidad más extendida, la que puede ocurrir entre padres e hijos. Desde hace mucho, y especialmente entre los que vienen de familias adineradas, la procreación se ha considerado una especie de duplicidad temporal en la que a veces el hijo recibe el mismo nombre que el padre o la madre, prolongándose así el legado y la fortuna del progenitor hacia el futuro (por ejemplo, RFK Jr.). En esta época de marcas personales e identidades optimizadas, para hacer algo parecido no hace falta haber heredado riqueza o títulos. Sencillamente, puedes tratar a tu hijo como un derivado o extensión de tu marca, y tú y tu miniyó os podéis vestir con ropa a conjunto para Instagram o compartir bailes entrañables en TikTok.
Glowing Mama lo hace con su graciosa hija y publica vídeos encantadores de sus bailoteos en la sala de estar. Y también publica vídeos marcadamente menos encantadores. «No te atrevas a decir que nuestros hijos sanos te están poniendo en peligro», dice muy enfadada mirando a la cámara mientras su hija duerme en el asiento trasero del coche.10 «Tú preocúpate de tu estilo de vida, ¿vale? Deja de llenarte la boca de basura, de sentarte todo el día, de consumir puto contenido [...]. Y luego vas y me dices que mi preciosa hija, que está llena de vida, te pone en peligro cuando lo que eres es un imbécil enfermizo y un vago. Que te den. Que te den, ¿vale?»
En mi opinión, esta es la consecuencia del señalamiento y la patologización a la que se somete a los niños que son diferentes en nuestra cultura, y del desmesurado orgullo por unos niños que parecen tenerlo todo, cumplir con todos los requisitos sociales y ser perfectos: niños que necesitan protección, que los mantengamos puros de cualquier transgresión. En el espejo, muchas de las batallas que se libran —las leyes anti-woke, los proyectos de ley del «no digas gay», las prohibiciones generalizadas de los procedimientos médicos de afirmación del género, las guerras en los comités escolares sobre vacunas y mascarillas— se reducen a lo mismo: ¿qué son los niños? ¿Son personas independientes, y nuestro trabajo, como padres y madres, es darles apoyo y protegerlos mientras encuentran su camino? ¿O son apéndices, extensiones, derivados, dobles nuestros a los que moldeamos para, en última instancia, beneficiarnos de ellos? Muchos de estos padres parecen convencidos de que tienen derecho a ejercer un control absoluto sobre sus hijos sin ningún tipo de interferencia o aporte: que pueden controlar sus cuerpos (calificando las mascarillas y vacunas de una especie de violación infantil o envenenamiento); sus mentes (calificando la educación antirracista de una inyección de ideas extrañas en las mentes de su progenie), y su género y su sexualidad (calificando todo intento de hablar sobre el abanico posible de expresiones del género y orientaciones sexuales de «acoso sexual infantil»).11
Esta misma incapacidad de ver a los niños como seres autónomos es, en parte, la razón por la que a los niños con discapacidades se los mantuvo escondidos en instituciones inhumanas. Si lo que muchos padres quieren es un doble que los haga quedar bien, la discapacidad se convierte en una interrupción desagradable de unos planes perfectamente diseñados. O, como diríamos hoy, si tu hijo es la extensión de tu marca, tener un niño que no encaje con los estándares sociales de la normalidad puede sumir tu marca personal en una crisis.
Este tema no entiende de partidos. Hay conservadores que defienden con mucha más fuerza los derechos de los niños con discapacidades que algunos liberales. Y no conozco a nadie que quede fuera del alcance de estas presiones. Nuestra cultura se deshace en halagos con los padres por los éxitos de sus hijos y los juzga sin miramientos por sus problemas, algo a lo que yo no soy en absoluto inmune. Curiosamente, lo que me ha ayudado es la ambivalencia que sentí por la maternidad durante gran parte de mi vida. Nunca fui de las que tienen una imagen fija en la cabeza de cómo sería como madre y qué serían mis hijos para mí; simplemente, no era un elemento de la vida que me imaginase. Es posible que eso me convirtiera en una madre menos instintiva, pero quizá también haya hecho que sienta una curiosidad auténtica por conocer a esa persona, fuese quien fuese. Y lo digo porque me he dado cuenta, en mis conversaciones con padres de niños autistas, que a menudo pasan por un profundo período de duelo por las fantasías que habían albergado. Están tan tristes por el niño-doble que no tuvieron que no pueden ver al singular niño que sí tienen. No es muy distinto de la experiencia de algunos padres de niños trans: a menudo necesitan algo de tiempo para lamentar la pérdida de la hija o el hijo que creían tener antes de poder aceptar totalmente su identidad de género.
A veces no es más que una fase breve y dolorosa para el padre o la madre, tanto en el caso de la pérdida de un hijo cisgénero como de uno neurotípico (o, como no es extraño que ocurra, de ambos a la vez). Por suerte para nosotros, los niños suelen ser bastante comprensivos con estas duras fases parentales. El problema es que, tal como he visto en el ámbito de los padres de niños autistas, muchos padres y madres no parecen ser capaces de superar que sus fantasías se vean frustradas, y entonces se quedan encallados buscando curas, conspiraciones y terapias extremas cuyo objetivo es «extinguir»12 los comportamientos de sus hijos, en lugar de entenderlos y apoyarlos.
En 2018, The Washington Post publicó un fragmento adaptado de las memorias de Whitney Ellenby como madre de un niño autista, Autism Uncensored: Pulling Back the Curtain [Autismo sin censuras. Toda la verdad]. En el fragmento, Ellenby describe, con un nivel de detalle desgarrador, el día que obligó a su hijo de cinco años a ver el espectáculo Sesame Street Live! en un auditorio ruidoso y oscuro a pesar del «terror que le provocaban los espacios cerrados».13 Su hijo patalea y grita, pero ella le sujeta las extremidades a la fuerza y forcejea con él en el suelo, y al final logra reducir a aquel niño de cinco años con la «resistencia de un caballo pura sangre». Ya en el interior, el niño, al cual ella nombra pero yo no lo haré, se tranquiliza y adopta un estado plácido y ve el espectáculo. Ellenby, triunfante, declara que el niño ha superado su fobia y describe sus acciones como «mano dura, pero con cariño».
Muchas personas autistas lo vieron de otra forma. Aaden Friday, autista y de género no binario, escribió como respuesta:
Hay muchos muchísimos niños autistas que crecen en entornos en los que abundan las confrontaciones físicas como la que se describe en el artículo de Ellenby, o en hogares que rechazan información médica básica y revisada por pares, o con unos padres que demuestran una indiferencia plena y profunda por la autonomía de sus hijos autistas, y en los que se dice que todo lo hacen por amor.
Pero eso no es amor, es maltrato [...]. Somos supervivientes que no queremos que los niños autistas de cualquier edad sufran malos tratos. Escuchadnos. Creednos. Vuestro hijo no necesita una cura, necesita respeto, que lo escuchen y, sobre todo, que lo quieran. Que lo quieran de verdad.14
Es posible que la línea más reveladora del texto de Ellenby sea esa en la que describe a su hijo sentado tranquilamente en el auditorio tras perder la guerra de los gritos. En esos «preciosos momentos,15 es indistinguible de los otros niños», escribe. Esta frase tiene claras reminiscencias de otra muy famosa del psicólogo al que se le atribuye la invención del análisis conductual aplicado, Ole Ivar Lovaas. En un artículo de 1987, Lovaas escribió que casi la mitad de los niños a los que se trataba con ese análisis se volvían, según sus maestros, «indistinguibles de sus amigos normales».16
Esto transmite un mensaje terrible a los jóvenes cuyas mentes son diferentes: que su mera existencia es un problema que los demás deben resolver, un trastorno que hay que curar o, al menos, esconder. Tener un hijo que no encaja con las definiciones convencionales de la normalidad, que es distinguible de los demás niños, puede ser un regalo extraordinario. Y también es difícil; es difícil para los padres, para los docentes y, sobre todo, para el niño que debe transitar un mundo lleno de máquinas chirriantes y luces frenéticas y de espectáculos de El Barrio Sésamo, nada de lo cual se diseñó teniendo en cuenta su mente. Es evidente que, a algunos padres, la experiencia de no encajar, de ser suma y claramente distinguible, y no siempre de un modo beneficioso para su estatus, les genera el pánico de quedarse atrás en la carrera de la perfectibilidad en un mundo repleto de espejos.
Y así emprenden otra carrera: la de la búsqueda de curas mágicas, de terapias de extinción y, a menudo, de alguien a quien culpar.
A pesar de los miles de millones que se han invertido en estudiar el autismo,17 no se sabe por qué algunos cerebros son de otra manera. Sin embargo, sí tenemos algunas respuestas para la pregunta de por qué ha habido un aumento tan drástico de casos de autismo diagnosticados en las últimas dos o tres décadas, hasta el punto de que la Red de Vigilancia del Autismo y las Discapacidades del Desarrollo (ADDMN, por sus siglas en inglés), un programa financiado por los Centros para el Control de Enfermedades de Estados Unidos, ha dicho que a uno de cada 44 niños de ocho años se les diagnosticó autismo en 2018, en comparación con uno de entre 150 en el año 2000.18 Una de esas respuestas es que la definición clínica de autismo se amplió significativamente en los años noventa para incluir a muchas personas neuroatípicas que hasta entonces habían sido excluidas.19 Esto, a su vez, hizo que muchas más personas decidiesen hacerse las pruebas, lo que contribuyó al aumento de diagnósticos y a un mayor entendimiento de las distintas modalidades del autismo.20 Más recientemente, los médicos han mejorado en el diagnóstico del autismo en niñas, quienes tienden a disimularlo mejor y, en menor medida, en niños negros, indígenas y latinos, en cuyos casos sigue siendo excesivamente probable que se los riña o se los tache de «traviesos» en lugar de darles un entorno de apoyo en el que tenga cabida su neurodiversidad.21 También hay otro factor que puede haber contribuido al aumento de casos. Hay padres, como yo, que estamos teniendo hijos más tarde.22 Existen diversos estudios revisados por pares que arrojan que los niños que nacen de padres más mayores tienen más posibilidades de ser diagnosticados de autismo.
Lo que confiere al mito de la vacuna y el autismo su atractivo, sin importar cuántas veces y de cuántas formas se haya desacreditado, es que da a los padres que ven la diferencia como una tragedia algo externo a lo que culpabilizar. No es la lotería genética, no es la edad de los progenitores; es la vacuna, se dicen. Y sus egos están así bien protegidos. Del mismo modo, para los que acaban de ser padres y siguen a mamás influencers esbeltas para que los ayuden a perfeccionar y optimizar este capítulo nuevo y sobrecogedor de la vida, no vacunar a sus hijos es una forma de sentir que controlan una situación que, en realidad, nadie puede controlar. Que es lo mismo que ocurre con la propia promesa del bienestar.
Así pues, no debería sorprendernos que los que más han hecho por mantener vivo el mito de la vacuna y el autismo no sean médicos despojados de su licencia, sino famosos que se pluriemplean como influencers del bienestar y mamás influencers. Se trata de personas (en su mayoría mujeres) que no parecen ser capaces de creer que cualquier cosa por debajo de la perfección convencional pueda haber aparecido en su vida meticulosamente optimizada, y que se aferran a la fantasía de que sus hijos serán el vivo reflejo de todo lo que más valoran en sí mismas. La modelo reconvertida en influencer del bienestar Elle Macpherson (línea de productos: WelleCo) mantenía, supuestamente, una relación sentimental con Andrew Wakefield y ayudó a promocionar su película propagandística antivacunas. Y no es ninguna casualidad que Byron Bay, una ciudad de playa y lujo muy de la nueva era conocida como «la capital de los influencers» de Australia, también sea conocida como la «capital antivacunas» del país: en 2021, solo el 66,8 % de los niños y niñas de un año de Byron tenían todas las vacunas, en comparación con el 94,8 % de media en el mismo estado, lo que contribuyó al resurgimiento de enfermedades como la difteria.23
Pero la persona que más ha ayudado a popularizar el mito es la modelo-actriz-presentadora de televisión Jenny McCarthy, quien, en sus muchas entrevistas de gran difusión sobre el tema, describía constantemente el autismo de su hijo como un cataclismo que invadió su hasta entonces perfecta vida. Del momento en el que un médico le dio el diagnóstico, dice: «En ese momento, me morí».24 No ha dejado de difundir desinformación durante más de una década, y en 2015 declaró lo siguiente en el programa Frontline de la PBS: «Si le preguntas al 99,9 % de los padres que tienen hijos con autismo si preferiríamos sarampión o autismo, nos quedamos con el sarampión».25
El argumento utilizado en estos casos es el que desde la época del covid vemos por todas partes: preferiría tener un virus que, a pesar de ser potencialmente letal para muchos, he decidido que para mí y mi familia no es más que un resfriado fuerte. Si los argumentos del sarampión y del covid se parecen tanto es por una sencilla razón: el uno fue el prototipo del otro. Mucho antes de que las madres guerreras fuesen al programa de Bannon a maldecir la vacuna contra el covid y la teoría crítica de la raza, McCarthy ya salía en todos los programas principales vendiendo su libro Mother Warriors: A Nation of Parents Healing Autism Against All Odds [Madres guerreras. Una nación que está curando el autismo contra todo pronóstico].26
Eric Garcia, autor de We’re Not Broken: Changing the Autism Conversation [No estamos rotos. Un cambio del discurso sobre el autismo], fue de los primeros en detectar estos vínculos. Explica que «hace años que el miedo al autismo moldea el mundo en el que vivimos», a lo que añade que «muchas de las personas que ahora lo cuestionan todo, desde la eficacia de [las vacunas] del covid hasta la integridad de las elecciones en Estados Unidos, se curtieron promoviendo teorías conspiranoicas y descaradas falsedades sobre el autismo».27
Este es un rasgo clave de la topografía del paisaje actual. El terror a tener un hijo autista, y a la discapacidad en general, tiene que ver con cómo hemos llegado hasta aquí. Para citar al ya fallecido economista del libre mercado Milton Friedman, un viejo enemigo de mis días de La doctrina del shock, «las ideas» estaban «ahí»,28 listas para cuando llegase el shock adecuado; también lo estaban las vías de información digital que transportaban dichas ideas a todos los rincones del mundo. Todo estaba ya listo: los hábiles comunicadores; el etéreo atractivo de «lo natural»; las técnicas arteras para exagerar casos basados en la autoevaluación y sin verificar de lesiones y muertes a manos de las vacunas; las teorías conspiranoicas sobre la confabulación por parte de las farmacéuticas y el Estado intervencionista para declarar la guerra a unos cuerpos que, por lo demás, estaban sanos; los remedios de curanderos a base de lejía. (Donald Trump llevaba mucho flirteando con el mito de la vacuna y el autismo, mucho antes de promover la charlatanería del covid.) Lo que hizo que pudiesen sacar tan rápidamente el documental pseudocientífico Plandemic, que tanto daño hizo al inicio de la pandemia, fue precisamente que era un refrito de todo lo que el movimiento antivacunas ya venía diciendo. Por su parte, muchos de los miembros de «los 12 de la desinformación» del covid tenían sus argumentos antivacunas listos y esperando porque habían estado promulgándolos durante años acerca de unas vacunas totalmente distintas y sabían exactamente cómo usarlos, a menudo para convencer a padres desesperados y asustados de que lo mejor sería que comprasen su suplemento/seminario/régimen de salud de turno, siempre a precios elevados. (Una estafa que se remonta al artículo original de Wakefield: cuando lo publicó, no informó de que su investigación había sido en parte financiada gracias a una beca que le consiguió Richard Barr, un abogado que representaba a un grupo de personas que alegaba daños causados por la vacuna SPR, ni que él mismo había tratado de patentar una vacuna diferente y que, por lo tanto, desautorizar la vacuna SPR podría llegar a beneficiarle económicamente.)29
En esta convergencia de mundos vemos algo más que una infraestructura de desinformación compartida: también hay una visión del mundo compartida, una mentalidad compartida, una forma compartida de ver a las personas como normales o desviadas, puras o contaminadas, como éxitos o fracasos. E incluso, como en todas las historias de doppelgangers, como reales o impostoras.
«¡Puf!, le desapareció el alma de los ojos.»30 Así es como Jenny McCarthy describió el efecto de una vacuna en su hijo autista. No era la primera persona en hablar de un niño con una discapacidad en estos términos.
La ampliación de la definición de autismo, y por tanto el incremento de diagnósticos, se debe al trabajo de la psiquiatra infantil inglesa Lorna Wing. Cuando empezó a centrarse en este campo a finales de los años cincuenta, el autismo se consideraba una afección tan rara, extrema y debilitante que solo entre dos y cuatro niños de cada 10.000 recibían este diagnóstico.31 El psiquiatra Leo Kanner diagnosticó este síndrome por primera vez en 1943 y, según su definición, los niños autistas, a pesar de estar «incuestionablemente dotados de buenas potencialidades cognitivas», vivían en sus propios mundos, hacían movimientos repetitivos, se obsesionaban con ciertos objetos, solían tener limitaciones del habla y presentaban dificultades para llevar a cabo un cuidado personal básico.32
Wing sabía que esta definición era tan específica que excluía a muchos niños neuroatípicos que necesitaban ciertos apoyos. Por eso desarrolló la idea de que el autismo no era un conjunto fijo de síntomas, sino un espectro que, como tal, se manifestaba de formas distintas en cada individuo y podía incluir a personas muy verbales y capaces físicamente. Con el tiempo, su investigación llevó al diagnóstico del autismo como un «trastorno de espectro».33 Para reforzar su argumento sobre la necesidad de contar con una definición de mayor alcance, dirigió la atención hacia los entonces desconocidos escritos de un pediatra austríaco llamado Hans Asperger, quien había estudiado el autismo al mismo tiempo que Kanner, pero en Viena, también durante el período en que Austria estuvo bajo el control de los nazis. En la década de 1990, y gracias en gran medida al trabajo de Wing, el «síndrome de Asperger» fue incluido en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría como un tipo concreto de autismo «altamente funcional», una distinción que, más adelante, sería cuestionada.34
Además de por su trabajo clínico, Wing, cuya hija era autista, tenía un interés adicional por cómo se había representado a las personas autistas en las historias populares, la religión y la literatura, mucho antes de que existiesen términos médicos de cualquier tipo para definirlas. Encontró las primeras representaciones de personas autistas en leyendas irlandesas y celtas y en «el mito de los niños cambiados por otros que se dejaban en el lugar de niños humanos verdaderos que habían sido robados por hadas».35
Curiosamente, los niños cambiados también son representaciones tempranas de los doppelgangers. La leyenda dice lo siguiente: las hadas robaban bebés y niños humanos de sus camas y se los llevaban al reino de las hadas. En su lugar dejaban otros niños mágicos, que eran dobles idénticos de los niños secuestrados, solo que con ciertas deformaciones físicas o problemas conductuales «pícaros», como tener un afecto retraído, sobrenatural. Para Wing y su coautor, David Potter, defensor de los derechos de las personas con autismo, era evidente que aquellas leyendas sobre doppelgangers mágicos servían para explicar las discapacidades. «En algunas versiones de estos mitos [de niños cambiados], la descripción del niño cambiado hermoso pero extraño y remoto se parece mucho a un niño con autismo», escribe.36 Encontramos versiones de mitos sobre niños cambiados en muchas culturas, como la alemana, la egipcia, la escandinava y la inglesa, entre muchas otras.
En algunas de estas historias, las familias crían al niño cambiado como propio por miedo a ser castigadas por el mundo de las hadas. En otras, lo que se recomienda es atormentar al doppelganger, a veces hasta la muerte, para persuadir a sus padres mágicos de que se lleven a su niño de vuelta y, supuestamente, devuelvan al niño humano que han robado.37 En un artículo de 1968, Carl Haffter, psiquiatra suizo y catedrático de la Universidad de Basel, detalla los tipos de tormento con los que echar al doble que describen las leyendas:
[El niño cambiado] debía ser golpeado nueve veces con varas de abedul hasta hacerlo sangrar, mientras los padres gritaban: «¡Llevaos al vuestro y traedme al mío!». Debían sostenerlo sobre agua hirviendo y amenazar con sumergirlo en ella. Debían calentar el horno con nueve tipos de madera distinta y colocar al niño en la pala como si pretendiesen echarlo al fuego [...]. Debían darle cuero y hierro candente de comer y veneno de beber.38
Según las historias, si los tormentos funcionaban, el niño cambiado huiría de la casa, se escabulliría por la chimenea y regresaría al reino de las hadas para no volver. En algunos cuentos, el niño «real» sería devuelto; en otros, bastaba con librarse del doble para resolver el asunto.
En los tiempos en que se contaban estas historias no se consideraban ficción; la mayoría, incluidas las más horripilantes de los hermanos Grimm, se presentaban como ciertas. Además, no cabe duda de que algunos padres las entendían como manuales de instrucciones para lidiar con niños con discapacidades o divergentes en algún sentido. D. L. Ashliman, un prestigioso académico del ámbito de las leyendas folclóricas que ha estudiado los orígenes y el legado de la mitología de los niños cambiados, escribe que a menudo se basaban en hechos reales, es decir, en el tratamiento sádico que las familias, siguiendo el consejo de otros miembros de su comunidad, aplicaban a los niños con discapacidades: «Abundan las evidencias de que estos relatos legendarios no son representaciones erróneas ni exageradas del maltrato que recibían los niños que se sospechaban cambiados».39
Ashliman prosigue diciendo que «las historias con este tipo de finales fantasiosos proporcionaban esperanza, deseos cumplidos y evasión en una época plagada de defectos de nacimiento y enfermedades infantiles debilitantes».40 Al leer estas explicaciones, no podía evitar pensar en mis encuentros con los padres y madres que culpaban a las vacunas en el campo de fútbol o en el YMCA. Las historias que me contaban para explicar la extrañeza súbita de sus hijos encajan casi a la perfección con las de los niños cambiados: mi niño era perfecto, normal, hasta que sucedió algo (la vacuna), y ese algo lo convirtió en otra cosa, en un doppelganger, en una versión distorsionada de sí mismo. Citando a McCarthy otra vez: «¡Puf! Le desapareció el alma de los ojos».
En el libro Una tribu propia: Autismo y Asperger publicado en 2015, Steve Silberman escribe que, desde que empezaron a aumentar los diagnósticos de autismo, «en internet empezaron a circular historias sobre bebés que parecían estar desarrollándose normalmente hasta que recibieron una inmunización rutinaria [...]. Los padres decían de sus hijos e hijas que habían sido secuestrados, como si un ladrón —vestido con la bata blanca de un pediatra— los hubiese robado en plena noche».41
Algunas de las reacciones de padres y madres ante estos supuestos cambiazos también tienen ecos siniestros de las leyendas de los niños cambiados. No, los Padres Guerreros de Niños Autistas no escaldan a sus hijos en agua hirviendo, pero son demasiados los que siguen sometiéndolos a distintos tipos de maltrato en nombre de una cura. Y no cabe duda de que estos padres gritan a pleno pulmón, metafóricamente cuando no literalmente, el antiguo conjuro de los niños cambiados: «¡Llevaos al vuestro y traedme al mío!».
Esta es la terrible consecuencia de que tantos padres, aconsejados por estafadores de calañas diversas, hayan decidido que la discapacidad de su hijo en realidad no es un rasgo del propio niño sino una fuerza externa y maléfica que los ha invadido. Si la discapacidad es una invasora, una forastera, una ladrona de almas, entonces, igual que con los niños cambiados, casi cualquier crueldad es justificable por parte de los padres cuando intentan exorcizar a la invasora y recuperar la vida normal y perfecta que se habían imaginado. Como ocurre con la rabia apenas disimulada que irradian algunos sectores del mundo del bienestar contra las personas que están gordas y menos obsesionadas con hacer ejercicio, esta también es una mentalidad sumamente peligrosa que se da en el seno familiar y se inflige en los cuerpos y las mentes de niños vulnerables. Y está estrechamente ligada a otra versión de doppelganger, una que atribula a sociedades enteras cuyo estado de ánimo y personalidad parecen cambiar drásticamente bajo ciertas circunstancias extremas. Hablo de lugares como Viena.
En los primeros años del régimen nazi, un grupo de médicos de Austria mostraron un profundo interés por estudiar a los niños que no se ajustaban a la versión homogénea y supremacista del colectivo ario, el Volk, en torno al cual giraba el proyecto supremacista. Ese interés encerraba una ironía estremecedora porque, apenas unos años antes, algunos de esos mismos médicos habían participado en el surgimiento de un enfoque progresista del desarrollo infantil en lo que se conocía como la Viena Roja.
Al término de la Primera Guerra Mundial, Viena se encontraba en una situación desesperada: cientos de miles de refugiados que lo habían perdido todo, muchos de ellos judíos, se hacinaban en viviendas insalubres donde las enfermedades infecciosas se propagaban a un ritmo galopante; por las calles vagaban una infinidad de niños a los que la guerra había dejado huérfanos, mientras que otros tantos veteranos de guerra, tullidos en el campo de batalla, se enfrentaban a un futuro desolador. En ese contexto, el Partido Obrero Socialdemócrata ganó las elecciones en 1919 y, hasta que los fascistas se hicieron con el control en 1934, convirtieron la ciudad en un laboratorio de políticas socialistas y humanistas, en un remanso de paz para laicistas e intelectuales judíos en un país dominado por políticos católicos conservadores. En la Viena Roja se implementaron unas formas de vida radicalmente innovadoras e inclusivas gracias a la construcción de bloques de viviendas sociales de diseño elegante, bañadas por la luz natural y con amplios patios interiores. Con aquella iniciativa se alojó a 200.000 personas de clase trabajadora —el 11 % de la población de Viena de entonces—, y todavía hoy se estudia como referente progresista en el ámbito de las políticas de vivienda social.42
Tamara Kamatovic, una académica de la época que vivía en Viena, escribe: «Los socialistas vieneses fueron de los primeros en Europa en crear programas universales de prestaciones sociales diseñados para mitigar la pobreza infantil y reparar la desigualdad de forma sistémica».43 Muchos de los edificios de pisos nuevos contaban con servicios básicos integrados, como centros de salud materna, explica Kamatovic, para que «las mujeres pudiesen recibir información sobre enfermedades y nutrición infantil de la mano de profesionales sanitarios cerca de donde vivían, [lo que] representó un esfuerzo firme por integrar los servicios de salud pública en la vida cotidiana de los trabajadores».
Este experimento socialista democrático partía de la idea nueva y radical de que los niños no eran meros apéndices de sus padres ni sus futuros estaban predestinados por su clase, y que el objetivo de la educación no debía ser adoctrinarlos para la obediencia ni preparar a los niños pobres para una vida de servidumbre. Bebiendo en los grandes avances en el conocimiento de la compleja vida interna de los niños (al fin y al cabo, estamos hablando de la ciudad de Freud), los legisladores vieneses adoptaron la creencia de que los niños tenían derechos propios y de que el objetivo de la educación era liberar todo su potencial. Tal como escribió el socialista y teórico de la educación Otto Felix Kanitz en 1925, «ahora que ya no están subyugados, ahora que ya no están despojados de las alegrías de la niñez, ahora que ya no están amenazados por la mentira que les dice que son objetos de caridad, estos niños pueden crecer para convertirse en individuos orgullosos, libres, completos y creativos».44
En la Viena Roja, este enfoque empezaba ya en el nacimiento, cuando las madres sin recursos recibían paquetes de pañales y ropa para que no tuviesen que recurrir a envolver a sus recién nacidos en papel de periódico. «Ningún niño vienés debería nacer en papel de periódico», rezaba la campaña.45 Se contrató todo un ejército de «trabajadores asistenciales» para los servicios de salud, de educación y servicios sociales; se construyeron parques maravillosos, campamentos de verano para la clase trabajadora y piscinas públicas; se abrieron guarderías y se lanzaron programas de actividades extraescolares. Los colegios incorporaron formas nuevas y experimentales de educación artística y al aire libre, dejando en muy mal lugar a los conservadores, quienes decían que aquellos niños jamás aprenderían a leer y escribir.
Pero se equivocaban: los niños de la Viena Roja florecieron y aquella sociedad construida con los niños como eje fue, en muchos sentidos, el prototipo europeo del New Deal, aunque con un objetivo igualitario más explícito. Muchos de los programas de bienestar social se desarrollaron bajo la supervisión del médico reconvertido en político socialista Julius Tandler, quien entendía que ese tipo de inversiones en la infancia eran una forma de evitar la criminalidad más adelante. Suya es esta célebre declaración: «El que construye palacios para los niños derriba los muros de las cárceles».46
No era ningún paraíso; hablamos de los tiempos en que el pensamiento eugenésico crecía a ambos lados del Atlántico, adoptado tanto por progresistas como por conservadores. En Estados Unidos, varios estados ya habían puesto en marcha programas que esterilizaban a la fuerza a los llamados débiles mentales y a otros que se consideraban una amenaza para el acervo genético. Algunos de los líderes socialistas de la Viena Roja, entre ellos el venerado Tandler, no veían utilidad alguna en las personas con discapacidades graves y problemas mentales, y se pronunciaban a favor de los programas de esterilización estadounidenses, aunque nunca instauraron sus propias versiones.
En su lugar, los médicos, psiquiatras y trabajadores sociales de Viena, en su intento por implementar la visión niñocéntrica de la ciudad, adoptaron un enfoque activista e intervencionista con los niños que presentaban problemas del desarrollo. Muchos fueron internados en instituciones de rehabilitación y en casas de acogida de distintas calidades. Tal como escribe la historiadora Edith Sheffer en Los niños de Asperger. El exterminador nazi detrás del reconocido pediatra, aquel fue un momento de experimentación: «Viena se había convertido en un crisol de ideas, donde la abundancia de educadores, pediatras, psiquiatras y psicoanalistas aplicaban distintas teorías en los colegios, los tribunales, las clínicas y un incipiente estado de bienestar».47
La institución de bienestar social insignia era la clínica de educación terapéutica del Hospital Infantil de la Universidad de Viena, llamada Heilpädagogik. Aquí era adonde se derivaba a los niños, a quienes anteriormente se habría hacinado en instituciones de tintes carcelarios o que habrían recibido el latigazo de la disciplina con la que se pretendía extinguir los comportamientos divergentes, para que los evaluaran, los educaran y se les administraran tratamientos. En este centro se empleaban unos enfoques terapéuticos asombrosamente progresistas para la época que combinaban música, arte, naturaleza, ejercicio, logopedia y juegos, además del tradicional currículo académico. Tal como documenta Silberman en Una tribu propia, cuando llegaban psiquiatras de Estados Unidos para visitar la clínica, se quedaban atónitos ante la ausencia de las pruebas y la disciplina reglamentadas que eran la norma en su país.48 Muchos de los jóvenes tratados en aquella clínica presentaban características que los médicos describían como «autistas» —del griego autos, «por sí mismo», en el sentido de que su atención se dirigía hacia el interior— y tenían dificultades para ajustarse a las normas sociales. Sin embargo, la clínica de Viena se negó durante años a asignar etiquetas diagnósticas a aquellos niños o a clasificarlos siquiera de «anormales». Los educadores observaron que muchos de los rasgos que les provocaban dificultades sociales habían estado presentes a lo largo de la historia y se habían expresado por medio de arquetipos como el del artista hiperconcentrado o el catedrático despistado, y por eso no hacía falta tratarlos como si fuesen enfermedades. Así, y en línea con los valores de la política niñocéntrica de la Viena Roja, los educadores consideraban que estos comportamientos eran, sencillamente, formas de ser, y desarrollaron apoyos específicos para los niños que estaban bajo su tutela. Pero aquello no duraría.
Ya a principios de la década de 1930, cuando el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores ya hacía más de una década que ostentaba el poder en Viena, las fuerzas fascistas ganaban terreno en las zonas rurales de Austria. En 1933, aquellas fuerzas terminaron haciéndose con el poder y enseguida prohibieron los partidos políticos rivales y los sindicatos. Muchos lucharon por defender las conquistas de la Viena Roja, pero, tras una breve guerra civil, los austrofascistas tomaron la ciudad. Para mayo de 1934, el país entero estaba controlado por el Frente Patriótico y, cuatro años después, Austria fue anexionada a la Alemania nazi. De la etapa de experimentación progresista de la Viena Roja ya no quedaba ni rastro. Los líderes socialistas, muchos de ellos judíos, huyeron al exilio. Algunos de los que se quedaron, entre ellos el teórico de la utopía de la infancia liberada Otto Felix Kanitz, terminarían siendo asesinados en los campos de exterminio nazis.
Bajo el mandato de los nazis, a los niños se los veía de otra forma: ya no eran individuos complejos con derechos, sino la clave para construir una raza superior. Para ello, debía estimularse la procreación de bebés arios deseables y evitar los nacimientos o poner fin a la vida de bebés y niños que supuestamente amenazaban la pureza colectiva.
En Viena, los nazis no abolieron todos los programas y políticas socialistas centrados en la infancia y la familia, sino que les dieron la vuelta, convirtiéndolos así en siniestros doppelgangers de sí mismos. Aquellos programas que habían ofrecido un apoyo integral a madres e hijos, incluidos muchos refugiados judíos, se reciclaron en iniciativas que proporcionaban apoyo y atención exclusivamente a las madres arias y a sus hijos, ya que eran un puntal esencial de la misión nazi de construir una raza maestra. Kamatovic explica que «bajo el mandato nazi, “el sistema de bienestar familiar” se reformuló en un sistema de bienestar racializado».49 Los programas de la Viena Roja diseñados para entender mejor y prestar apoyo a los niños que presentaban problemas sociales y del desarrollo se convirtieron en máquinas de diagnósticos, en lugares donde los médicos los clasificaban según si los consideraban útiles para el proyecto nazi o, en la jerga del partido, «indignos de vivir».50
Mucho antes de empezar a asesinar judíos a escala industrial en los campos de exterminio, los nazis practicaron y refinaron sus métodos con las personas discapacitadas en los centros psiquiátricos. En el marco de un programa de eutanasia conocido como Aktion T4, iniciado oficialmente en 1939, asesinaron a más de 200.000 personas con discapacidades. Algunas murieron en las primeras cámaras de gas del Reich; muchas otras probablemente fueron asesinadas por medio de unos actos de «eutanasia salvaje» practicados por profesionales médicos que, por iniciativa propia, decidieron seguir el principio nazi que decía que proporcionar atención a las personas discapacitadas suponía una carga económica excesiva para un país en guerra. Los cuerpos se lanzaban en fosas comunes o se incineraban. En la mayoría de los casos, a los familiares se les decía que habían fallecido a causa de una enfermedad infecciosa.
En la prestigiosa clínica infantil Am Spiegelgrund de Viena se llevaron a cabo más de ochocientos asesinatos, pero allí ni la muerte ponía fin a las atrocidades: conservaron cientos de cerebros de niños en tarros con formaldehído para experimentar con ellos. En Am Spiegelgrund se siguió investigando a partir de láminas extraídas de los restos mortales de las víctimas hasta mucho después de la guerra, hasta la década de 1980.
Una de las personas que se beneficiaron de la conversión de Austria en su propio doppelganger fue Hans Asperger, un joven médico a quien nombraron director de la afamada clínica Heilpädagogik, donde se había tratado a tantos jóvenes con autismo y otros problemas del desarrollo. Había llegado como estudiante de medicina en pleno apogeo idealista de la Viena Roja, y trabajó con psiquiatras judíos como George Frankl, quien contribuyó a formular unas teorías progresistas que hoy se consideran fundamentales en el estudio de la neurodiversidad; por ejemplo, que los cerebros se configuran de formas distintas y que la diferencia no tiene por qué ser equivalente de patología. Hasta el año antes de la anexión de Austria por parte de los alemanes, Asperger demostró haber asimilado este análisis al escribir sobre sus jóvenes pacientes con rasgos autistas que no se les podía asignar un diagnóstico categórico. «Existen tantos enfoques [del desarrollo infantil] como tipos de personalidad. Es imposible establecer un conjunto rígido de criterios para alcanzar un diagnóstico», escribió en 1937.51 Pero en cuestión de meses había cambiado de opinión drásticamente, y empezó a hacer suyo el discurso eugenista nazi al escribir sobre la necesidad de evitar «la transmisión de material hereditario enfermo».52 A los niños con rasgos autistas de los que anteriormente había dicho que no admitían diagnóstico ahora los consideraba un «grupo de niños bien caracterizado» y los llamaba «psicópatas autistas».53
El propio diagnóstico estaba imbuido de ideología nazi, bajo la cual el valor de todo individuo se medía, tal como describe Sheffer, en función de su Gemüt, un concepto complicado y de difícil traducción que, en aquella época, hacía referencia al sentimiento de vinculación con el grupo que conformaba el Volk, el colectivo ario que el Estado nazi estaba diseñando y militarizando. Según Asperger, las personas con autismo —debido a que dirigen la mirada hacia dentro y no hacia afuera, y a que muchos presentan dificultad para leer las señales sociales y tienden a dar menos importancia a la aprobación social que otros— adolecían de «pobreza de Gemüt».54 No funcionarían como miembros del equipo del Volk. La mayoría, escribió, carecían de valor social: ya de adultos, «vagarán por las calles como “originales”, grotescos y dilapidados, hablando a gritos para sí o sin preocuparse de los demás transeúntes».55 Sin embargo, sí había un subgrupo reducido, al que llamó sus «pequeños profesores»,56 que podrían funcionar excepcionalmente bien. En 1941, cuando los nazis seguían bien aferrados al poder, escribió: «Sabemos cuántos de los que un día fueron niños, incluidos casos muy difíciles, desempeñan perfectamente sus obligaciones profesionales, en las fuerzas armadas y en el partido [nazi], y no pocos ostentan posiciones destacadas. Así sabemos que el éxito de nuestro trabajo merece el esfuerzo que exige».57
Teniendo en cuenta que el programa de eutanasia ya asesinaba en masa a personas con discapacidades, lo que decía era que la mayoría de las personas autistas merecían morir, pero que los pocos que mostraban una habilidad de concentración especial podían ponerse al servicio del Partido Nazi (quizá como descifradores de código o algún otro cometido que requiriese de hiperconcentración dentro del proyecto fascista). Una investigación reciente ha demostrado que Asperger firmó la documentación para enviar niños de apenas dos años a Am Spiegelgrund, donde serían asesinados.58 En otras palabras, Asperger fue un peldaño fundamental en el sistema de clasificación que decidía quién vivía y a quién se asesinaba, un aparato que no tardaría en expandirse en una maquinaria asesina capaz de matar a millones de personas que no encajaban con el ideal ario en otros sentidos.
Sheffer considera que esto no solo empaña el diagnóstico del síndrome de Asperger, sino también, probablemente, el diagnóstico del espectro autista mucho más amplio que Asperger tanto ayudó a formular. Si atendemos a estos escritos, es evidente que tuvo mucho menos que ver con la ciencia médica que con el pensamiento fascista, ya que los nazis exigían la sumisión a un pensamiento de grupo supremacista para construir la raza aria. La postura de Asperger que establecía que los niños autistas tenían una patología porque carecían de la capacidad del Gemüt tenía menos de diagnóstico médico que de diagnóstico sumamente ideológico sobre lo que constituía el comportamiento normal: lo que les diagnosticaba era, literalmente, un déficit de fascismo. «El cometido de los psiquiatras infantiles nazis como Asperger consistía en diagnosticar el carácter de un niño conforme a las normas del régimen», escribe Sheffer.59
Al separar a sus «pequeños profesores» del resto de los niños autistas y defender que eran los únicos que merecía la pena salvar, Asperger creó la polémica distinción entre el «autismo altamente funcional» y el «autismo de bajo funcionamiento». Este es el legado de Asperger: la elevación de un pequeño grupo de niños neuroatípicos a una condición supuestamente superior a todos los demás y la participación en un aparato que sentenciaba a muerte a los niños que estaban desprovistos de esa ventaja competitiva.
La discordante carrera profesional de Asperger demuestra que, en cuestión de pocos años, las mismas instituciones y algunas de las mismas personas pueden pasar de tener unos valores centrados en la atención y la curiosidad respecto de un grupo vulnerable a adoptar una ética caracterizada por la brutalidad y la limpieza genocida. Como si alguien hubiese encendido un interruptor.
A medida que un año de covid seguía a otro y mi doppelganger y las fuerzas que ayudaba a instigar propagaban nuevas oleadas de pánico sobre el hecho de que los que nos hemos vacunado hemos perdido el alma, como en las historias de los niños cambiados, o que nuestra sangre es impura, el tipo de duplicidad que más me preocupaba tenía que ver con cuál es exactamente el proceso que sigue una sociedad hasta convertirse en su doble fascista. Wolf había dicho ya hacía tiempo que todo tirano sigue diez pasos en la ejecución de dicho cambio. Yo no creo que sea tan sencillo, y tampoco que todo recaiga en el tirano que está arriba del todo. También entran en juego el hambre y el gusto de las personas de a pie por aquellos que incitan sentimientos de superioridad y pureza. Aunque el arquetipo del doppelganger ha aparecido a lo largo de la historia para explorar cuestiones relativas a la vida y la muerte, el cuerpo y el alma, el ego y el ello, el niño real y el niño falso, lo que ahora nos ocupa es eso otro contra lo que la figura del doble, o del «gemelo perverso», hace tanto que viene previniéndonos: el tirano en la sombra que todos llevamos dentro y que espera latente en todos los países.
Aquí, Philip Roth también tiene mucho que aportar. A pesar de su ridiculez superficial, Operación Shylock termina hablando de esas formas más extensas y mucho más serias de duplicidad. El libro se sitúa en 1988 y tiene como telón de fondo el juicio real de John Demjanjuk, un trabajador de la industria automotriz ucraniano residente en Cleveland, Ohio, que fue detenido, extraditado a Israel y acusado de ser Iván el Terrible, el guarda de la cámara de gas de Treblinka famoso por su sadismo que disfrutaba provocando el máximo sufrimiento mientras gaseaba un grupo de cientos de judíos cautivos tras otro. Mientras leía el libro, poco a poco fui dándome cuenta de que la aventura aparentemente absurda de Roth con su doppelganger era en realidad un recurso para llevarnos a un territorio de consecuencias mucho más graves.
Mientras el Roth real y el Roth falso están enfrascados en su caprichosa lucha ególatra, el hombre al que se acusa de ser Iván el Terrible se está enfrentando a una sucesión de supervivientes del Holocausto traumatizados en un juzgado de Jerusalén. El Roth real acude al juicio y escucha a los denunciantes y a la defensa. Un Demjanjuk sexagenario insiste en que se está cometiendo un terrible error al atribuirle la identidad equivocada, que su tarjeta de identificación del campo de exterminio es una falsificación soviética. No es ningún monstruo, es un devoto hombre de familia, un padre y abuelo cariñoso, un jardinero prodigioso y un pilar en su comunidad suburbana. Mientras lo observa en el estrado, el Roth real imagina su defensa: «Mi corazón está con vosotros, por todo lo que habéis sufrido, pero el Iván que andáis buscando nunca fue tan simplón y tan inocente y tan pedazo de pan como este Johnny que tenéis delante, jardinero de Cleveland, Ohio [...]. Toda mi inocuidad desmiente una y mil veces las demenciales acusaciones de que se me hace objeto. ¿Cómo podría ser una cosa y la otra, a la vez?».60 Para Roth, el escritor, la corriente vida hogareña de Demjanjuk no constituía una coartada. Lo espeluznante era precisamente que alguien pudiese ser tanto una cosa como la otra, la monstruosa máquina de matar y el afectuoso hombre de familia. Los dobles coexisten, no se contrarrestan entre ellos. «Los alemanes han demostrado de una vez por todas, a ojos del mundo entero, que mantener dos personalidades radicalmente divergentes, una muy agradable y otra no tanto, ha dejado de ser prerrogativa de los psicópatas», observa el Roth real.61
Asperger también mantenía dos personalidades aparentemente divergentes: la del hombre que observaba pacientemente y redactaba perfiles sensibles y humanos de sus fascinantes «pequeños profesores», defendiendo su derecho a la vida, y la del hombre que firmó sin ningún miramiento las órdenes de traslado de unos niños menos verbales, de un encanto menos convencional. Sheffer considera que «el carácter de dos caras de las acciones de Asperger subraya el carácter de dos caras del nazismo en su conjunto»,62 un sistema que cometía atrocidades propias de la mayor depravación en nombre de la salud y el bienestar colectivos.
La naturaleza doble del carácter de Asperger ahora impregna la literatura sobre el autismo: ¿era Jekyll o era Hyde? ¿Salvador o nazi? ¿Luz o sombra? Los académicos siguen debatiéndose, pero no hace falta escoger: puede ser una cosa y la otra; no hay conflicto entre ellas. Anna de Hooge, académica sobre el autismo, escribe lo siguiente a propósito de las dos caras de Asperger, el hombre cuyo nombre catalogó a tantos otros como ella hasta que el «síndrome de Asperger» se eliminara de los manuales de diagnóstico: «Me interesa la ideología subyacente que lo hizo decidir a qué niños había que salvar y a qué niños había que enviar a Spiegelgrund. Y me interesa también de qué forma esa misma ideología sigue entre nosotros».63
Comparto su interés. Cada noche, cuando me invade la angustia leyendo lo que se dice en internet, doy con más personas que utilizan un lenguaje estremecedor para hablar de su buena genética y de sus robustos sistemas inmunitarios y de su «sangre pura» y de sus hijos perfectos como argumento contra acciones sencillas, como ponerse una mascarilla, que pueden proteger a personas algo menos fuertes y perfectas de lo que ellas creen ser. La mayoría no son conscientes de que han heredado unas tradiciones barbáricas que en el pasado pretendieron librar al mundo de niños como mi hijo. Cuando influencers relucientes y gordofóbicas escupen bilis contra cualquiera que se atreva a pedirles que tengan en cuenta su impacto en los demás, están sirviéndose de una lógica supremacista profunda sobre qué vidas tienen valor y cuáles son desechables. Y cuando los padres y madres se niegan a poner a sus hijos unas vacunas que han controlado virus como el sarampión durante generaciones porque no pueden soportar el terror de tener el tipo de hijo que los nazis declararon indignos de vivir, también alimentan esa misma lógica.
Ese es el linaje de los antivacunas de hoy. Y aun así, en su mundo del espejo pipifikado, muchos parecen totalmente convencidos de que es a ellos a quienes se los obliga a llevar el equivalente moderno de la estrella amarilla, y que son ellos los que acabarán en campos de concentración.
No tengo forma de saber si mi experiencia con la comunidad de padres de hijos autistas es representativa: tras una serie de encuentros casuales en los laterales de campos deportivos y varias salas de espera en consultas terapéuticas, salí corriendo en la dirección opuesta. Lo que sí puedo confirmar es que la industria de la desinformación sobre las vacunas convierte un sufrimiento auténtico en su presa.
Las familias de los niños con discapacidades que afectan al desarrollo viven en el mismo mundo que todos los demás, ese mundo tan generoso con los diagnósticos y tan terriblemente tacaño cuando se trata de ayudar. Ese mundo en el que acabas expulsado de los círculos de personas supuestamente serias por sus ensordecedoras carcajadas si se te ocurre hablar de construir palacios para niños pobres como medio para derrumbar los muros de las cárceles. Es fácil acabar arruinado por tener que cuidar de un niño con graves discapacidades, a pesar de tener un «buen» seguro médico. E incluso en los lugares en los que el movimiento por la justicia para las personas con discapacidades ha logrado victorias importantes para los niños en edad escolar, muchos de esos programas quedan en agua de borrajas en cuanto los niños se convierten en adultos.
Incluso en los colegios que se han visto obligados a ponerse a la altura de las circunstancias —los cuales se encuentran casi exclusivamente en distritos donde los padres y madres son en su mayoría blancos y ricos y se pueden permitir denunciarlos—, el método de enseñanza prevalente sigue siendo el del análisis conductual aplicado, el cual a menudo consiste en un sistema de caramelos y consecuencias no muy distinto del adiestramiento de perros. En Nueva Jersey, una vez superada la euforia inicial de no tener que lidiar con un abandono descarado en el sistema educativo, a menudo tenía la sensación de que a los niños atípicos se los separaba en aulas especiales y los bombardeaban con ejercicios de análisis conductual aplicado no tanto para velar por sus necesidades, sino para demostrar unos resultados asombrosos en unas evaluaciones que se sucedían constantemente. Esas evaluaciones constituían las bases de los rankings de colegios, los cuales constituían la base del valor de la vivienda, la cual constituía la base de los impuestos a la propiedad, los cuales financiaban los colegios. Y desde el momento en el que empieza el proceso de diagnóstico, a los niños se los mete en una matriz de normalidad y anormalidad.
«¿Juega correctamente con los juguetes?», preguntó el primer médico.
¿Correctamente? ¿Quién dice que sea más correcto hacer carreras con coches de juguete que apilarlos contra la pared y convertirlos en una escultura abstracta? No seré yo.
«¿Presenta conductas espejo?», preguntó un terapeuta que vino a casa para su evaluación. «¿Qué son las conductas espejo?», le pregunté como respuesta.
«¿Imita lo que haces, como en el juego de Simón dice?».
Ah. Nunca me había fijado. Pero eso dio pie a otra pregunta: ¿quería que imitase? Y en ese caso, ¿a quién? ¿A mí? ¿A los otros niños? ¿A los dibujos animados? ¿Acaso no es el impulso reflejo de copiar lo que hacen todos los demás lo que nos ha metido en parte en el lío en el que estamos? Sí, haría que todo fuese más fácil. Pero ¿tan malo es que haya algunos niños entre la multitud que bailen al ritmo de una música que solo ellos oyen?
¿De verdad necesitamos más espejos? ¿Por qué no algún portal que nos lleve a algún lugar nuevo?
La experiencia de mi familia con las discapacidades ha estado muy caracterizada por el conflicto con los enfoques que buscan nombrar, curar y controlar, pero —como siempre— existen otros enfoques, que es lo que descubrimos, para nuestra sorpresa, cuando nos mudamos a la roca. Lo cierto es que esa es la razón por la que decidimos quedarnos. Al principio estaba segura de que mandar a T. a un colegio ordinario en una zona rural, sin los deslumbrantes apoyos que teníamos en Nueva Jersey, sería un desastre. Resultó ser la mejor experiencia de su corta vida, por una sencilla razón: las presiones, las mediciones y las evaluaciones son mínimas.
No hay terapeutas especializados en autismo, pero, cuando se siente estresado, da un paseo por el bosque con una cariñosa auxiliar educativa, y hacen turnos para elegir de qué temas hablar para que se acostumbre a los intercambios que conlleva vivir en un mundo compartido con otras personas. Su maestra, de una creatividad infinita, no sé de dónde saca el tiempo para diseñar ejercicios sobre su interés reciente en los depredadores. T. me asegura que tiene la suerte de que el acoso escolar es totalmente inexistente, algo que podría cambiar y que, seguramente, cambiará. He conocido a otros que no han tenido tanta suerte por aquí, pero, por ahora, en esta comunidad, en la que no faltan marginados e inadaptados (y sí, en la que algunas ideas políticas extrañas flotan en el ambiente), está experimentando algo parecido a lo que todos los niños merecen: aceptación.
Poco después de la campaña de verano de Avi, estaba haciendo cola en la farmacia para comprar un medicamento cuando una chica joven, que aparentaba unos dieciocho años, se me puso a hablar sobre las ventajas de las mascarillas de tela en comparación con las desechables.
«No soporto las mascarillas azules», dijo. «Generan demasiada basura.» «No molestes», dijo la mujer (¿su madre?, ¿su abuela?) que la acompañaba. La agarró del brazo y la apartó de mí.
«No quiere hablar contigo», dijo, refiriéndose a mí.
No sé qué etiqueta le habría puesto un médico a aquella joven, pero sospecho que no sería muy distinta de la que le pusieron a mi hijo.
«No, si no me molesta», dije. «Total, solo estoy esperando.»
Y nos pusimos a hablar. Sobre los beneficios de las mascarillas de tela (más suaves, más bonitas, mejores para el medio ambiente); sobre cuántos hermanos y hermanas tengo (uno de cada); sobre qué edad tengo. Y mientras hablábamos, me fijé en que su cuidadora se relajaba visiblemente y bajaba la guardia.
He tenido varias experiencias de este tipo, normalmente mientras hago cola, y siempre siguen el mismo patrón: primero aparece la simpatía de la persona neuroatípica, la cual pincha mi burbuja de aislamiento público (que a menudo consiste en unos auriculares); luego llega la vergüenza y el pánico del padre o abuelo, y, finalmente, el alivio de tener permiso para no sentir esas emociones que tanto duelen sobre una persona a la que quieren y que les ofrece un pequeño cobijo en una tormenta infinita.
Sé un poco cómo se sienten. Cuando yo todavía era adolescente, mi madre tuvo una apoplejía grave y perdió muchas de sus capacidades físicas de forma permanente, así como algunas de sus habilidades cognitivas. Como cuidadora, pronto descubrí que la indiferencia reina en nuestro mundo y aprendí a reconocer las miradas de asco e impaciencia de personas que claramente creían que las discapacidades debían esconderse. Y aun así, cargaba con mi propia vergüenza y no siempre era capaz de ver la belleza de las distintas formas en que los cerebros humanos se encuentran e interactúan con el mundo.
Mi punto de inflexión llegó cuando T. estaba en la guardería. A la entrada del colegio había una estructura sencilla para que los niños jugasen, y me fijé en que a T. le estaba costando. Entonces llegó una niña de su clase que empezó a saltar y balancearse como una gimnasta profesional, con el largo cabello acariciando el polvoriento suelo al colgarse bocabajo. ¿Cómo sería —me pregunté— tener un hijo así de capaz? ¡Y así de tierna! La niña se detuvo un momento e intentó ayudar a T. a entender cómo cruzar colgándose de las barras como un mono. Las niñas seguras de sí mismas que sacan tiempo para mi hijo me tienen robado el corazón.
Entonces llegó su padre, y lo felicité por la brillantez de su hija y su amabilidad con un niño que es diferente del resto. Aquello precipitó un arrebato de alardeo maníaco con el que descubrí, en cuestión de muy poco tiempo, que además de su evidente talento como gimnasta, su hija de cinco años era capaz de recitar soliloquios de Romeo y Julieta, competía en torneos de ajedrez, tocaba el violín y jamás había ingerido nada que llevase azúcar refinado.
Me sentí agotada. Me parecía que las Olimpiadas de la perfección en las que aquel dúo de padre e hija era evidente que despuntaban eran algo muy triste. Aquella pequeña ya brillaba con luz propia, no hacía falta que la pulieran hasta convertirla en un trofeo. Pero, si soy sincera, también pensé que, si yo tuviese un hijo capaz de moverse por el mundo con aquella facilidad, me sería casi imposible resistir la tentación de vivir a través de él y tratar de ganar todos los premios que nuestro despiadado orden económico pueda ofrecer a los pocos a quienes se considera dignos de mérito. En ese momento me di cuenta del regalo tan especial que es tener un hijo cuyas diferencias innatas siempre le impedirían competir en esa carrera. Para entonces, ya estaba en su propio campo, inventando sus propias reglas: unas reglas que están muy bien, que quizá lo lleven a lugares muy interesantes cuando crezca, pero, eso sí, unas reglas que solo él sería capaz de descodificar.
Miré a T. mientras se deslizaba por el tobogán de plástico, con tanta alegría como torpeza, y le di las gracias por darnos a los dos aquella salida.
Me he angustiado por haber compartido estos detalles, por pocos que sean, sobre T., este ser maravilloso que nació sin la armadura protectora que muchos damos por sentada. Espero que, cuando sea mayor, esté de acuerdo con que mereció la pena dejar entrar algo de luz en los rincones sombríos del mundo de los padres de hijos autistas. También dudé sobre si debía compartir la historia sobre aquel padre orgulloso, porque podría reconocerla y sentir una punzada de dolor. ¿Se lo merece, si solo fue alguien que seguramente mostró unas ganas ligeramente excesivas de impresionar a alguien a quien acababa de conocer? Puede que no. Pero aun así creo que es importante tener en cuenta su actitud, porque, a diferencia de muchas de las otras cosas sobre las que he escrito, no tiene que ver con los ridículos sucesos del mundo del espejo, sino con lo que ocurre en los círculos que se precian de atender a la razón y al humanismo y a la ciencia y de preocuparse por los más desfavorecidos al tiempo que se definen como distintos de ellos.
Son los padres y madres liberales y acomodados los que han convertido la infancia en una carrera armamentística de logros en la que la admisión en una universidad de élite es solo la primera de muchas líneas de meta, pero es tan importante que sus hijos se ven obligados a convertir sus traumas más íntimos en historias de superación (mientras que las familias más ricas solo tienen que sobornar y hacer trampas para poder entrar, como hemos visto todos en escándalos recientes). También me preocupa que haya miembros de esta misma clase de padres liberales que, en unos años, se convenzan a sí mismos de que un poquito de modificación genética embrionaria para mejorar el coeficiente intelectual o las habilidades atléticas o la altura de su futuro hijo no es solo su prerrogativa, sino su obligación.
El mundo se está yendo de madre, se dirán. Y por eso mis hijos necesitan una ventaja competitiva. O tal como me dijo hace poco Bill McKibben: «En lugar de encontrar la manera de tener un mundo en el que todos puedan prosperar, quieren que sus hijos prosperen en un mundo que se cae a trozos».
Eso es lo que más me perturba de la carrera de la perfección que se ha instalado en los mundos solapados del bienestar y la paternidad: el malestar estructural y generalizado del que es tan evidente que los ultrasanos e insistentemente perfectos están huyendo. De ese malestar que nos tiene rodeados. Al final, sospecho que gran parte de los reflejos y duplicidades que estamos viendo se reducen a quién y a qué no podemos soportar ver, mirar de verdad, ya sea en la sociedad, en nuestro pasado o en el tumultuoso futuro que se acerca a toda velocidad. Hay muchas formas distintas de tratar de ganarle la carrera a nuestras sombras; sucumbir a los mundos conspirativos es solo una de ellas. Y era hacia la confrontación con esas sombras hacia lo que este ejercicio cartográfico me conducía, inexorablemente.