«Algún día, todos nuestros hijos y nietos nos preguntarán directamente a cada uno de nosotros: “Mamá, papá (abuelo, abuela), ¿tú qué hiciste en la guerra?”. Eso nos preguntarán.»1
Cuando Naomi Wolf publicó esas palabras en su newsletter del 2 de marzo de 2022, volvía a sonar el fragor de una guerra: el ataque más catastrófico a un país europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Rusia llevaba una semana bombardeando Kiev —la capital de Ucrania— y sus suburbios, y acababa de iniciar el cerco del puerto de Mariúpol; un millón de ucranianos, según las estimaciones de la ONU en ese momento, habían huido de su hostigado país. Pero Wolf no aludía a esa guerra cuando imaginaba a hijos y nietos interrogando a sus mayores. Tampoco a la guerra contra el planeta, pese a que tres días antes el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático había completado un informe que podía leerse, en palabras del secretario general de Naciones Unidas António Guterres, como un «atlas del sufrimiento humano y una grave acusación del fracaso del liderazgo climático».2
No, mi doppelganger, en una publicación que encabezó con el titular «No es que yo sea valiente; es que tú eres un gallina», se refería a la guerra que se estaba librando en el hotel Walker del próspero barrio de Tribeca, en Manhattan; una guerra en la que la propia Wolf, según su relato, tuvo una actuación que solo podía calificarse de heroica.
Contaba Wolf que, habiéndose alojado en el hotel, advirtió que en el interior de la cafetería había un cartel de «solo vacunados». Gestionaba el establecimiento Blue Bottle, una cadena en que cobran cuatro dólares por una taza de café y seis por unas gachas de avena del día anterior. Wolf decidió jugarse el tipo rebelándose contra tamaña tiranía:
De modo que al tercer día de mi estancia comuniqué educadamente al personal del Blue Bottle Cafe que no estaba vacunada, y que acto seguido me iba a llevar mi minúsculo café y mis gachas del día anterior a la barra de almuerzos que me estaba vedada y me iba a sentar allí tranquilamente, pero que no pensaba acatar la ordenanza municipal que ordenaba a la cafetería discriminarme.
El personal me informó en tono grave —era su trabajo— que hacer eso contravenía un mandato municipal. Les dije que lo entendía, pero que igualmente optaba por no obedecer [...]. Luego me senté en la barra prohibida, mandé un mensaje a mi abogado diciéndole que estuviera preparado y colgué una publicación en abierto dirigida a la gobernadora [Kathy] Hochul y al alcalde [Eric] Adams declarando que estaba en ese momento violando deliberadamente la orden discriminatoria del Ayuntamiento de Nueva York que impedía a las personas no vacunadas sentarse en cafés y restaurantes, y que me encontraba concretamente en la barra de la cafetería del hotel Walker de Tribeca, por si querían detenerme.
Estuve una hora esperando a que me detuvieran, con el corazón a cien.
¿Saben qué paso?
¡Nada!3
Eso es. Absolutamente nada. La policía no intervino, y al parecer la gobernadora y el alcalde tenían cosas más importantes que hacer.
En sus trece, y con sus redes sociales ahora en alerta, Wolf se dirigió entonces a la Grand Central Station y procedió a montar el mismo numerito en una sala de espera para personas vacunadas. Esta vez, «aparecieron de inmediato dos policías». Según cuenta, estos le indicaron educadamente que debía trasladarse a otra sala de espera, la destinada a los no vacunados:
Les expliqué que los puntos fuertes de Nueva York, y de Estados Unidos en general, eran su diversidad y la igualdad de trato para todos, y que, si la gente se hubiera negado a acatar otras formas de discriminación y acomodación segregada, se habría acabado antes con las normas discriminatorias. De nuevo, manifesté mi intención de desobedecer pacíficamente.
Wolf esperó a que la detuvieran por su segundo y heroico plante del día. «Estaba otra vez preparada para que me esposaran», escribió. «De nuevo, el corazón me iba a cien.» Pero, como en el Blue Bottle, no pasó nada. Nada de nada. «Cuando pregunté si podía irme ya y coger mi tren... nadie me lo impidió.»
De estas experiencias más bien triviales, pedirse un café y coger un tren, Wolf sacó algunas conclusiones altisonantes:
Cuando me negué a acatar esos «mandatos» ilegítimos que habían consumido el alma de una ciudad que había sido magnífica, NO OCURRIÓ NADA [...]. Pero tuve que pasar por esos momentos terribles de miedo, de resistencia a esos «mandatos» para demostrar, al menos ante mí misma, que no tenían ningún sentido.
En este mundo, el valor de otros nos abre posibilidades.
Esa, decía Wolf, es «la conclusión».4
No es la única conclusión que se deduce de la incapacidad de mi doppelganger para hacerse detener en Nueva York. Otra es que, pese a sus insistentes aseveraciones en contrario, nunca se llevó a cabo un golpe de Estado para acabar con la libertad con la excusa de una pandemia, y que ella jamás ha vivido bajo un régimen biofascista. De hecho, como bien debía saber cuando escenificó su protesta, el alcalde de Nueva York Eric Adams ya había anunciado que mientras las infecciones por covid se mantuvieran en cifras bajas iba a levantar las medidas de prevención que afectaban a la restauración en interiores.5 Y así lo hizo pocos días después.6 Con la excepción de algunas instancias en las que se prolongaron, las medidas sanitarias temporales fueron, efectivamente, temporales.
Como ya he dicho, yo tenía mis dudas sobre las aplicaciones de vacunación: la creciente digitalización de la vida cotidiana agrava desigualdades preexistentes, pero lo mismo puede decirse de dejar que el virus campara a sus anchas mientras se amontonaban los cadáveres. Una vez que el virus mutó y se hizo evidente que las vacunas eran cada vez menos efectivas para la prevención del contagio, prolongar las restricciones para los no vacunados empezó a tener menos sentido, que es la razón por la que se estaban levantando en lugares como Nueva York. (Las mascarillas y los test rápidos seguían siendo bastante efectivos para reducir las infecciones y los contagios, pero, desafortunadamente, también se suprimieron.)
Al margen de esas cuestiones, lo que más me sorprendió del épico relato de Wolf de su día en la ciudad, que al final transcurrió sin mayores incidentes, fue la extraña elección de sus palabras. En los Blue Bottle sirven sobre todo comida para llevar; en sus locales cuentan con algunas plazas para comer sentados, pero no tienen una «barra de almuerzos», que es la expresión que utilizó Wolf hasta tres veces. Es evidente que al emplear ese término anacrónico pretendía evocar las sangrientas y valientes sentadas en las barras de almuerzos de principios de la década de 1960, que sí se produjeron, de forma destacada en los bazares de Woolworth de Greensboro, en Carolina del Norte, cuando cuatro activistas negros del movimiento por los derechos civiles insistieron en su derecho a que se les sirviera, pese a que la política de la cadena era servir solo a blancos. Las acciones de los Cuatro de Greensboro inspiraron más actos de desobediencia civil por todo el Sur segregado; a muchos les pegaron y los detuvieron por su valor.
Las leyes de Jim Crow imponían sin duda un sistema tiránico que tenía por objetivo que los negros siguieran siendo ciudadanos de segunda categoría. Al invocar las barras de comidas y citar momentos anteriores de la historia estadounidense en que se dieron «plazas separadas obligatorias» y «normas discriminatorias», Wolf pretendía equipararse con Rosa Parks, quien, como es sabido, se negó a ceder su asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, Alabama.7 (Wolf la admiraba hasta el punto de ponerle su nombre a su hija.)8 Más adelante, escribió que vivir en el estado de Nueva York durante el covid había sido «como si viviéramos todos bajo las leyes de Jim Crow».9
Esas alegaciones históricas no eran anomalías. En sus entrevistas, además de aludir constantemente a los nazis, Wolf señala una y otra vez paralelismos entre la normativa de vacunación y las estructuras, muy reales, de opresión racial. Por su parte, el movimiento antivacunas, antimascarillas y anticonfinamiento se ha comparado repetidamente con los movimientos de liberación negra, de los que toma prestado el vocabulario a su conveniencia. A Steve Bannon le ha dado por decir a su público de activistas que están «desviando el curso de la historia». Ya sea en Nueva York, en Sídney, en París o en Roma, personas de raza blanca —que son una mayoría abrumadora entre los manifestantes y los líderes de las protestas— se declaraban parte de «un nuevo movimiento por los derechos civiles» porque eran víctimas de una nueva jerarquía humana que los convertía en «ciudadanos de segunda» y se enfrentaban a un «apartheid médico». Algunos enarbolaban pancartas con el lema VACUNACIÓN OBLIGATORIA = ESCLAVITUD. En septiembre de 2021, un profesor auxiliar de una escuela de primaria de Newberg (Oregón), llegó al punto de protestar contra la normativa de vacunación de su distrito presentándose a trabajar con la cara pintada de negro. «Represento a Rosa Parks», dijo en un programa de debate.10 En su conjunto, el movimiento se ha reivindicado en distintos momentos como opositores a poco menos que todos los crímenes cometidos contra minorías raciales y religiosas desde los tiempos de las cruzadas: la esclavitud, el genocidio, el Holocausto, las leyes de Jim Crow, el apartheid y unos cuantos más.
Una influencer muy popular, a la que sigo, decía, por ejemplo, que estaba harta de luchar por su «derecho a respirar», en referencia a su negativa a llevar la mascarilla en tiendas en que era obligatoria.11 Un grupo de madres de San Diego que no querían que sus hijos llevaran mascarilla en clase llamaron a su organización «Dejadlos respirar». Es difícil de creer que esas madres blancas, con estudios y de clase media-alta no fueran conscientes de que su eslogan era calcado a otro: los gritos de «no puedo respirar», que se habían oído en las calles en 2014 a raíz de que un oficial de policía de Nueva York inmovilizara a Eric Garner asfixiándolo; el hombre falleció tras pronunciar esas aciagas palabras. Por fuerza tenían que saber que la frase se volvió a corear en las calles en 2020, cuando las pronunció George Floyd antes de ser asesinado por un agente de policía de Minneapolis. Y, sin embargo, menos de un año después de que las protestas desencadenadas por la muerte de Floyd —y las de Ahmaud Arbery, Breonna Taylor y tantos otros, antes y después— sacudieran el país, volvían a sonar esas mismas palabras, solo que en forma ligeramente distinta, dirigidas esta vez contra una política sanitaria pensada para reducir los contagios de covid, que seguía causando estragos, muy mayoritariamente en las comunidades negras.
Ese tipo de juego de rol racial es omnipresente entre los diagonalistas. En la primavera de 2021, Wolf tenía previsto hablar de su campaña de las «Cinco Libertades» en un acto antivacunas programado el 19 de junio, el Día de la Liberación, que conmemora el fin de la esclavitud en Estados Unidos. El periodista Eoin Higgins preguntó al organizador si le parecía adecuado apropiarse para ese fin de una festividad tan importante para la comunidad negra. ¿La respuesta? «Hemos sido esclavizados por nuestro Gobierno.»12
Al parecer, el acto se canceló, pero el plan original apuntaba a algo que siempre me ha llamado la atención de las incesantes afirmaciones de Wolf en el sentido de que las medidas de contención del covid han traído una nueva era de sumisión política, y solo ella y sus compañeros de viaje han tenido el valor de oponer resistencia. Su relato ignora por completo el hecho de que aquel verano de 2020, pese a la imposición de la mascarilla y del distanciamiento social, millones de personas salieron a la calle, día tras día, noche tras noche, para protestar por la muerte de ciudadanos negros por disparos de la policía y exigir una reasignación radical de recursos, detrayéndolos de las encarcelaciones masivas y la militarización policial y destinándolos a servicios e infraestructuras educativos, habitacionales y sanitarios, a fin de empezar a cerrar la brecha en materia de riqueza y de inversiones que supone, en la práctica, dar un tratamiento de segunda a las comunidades negras, por más que se haya puesto fin a la segregación legal.
Si a uno le preocupa que el covid marcara el inicio de una nueva época de obediencia masiva al estilo del Partido Comunista de China, seguramente convendría mencionar que las mayores manifestaciones de la historia de Estados Unidos tuvieron lugar en la era del covid, cuando millones de personas estuvieron dispuestas a enfrentarse a nubes de gas lacrimógeno y espráis de pimienta para ejercer sus libertades de expresión, reunión y pensamiento. Y pensándolo bien, si a uno le preocupan las acciones tiránicas del Estado, también deberían preocuparle los asesinatos y la privación de libertad de la población reclusa que provocaron aquellas protestas masivas. Sin embargo, en ninguno de los vídeos que ha publicado Wolf con infaustas advertencias de que Estados Unidos se estaba convirtiendo en una nación de borregos he visto que reconociera siquiera la existencia de ese ajuste de cuentas de justicia racial, ni el hecho de que, si una persona negra hubiera montado el mismo numerito que ella montó en el Blue Bottle y en la Grand Central Station, con toda probabilidad habría acabado tumbada en el suelo y esposada, y no porque la normativa covid fuera tiránica, sino a causa de un racismo policial sistémico contra los negros, la cuestión que desencadenó las protestas que ella ha puesto tanto empeño en ignorar.
La cosa se volvió aún más ridícula, o más seria, cuando en junio de 2022 —tres meses después de la batalla de Little Blue Bottle— Wolf montó con más éxito un nuevo acto autopropagandístico en Salem, Oregón. Encontró uno de los pocos restaurantes de la ciudad que aún exigían certificado de vacunación para comer en el interior: el Epilogue Kitchen and Cocktails, un negocio de titularidad afroamericana que exhibía en la ventana fotografías de George Floyd y de Breonna Taylor, así como rótulos de BLACK LIVES MATTER y NO PLACE FOR HATE. Pese a que podía haber elegido cualquier otro restaurante de Salem y a que, de hecho, había reservado mesa en uno, Wolf entró en el Epilogue y escenificó una confrontación hasta que le pidieron que se fuera. Entonces, se grabó sermoneando al gerente negro del restaurante, al que dijo: «En la historia de este país, mucha gente ha forzado los límites de este modo. Y resultó ser lo que debía hacerse, porque no sé si usted sabe que aquí tenemos igualdad de derechos». Afirmó asimismo que la exigencia de estar vacunados era «absolutamente discriminatoria».13
La filípica se prolongó de forma interminable, con Wolf declarando que el trato recibido era «un momento crucial en la historia de este país».14 Después de que colgara, toda orgullosa, los vídeos en Gettr, el restaurante fue objeto —como era de esperar— de toda clase de abusos racistas por parte de los seguidores de la activista, por teléfono, por correo electrónico y a través de varias redes sociales más. Muchos decidieron hacer falsas reservas (algunas, a nombre de Donald Trump) y forzar deliberadamente la caída de las valoraciones online del restaurante. «Tuvimos más de ciento cincuenta valoraciones falsas de una estrella», contó una semana más tarde Jonathan Jones, copropietario del negocio.15 «La mayoría derivaban enseguida en el racismo. Un racismo desatado y repugnante.» Efectivamente, un gran número de respuestas combinaban temas que ya hemos tocado repetidamente en este repaso: gordofobia, racismo contra negros, conspiraciones y reivindicaciones de superioridad genética, dirigidas con especial saña a los carteles del Black Lives Matter de la entrada.
Todo esto plantea la cuestión de cuál es la relación de los diagonalistas con otros movimientos importantes de nuestra época. ¿Discurren por cauces separados? ¿Vemos, como aseguran muchos diagonalistas, evidencias de un doble rasero descarado, con la condena por parte de las élites liberales de las protestas contra el confinamiento mientras que las mismas élites aplaudían las manifestaciones que reclamaban justicia racial? ¿O estamos ante una dinámica más compleja, con un movimiento enzarzado con el otro en una especie de dialéctica retorcida propia del mundo del espejo?
No me cabe la menor duda de que mientras estuvieron vigentes los certificados de vacunación quienes no habían recibido sus dosis se sintieron víctimas de discriminación, o incluso parias sociales. Y pudo y debió haber excepciones más claras a las que acogerse en caso de padecer enfermedades que desaconsejaran el uso de mascarillas o la vacunación. Pero a la vista de que muchas de las denuncias más estentóreas de esta forma alevosa de discriminación las hacían mujeres como yo (blancas y pudientes) no pude evitar sentir que creían que autoexcluirse del consenso sobre la conveniencia de las vacunas les otorgaba un innegable estatus de víctimas, precisamente en un momento en que el foco sobre la violencia racializada estaba llevando a multitud de mujeres blancas a cuestionar nuestra situación y nuestro papel. ¿Podía considerarse que ser mujer y blanca nos convertía en víctimas de discriminación en un momento en que todo el mundo arremetía contra la típica «Karen» (un nombre con el que se alude al arquetipo de mujer blanca, pudiente y superficial)? Bueno, puede que sí, si una Karen consigue convencerse de que en realidad es una Rosa (Parks) disfrazada, porque le niegan la entrada a restaurantes y al transporte público y su familia y amigos la evitan. Porque, claro, denunciando su súbito cambio de estatus iba a recuperar el que a sus ojos le correspondía; lo que, asumámoslo, no resulta una idea tan descabellada de creer en esta fase del capitalismo neoliberal, que ha conseguido convertir en su divisa la opresión basada en la identidad, que las políticas identitarias originalmente combatían con un objetivo de solidaridad y análisis compartido.
En un momento especialmente revelador, mientras Wolf está sermoneando al gerente negro de ese restaurante de Salem sobre la ironía de oponerse a la violencia contra los negros mientras discrimina a los no vacunados, el gerente le replica con calma: «Lamento que piense que todo gira alrededor de usted».16 Posteriormente, el propietario y el gerente declararon que no tenían ni idea de quién era Wolf en el momento del incidente, pero, en cierto sentido, sabían perfectamente quién era.
En países que han edificado sus economías sobre el trabajo esclavo de los negros, y que deben su existencia al robo de las tierras de pueblos indígenas mediante campañas de una violencia espantosa, torturas, hambre y desplazamientos forzosos, el pasado es una sombra colectiva, indeleble y omnipresente. Solo en momentos puntuales de concienciación como el que siguió al asesinato de George Floyd la cultura dominante logra fijarse con algo más que una ojeada furtiva en esos crímenes fundacionales, o en la realidad actual de segregación racial permanente en nuestros barrios, escuelas y sistemas sanitarios y de justicia (por no mencionar las líneas que separaban a los que solo tuvieron que encerrarse en casa durante la pandemia de aquellos otros de los que se esperaba que se enfrentaran al virus sin el equipo de protección adecuado en hospitales, residencias de ancianos, almacenes, instalaciones de gestión de residuos y tantos otros centros de trabajo mal pagado que sostienen la infraestructura de la vida moderna).
Cuando derechas e izquierdas, como reflejos especulares, reivindican el manto de la verdad y la rectitud, la omisión de ese ajuste de cuentas con la historia y el presente es una parte esencial del mundo de sombras de la raza blanca, esa verdad conocida pero igualmente reprimida. En Entre el mundo y yo, Ta-Nehisi Coates denomina la negación de esas sombras por parte de los blancos «el Sueño», una abreviatura del sueño americano que resta importancia a lo de «americano» en favor de la ensoñación.17 Lo significativo es que el Sueño sabe que es un sueño, que no es real, y la realidad está llamando a la puerta y amenaza con sacarlo de su letargo. Así que es necesario un esfuerzo enorme para mantener corridas las cortinas y evitar que entre la luz.
Ahí estriba la ironía más cruel del circo de Wolf en los establecimientos de Manhattan y Salem. Mientras ella asimilaba el lenguaje del movimiento por los derechos civiles y se apropiaba de él, muchos de sus compañeros de viaje en el mundo del espejo se dedicaban a combatir activamente cualquier intento de construir un relato más fiel a la verdad del pasado estadounidense, arguyendo que, como las mascarillas y las vacunas, enseñar a los alumnos la realidad del racismo en su país es una forma de abuso infantil. Son los mismos que reclaman leyes que obliguen a enseñar únicamente historia «patriótica» y a que se prohíban libros; porque, como dice la escritora Keeanga-Yamahtta Taylor, conocer la historia exige hacer algo respecto a su legado en el presente:
Estos esfuerzos colectivos son una burla del debate público sobre la historia del racismo y la xenofobia en Estados Unidos, y, en algunos contextos, lo han hecho poco menos que imposible. Las discusiones sobre la historia racista del país arrojan mucha luz sobre los patrones de la pobreza, el desempleo y la exclusión social en el momento actual. Son la base de los argumentos en favor de la creación o ampliación de los programas públicos encaminados a aliviar la exclusión racial.18
Tales debates, evidentemente, son un anatema para la derecha, señala Taylor, pero también los evitan algunos liberales que temen que se los etiquete como partidarios de un «Gobierno grande», sobredimensionado.
Así, mientras Wolf se disfrazaba de Rosa Parks, algunos de sus nuevos camaradas en la guerra por la «libertad» andaban muy ocupados prohibiendo libros sobre esa historia que querían escamotear, entre ellos un librito ilustrado titulado Yo soy Rosa Parks, que entró en la lista de títulos prohibidos de la junta directiva de una escuela de Pensilvania. En las docenas y docenas de apariciones suyas en medios de derechas que he escuchado, jamás la he oído pronunciarse en contra de la cada vez más frecuente prohibición de libros en centros de todo el país, pese a que ella se lamenta con frecuencia de ser víctima de deplatforming (exclusión de plataformas y foros públicos), como otras figuras «vetadas en la sombra».19
Es como si los diagonalistas estuvieran tratando, mediante la apropiación del lenguaje y las posiciones de los oprimidos, de correr más que la larga sombra del pasado, obviando el hecho de que nuestras jóvenes naciones se edificaron sobre aldeas incendiadas y cementerios, a cuyos espíritus no se les concedió nunca el descanso.
En mayo de 2021, la primera nación de los tk’emlúps te secwépemc, una comunidad indígena del interior de la Columbia Británica, hizo público un manifiesto que resonaría en el mundo entero. Decía que habían localizado los restos de doscientos quince niños —nada menos— en tumbas sin señalizar dentro de los terrenos del antiguo internado indio Kamloops, una institución que estuvo en funcionamiento durante casi un siglo.20 Algunos de los pequeños tenían solo tres años cuando los enterraron. Enviaban a aquel centro a estudiantes indígenas de toda la región, y aun de más allá.
Los internados fueron un arma relativamente moderna del genocidio que, en conjunto, diezmó la población nativa en más de un 90 % tras el contacto con los europeos. Los supervivientes de aquellas escuelas ya llevaban tiempo compartiendo sus recuerdos de enterramientos secretos, de niños que desaparecían de noche para no volver jamás, de bebés que se evaporaban misteriosamente tras ser engendrados por sacerdotes. Era un secreto a voces, hasta tal punto que un informe oficial de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación (CVR), publicado en 2015, instaba al Gobierno canadiense a ordenar una investigación a fondo de las muertes y posibles asesinatos en las escuelas.
El informe investigó meticulosamente lo que calificó de «genocidio cultural»: entre la década de 1880 y finales de la de 1990, en todo Canadá al menos 150.000 niños de las primeras naciones, los metis y los inuit, habían sido apartados de sus familias y de su cultura y obligados a ingresar en esos supuestos internados, que administraban la Iglesia católica y otras organizaciones a petición del Gobierno nacional o de los provinciales.21 Tras realizar miles de entrevistas, la Comisión para la Verdad y la Reconciliación identificó los nombres de 3.200 niños que habían muerto en los internados, un número que posteriormente se elevó a 4.117. El juez Murray Sinclair, presidente de la CVR, que ha estimado que la cifra real podría estar más cerca de los 25.000, ha instado repetidamente al Gobierno a registrar los terrenos en que se construyeron esos antiguos centros educativos.22
Pero Ottawa se lo tomó con calma. En vista de lo cual, algunas de las primeras naciones emprendieron sus propias investigaciones, que no interrumpieron ni siquiera durante la extraña quietud del confinamiento por el covid. Y entonces, con la ayuda del radar de penetración terrestre, la tierra empezó a revelar sus secretos, y confirmó con ciencia occidental las amargas verdades que los supervivientes y sus descendientes ya conocían. Los internados no solo se aplicaron a acabar con la cultura indígena; es que mataron niños indígenas. Muchos. Por falta de atención médica, malnutrición, malos tratos físicos y en algún caso, según parece, asesinándolos. Apocalipsis, en su sentido original en griego, es el acto de destapar algo, una revelación. Y eso fue exactamente el informe.
La revelación de que en Kamloops había niños enterrados —un afloramiento del inconsciente colectivo a través de «reflejos» en el radar— pulverizó cualquier posibilidad de negar la violencia genocida que Canadá toleró. Y eso era solo el principio. La primera nación de los tk’emlúps te secwépemc dejaría posteriormente la cifra en doscientos, pero en las semanas que siguieron se descubrirían cientos de tumbas más sin señalizar en los emplazamientos de otros antiguos internados; mientras escribo estas líneas se está investigando la posible existencia de tumbas a escasos minutos de donde vivo. Ya se han encontrado docenas a ras de tierra. Hasta la fecha, se han identificado más de dos mil sin señalizar en los terrenos de antiguos internados. Caben pocas dudas de que habrá más revelaciones macabras similares.23
El objetivo último de aquellas instituciones no era la educación, sino acabar con la identidad indígena. Oficialmente, lo que perseguía Canadá era «matar al indio que hay en el niño»: cortar todos los lazos entre los pueblos indígenas y las tradiciones, ceremonias, lenguas y relaciones familiares de sus tierras.24 A veces esto se atribuye únicamente al racismo, pero eso es solo la mitad de la historia: la supremacía blanca y cristiana que estaba en la base del sistema de internados servía también a los intereses económicos y políticos de la nación. Canadá, que empezó siendo un conglomerado de compañías de comercio de pieles y otras industrias extractivas, necesitaba esas escuelas, porque su hambre de tierras era voraz, y esas conexiones seccionadas —las relaciones cortadas de cuajo y traumatizadas entre padres e hijos, entre la tierra y el pueblo— facilitaban la incautación de territorios indígenas no cedidos para la extracción de recursos y el establecimiento sin cortapisas de los colonos.
Como ocurrió en 2020 con el asesinato de George Floyd, la verdad sobre las tumbas sin señalizar que salió a la luz en 2021 desencadenó oleadas de rabia, dolor y solidaridad por todo Canadá. Se derribaron estatuas de figuras destacadas de la colonización que habían intervenido en la concepción de aquellas instituciones perversas; una gran universidad se cambió el nombre; se quemaron iglesias. A raíz de ello, el papa Francisco visitó Canadá en lo que denominó una «peregrinación penitencial», que remató con esta conclusión: «Sí, fue un genocidio».25 Luego, el Parlamento canadiense aprobó por unanimidad una moción que declaraba que el sistema escolar de internados encajaba con la definición aprobada por la ONU de genocidio.26
Uno de los símbolos del movimiento que exigía justicia para aquellos crímenes, ya desde antes del descubrimiento de las tumbas, era una camiseta naranja con el eslogan «Todos los niños importan». Aquella primavera, empezaron a ondear al viento banderas naranjas con esas palabras en las ventanas de miles de hogares y centros de trabajo, bancos, universidades; algunas instituciones instituyeron «días de camiseta naranja», y se colgaron lazos de ese color en las vallas de alambre de la práctica totalidad de los colegios y los patios de recreo, siempre en número de doscientos quince. Las plazas se llenaron de zapatitos y osos de peluche en memoria de los niños desaparecidos. Los periódicos publicaron artículos en que se debatían las ficciones legales supremacistas que sirvieron de excusa para separar familias y robar tierras: decretos absurdos y unilaterales de monarcas europeos y papas, como los del «destino manifiesto» y la «doctrina del descubrimiento», por los que declararon su derecho divino a saquear tierras ya habitadas pero recién «descubiertas».
Aquí, en la llamada «Columbia Británica» (una provincia en cuyo mismo nombre se combinan de forma humillante la corona británica y Cristóbal Colón), parecía que los mundos soterrados sobre los que se edificó nuestro Estado colonial salían a la superficie a borbotones. Las muertes de aquellos niños y su ocultamiento posterior fueron auténticas conspiraciones, y ya era imposible negarlas. El gran jefe George Manuel, que contribuyó a fundar los movimientos indigenistas modernos, fue alumno de la escuela de Kamloops. «Lo primero y lo último que recuerdo de aquel colegio es el hambre», contó en sus memorias. «Y no solo yo. Todos los estudiantes indios olían a hambre.»27 Sus cuerpos debilitados hacían a los jóvenes indígenas más vulnerables a las enfermedades; el propio Manuel contrajo tuberculosis a los doce años y padeció una incapacidad el resto de su vida.
Su nieta, Kanahus Manuel, una de los líderes de un movimiento que lleva años intentando detener la prolongación de un oleoducto por el interior de la Columbia Británica, describió el propósito de las escuelas en que tantos miembros de su familia habían sufrido abusos: «Nos robaron a los niños para robarnos la tierra».28 Cuando la entrevisté, poco después de que se descubrieran las tumbas, me contó que solo habría justicia cuando se produjera una reparación material. Reclamaba la «devolución de la tierra», el grito de guerra que ha galvanizado a gran parte del movimiento por los derechos de los indígenas. Finalmente, se había empezado a entablar una discusión compleja sobre cómo podía concretarse eso.
Al emerger las zonas de sombra de los crímenes fundacionales del proyecto colonial, a muchos les quedó clara una cosa: las reconfortantes mitologías de la historia oficial ya no servían. Al salir a la luz tan solo un año después de las protestas raciales que desencadenó el asesinato de Floyd, que también habían sacudido las instituciones canadienses de prácticamente todos los sectores y profesiones, aquellos crímenes monstruosos contra cuerpos y mentes jóvenes, tanto tiempo mantenidos en secreto por la Iglesia y el Estado, exigían de los canadienses un nuevo relato de quiénes somos, cómo llegamos aquí y qué queríamos ser de ahora en adelante.
El descubrimiento de las tumbas se hizo público a finales de mayo. Canadá suele celebrar su fiesta nacional el 1 de julio, aniversario de la constitución en confederación de las colonias que lo formaron. En 2021, mientras seguían desarrollándose las labores de búsqueda, se fraguó un consenso sereno sobre la no conveniencia ese año del habitual despliegue de fuegos artificiales y banderas rojiblancas con la hoja de arce. Victoria, la capital de la Columbia Británica, canceló directamente la celebración del Día de Canadá. En otras ciudades, se celebró el día pintando murales con el lema «Todos los niños importan» y con declaraciones oficiales de dolor y contrición, a las que se sumó el primer ministro Justin Trudeau, que exhortó al país a «ser honestos con nosotros mismos sobre nuestra historia».29 En la costa donde vivo, las celebraciones multitudinarias fueron un mar naranja, sin banderas rojiblancas a la vista.
«Las naciones son en sí mismas narraciones», asegura Edward Said en Cultura e imperialismo.30 Nuestra narración no se sostenía. Esa primavera, y el comienzo del verano, fue una especie de excavación arqueológica nacional, que llegó más hondo de lo que yo había visto en toda mi vida. Lo interesante es que lo viví como lo contrario del vértigo. Reemplazando al conjunto de anécdotas y al patrioterismo de la historia oficial, con su construcción de mitos nacionales, se diría que se fue formando una idea cabal del lugar en que vivimos y de cómo accedieron a las tierras los colonizadores como yo... Y de lo que debíamos hacer para llegar a ser por fin buenos huéspedes y vecinos, sin negar que nuestra vida se construyó sobre la premisa de no ver y no saber. «Un pasado inventado nunca va a ser de utilidad; se resquebraja y se desmorona bajo la presión de la vida como barro en una sequía», escribió James Baldwin.31 Sin embargo, «asumir tu pasado —tu historia— no es lo mismo que ahogarte en él; es aprender a usarlo».
Muchos de los amigos y vecinos indígenas con los que hablé, aunque ciegos de dolor y rabia, expresaron una prudente esperanza de que este tipo de aprendizaje profundo haya empezado a producirse. En una entrevista concedida a The Globe and Mail, Norman Retasket, superviviente del internado de Kamloops, comentaba, hablando de lo que allí sucedía: «Si hubiera contado esta misma historia hace tres años, la gente la habría considerado “ficción”». Ahora sí le creen. «La historia no ha cambiado. Ha cambiado el público.»32
Una de las personas que sintió que enterarse de aquello le cambió es Mike Otto, un camionero blanco, pequeño empresario y padre, que vive a unas dos horas de aquellas primeras tumbas por la autopista 97. Otto se puso a imaginar por lo que debieron pasar durante aquellos años las familias indígenas, las que nunca supieron qué les había pasado a «esos pequeños que desaparecieron».33 Al ser testigo de la pena de sus vecinos indígenas, decidió que tenía que hacer algo para demostrar que los canadienses no indígenas se solidarizaban con sus esfuerzos por exigir justicia al Gobierno, al sistema judicial y a la Iglesia.
La pandemia aún no daba tregua, y la comunidad en que se hallaron las tumbas había dejado claro que no querían que un montón de forasteros anduvieran deambulando por su territorio. A Otto se le ocurrió una idea con mucha fuerza que respetaba la necesidad de distancia física que sentía la comunidad: que un convoy de camiones pasara por delante de los enterramientos, hiciera algunas ofrendas y se fuera. Lo llamó el Convoy de la Solidaridad.
Otto mandó invitaciones a varios grupos de camioneros de Facebook y a miembros influyentes de la industria. Su objetivo era que el convoy reuniera doscientos quince camiones; al final, el número de los que se sumaron estuvo más cerca de los cuatrocientos, además de muchas motos y coches. Los conductores decoraron sus vehículos con mensajes de amor, colgaron camisetas naranjas en las rejillas de los radiadores y agitaron banderas con el lema «Todos los niños importan». El convoy fue recibido con vítores a lo largo de todo el camino, y en algunos casos poblaciones enteras le salieron al paso para darles la bienvenida y ofrecerles comida. Cuando los camiones llegaron al antiguo internado, tocando las bocinas al pasar, muchos miembros de la nación secwépemc los saludaron con tambores ceremoniales y cantos guerreros, y quemando salvia. Levantaban el puño en actitud decidida, y las lágrimas les bañaban la cara.
Menciono estos hechos porque fueron importantes en la parte del mundo en que vivo, un ejemplo desgraciadamente infrecuente de gente no indígena tomándose la muerte de indígenas como una auténtica crisis colectiva, en vez de dejar que se encargaran de pedir justicia quienes ya tenían mucho con lo que cargar. Pero también menciono el convoy de cuatrocientos vehículos de junio de 2021 porque ya ha caído prácticamente en el olvido, incluso dentro de Canadá, donde la hazaña organizativa de Mike Otto motivada por su gran corazón quedó completamente eclipsada en la memoria del público por otro convoy mucho más ruidoso de camioneros canadienses que se montó al cabo de solo ocho meses.
Puede que algún lector lo recuerde, del invierno de 2022. Los medios de comunicación internacionales estaban ávidos de imágenes de canadienses corpulentos con enormes tráileres engalanados con carteles de QUE SE JODA TRUDEAU cercando el centro de Ottawa, nuestra capital, durante casi un mes. O del bloqueo de puentes que convirtió las principales rutas entre Canadá y Estados Unidos en aparcamientos. Este segundo convoy lo provocó el hecho de que se exigiera a los camioneros que presentaran un certificado de vacunación para cruzar la frontera, pero no tardó en convertirse en una reivindicación más genérica, la de que se pusiera fin a «los mandatos», como la exigencia del uso de mascarillas y el resto de las restricciones sanitarias públicas.
La mayor parte de los camioneros canadienses ya tenían la pauta de vacunación completa, y no se oponían a las medidas sanitarias, pero una minoría, imbuida de la retórica diagonalista, proclamaba que la exigencia de vacunación constituía una nueva forma de tiranía, y se sumó a un batiburrillo de dueños de pequeños negocios agraviados, expolicías y exsoldados, el autor de la serie de libros de cocina vegana Oh She Glows y multitud de cristianos evangelistas bajo el lema común de «parar el país», con el objetivo de convencer al gobernador general, representante de la reina en Canadá, de que disolviera el Gobierno del recién reelegido Trudeau.
El convoy contaba con muchos fans. Donald Trump y Elon Musk aplaudían a los «camioneros canadienses» como héroes de la clase trabajadora; Steve Bannon y Tucker Carlson les dieron cobertura constante; mi doppelganger los calificaba de modernos luchadores por la libertad. No tardaron en organizarse convoyes miméticos, de Washington D. C. a Wellington, en Nueva Zelanda. El Gobierno de Trudeau, que durante las primeras semanas había reaccionado con considerable pasividad, dio un giro de ciento ochenta grados e invocó, por primera vez en nuestra historia, la ley de emergencias, que amparaba una serie de tácticas represivas, como congelar las cuentas bancarias de los participantes. Las razones que alegó para hacerlo eran lo bastante vagas como para sentar un precedente peligroso de cara a cualquier acción futura que entorpeciera sensiblemente la actividad económica, ya fuera una huelga o un bloqueo por parte de los indígenas. Y la mano dura del ejecutivo hizo a los camioneros rebeldes aún más populares entre la gente como Bannon y el gigante de los pódcast Joe Rogan, que se hizo eco de su desafío repetidamente.
No cabe duda de que las protestas generaban imágenes impactantes. Había batallas de bolas de nieve, cerveza a raudales, nubes de humo de marihuana y un mar de banderas canadienses. Hubo manifestaciones de la Jerico March (una coalición judeocristiana partidaria de Trump), sermones callejeros y multitudes que aseguraban que obedecían órdenes directas de Dios. Hubo abrazos a desconocidos y epítetos a los viandantes que pasaban con la mascarilla puesta. Era una auténtica bañera hinchable de agua caliente. Y no faltaron las señales inequívocas de confusión política características del mundo diagonalista: unos enarbolaban solemnemente banderas nazis y otros, enseñas confederadas, todos mezclados con manifestantes antivacunas que lucían estrellas amarillas y sostenían pancartas en que declaraban que sufrían un apartheid o vivían sometidos a las leyes de Jim Crow. ¿Qué era esa gente, nazis o antinazis? ¿Segregacionistas o antisegregacionistas? ¿Eran patriotas orgullosos o insurrectos decididos a dar la vuelta al resultado de las últimas elecciones presidenciales? Tampoco parecía que importara: el convoy era un cúmulo de contradicciones, un nudo de seriedad y ridiculez que no había manera de desenredar.
Muchos de los que apoyaban el convoy intentaron presentar a los participantes a todas luces racistas como elementos aislados, probables operaciones encubiertas de la policía o manifestantes antifascistas que pretendían desacreditarlos. Desafortunadamente para esas teorías, las conexiones son profundas. Uno de los líderes más locuaces del convoy era un hombre llamado Pat King, quien ofrecía apoyo logístico a los manifestantes a través de su página de Facebook, que tenía en aquel momento unos 350.000 seguidores. King es un racista declarado que se ha referido a la cultura indígena como «una vergüenza» y que en 2019 organizó un convoy parecido, aunque de menores dimensiones, para oponerse a la inmigración y a la lucha contra el cambio climático, que consideraba amenazas gemelas al estilo de vida canadiense.34 «Se llama despoblación de la raza caucásica, o anglosajona», aseguraba. «Y ese es el objetivo, despoblar la raza anglosajona, porque es la que tiene los linajes más fuertes.»35 Hablaba también de un plan para «no solo infiltrarse inundándonos de refugiados [sino también] penetrar en el sistema educativo para manipularlo».36
King, por supuesto, no hacía sino repetir como un loro la teoría del Gran Reemplazo, que desempeñó un papel decisivo en tantas matanzas llevadas a cabo por supremacistas blancos. Y no era, ni mucho menos, el único líder del convoy con puntos de vista y afiliaciones abiertamente racistas. La Red Canadiense contra el Odio informó de que prácticamente todos los grupos que monitorizaba ejercieron de líderes, entre ellos una red que pretende forjar un nuevo país al que llaman «Diágolon», que abarcaría desde Alaska a Florida, pasando por las grandes praderas canadienses y Alberta.37 Según la Red contra el Odio, «Diágolon se parece cada vez más a una red de milicias; sus objetivos, al final, son fascistas: tomar el poder por medios violentos y despojar de derechos a aquellos que no pasan sus test de pureza ideológica, racial o de género [...]. Su lema es “balazo o soga”».38
Conviene pararse a pensar en todo esto. El descubrimiento, menos de un año antes, de las tumbas sin señalizar había forzado un debate sobre el hecho de que aquellos internados formaban parte de una política estatal oficial orientada a reemplazar activamente las naciones, lenguas y culturas indígenas con la cultura cristiana angloparlante o francófona. Los internados eran máquinas expresamente diseñadas para erradicar unas cosmologías que incorporaban el conocimiento de que la naturaleza es un ser vivo, algo sagrado e interdependiente; unas enseñanzas cuya enorme importancia se ha puesto de manifiesto en este momento de crisis planetaria. De pronto había un convoy liderado por un hombre que aseguraba que era su cultura, caucásica y cristiana, la que estaba amenazada de ser sustituida por otras inferiores y de piel más oscura a través del supuesto Gran Reemplazo. Según Jesse Wente, destacado escritor de la tribu ojibwe que además es el presidente del Consejo Canadiense de las Artes, el carácter mimético de la iniciativa era flagrante. «No es ninguna coincidencia que esto ocurra justo cuando están saliendo a la luz más verdades históricas», escribió Wente sobre el convoy, que él describía como «un deseo de reafirmar la dominación colonial ante la perspectiva de tener que hacer frente [a esas verdades] y de ofrecer una sensación de comunidad allí donde la pandemia ha demostrado que apenas la hay».39
Un diputado conservador, en un intento de presentar la ocupación de Ottawa como la acción de un puñado de patriotas de a pie, describió así el ambiente en las calles: «El día de Canadá multiplicado por mil».40 En cierto sentido, la descripción era acertada. Daba la impresión de que todas las banderas rojiblancas que se habían dejado en casa en aquel Día de Canadá contemplativo y de duelo habían vuelto ansiosas de venganza, ondeando en todos los camiones, extrañamente mezcladas con las barras y estrellas de Estados Unidos, como si tras dos años de examen de conciencia racial nuestros dos países se hubieran unido en un único proyecto de olvido colectivo.
La integración de las zonas de sombra sobre las que se edificó el mundo moderno abre una posibilidad de lograr algo parecido a una base sólida. Como escribió James Baldwin, solo si encaramos los horrores del pasado podemos hacer de la historia algo que sea útil para todos y que quizá sea capaz de forjar nuevos cimientos para la unidad. Pero nadie dijo que la integración fuera a ser indolora. Una interpretación del convoy de tráileres de dieciocho ruedas que se abrió paso en Ottawa es que se trata de una airada reafirmación de inocencia, un intento de sepultar aún más las verdades incómodas en las sombras y reavivar de paso el sueño reconfortante de virtud y dominación, como individuos y como nación.
El convoy que bloqueó Ottawa ofrecía un contraste cruel con el organizado ocho meses antes, menos conocido. Mientras que la manifestación de Mike Otto estuvo marcada por una voluntad, pocas veces vista, de revisar con honestidad el genocidio sobre el que se fundó nuestra nación, este nuevo convoy encarnaba un agresivo presentismo —la creencia de que solo existe el presente— contrario a tomar en consideración cualquier verdad incómoda, ya sea la violenta historia de Canadá o la realidad de que el covid seguía causando estragos (muchos de aquellos manifestantes contrajeron la enfermedad), o el calentamiento global al que contribuyeron paseando sus enormes camiones durante un mes (el símbolo oficioso del convoy era un bidón de gasolina de contrabando). En menos de un año, habíamos pasado del Convoy de la Solidaridad al Convoy de la Libertad, un rechazo a la interdependencia en favor de una independencia ultraindividualista. Era evidente que un sector de mi país quería traer de vuelta sus fantasías libres de culpa, y que estaban dispuestos a tomarnos a los demás como rehenes para recuperarlas.
Como la nuestra es una política de doppelgangers, reducida a lo que sería un rechazo de lo que se teme que sea insuficiente, exige un mimetismo, una parodia especular. De modo que en Ottawa, además de fuertes de nieve y bocinazos, en el Convoy de la Libertad no podían faltar una pipa de la paz y un tipi (denunciados por tres jefes locales de la tribu algonquina). Algunos de los manifestantes agitaban banderas naranjas con el lema TODOS LOS NIÑOS IMPORTAN... que al parecer no aludían a los niños indígenas violados, torturados y asesinados en internados —de los que seguían descubriéndose restos—, sino más bien a sus propios hijos, que según la escalada incesante del discurso diagonalista sufrían lo que algunos manifestantes llamaron un «segundo genocidio» por tener que llevar mascarillas y porque se esperaba de ellos que se vacunaran. Esa equivalencia en el mundo del espejo llevaba meses gestándose: a las dos semanas del descubrimiento de las primeras tumbas clandestinas, un grupo de madres blancas antivacunas empezaron a vender sudaderas naranjas y otros artículos con el lema EL COVID ES EL SEGUNDO GENOCIDIO CANADIENSE.41
¿Pretendían los camioneros eclipsar, echar un pulso o apropiarse de las reivindicaciones de justicia racial de los indígenas y la población negra que pusieron en cuestión durante esos años de pandemia nuestro relato nacional y tantas otras ideas establecidas que tenemos sobre nosotros como nación? Probablemente, no de forma consciente. No hubo ninguna sala en penumbra donde Steve Bannon y los Proud Boys42 se reunieran con mi doppelganger y con Pat King para urdir un plan tan retorcido. Pienso más bien que lo que vemos hoy tiene más de acto reflejo, de lo que a ojos de los implicados era solo instinto de conservación.
Es duro vivir en una época en la que tantas verdades que se daban por sentadas de pronto se tambalean bajo nuestros pies. Y más aún en un momento en que tantas otras cosas se han vuelto inciertas: la posibilidad de acceder a una vivienda en propiedad, o de conseguir suficiente dinero para pagar unos alquileres disparados, o de conservar cualquier trabajo, o incluso de saber cuánto nos costará la semana que viene la cesta de la compra. Todo está cambiando tanto y tan rápido que, como la predictibilidad que atribuíamos a las estaciones, nada volverá ya a ser estable, al menos durante varias generaciones, y eso en el mejor de los casos. Toda esta desestabilización requiere de nosotros varias cosas: cambiar, reevaluar y reimaginar quiénes tenemos que llegar a ser. No debería sorprendernos que un momento tan exigente suscite reacciones y posicionamientos extremos. No debería sorprendernos que, en vez de considerar honestamente lo que nos han enseñado sucesivas olas de revelaciones —personal sanitario obligado a enfundarse bolsas de basura a falta de equipos de protección, la frialdad y el odio en los ojos del agente Derek Chauvin mientras cargaba con todo su peso sobre el cuello de George Floyd, la perversión de tantos curas—, haya mucha gente que prefiera optar por ciertas distracciones bastante espectaculares. Por ejemplo, presentarse como víctimas cósmicas de todos los crímenes cometidos contra la humanidad durante los últimos cinco siglos, combinados.
Esto podría explicar por qué las tesis conspirativas del mundo del espejo parecen contradecirse entre sí tan a menudo. Para esta nueva configuración política, el verdadero objetivo nunca fue convencer a la gente de sus teorías no avaladas por pruebas; eso era solo una herramienta. El objetivo, consciente o no, es fomentar el negacionismo y la evasión. Se trata de no tener que asumir verdades ingratas e incómodas a la vista de unas realidades ingratas e incómodas, ya sea el covid, el cambio climático o el hecho de que nuestras naciones se forjaron con un genocidio y jamás han acometido un proceso mínimamente serio de reparación. ¡Es tanto más fácil negar las cosas que hacer examen de conciencia, o mirar atrás, o hacia delante! Mucho más fácil que cambiar. Pero la negación requiere relatos, coartadas, y eso es lo que ofrece la cultura de la conspiración.
A pesar de todo, me incomoda lo reconfortante que puede resultar ese análisis que carga el peso de la negación sobre las espaldas de los habitantes del mundo del espejo. Pasa lo mismo con el negacionismo del cambio climático: existen los negacionistas de la línea dura, que afirman que es todo un engaño y son fáciles de identificar. Pero puede que el mayor obstáculo hayan sido siempre los negacionistas de la línea blanda, todos nosotros, que sabemos que es real pero hacemos como si no lo fuera y nos olvidamos del asunto de mil maneras, más o menos flagrantes.
Como ya he señalado, Bannon clama incesantemente contra lo que llama el Gran Robo: la afirmación de que Biden cometió un fraude electoral en 2020; mientras que los demócratas llaman a eso la Gran Mentira. Y es una gran mentira, una mentira peligrosa. Pero ¿es esa LA gran mentira? ¿Más grande, pongamos por caso, que la economía de goteo? ¿Más que «los recortes fiscales crean puestos de trabajo»? ¿Más que el crecimiento infinito en un planeta finito? ¿Más que el doble directo de Thatcher de «no hay alternativa» y «eso que llamamos “sociedad” no existe»? ¿Más, ya puestos, que el «destino manifiesto», la terra nullius o la doctrina del descubrimiento, las mentiras que constituyen la base de Estados Unidos, Canadá, Australia y todos los demás Estados de origen colonial? Si podemos soportar pararnos a reflexionar sobre las zonas de sombra aunque sea solo por un minuto, se pone claramente de manifiesto que estamos atrapados en una red de mentiras que aniquilan la vida, y que cualquier cuento con que nos salga esta semana el mundo del espejo no es ni la mentira más grande ni la más peligrosa. Es perfectamente posible que con la guerra declarada por Bannon y Wolf contra la realidad pase lo mismo que con tantas y tantas grandes mentiras sobre las que se erigió el mundo moderno: que se derrumban ante nuestros ojos. Cuando la casa se viene abajo, algunos optan por evadirse en una fantasía en toda regla, eso está claro; pero no significa que el resto de los que nacimos y nos criamos en esa casa seamos los guardianes de la verdad.
¿Qué es, entonces, lo que muchos de nosotros seguimos sin ver, seguimos evitando, en este bosque de espesas sombras?