Capítulo 11

Calma, conspiración... capitalismo

El año 2007, yo estaba de gira, dando conferencias sobre La doctrina del shock, y aquel día tenía parada en Portland, Oregón. Me vino a recoger al aeropuerto una de las organizadoras, una amable mujer de pelo cano visiblemente estresada. Me explicó que había en la ciudad un grupo muy activo de conspiranoicos, y que había llegado a sus oídos que existía un plan para boicotear mi acto de la tarde.

Así era, y consiguieron su propósito. En mitad de mi charla en una iglesia de la ciudad, un par de tipos con sudaderas de capucha desplegaron desde un palco una pancarta en que se leía «EL 11-S LO ORGANIZÓ EL GOBIERNO».

Las teorías conspiranoicas estaban a la orden del día en aquel momento, y una parte de la izquierda las toleraba o hasta las promovía. La estrategia del movimiento, espoleado por el documental de bajo presupuesto Loose Change (el Plandemic de aquellos años), consistía básicamente en intentar que personalidades relevantes críticas con la administración Bush «admitieran» que, en el fondo, todos sabíamos que Dick Cheney y George W. Bush habían conspirado para volar las Torres Gemelas y hacer que pareciera un atentado terrorista. Reventaron el turno de preguntas en muchas de mis charlas, como le hicieron también a mi amigo Jeremy Scahill cuando promocionaba su libro Blackwater: el auge del ejército mercenario más poderoso del mundo.

Desde entonces, se han sucedido suficientes incidentes de ese tipo para poder concluir que la línea que separa las teorías conspirativas sin fundamento de las investigaciones fiables no es tan nítida ni tan estable como a muchos nos gustaría creer. Está claro que hay mucha gente que lee indistintamente periodismo de investigación, análisis basados en hechos y tesis conspirativas gratuitas, y llega a sus propias conclusiones combinando las tres cosas en pie de igualdad.

A ojos de un investigador, las diferencias entre los tres géneros deberían ser palmarias. Los investigadores responsables se ajustan a una serie de estándares compartidos: recurrir a dos o tres fuentes, verificar los documentos filtrados, citar estudios revisados que hayan pasado un examen de pares, abordar con transparencia las incertidumbres, compartir secciones de texto con expertos reconocidos para asegurarse de haber entendido bien los términos técnicos y los métodos de investigación, someter los datos al examen de verificadores antes de la publicación y finalmente pasar el documento a un abogado especializado en libelos (o, en el caso de mis libros, a varios, a razón de uno por territorio). Es un proceso lento, caro y minucioso, pero no conocemos una forma mejor de convenir en que una noticia es verdad.

Los influencers de las conspiranoias realizan lo que he llegado a considerar un doppelganger del periodismo de investigación, porque imita muchas de sus convenciones estilísticas pero se salta sus barreras de seguridad. Wolf es una profesional de esta técnica: una y otra vez, asegura que ha encontrado una «prueba irrefutable» o que tiene una «exclusiva sensacional»; hace referencias constantes a decenas de miles de páginas de documentos científicos, así como a metadatos que nadie se va a tomar la molestia de comprobar si dicen lo que ella dice que dicen (habitualmente, que se ha cometido un «genocidio» mediante las vacunas del covid; y no, los documentos que cita y que he podido consultar no demuestran eso en absoluto).

Al igual que la caterva de negacionistas profesionales del cambio climático que intentan «refutar» la avalancha de pruebas científicas del calentamiento del planeta aportando tablas de temperaturas totalmente descontextualizadas, datos obsoletos y un torrente de abstrusos términos científicos, Wolf se aplica a una tarea que podríamos calificar de remedo de la ciencia. Adereza sus comentarios con terminología médica de la que abusa sin la menor contención, divagando sobre «nanopartículas lipídicas», «proteínas de la espícula» y la «barrera hematoencefálica» a tal velocidad y de modo tan ininteligible que hasta Steve Bannon tiene que suplicarle: «¡Más despacio! ¡Más despacio!».

La exposición constante a ese tipo de discurso nos acaba sumiendo en un estado reflexivo de recelo permanente que el profesor de filosofía brasileño Rodrigo Nunes bautizó como negacionismo.1 Esto, en un estado vuelto del revés, como lo está todo en el mundo del espejo, sirve a los intereses de la derecha y perjudica a la izquierda, porque —afirma Nunes— «reemplaza las verdaderas amenazas que asoman por el horizonte por versiones distorsionadas, como los espejos deformantes de los parques de atracciones. Por tanto, el problema de la democracia no son las élites políticas, que en todas partes están condicionadas por los intereses de las grandes empresas y los mercados financieros, sino una camarilla secreta de pedófilos que planea instaurar un Gobierno mundial». Igual que «el problema medioambiental no es el cambio climático, sino la utilización de la ciencia como arma al servicio de una agenda política empeñada en alterar nuestro estilo de vida e impedir el crecimiento». A todo ello podemos añadir ahora que el problema del covid no sería una enfermedad infecciosa muy contagiosa que combatieron de mala gana las farmacéuticas, orientadas como están a conseguir beneficios, y unos Estados reducidos a la mínima expresión, sino una aplicación con la que se pretendía convertirnos en esclavos.

Será por eso por lo que a los tipos como Bannon, financiados por una casta rotatoria de milmillonarios, les encantan las teorías conspiratorias, al margen de que personalmente se las crean o no, porque confían en que desviarán la atención de los escándalos de los que nos enteramos —y que muchos han demostrado con gran esfuerzo— hacia noticias más sensacionales, siempre a punto de demostrarse pero nunca demostradas del todo. (¡Es verdad, hubo fraude electoral! ¡Es verdad, las vacunas están matando niños! ¡Y médicos!)

Desde la crisis sanitaria mundial del covid, ha habido un aluvión de ejemplos reales de corporaciones que especularon con el virus, y de iniciativas cínicas de líderes políticos para vender al mejor postor servicios públicos vitales con la excusa de la emergencia. Se destinaron billones a respaldar mercados y rescatar multinacionales, para luego asistir a despidos masivos de trabajadores; los ultrarricos incrementaron sus fortunas a un ritmo indignante, desplumando a sus clientes y disparando el coste de la vida. Todo eso justificaría de sobra una revuelta democrática popular, sin necesidad de más adornos (igual que habrían debido bastar la invasión ilegal de Irak y los cientos de miles de vidas que se perdieron, sin necesidad de sugerir que el 11-S lo hubiera planeado el Gobierno estadounidense). No hacía falta poner el grito en el cielo por el apartheid al que supuestamente se sometió a los no vacunados habiendo un apartheid de verdad entre países ricos y pobres en materia de vacunación; ni inventarse fantasías delirantes sobre «campos de internamiento» por el covid cuando se permitía al virus hacer estragos en las cárceles, las plantas de envasado de carne y los almacenes de Amazon, como si la vida de quienes trabajaban allí no tuviera ningún valor. En un mundo justo, habríamos estado hablando a todas horas de esos escándalos, reales y demostrados; la mayoría no lo hicimos, en parte porque el tiempo se nos iba en discutir las consecuencias negativas que podían derivarse de inventar conspiraciones.

La calma como forma de resistencia
al shock

Suelo describir la labor a la que he dedicado mi vida como «reconocimiento de patrones». Recuerdo el momento en que, como en una epifanía, caí en la cuenta de que había una conexión entre la creciente precariedad del trabajo, la concentración de la propiedad de industrias clave y el crecimiento exponencial de los presupuestos de marketing que caracterizaba las huecas estructuras corporativas de las principales marcas que apelan a un determinado estilo de vida. No se trataba de un plan maestro concebido por una camarilla, pero había un flujo, un patrón, que entrelazaba modas aparentemente dispares en un relato coherente sobre una nueva iteración del capitalismo. Fue en ese momento cuando decidí escribir No Logo, y era una sensación tan fuerte que un cuarto de siglo después aún recuerdo dónde estaba sentada y qué estaba haciendo (en el suelo, hablando por el fijo con un estudiante de periodismo) cuando comprendí que todo encajaba.

Escribí La doctrina del shock con la esperanza de proporcionar una sensación de orientación similar. Por aquellos años, los atentados del 11S habían revuelto las señales políticas y sacudido la confianza de muchos amigos y colegas. Me vi de nuevo buscando una historia de conexiones: esta vez, entre nuestro momento de posterror y la forma en que, a lo largo del medio siglo anterior, se aprovecharon otros shocks para forzar políticas que despojaban a otros pueblos y naciones de derechos, de intimidad y de riqueza de titularidad común. En el torrente de datos inconexos que llegan a nuestros terminales, está claro cuál es el papel del investigador-analista: encontrarles algún sentido, ordenar un poco los acontecimientos, trazar mapas de poder. La reacción más significativa que he obtenido a lo largo de mi carrera como escritora vino del más encantador de los cartógrafos literarios, John Berger, cuando le envié las galeradas de La doctrina del shock. Mucha gente me ha dicho que la obra la enfureció, pero su respuesta fue muy distinta. Escribió que, en su opinión, el libro «provoca e infunde calma». Cuando las personas o las sociedades entran en un estado de shock, pierden sus identidades y sus puntos de anclaje, observó. «Por tanto, la calma es una forma de resistencia.»2

Pienso en sus palabras muy a menudo. La calma no reemplaza la justa ira o la rabia ante la injusticia, que son ambas potentes palancas de un cambio necesario, pero es un requisito previo de la claridad mental, de la capacidad de establecer prioridades. Si un shock provoca pérdida de identidad, la calma es el estado que nos permite volver a ser nosotros. Berger me ayudó a entender que la búsqueda de la calma es la razón por la que escribo: para atemperar el caos que reina a mi alrededor, en mi propia mente y también en la de mis lectores, o eso espero. La información es casi siempre inquietante y, para muchos, traumática; pero, según yo lo veo, mi objetivo nunca debería ser sumir a quienes me leen en un estado de shock, sino que debería ser sacarlos de él.

Después de empaparme de las palabras y acciones de mi doppelganger a lo largo de este prolongado período, me llama la atención que ella parece tener un objetivo muy distinto. Wolf describe repetidamente su estado mental como «aterrorizada». Califica su propia investigación sobre las vacunas del covid de «espeluznantemente espeluznante», y las medidas de salud pública a las que ha decidido declarar la guerra no las describe ya de equivocadas, ni siquiera de peligrosas, sino de «para quedarse de piedra».3

«No quiero caer en la exageración», le dijo a Steve Bannon hablando de los funcionarios del Departamento de Sanidad que dejaban información básica sobre la vacunación en los portales de las casas.4 Y a continuación predijo: «Se llevarán a tus hijos si no los has vacunado, ya verás, es el siguiente paso. O te meterán en un campo en cuarentena, si no puedes enseñarles un certificado de vacunación. O sea, eso puede sonar un poquito... aprensivo o exagerado...». Sí que suena así. Siempre suena así. Es como se supone que ha de sonar. El efecto de la cultura de la conspiración es lo contrario de la calma; es sembrar el pánico.

La conspiración es... el capitalismo

Aquí es donde la cosa se complica, como ocurre siempre en el reino de los doppelgangers. Cuando escritores y estudiosos radicales y antisistema intentan analizar los sistemas subyacentes que establecieron el poder en nuestro mundo y lo sostienen, incluida la existencia probada de operaciones encubiertas encaminadas a eliminar amenazas a esos sistemas, es habitual que se los desdeñe tildándolos de teóricos de la conspiración. Lo cierto es que esa es una de las tácticas más manidas para enterrar y marginar ideas que no convienen a quienes manejan los hilos del poder económico y político o se sienten atacados personalmente por los análisis anticorporativos, anticapitalistas o antirracistas porque las críticas los salpican. Todos los analistas del poder serios y de izquierdas, de Marx en adelante, han sido objeto de ese escarnio.

En su empeño por contrarrestar la espiral de desinformación sobre el covid, muchas instituciones públicas incurrieron en esa misma táctica. Por ejemplo, la Comisión Europea publicó una guía que definía las teorías conspirativas como «la creencia según la cual ciertos acontecimientos o situaciones están secretamente manipulados entre bastidores por poderosas fuerzas con intenciones aviesas».5 Muy bien, pero eso omite el factor más importante: que la teoría en cuestión sea falsa o al menos no esté demostrada. Porque hay multitud de acontecimientos y situaciones —crisis financieras, carestías energéticas, guerras— que están sin duda «manipulados entre bastidores por poderosas fuerzas», y los efectos de esas manipulaciones sobre los ciudadanos de a pie son tremendamente negativos. Creer eso no lo convierte a uno en un conspiranoico; lo convierte en un observador riguroso de la política y la historia.

En mi caso, la razón de que lea y escriba sobre sistemas económicos y sociales e intente identificar sus patrones subyacentes es precisamente porque resulta estabilizador. Esta clase de trabajo sistémico es similar a poner unos buenos cimientos a una construcción: una vez que los tenemos en su sitio, todo lo que construyamos después será más sólido; sin ellos, nada estará a salvo de fuertes rachas de viento. Sí, nuestro mundo sigue siendo confuso después de que hayamos entendido esto, pero ya no es incomprensible. Siempre hay fuerzas sistémicas en juego, y muchas de ellas tienen que ver con el mandato fundamental del capitalismo de expandirse y crecer buscando nuevas fronteras.

Ese mandato explica sin duda muchas cosas sobre el tipo de duplicados que hemos discutido hasta ahora. La necesidad acelerada de crecimiento ha hecho nuestra vida económicamente más precaria, lo que a su vez trajo el impulso de convertir nuestra identidad en marcas y en mercaderías, de optimizar nuestro mismo ser, nuestro cuerpo y nuestros hijos. El mismo mandato estableció las reglas (o su ausencia) que permitieron que un grupo de frikis de la tecnología se apoderara de todo nuestro ecosistema de la información y levantara una nueva economía gracias a nuestra atención y nuestra indignación. Es la misma lógica que explica que se dejara la respuesta al covid en manos de los individuos (usa mascarilla, vacúnate), obviando la necesidad de inversiones sustanciales en el refuerzo de los sistemas públicos escolares, sanitarios y de comunicaciones. Las élites que obtienen grandes beneficios al establecer esas prioridades son las mismas que financian proyectos políticos y mediáticos destinados a enfrentar a los menos pudientes entre sí sobre la base de su raza, su etnicidad o su expresión de género, lo cual los convierte en menos inclinados a unirse por intereses económicos y de clase comunes.

Por otra parte, está claro que no es lo mismo un sistema que hace lo que se supone que ha de hacer, sin importar el coste humano, que una camarilla secreta de villanos que interfieren con el funcionamiento de una democracia por lo demás justa y equitativa. Siempre he pensado que esa es una de las principales razones por las que debe existir una izquierda: para brindar análisis estructurales de la riqueza y el poder que aporten orden y rigor a la sensación mayoritaria (y certera) de que la sociedad está amañada en perjuicio de la mayoría, y que hay verdades importantes que se ocultan tras retóricas políticas patrióticas. Porque no podemos cambiar lo que no entendemos. Y porque el sistema, efectivamente, está amañado, y es mucha la gente que lo sufre; pero, sin una comprensión clara del impulso capitalista de buscar nuevas fuentes de beneficio para asaltar y explotar, serán muchos también los que imaginen que hay una camarilla de individuos excepcionalmente perversos que mueven los hilos.

Ciertamente, ese parece ser el caso de mi doppelganger, ya desde la época de su libro El mito de la belleza. «De algún modo, en algún lugar, alguien debió de averiguar que [las mujeres] compran más cosas si se las mantiene en una situación de aspirantes a “bellezas”, con su corolario de odio a sí mismas, permanente sensación de fracaso, hambre e inseguridad sexual», escribía entonces.6 Un postulado lógico elemental de la industria publicitaria, sobre todo al dirigirse a las mujeres, es que compramos más cosas cuando nos sentimos inseguras, pero jugar con esas inseguridades no constituye un complot para tenernos sometidas, como Wolf sugería. Solo es un ejemplo de cómo ha operado siempre el viejo capitalismo: hallando formas novedosas de mercantilizar cualquier aspecto de la vida.

Por ese mismo motivo, Wolf malinterpretó groseramente lo que ocurrió con la represión policial durante la iniciativa Occupy Wall Street. Cuando echaron a la gente de los parques, ella vio ahí una conspiración y una «guerra» contra el pueblo estadounidense al máximo nivel.7 En realidad, las policías de todo el país compartieron consejos para desalojar los campamentos por la misma razón por la que utilizaron gas lacrimógeno y espray de pimienta contra los movimientos que, una década antes, se habían enfrentado a la Organización Mundial de Comercio y al Fondo Monetario Internacional, y por la que volvieron a utilizarlos frente a las revueltas del movimiento Black Lives Matter: porque vivimos bajo un sistema cuya estructura está diseñada para proteger a las clases propietarias frente a cualquier desafío de los de abajo, unas veces mediante la represión violenta, otras mediante la apropiación de sus símbolos y a menudo mediante una combinación de ambas.

De las varias diferencias que me separan de Wolf, esta es la que más me importa, porque creo que es la principal razón de que ella y tantos otros se hayan quedado sin puntos de anclaje. Yo soy una mujer de izquierdas que centra su atención en los estragos que causa el capitalismo en nuestro cuerpo, en nuestras estructuras democráticas y en los sistemas vivos que sostienen nuestra existencia colectiva. Wolf es una liberal que jamás ha hecho una crítica al capital; lo único que pretendía era que las mujeres como ella no fueran víctimas de prejuicios o discriminación dentro del sistema, de modo que pudieran ascender como individuos. «Creo en equipar a las mujeres para que no estén indefensas en la economía de mercado», dijo hace muchos años a la periodista de The Guardian Katharine Viner.8

Wolf tenía una gran fe en la promesa de la meritocracia liberal: siguió sus reglas y fue subiendo en su ascensor, piso a piso, hasta llegar a la cima (club de debate en el instituto, Yale, Oxford, niña mimada de la izquierda mediática, asesora de algunos de los hombres más poderosos del mundo, cenas con el club de Davos). Se ha descrito a sí misma como «hija de la narrativa» y «favorita de [...] la élite de los pensadores más influyentes de la costa noreste o de ambas costas».9 ¿Qué pasó, entonces? ¿Descubrió en un momento dado que ese orden de la élite liberal, la misma que la había aupado tan alto, no era lo que aparentaba? ¿Que en realidad el sistema no era justo, sino que estaba plagado de reglas amañadas y promesas falsas y crueles? ¿Fue entre los escombros de ese concepto del mundo que había colapsado sin que nada pudiera reemplazarlo donde llegó a ver un laberinto de camarillas y conspiraciones?

Jack Bratich, un estudioso de la comunicación de la Universidad Rutgers que ha investigado el tema de las conspiraciones, me explicó esa posible trayectoria de la siguiente manera: «La apuesta de los liberales por el individualismo nos lleva a contemplar el poder como atributo de individuos o grupos y no de unas determinadas estructuras. Al prescindir de un análisis que tome en consideración el capital o las clases, acaban recurriendo a los cuentos que difunde Occidente sobre el poder del individuo para cambiar el mundo. Pero los relatos heroicos se pueden convertir fácilmente en relatos de villanos».10 Este punto es trascendental: la cultura de la conspiración no cuestiona el hiperindividualismo presente en el origen de tantas crisis que alcanzan el punto de ruptura, sino que lo que hace es reflejarlo, echando toda la culpa de los males que aquejan a la sociedad a individuos excepcionalmente poderosos: Fauci. Gates. Schwab. Soros.

Dice Wolf que las medidas sanitarias de prevención del covid la llevaron a creer en la existencia de un mal satánico. Es una pena que no la llevaran a perder parte de su fe en el capitalismo.

El shock de la interconexión

Por ese tránsito de las narrativas de héroes a las de villanos empieza a explicarse que tanta gente en apariencia apolítica se haya podido obsesionar con terroríficas teorías conspirativas sobre el covid. Muchos, como Wolf, habían seguido las reglas para ganar posiciones en ese sistema quebrado, y les había ido bien. Habían puesto en marcha su propio negocio, ahorrado algo de dinero, obtenido créditos, conseguido tal vez unos ingresos extra como pequeños propietarios. Aceptaron la premisa de que su trabajo era cuidar de sí mismos y de sus familias y que no se les podía exigir nada más (por mucho que la escalada de los precios de la vivienda, las matrículas universitarias, los servicios médicos y la energía pusieran la simple logística de esa clase de cuidados cada vez más fuera del alcance de la mayoría). Se habían tragado el cuento de que sus comodidades y éxitos eran fruto únicamente de su ingenio, su esfuerzo y su trabajo (no de sus trabajadores, ni de sus cuidadores, ni de unas políticas comerciales que favorecen a los países ricos ni, por descontado, de su raza o su clase social). Y entonces, de repente, nos vimos todos frente a una crisis que exigía que actuáramos como más que individuos, más que familias, más que países, porque el hecho es que estamos todos interconectados. Y ese fue un shock aún mayor que el covid.

No basta con tratar de entender cómo se ha vuelto todo tan raro: también tenemos que entender lo raras que eran las cosas ya desde antes. En la era liberal que comenzó en la década de 1970 y aún no ha terminado, se quiso ver en toda dificultad y en cualquier adversidad —desde la pobreza a la deuda estudiantil, pasando por los desahucios y la drogadicción— una patología: el fracaso personal. En cambio, cualquier éxito es alabado como prueba de la relativa superioridad del hombre supuestamente hecho a sí mismo. Y, naturalmente, esos engaños del individualismo feroz se extienden mucho más allá del medio siglo que lleva el neoliberalismo desmontando el Estado social. La mayor parte de quienes vivimos en países nacidos del colonialismo, como Estados Unidos, Canadá y Australia, nunca hemos valorado con rigor el hecho de que si nuestras naciones existen se debe solo al doble latrocinio de tierras y pueblos, ni que la esclavitud y el genocidio fueron los sangrientos subsidios que permitieron a los colonos —muchos de ellos condenados a su vez a colonizar en castigo por algún delito— emprender la aventura de hacerse a sí mismos. Como tampoco lo han hecho los países europeos que, de entrada, se embarcaron en aquellas cruzadas coloniales.

Ahora estamos recogiendo la cosecha podrida de décadas de sembrar deliberadamente la desconfianza: desconfiamos de la noción misma de ser miembros de comunidades y sociedades, desconfiamos de cualquier expectativa de que el Gobierno pueda y deba hacer algo positivo por nosotros. «Eso que llaman sociedad no existe», declaró en su día Margaret Thatcher.11 ¿De verdad puede sorprendernos que tanta gente le creyera? Esa forma empobrecida de ver el mundo y de vernos unos a otros lleva en circulación tanto tiempo, y se ha expresado en tantos dialectos (represión sindical, crueldad fronteriza, hospitales y colegios públicos que se desmoronan), que el concepto mismo de «bien público» nos resulta ajeno. Tan ajeno que cualquier política que exija algo de los individuos —ya sea frente al covid, la crisis climática o la crisis de desigualdad— se percibe en el mundo del espejo como parte de un complot de China para imponer en Occidente los valores de su Partido Comunista.

Naturalmente, a nuestras sociedades —edificadas sobre la base de un concepto de la libertad opuesto a cualquier injerencia del Estado y de la firme determinación de no ver lo que tenemos delante de las narices como un estilo de vida— les costó asimilar el shock del covid. Esta era una crisis que únicamente podía abordarse si todos decidíamos vernos de verdad unos a otros, incluso a quienes viven y trabajan en la sombra; una crisis a la que solo se podía hacer frente mediante la acción colectiva y la disposición a hacer algunos sacrificios individuales en aras del bien común. ¿Cómo olvidar aquellas primeras semanas tan delicadas en que la vida se paralizó, en que tantos de nosotros estuvimos solos, pero al mismo tiempo más conectados que nunca? Cada vez que inhalábamos fuera de casa nos veíamos obligados a preguntarnos quién más había exhalado en ese aire. Cada vez que tocábamos cualquier cosa —el pomo de la puerta, el botón del ascensor, un banco del parque, los envases de comida, un paquete postal— teníamos que preguntarnos quién más lo había tocado. ¿Estaban sanos? Si no lo estaban, ¿tenían derecho a una baja laboral? ¿Y a la atención sanitaria? La ilusión de independencia se desvaneció. No éramos, después de todo, personas hechas a sí mismas. Nos hacemos —y nos deshacemos— unos a otros.

Nuestros Gobiernos no hicieron ni por asomo lo que podían y debían haber hecho para disponer una verdadera infraestructura de cuidados y solidaridad durante la pandemia; no, si lo comparamos con lo que sabemos que es posible hacer por la experiencia del New Deal y de la movilización del frente doméstico durante la Segunda Guerra Mundial. Así y todo, el período en que muchos Gobiernos pagaban a la gente por quedarse en su casa y ofrecían pruebas del covid y vacunación gratuitas supuso una desviación histórica extrema respecto a la tendencia imperante en materia de políticas públicas durante el medio siglo anterior, que fue una larga huida de la simple idea de que nos debamos algo unos a otros por el simple hecho de compartir una misma condición humana. No tuvieron elección. De no ser por aquellas medidas, habrían muerto innecesariamente millones de personas más, y economías enteras se habrían colapsado.

No está de más recordar que se tardó décadas en «desocializar» a la gente para que aceptara las crueldades del neoliberalismo. La histeria racista y xenófoba, dirigida contra negros e inmigrantes, fue el caldo de cultivo ideal para que una sucesión ininterrumpida de políticos y gigantes de la comunicación aprovecharan la aprobación de programas sociales (concebidos para ayudar a todos los necesitados) para tachar a sus beneficiarios de «reinas del bienestar», «superdepredadores» e «ilegales». No hace falta que revivamos las décadas de 1980 y 1990. Pero lo que sí hace falta para determinar el perfil y los acontecimientos del mundo del espejo es entender una cosa: que el legado de unos mensajes, repetidos durante generaciones, que enfrentaban entre sí a los miembros de una misma sociedad no va a desaparecer de la noche a la mañana solo porque haya una pandemia. Y, sin embargo, curiosamente, era precisamente eso lo que la mayoría de los políticos de centro esperaba cuando estalló el covid, lo que venía a ser una forma de pensamiento mágico. El mensaje de gran parte de nuestras clases política y corporativa cambió de forma radical. Resultó que sí que éramos una sociedad después de todo, que los jóvenes y sanos debían hacer sacrificios por los ancianos y enfermos; que debíamos llevar mascarilla por solidaridad con ellos, si no por nosotros mismos, y que todos debíamos aplaudir y estar agradecidos a las mismas personas —muchas de ellas negras, muchas mujeres, muchas nacidas en países más pobres— cuyas vidas y trabajos habían sido sistemáticamente más devaluados, menospreciados y relegados antes de la pandemia.

Con esas expresiones de solidaridad llegó el vértigo, el verdadero mundo al revés, ya que no tenían nada que ver con lo que durante tanto tiempo el capitalismo nos había enseñado: a no preocuparnos por los demás, a no verlos siquiera. Visto ahora en retrospectiva, no tiene nada de sorprendente que una parte de la población dijera: «Que se jodan: no vamos a ponernos la mascarilla, ni a vacunarnos ni a quedarnos en casa para proteger a gente que ya habíamos optado por no ver». También tiene todo el sentido que la gratuidad de las vacunas despertara recelos en mucha gente; sobre todo en Estados Unidos, un país que trata la atención sanitaria como una fuente de beneficio, y en el que se ha llegado a identificar la buena medicina con los seguros médicos privados. Como razonaba Kevin Newman, un agente inmobiliario de treinta y un años de Arkansas, «si el covid fuera tan grave, tendríamos que pagar por la vacuna. Todo lo demás lo cobran caro, así que ¿por qué la regalan? Es sospechoso».12

También llama la atención que las protestas por el covid se dirigieran a símbolos de la acción colectiva. En Italia y Australia, por ejemplo, manifestantes diagonalistas atacaron y saquearon las sedes de los sindicatos. «LIBERTAD», gritaban en la calle. Esa palabra grandiosa y vacía. ¿Libertad para qué? Las protestas suelen ser expresiones de un poder colectivo, basadas en el principio básico de que somos más fuertes si estamos unidos. Pero aquello era otra cosa: un conglomerado temporal de individuos atomizados que veían en todo lo colectivo un enemigo, una amenaza para cada uno de sus cuerpos y cada una de sus familias. Era, en cierto modo, una rebelión contra la conectividad, un grito contra las lecciones que de forma tan brutal nos había enseñado el virus: que compartimos con gente que no conocemos un mismo aire, los mismos hospitales, el mismo bioma; que, nos guste o no, estamos todos interconectados. No, lo que los manifestantes decían era «somos entes aislados, nos hemos hecho a nosotros mismos y no respondemos ante nadie. Somos “ciudadanos soberanos” y no podéis obligarnos a vivir en comunidad o en sociedad».13

Nada de esto tendría que haber pillado a nadie por sorpresa. Lo que sí es sorprendente, y francamente reconfortante, es que, tras décadas de ataques frontales a la idea de que vivimos en sociedad, una masa crítica de nosotros se aferró lo suficiente a un espíritu cívico de comunidad como para aceptar esas nuevas normas durante cerca de dos años, y que, además, celebrábamos la repentina aparición de un Estado social. Sí, cuando nuestros Gobiernos dieron por concluidas sus políticas relativas al covid, nos vimos de vuelta en la crisis denominada «normalidad»; pero, durante un breve período, pudimos entrever otro mundo, otro tipo de volantazo colectivo.

Algunas conspiraciones son verdad

Entender la forma en que el capitalismo en su última fase da forma y desfigura nuestro mundo puede proporcionarnos cierta estabilidad, pero eso no implica que no existan en el mundo conspiraciones demostrables y muy reales. Si definimos conspiración como una confabulación entre miembros de un grupo para llevar a cabo en la sombra algún tipo de trama maligna, los representantes del capital —tanto en el Gobierno como en el sector corporativo— se implican en conspiraciones de forma rutinaria. Caben pocas dudas de que a principios de la década de 1970 hubo una conspiración respaldada por la CIA para derrocar a Salvador Allende, el presidente de Chile democráticamente elegido, después de que nacionalizara las minas de cobre; como la hubo también en 1953 para deponer al primer ministro iraní, Mohammad Mosaddegh, cuando pretendió nacionalizar la compañía petrolera que luego se convertiría en la British Petroleum.

En La doctrina del shock expuse una historia alternativa del ascenso del neoliberalismo a través de una larga serie de intrigas bien documentadas, y no me cabe duda de que habría otras que consiguieron permanecer en la sombra. Conocemos asimismo muchos ejemplos contemporáneos de gente poderosa que conspiró contra la población general. El sistema envenenado de suministro de agua a Flint, en Míchigan, lo estuvieron encubriendo durante años funcionarios estatales. La British Petroleum y Halliburton recortaron gastos en la gestión de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, y el resultado fue el mayor vertido accidental de crudo de la historia del golfo de México, y las compañías hicieron todo lo posible por ocultar el alcance de los daños. Volkswagen conspiró durante años para falsear la cantidad de dióxido de carbono contaminante que emitían sus coches (trucados para engañar a los controladores). Coherentemente sin duda, Exxon y varias otras grandes petroleras conspiraron durante décadas para sembrar dudas y confusión sobre la realidad del cambio climático, siguiendo el ejemplo de las grandes tabacaleras. Y estos son solo los casos más flagrantes.

Esas decisiones se tomaban en alguna habitación, tal vez tenuemente iluminada. Pero, a diferencia de los delirios satánicos de QAnon, los motivos para aquellas conspiraciones eran más bien banales: una empresa minera estadounidense decidida a conservar su control sobre una importante fuente de lucrativo metal, un gigante petrolero interesado en proteger su implantación en un país rico en crudo. Maximizar los beneficios es justo lo que pretende el capitalismo... aunque para lograrlo haya de conspirar. Esto nos lleva a otra víctima del pipikismo: la expresión «Estado profundo». La habían popularizado en principio los izquierdistas turcos para describir la realidad de las actividades encubiertas de una red de militares y personalidades destacadas. Pero Bannon y Trump se la apropiaron para referirse a cualquier forma de poder —económico, judicial, mediático o de los servicios de inteligencia— que supusiera una cortapisa para su ejercicio omnímodo y a menudo inconstitucional del poder, al tiempo que lo presentaban como chivo expiatorio de sus propios fracasos. Nada era nunca responsabilidad suya; la culpa era siempre del «Estado profundo».14

En su libro La riqueza de las naciones, publicado en 1776, Adam Smith afirmaba: «Quienes trabajan en un mismo ramo rara vez se reúnen, ni siquiera por entretenimiento o diversión, pero su conversación acaba siempre en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para subir los precios».15 El escritor y editor inglés Mark Fisher fue más allá cuando señaló en 2013 que buena parte de lo que actualmente se presenta como conspiraciones no son más que «muestras de solidaridad de clase de la clase dominante».16 Quería decir con ello que en general no es más que los superricos del mundo de los negocios o del Gobierno cubriéndose las espaldas unos a otros.

Las conspiraciones de esa clase son una realidad, y hay otras que son igual de reales y bastante más sórdidas que las que se cuecen en asépticas salas de juntas de Nueva York y Londres para amañar precios, burlar normativas o torpedear a un Gobierno socialista recién elegido en algún país del Sur. Eso es así porque el capitalismo no se agota en las capas superficiales de los mercados en las que opera directamente la clase media de las regiones más ricas del planeta (supermercados y gasolineras bien iluminados, atractivas páginas web y anodinas oficinas); todo eso no es más que su escaparate. Esas actividades requieren cierto grado de explotación de sus trabajadores, dependientes y consumidores, pero también se asientan sobre las zonas más ocultas de la cadena de suministros, zonas donde hay hiperexplotación, confinamiento de personas y envenenamiento de ecosistemas que no son fallos accidentales del sistema, sino que forman parte desde siempre del mecanismo que hace funcionar nuestro mundo.

A efectos de trazar nuestro mapa, podemos llamarlas «zonas de sombra». Son el sotobosque denso y enmarañado de esta nuestra economía global, que supuestamente va como la seda, sin fricciones. Décadas de exprimir cualquier posible recurso eficiente implican que cada eslabón de la cadena —las minas y granjas industriales de donde se extraen las materias primas; las fábricas y los mataderos que transforman esos materiales en piezas y productos acabados; los trenes y barcos que los transportan a través de continentes y océanos; los almacenes que los clasifican y los guardan para tenerlos listos al toque de un clic de cursor; los camiones y furgonetas que los entregan cuando llega ese clic; las montañas de desechos y los canales envenenados a los que van a parar los residuos de cada fase; los deslumbrantes patios de recreo en que los superricos disfrutan de su botín— cuenta una historia de saqueo distinta, pero asombrosamente familiar.

Lo que es alarmante no son tanto las historias en sí como el hecho de que ya no parecen causarnos la menor alarma. Un cuarto de siglo después de la publicación de No Logo, parece que hemos asumido que la ropa que se pone una joven en Nueva York, Londres o Toronto supone que otra joven ha tenido que arriesgarse a ser incinerada en alguna fábrica textil de Daca. O que las redes para impedir el suicidio de trabajadores desesperados sean un elemento arquitectónico normal de la fábrica que produce nuestros móviles en Shenzhen, en China. O que ciudades como Dubái y Doha sean construidas y mantenidas por ejércitos de inmigrantes que viven y trabajan en condiciones tan penosas que si mueren en accidente laboral los empresarios que los contrataron no deben responder de nada. O que los trabajadores de un almacén de Nueva Jersey tengan que luchar con uno de los tres hombres más ricos del mundo para que la duración de las pausas les permita ir al servicio. O que los moderadores de contenidos de Manila hayan de pasarse el día contemplando decapitaciones y violaciones de niños para asegurarse de que a nuestros terminales llega solo información «limpia». O que nuestro frenético ritmo de consumo y uso de energía provoque incendios en los lujosos suburbios de Los Ángeles y Sonoma que deben combatir presos a los que se pagan unos pocos dólares al día por desempeñar un trabajo tan peligroso, mientras que emigrantes de países centroamericanos que han sufrido allí desastres climáticos recolectan aguacates y fresas respirando un aire tóxico, y que si caen enfermos o reclaman mejores condiciones sean enviados de vuelta a sus casas sin contemplaciones, desechados como fruta macada.

Pero es que, además, esos son los afortunados, los que han salido mejor librados. Tienen un trabajo que les permite enviar dinero a sus familias o pagarse algunos lujos en la cárcel. Un número ingente de otras personas se ven atrapadas en rincones aún más siniestros de nuestro mundo: centros de internamiento de extranjeros, pateras que no aguantan una leve tormenta o ciudades de tiendas de campaña que crecen en nuestras rutilantes urbes mientras la propiedad inmobiliaria es objeto de una especulación cada vez más lucrativa. Pero las fricciones no desaparecen porque dejemos de verlas: solo se desplazan a esas otras vidas que son pura fricción, en las zonas de sombra.

Esa penumbra está asociada igualmente a conspiraciones reales. No es solo que esa gente viva y trabaje en condiciones penosísimas, sino que, dado que se las mantiene deliberadamente en la sombra para salvaguardar las ilusiones de la modernidad, también son víctimas de prácticas habituales que rozan el sadismo más extremo: las zonas de sombra son lugares en que los abusos físicos y sexuales por parte de supervisores y guardias son rutinarios. Y eso es así porque la vida de los que se ven más afectados —pobres, indocumentados en situación legal precaria, en su mayoría negros o de piel morena— se da por amortizada. En las zonas de sombra, abusan de esas personas porque pueden. Y esto, a su vez, exige que se conspire para proteger a los culpables y para proteger a los consumidores que conspiramos para seguir en la ignorancia y conservar la inocencia mientras paseamos por las partes mejor iluminadas de la cadena de suministros.

Hay además otra clase de conspiración, relacionada con la anterior, que debe sacarse a la luz; se deriva directamente del hecho de que cuando a un pequeño estrato de la población se le permite hacerse más rico que a los monarcas de la era victoriana, como ha sido el caso en las zonas de sombra, a algunos de los que respiran ese aire enrarecido se les va a meter en la cabeza la idea de que ellos están por encima de la ley. Que es tanto como decir: creo que muchos secretos de hombres poderosos murieron cuando Jeffrey Epstein murió en la cárcel, y no estoy segura de que lleguemos algún día a saberlo todo. ¿Y tú?

El poder y la riqueza conspiran para protegerse. Lo hacen en público y también en privado. Lo hacen bajo los focos y también en la sombra. De modo que, si tratamos de entender las ridículas teorías que circulan por el mundo del espejo, deberíamos tener mucho cuidado de no acabar diciendo que no hay sadismo ni depravación, que solo un conspiranoico lunático se creería semejante disparate. Porque un orden económico que asume desigualdades tan extremas como las que vemos —con milmillonarios fletando cohetes que son un monumento a su vanidad sobre océanos de humanidad indigente— es en sí mismo una clase aparte de depravación, y ese nivel de injusticia multiplica la depravación de forma rutinaria.

El problema ya no es que no conozcamos esas verdades tan bochornosas, sino que somos demasiados los que no sabemos cómo conocerlas. Todos sabemos que nuestro mundo se asienta sobre las zonas de sombra, pero ¿qué hacemos con ese conocimiento? ¿Dónde nos lleva? ¿Hacia dónde se desvían la indignación, la vergüenza y la tristeza?

Tras dos décadas y media informando sobre los crímenes de nuestras élites oligárquicas, paso por temporadas en que la impunidad de todo el asunto me desespera. Los talleres esclavistas del tercer mundo y los vertidos de crudo. La invasión de Irak. La crisis financiera de 2008. Los golpes de Estado que lanzaron al mar desde helicópteros a una generación de idealistas en América Latina. El ataque coordinado desde Washington a la incipiente democracia rusa postsoviética que propició el auge de los oligarcas y le allanó el camino a Vladímir Putin. Que toda esa gente se fuera de rositas me resulta sencillamente intolerable. Ninguno pagó por sus actos. Todos revalorizaron su marca. Henry Kissinger sigue asesorando presidentes. A Dick Cheney se le ensalza como republicano razonable. Robert Rubin, uno de los hombres que ayudó personalmente a inflar la burbuja de los derivados financieros que cortocircuitó la economía mundial en 2008, se dedica ahora a advertir que no podemos correr para impedir un cambio climático catastrófico. Se me hace un nudo en la garganta. Mi corazón se acelera. Los días malos, siento que voy a explotar. La impunidad puede volverte loco. Quizá hasta pueda volver loca a toda la sociedad. «El abuso de poder genera denuncias de conspiración, y los hombres y las mujeres del capital que están detrás de las conspiraciones deben culparse a sí mismos, al menos en parte, de las alegaciones extremas y ficticias que se lanzan contra ellos», dijo Marcus Gilroy-Ware, un estudioso del periodismo digital, en After the Fact? The Truth About Fake News [¿Después del hecho?: La verdad sobre las «fake news»].17 Sarah Kendzior, en su libro de 2022 They Knew: How a Culture of Conspiracy Keeps America Complacent [Lo sabían: cómo una cultura de la conspiración mantiene a América satisfecha], exploró también las formas en que la impunidad de conspiraciones auténticas contribuyó a alimentar el auge de creencias descabelladas.18

Las teorías conspirativas relativas al Gran Reinicio pueden ser un buen ejemplo. Cuando surgieron, durante las primeras protestas contra el confinamiento, se presentaron como si fueran la revelación de un gran secreto. Lo extraño, sin embargo, era que el Gran Reinicio no era algo oculto en absoluto: fue una campaña lanzada por el Foro Económico Mundial para presentar una versión remozada de las ideas que llevaba tiempo proponiendo: documentos de identidad biométricos, impresión en 3D, energía corporativa verde, economía colaborativa. Todo ello se promovió a toda prisa como modelo para relanzar la economía mundial tras la pandemia «buscando una versión mejorada del capitalismo». En una serie de vídeos, el Gran Reinicio reunió a presidentes de varias multinacionales del petróleo para que opinaran sobre la necesidad urgente de abordar el cambio climático, así como a políticos partidarios de «construir mejor» y caminar hacia «un mundo más justo, más verde y más saludable». Era un mensaje típico del Foro de Davos: arrogante, sin duda, y muy peligroso en algunos puntos. Pero no tenía nada de nuevo ni de secreto.

No obstante, periodistas y políticos de derechas e «investigadores independientes» de izquierdas reaccionaron como si hubieran destapado una conspiración que astutas élites trataban de ocultarles. De ser así, fue la primera conspiración que contó con su propia agencia publicitaria y sus vídeos explicativos.

Una justicia quimérica

¿Qué extraño impulso es ese de revelar lo que no está oculto? Tal vez lo que ocurre sea que en unas democracias que aún proclaman de boquilla su aspiración a la igualdad social (o al menos a la «equidad») hay algo profundamente insatisfactorio en lo abiertamente que hablan las élites del poder que creen tener derecho a ejercer sobre el resto de nosotros. Los mecanismos de la oligarquía no están ocultos; nos los restriegan con tanto orgullo que no hacen sino humillar a su público. Ultrarricos, jefes de Estado, celebridades destacadas, periodistas y miembros de varias familias reales se reúnen cada año en el Foro Económico Mundial de la ciudad suiza de Davos, igual que lo hacen en Aspen (Colorado) e igual que lo hicieron en Manhattan con ocasión de la Iniciativa Mundial Clinton; Google organiza incluso un «campamento de verano» en Sicilia, al que solo se puede asistir por invitación, y en el que tan pronto te puedes cruzar con Mark Zuckerberg como con Katy Perry. En todas esas reuniones se centran en buscar soluciones a los problemas del mundo —la crisis climática, las enfermedades infecciosas, el hambre— sin que medie un mandato, sin la participación de ninguna institución pública y, llamativamente, sin la menor vergüenza por el papel decisivo que ellos mismos desempeñaron en la gestación y la prolongación de esas crisis.

Saber que esta especie de plutocracia descarada puede arraigar en sociedades democráticas sin que intenten siquiera guardar las apariencias es como ser obligado a mirar a tu cónyuge mientras te engaña aunque eso no te excite. Tal vez debiéramos ver la cultura de la conspiración —con su teatrillo de destapar cosas que no son ningún secreto— como una especie de intento retorcido de conservar el respeto por sí mismos.

Puede incluso que sea eso en parte lo que mueve a QAnon. En el corazón de esa conspiranoia hay una fantasía sensacionalista de justicia: la «gran tormenta», o el «gran despertar», cuando «los buenos» arrestarán de pronto a todos los pederastas facinerosos, satanistas y ladrones y los enviarán a Guantánamo. Es de una ingenuidad conmovedora, porque, en palabras de Mark Fisher, «¿de verdad piensa alguien, por ejemplo, que las cosas irían mejor si sustituyéramos a todos los altos ejecutivos y banqueros por un plantel de “buenas personas”?».19 Pero ¿sabéis qué? Entiendo que la idea tiene su atractivo. Desde luego, es mejor que ver a Michelle Obama compartiendo caramelos con George W. Bush... O que escuchar la risa cómplice del público al oír al expresidente denunciar en un lapsus «la invasión brutal y totalmente injustificada de Irak... de Ucrania, quiero decir», como hizo en mayo de 2022.20

Esto plantea una pregunta urgente: ¿hay alguien fuera del mundo del espejo que tenga una visión de justicia y un espíritu de rendición de cuentas? Está el sueño democrático de que Donald Trump deba responder algún día por sus crímenes, tanto los cometidos en el ejercicio de su presidencia como en su actividad privada. Pero, aparte de eso, ¿hay alguien reclamando que nuestros criminales de guerra vivos comparezcan ante el Tribunal Penal Internacional? ¿Cuál es el plan para incautar los activos de las empresas que propiciaron el cambio climático? Es de un cinismo escandaloso que los republicanos trumpistas describan las diversas y mediáticas comisiones de investigación abiertas actualmente en el Congreso estadounidense como un nuevo «comité Church», en referencia a la comisión del Senado constituida en 1975 y presidida por el senador demócrata Frank Church para investigar algunas de las operaciones clandestinas más infames desarrolladas tanto en territorio nacional como en el extranjero. ¿Pero qué hicieron los demócratas cuando controlaban la cámara para investigar los casos en que agencias de inteligencia colaboraron con las grandes empresas tecnológicas para invadir nuestra privacidad y vigilarnos por multitud de medios? ¿O para perdonar a quienes, como Snowden, violaron secretos oficiales al denunciar prácticas ilegales? ¿Hasta ese punto hemos renunciado a la justicia? De ser así, mal puede sorprendernos ver resurgir esa tendencia, en versión deformada, en el mundo del espejo. Se ha creado un vacío, y si algo me ha enseñado mi doppelganger es que los vacíos tienden a llenarse.

Ahora hay algo más que parece alimentar la cultura de la conspiración. Durante las últimas tres décadas, la tendencia extrema hacia la consolidación en el mundo de las grandes empresas ha creado un terreno de juego tan amañado en contra de los consumidores que cubrir las necesidades básicas de la vida puede ser como vernos expuestos a una serie interminable de estafas. Se diría que todo el mundo está intentando engañarnos con la letra pequeña de los términos y condiciones, sabiendo que no nos los vamos a leer. La caja negra no se reduce a los algoritmos que rigen nuestras redes de comunicación: casi todo es una caja negra, un sistema opaco que oculta otra cosa. El mercado inmobiliario no va de suministrar viviendas; va de fondos de cobertura y especulación. Las universidades no van de proporcionar educación; van de convertir a los jóvenes en deudores de por vida. Las residencias no van de cuidar a nuestros mayores; van de exprimirlos en sus últimos años de vida y de hacerse con sus propiedades. Muchas páginas de noticias no van de informar; van de camelarnos para que cliquemos anuncios y publirreportajes en reproducción automática que ocupan la mitad inferior de casi todas las webs. Nada es lo que parece. Este tipo de capitalismo depredador, extractivo, genera necesariamente desconfianza y paranoia. En ese contexto, no sorprende que QAnon, con su conspiranoia de que las élites se dedican a sacarles la sangre (el adrenocromo) a los jóvenes, se haya hecho viral. Las élites nos están dejando secos, despojándonos de nuestro dinero, nuestro trabajo, nuestro tiempo y nuestros datos. Tan secos que grandes áreas de nuestro planeta sufren combustión espontánea. Las élites de Davos no se comen a nuestros niños, pero sí su futuro, y eso es terrible. Los creyentes de QAnon se imaginan que hay túneles secretos bajo las pizzerías y los parques para el tráfico de niños. Eso es pura fantasía, pero sí que hay túneles —zonas de sombra en sentido literal— bajo algunas grandes urbes que acogen y esconden a los pobres, los enfermos, los drogadictos, los desechos de la sociedad. Bajo las deslumbrantes luces de Las Vegas, cientos o incluso miles de personas viven, efectivamente, en una laberíntica red de túneles concebidos para el desagüe de inundaciones causadas por eventuales lluvias torrenciales.

Igual que mi doppelganger proyecta todos nuestros temores a la vigilancia a la que estamos sometidos sobre una aplicación de vacunación, los conspiranoicos interpretan mal los hechos, pero sus sensaciones son acertadas: la sensación de vivir en un mundo con zonas de sombra, la sensación de que la miseria de unos es el beneficio de otros, la sensación de que nos esquilman con su depredación extractiva, la sensación de que se nos ocultan verdades importantes. El nombre del sistema que provoca esas sensaciones empieza por ce, pero si nadie te ha enseñado cómo funciona el capitalismo y en cambio te han contado que va de libertad y días soleados y Big Macs y acatar las reglas para conseguir la vida que mereces, es comprensible que lo confundas con otra palabra que empieza por ce: conspiración.

Como dice Gilroy-Ware, «las teorías conspirativas son disfunciones de un instinto político sano y justificado: la sospecha».21

Pero la sospecha, cuando apunta al blanco equivocado, es muy peligrosa.

Correr más que nuestra sombra

La película de terror de 2019 Us, de Jordan Peele, también es una historia de doppelgangers: imagina un mundo muy parecido al nuestro, situado encima de un inframundo de sombras habitado por dobles de todas las personas de la superficie, y unidos a ellas por un lazo invisible. Cada movimiento que se produce arriba debe tener su reflejo abajo, en un entorno de oscuridad y miseria. El sufrimiento de la gente bajo tierra hace posible la cómoda vida de los de arriba, una dinámica que muchos interpretaron como una analogía de los horrores de clase en el capitalismo racial. Pero en Us la gente del inframundo está harta de vivir vidas distorsionadas que no son sino sombras de otras vidas, por lo que suben a la superficie, donde siembran el caos.

¿Quiénes son esa gente de las sombras?

La respuesta es como un puñetazo en el estómago: «Somos americanos».

El director surcoreano Bong Joon-ho plantea una situación similar —el mundo de arriba y el de abajo— en otro film de 2019, Parásitos, en que miembros de la clase trabajadora, a los que se trata como a las cucarachas en sus guaridas subterráneas, suben a la superficie dispuestos a ocupar las vidas rutilantes de unos ricos a los que están hartos de servir. Esto va más allá que la serie de la BBC Arriba y abajo; es una metáfora de todas las zonas de sombra del capitalismo y el imperialismo: los adolescentes explotados en talleres de China, los niños de las minas de cobalto del Congo, las guerras por el petróleo que llena los depósitos de nuestros coches, los emigrantes que permitimos que se ahoguen para proteger la ilusión de una Europa fortificada. Y ahora podemos añadir a los miles de millones a los que se negó una simple dosis de la vacuna del covid mientras los que vivíamos en países ricos hacíamos cola para nuestra segunda o tercera dosis de refuerzo (suponiendo que no declináramos nuestros privilegios por fantasiosas amenazas de «tiranía»).

La novelista Daisy Hildyard sostiene que el modo en que nos enredamos en esas zonas de sombra viene a ser una forma de duplicación. En su novela de 2017 The Second Body [El segundo cuerpo], describe la condición humana como tener dos cuerpos: aquel en el que vivimos conscientemente (saciando el hambre, acudiendo al trabajo, yendo al gimnasio, haciendo hijos) y otro en la sombra que apuntala esas acciones atravesando mundos paralelos en nuestro nombre con gran diligencia, que extrae los recursos y fabrica los bienes que las hacen posibles. Dice:

Estás atrapado aquí en tu cuerpo, pero podría decirse en sentido técnico que estás en la India y en Irak, que estás en el cielo provocando tormentas y en el mar arrastrando ballenas a las playas. Es probable que no sientas que tu cuerpo está en esos lugares, pero es como si tuvieras dos cuerpos separados: uno personal, en el que existes, comes, duermes y te ocupas de tus asuntos cotidianos; y un segundo cuerpo que tiene un impacto en países extranjeros y en el mar [...] un cuerpo que no es tan sólido como el otro, pero ocupa una extensión mucho mayor.22

Según lo entiende Hildyard, nuestra complicidad en las guerras que se libran con el dinero de nuestros impuestos para proteger el petróleo y el gas que probablemente calientan nuestros hogares, cocinan nuestra comida y propulsan nuestros vehículos, propiciando a cambio la extinción, no está separada de nosotros; en realidad, es una extensión de nuestros cuerpos físicos. «Este segundo cuerpo es literalmente tu existencia física y biológica; es una versión de ti», afirma. Es una dimensión menos visible de nuestro yo encarnado.

Esto no es únicamente una patología del mundo del espejo, no se trata solo de «ellos». Se trata de nuestro mundo y de todos y cada uno de nosotros. De un mundo que se asienta sobre zonas de sombra, que siempre se ha asentado sobre zonas de sombra. Y esto nos lleva a la dualidad esencial de nuestras sociedades del mundo rico; no al nazi que marcha al paso de la oca y es fácil de detectar, sino a la violencia exterminadora y la explotación despiadada en la que se ha fundado desde siempre el proyecto de la «civilización». El gran filósofo alemán Walter Benjamin escribió poco antes de suicidarse en 1940: «No hay un solo documento de la civilización que no sea a la vez un documento de la barbarie».23 Dos décadas después, el igualmente brillante novelista, ensayista y autor teatral James Baldwin escribiría: «Huelga decir, creo, que, si nos entendiéramos mejor a nosotros mismos, nos perjudicaríamos menos. Pero la barrera entre nosotros y lo que sabemos es altísima. ¡Son tantas las cosas que preferiríamos no saber!».24

La era del covid nos obligó a enfrentarnos a verdades de todo tipo que muchos preferiríamos ignorar: sobre nuestro orden económico actual y el trato despiadado que se da a nuestros mayores y a tantos otros que se encargan de los trabajos más necesarios. Y también sobre nuestro pasado colectivo: la verdad sobre la crucial importancia de los pueblos africanos violentamente saqueados y las tierras indígenas que se robaron para crear el mundo moderno. Es ese ajuste de cuentas con el pasado y su huella en el presente lo que tanta gente de mi círculo de doppelgangers trata por todos los medios de eliminar de los libros de texto y de las estanterías de las bibliotecas escolares. Por si no bastara con eso, también tenemos deudas que saldar con el futuro, un futuro que se nos viene rápidamente encima tras más de tres décadas en que Gobiernos y dirigentes corporativos hicieron todo lo contrario de lo que los científicos les suplicaban que hicieran: reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Percibimos un futuro brutal agazapados tras el brillo de nuestras pantallas, el ronroneo de nuestros motores, la rapidez con que nos entregan las cosas a domicilio. Sabemos que nuestros congéneres cercanos o lejanos, así como innumerables seres vivos no humanos y ecosistemas enteros, pagarán el precio con su vida. Vimos un adelanto en el otoño de 2022, cuando las inundaciones en Pakistán desplazaron a casi tanta gente como la que vive en mi país, y anegaron la cosecha estacional en su totalidad, y sin embargo la noticia desapareció de nuestras pantallas mucho antes de que se retiraran las aguas.

En las partes relativamente ricas del mundo, esas zonas de sombra paralelas son nuestro subconsciente personal y planetario, y nos atormentan. Los fantasmas del pasado, del presente y del futuro se abalanzan sobre nosotros todos a la vez. Sentimos que las barreras que separan esos mundos no pueden sostenerse en pie mucho más tiempo. Y que, hasta para los que contamos con más recursos, la cortina que oculta la fealdad y a los que sufren está más que raída. Que si las sociedades pueden mutar en sus dop­pelgangers monstruosos, lo mismo le puede pasar al planeta: que pase de habitable a inhabitable. Que cuando la selva tropical amazónica es incinerada y los acantilados de hielo de la Antártida se desploman en el mar, es que ese proceso ya ha comenzado.

«Cuando estás en un antiguo campo de batalla o sobre una fosa común, lo sabes», decía Deena Metzger en su libro de 2022 La Vieja: A Journal of Fire [La Vieja: diario del fuego].25

Tú lo sabes. Lo sabemos todos. Y se nota que las sombras están estrechando el cerco.