Una noche, mientras los camioneros se entretenían con sus batallas de bolas de nieve en la otra punta del país, decidí ver algo que esperaba que me ayudara a encontrarle algún sentido a estos extraños acontecimientos: la miniserie de cuatro capítulos de HBO Exterminad a todos los salvajes, del director haitiano Raoul Peck. Deliberadamente lenta, deja mucho tiempo para pensar. En un cierto momento, el propio Peck comenta en voz en off: «La misma existencia de esta película es un milagro».1 Es sin duda un síntoma de que se están abriendo más grietas en las zonas de sombra, y están saliendo de sus tumbas más secretos y más fantasmas.
Según él mismo explicaba, las películas anteriores de Peck (Lumumba, que trata del asesinato del líder de la independencia y primer presidente del Gobierno de la República del Congo Patrice Lumumba; I Am Not Your Negro [No soy tu negro], sobre la vida y el pensamiento de James Baldwin, y El joven Karl Marx, entre otras) contaban un fragmento de la violenta historia del nacimiento de nuestro mundo. Y con Exterminad a todos los salvajes buscaba una teoría unificadora que cubriera esos y otros episodios, en un intento de identificar una visión capaz de hilvanar los diversos holocaustos, masacres y asesinatos políticos que allanaron el terreno a los colonizadores europeos en las Américas y les permitieron saquear África y establecer un apartheid racial en Estados Unidos.
Los cimientos de todo eso, dice Peck, están engastados en el título que eligió, inspirado en el libro de 1992 Exterminad a todos los salvajes, del escritor sueco Sven Lindqvist, que lo sacó de una ominosa línea de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, publicado por primera vez en 1899 y que cuenta la historia de una misión comercial colonial en el centro de África. Conrad tomó elementos de múltiples ejemplos de europeos que se lanzaron a «civilizar a los salvajes» a modo de excusa para afirmar sus derechos sobre sus tierras, su riqueza y sus cuerpos.2 Inevitablemente, ese impulso civilizador degeneró en un afán ciego de laminar a los nativos: una conclusión que se anuncia desde el momento en que un grupo de personas se categoriza como biológicamente superior a todas las demás.
Esa frase —«exterminad a todos los salvajes»— expresa el impulso criminal de buscar el propio interés a toda costa. Es la mentalidad supremacista que contempla la extinción de pueblos enteros no ya como un factor inevitable de la marcha del progreso, sino como una fase saludable y conveniente de la evolución de la especie humana. «Y si la raza inferior debe perecer, es una ganancia, un paso adelante en el perfeccionamiento de la sociedad, que es el objetivo del progreso», explica el señor Travers en otra novela de Conrad, El rescate, que es un destilado de la mentalidad que ahogó en sangre continentes enteros y que ciertamente operó aquí en Canadá, en esas supuestas escuelas con cementerios secretos.3 Conforme a ella, el genocidio no es un crimen; es tan solo una etapa difícil pero necesaria y bendecida (para los creyentes) por Dios o (para los racionalistas) por Charles Darwin, que escribió en El origen del hombre: «En algún período futuro, no muy lejano si lo medimos en siglos, las razas civilizadas del hombre exterminarán y reemplazarán, con certeza casi absoluta, a las razas salvajes en todo el mundo».4 Una teoría del Gran Reemplazo en toda regla.
Lo que yo no esperaba descubrir es que la obra de Peck fuera una historia de doppelgangers. Su tesis es que el relato prevalente sobre Hitler y el Holocausto fue una expresión intensificada y concentrada de esa misma ideología colonialista que en épocas anteriores arrasó otros continentes. Los nazis la aplicaron dentro de la propia Europa. En esencia, Exterminad a todos los salvajes viene a sostener que Hitler —el villano más denostado del siglo XX, y con razón— no fue el perverso «otro» del Occidente civilizado y democrático, sino su sombra, su doppelganger. Con esto, está recurriendo al argumento de que la mentalidad exterminadora hunde sus raíces en «el núcleo del pensamiento europeo [...] y resume la historia de nuestro continente, nuestra humanidad y nuestra biosfera desde el Holoceno hasta el Holocausto».5
La historia que cuentan Peck y Lindqvist no comienza en América, sino en la Europa de los siglos que condujeron a la Inquisición española, la quema de herejes y la sangrienta expulsión de judíos y musulmanes. Desde allí cruzó el Atlántico y reprodujo los mismos patrones a una escala mucho mayor con el genocidio de los nativos americanos, al que se sumó el tumultuoso reparto de África, para finalmente volver a Europa durante el Holocausto. Esto cuestiona el relato de la Segunda Guerra Mundial que tantas veces se nos ha contado: el de unos aliados antifascistas, unidos frente a los monstruosos nazis. Es cierto que derrotar a Hitler y liberar los campos de concentración, aunque fuera tarde, fue la victoria más justa de la era moderna. Sin embargo, complica el tema el hecho de que Hitler escribió largo y tendido sobre cómo en múltiples aspectos se había inspirado para establecer su régimen genocida en el colonialismo británico y las diversas estructuras de jerarquía racial que se ensayaron antes en América del Norte.
Por ejemplo, en 1941, Hitler hizo esta reflexión: «Los campos de concentración no se inventaron en Alemania. Sus inventores fueron los británicos, que se valieron de dicha institución para ir quebrando poco a poco la resistencia de otras naciones».6 Lo dijo con una clara intención propagandística, claro, pero había en ello algo de verdad. Los campos de concentración, de hecho, se habían utilizado en numerosos contextos coloniales: lo hicieron los españoles en Cuba; los colonos alemanes, en el sudoeste de África, contra los pueblos herero y nama, y los británicos en lo que ahora es Sudáfrica, durante la guerra de los bóeres, en que decenas de miles de prisioneros murieron en recintos cercados azotados por enfermedades. Antes de que Hitler empezara a caracterizar el asesinato en masa de los genéticamente «inferiores» como conveniente para velar por la salud de la raza, el comandante Bedford Pim de la Marina Real Británica había explicado en 1866 a la Sociedad de Antropología de Londres que, a la hora de exterminar poblaciones indígenas, había «misericordia en la masacre».7
También había influencias más recientes y contemporáneas. Cuando Hans Asperger y otros médicos de Alemania y Austria se pusieron a decidir a qué discapacitados se permitiría vivir y cuáles eran «indignos de la vida», actuaron muy influidos por Estados Unidos, donde el Congreso de Indiana había aprobado en 1907 la primera ley que, con base en la eugenesia, regulaba la esterilización obligatoria, que no tardó en extenderse a otros estados.8 Mediante leyes como esa, la eugenesia ya había brindado una justificación pseudocientífica para la esterilización forzosa de decenas de miles de aspirantes a padres y madres cuyos genes se consideraban amenazas para el acervo genético en su conjunto, un proyecto plagado de prejuicios sobre la inteligencia relativa de los individuos de ascendencia anglosajona y nórdica. Los nazis partieron de este precedente y lo ampliaron de forma drástica: se estima que 400.000 personas fueron esterilizadas bajo su régimen; pero sus innovaciones en ese terreno fueron de escala y ritmo, no de fondo.
James Q. Whitman, autor de El modelo americano de Hitler: Los Estados Unidos y la gestación de la ley racial nazi, publicado en 2017, documenta con estremecedor detalle la deuda de los nazis para con Norteamérica. Whitman, catedrático de Derecho en la Universidad de Yale, argumenta que las contorsiones legales que hizo Estados Unidos para negar el derecho a la plena ciudadanía con criterios raciales fueron la fuente de inspiración de las leyes de Núremberg de 1935, por las que se despojó a los judíos alemanes de su nacionalidad y sus derechos políticos, además de prohibir el sexo, el matrimonio y la reproducción entre arios y judíos (la ley de ciudadanía del Reich y la de protección de la sangre y el honor alemanes). Se han descubierto borradores para el establecimiento de los nuevos guetos elaborados en parte con base en el estudio de los sistemas de segregación legal establecidos bajo las leyes de Jim Crow y las de las reservas indias; el sistema de apartheid sudafricano fue asimismo una fuente clave de inspiración.
Fue determinante el hecho de que muchos nazis eran estudiosos y admiradores de la mitología estadounidense de la frontera: el supuesto derecho a expandirse hacia el oeste y reclamar constantemente nuevos territorios para establecer asentamientos. El equivalente alemán era el Lebensraum, o espacio vital, necesario para vivir y crecer, que Hitler adoptó e interpretó como un mandato imperativo de conquistar y apropiarse de tierras al este de Alemania. Como en el Oeste estadounidense, ese territorio lo ocupaban otros que fueron considerados obstáculos para el proyecto: eslavos y judíos. Hitler, que alababa a los colonos europeos por haber «reducido a tiros millones de pieles rojas a unos pocos cientos de miles», sostenía que le había llegado a Alemania el turno de emprender limpiezas étnicas y reubicaciones en masa dentro de sus fronteras.9
«Tenemos una única tarea: acometer la germanización del territorio, llevando alemanes y dando a los pobladores nativos el mismo trato que a los indios», dijo el Führer en 1941.10 Y ese mismo año aseguró en otra ocasión: «Abordaré este asunto de frente y a sangre fría [...]. No veo por qué un alemán, al comer un trozo de pan, habría de torturarse con la idea de que la tierra que ha producido ese pan fue conquistada por la espada. Cuando comemos pan de Canadá, no pensamos en los indios expoliados».11 En su reivindicación de los cereales de Ucrania, se permitía bromear diciendo «suministraremos a los ucranianos pañuelos, cuentas de cristal y todas esas cosas que les gustan a los pueblos coloniales».12
Los nazis veían a algunos de los moradores de las tierras que usurpaban como aptos para el trabajo esclavo, pero no a los judíos, que consideraban irredimibles y, en consecuencia, abocados a la erradicación, en parte para hacer sitio a los colonos alemanes. A medida que la guerra se prolongaba, la escala y la velocidad de los asesinatos alcanzaron cotas nunca vistas: nadie había construido jamás cámaras de gas o crematorios para utilizarlos día tras día con el fin de eliminar vastos sectores de la población. Pero, si bien la locura asesina llevó el odio promovido por el Estado a cotas desconocidas, el exterminio para robar tierras no fue una innovación suya. «Auschwitz fue la aplicación moderna, en modo industrial, de una política de exterminio en la que se basó durante siglos el dominio europeo del mundo», dice Lindqvist.13 Sin embargo —añade—, «cuando lo que se había hecho en el corazón de las tinieblas se repitió en el corazón de Europa, nadie lo reconoció. Nadie quería admitir lo que todos sabían».14
Eso es inexacto. Varios de los intelectuales negros más destacados advirtieron ya en su día el paralelismo con gran claridad. W. E. B. Du Bois escribió en The World and Africa [El mundo y África], publicado poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial:
No hubo atrocidades nazis —campos de concentración, mutilaciones y asesinatos sistemáticos, violaciones o profanaciones blasfemas de la infancia— que la civilización cristiana europea no llevara mucho tiempo practicando contra poblaciones de color de todo el mundo, en nombre y en defensa de una raza superior nacida para gobernar el planeta.15
Lo que sí era una novedad es que ahora eran otros europeos los señalados como raza inferior.
En Discurso sobre el colonialismo, el escritor y político de Martinica Aimé Césaire lanza la acusación de que los europeos toleraron «el nazismo hasta que lo sufrieron en carne propia».16 Mientras sus métodos no se aplicaron en suelo europeo, «lo absolvieron [...], se negaron a verlo, lo legitimaron, porque, hasta entonces, solo se había aplicado a pueblos no europeos». Césaire consideraba que, para los aliados, el crimen de Hitler fue que hizo a los judíos y a los eslavos lo que «hasta entonces estaba reservado exclusivamente» a los no blancos colonizados en territorios lejanos. Pero, visto desde el Caribe, todo formaba parte de la misma, larga y tortuosa historia.
Césaire fue explícito al exponer que, a su modo de ver, Hitler no fue tan solo el enemigo de Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que fue su sombra, su hermano gemelo, su doppelganger perverso: «Sí, valdría la pena estudiar clínicamente, en detalle, los pasos dados por Hitler y el hitlerismo y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX que, sin ser él consciente, lleva un Hitler dentro, que Hitler vive en él, que es su demonio».17
Este análisis consigue que se tambalee la práctica totalidad de las historias con las que crecí, y que nos habían enseñado que el Holocausto fue una acontecimiento singular, sin precedentes, tan fuera de los límites de la historia humana que era en esencia imposible de entender. Aprendimos de mil maneras que tenía algo de sacrílego mencionar siquiera el Holocausto nazi en la misma frase que cualquier otro crimen, que hacerlo lo volvía menos horrendo, menos espantoso, casi ordinario. Pero ¿y si lo ordinario es horrendo? ¿Y si esa fuera precisamente la cuestión, que el nazismo no fue una aberración dentro de una historia, por lo demás ejemplar, de ilustración y modernidad, sino su no-tan-lejano doble, su otra cara?
Dice Lindqvist a propósito del gran escritor de Alemania Johann Wolfgang von Goethe:
La idea del exterminio no está más lejos de la esencia del humanismo que Buchenwald lo está de la casa de Goethe en Weimar. Esa noción se ha reprimido casi por completo, hasta por los propios alemanes, convertidos en el único chivo expiatorio de unas ideas exterminadoras que son en realidad una herencia común europea.18
Hay muchos y muy conocidos argumentos para sostener que el Holocausto perpetrado por los nazis fue algo diferente. Se valió de una tecnología más avanzada. Las muertes eran más expeditivas. Se llevó a cabo a escala industrial. Todo ello es cierto. Pero es igual de cierto que cada holocausto es distinto. Todo genocidio tiene sus características peculiares, y a todo grupo señalado como blanco del odio se le odia de una forma particular. Si lo que se toma en consideración es el número de muertos, el genocidio de los pueblos indígenas de América supera a todos los demás. En términos de tecnologías modernas, el comercio transatlántico de africanos secuestrados y esclavizados, así como las plantaciones a cuyo servicio se puso ese tráfico en el sur de Estados Unidos anterior a la guerra de Secesión y en el Caribe, era extremadamente moderno para la época. Tan de vanguardia que, como han demostrado algunos estudiosos, los sistemas que se desarrollaron para transportar, asegurar, depreciar, rastrear, controlar y extraer de ese trabajo forzado la máxima riqueza posible configuraron en buena medida numerosos aspectos de la contabilidad y la gestión de recursos humanos actuales. Y como expone Rinaldo Walcott —especializado en estudios de raza y género— en su manifiesto Sobre la propiedad, «las ideas que se forjaron en torno a la economía de las plantaciones siguen dando forma a nuestras relaciones sociales».19 Entre esas relaciones sociales se incluyen los actuales mecanismos de control policial, vigilancia a gran escala y encarcelaciones masivas.
¿En qué más se fundamenta la alegación de excepcionalidad? En el hecho de que los judíos europeos estaban profundamente asimilados e integrados en la cultura europea, comprometidos con la idea de «civilización» según se definía en aquella época en el continente. Muchos de los que fueron asesinados eran ricos, incluso. Pero ¿qué hay de las familias japonesas arraigadas en Estados Unidos y Canadá que fueron enviadas a campos de internamiento por la misma época? ¿Y de los incendios provocados y la masacre de la «Wall Street negra» de Tulsa, en Oklahoma, bastante antes de la entrada en la guerra? Son crímenes a otra escala, sin duda, pero todos evidencian los límites de la asimilación a la hora de garantizar protección. La negativa a creer que pudieran ser objetivos de las masacres nazis fue la perdición de multitud de judíos de Alemania y Austria: llevaban demasiado tiempo diciéndose que ellos tenían demasiada cultura y educación para que se los tratara jamás como a bestias. Lo que Du Bois y Césaire trataban de decirnos es que la cultura, la lengua, la ciencia y la economía no constituyen una protección frente al genocidio: lo único que necesita un poder decidido a denunciar tu cultura como salvaje y declararte una simple bestia es contar con el respaldo de una fuerza militar suficiente. Esa es la historia de la violencia colonial en todo el orbe. Etiquetar a la gente de no vinculada a la tierra —porque practiquen una forma distinta de agricultura, porque se trasladen de un lugar a otro con las estaciones o por cualquier razón que sirva a determinados fines— ha sido siempre una antesala del genocidio. Los judíos fueron declarados «desarraigados» antes de ser masacrados, de forma similar al modo en que las potencias coloniales declararon a los pueblos indígenas nómadas y, en consecuencia, no civilizados, en lo que fue el preludio del robo de sus tierras bajo pena de aniquilación en todos los continentes del planeta.
Mucha gente que había visto su cultura, su tierra y su cuerpo convertidos de igual modo en blancos reconoció la lógica que había detrás del proyecto político de Hitler, justamente porque no le era desconocida. En 1938, por ejemplo, tras la noche de los cristales rotos, una delegación de la Liga Australiana de Aborígenes envió una carta de protesta en que condenaba «la cruel persecución al pueblo judío por parte del Gobierno nazi de Alemania» y, en lo que es un episodio histórico poco conocido, se la entregó en mano al cónsul alemán en Melbourne (el Consulado se negó a admitirla).20 Esto ocurrió mucho antes de que los Gobiernos occidentales se decidieran a plantar cara a Hitler, y sin embargo, aquellos líderes indígenas, enfrascados aún en la lucha por sus propios derechos básicos, comprendieron claramente la gravedad de la amenaza. La masacre industrial de los nazis era una novedad, y el caso de los judíos es distinto. ¡Pero también lo son todos los demás casos! Y en algunos aspectos presentan demasiadas similitudes.
La otra cara del clamor de «nunca más» tras la Segunda Guerra Mundial era un tácito «nunca antes». El empeño en sacar el Holocausto de la historia, la incapacidad para reconocer el patrón al que se ajustaba y la negativa a entender cómo encajaban los nazis en el marco general de los genocidios coloniales salieron muy caros. Los países que derrotaron a Hitler no tuvieron necesidad de afrontar el hecho de que el líder nazi había tomado nota de su ejemplo y se había inspirado en ellos para diseñar su política de depuración de la raza y confinamiento de personas, lo que les permitió mantener su sentimiento de inocencia no solo intacto, sino reforzado por lo que fue incuestionablemente una victoria justa.
El argumento de Linqdvist era el siguiente:
Dos hechos no han de ser necesariamente idénticos para que uno facilite el otro. La expansión mundial europea, acompañada como lo estuvo por una defensa desacomplejada del exterminio, creó hábitos de pensamiento y precedentes políticos que allanaron el camino a nuevas salvajadas, hasta culminar en la más horrenda de todas: el Holocausto.21
Y uno de los hábitos de pensamiento de los que más cuesta desprenderse es el reflejo de mirar hacia otro lado, de no ver lo que tenemos delante y de ignorar lo que sabemos perfectamente.
Lindqvist escribió Exterminad a todos los salvajes a comienzos de la década de 1990, cuando la crisis climática apenas asomaba por el horizonte. Aún no sabía que las potencias europeas y los Estados coloniales en que se habían establecido pasarían las tres décadas siguientes decidiendo en la práctica dejar que los continentes habitados por esas «razas inferiores» ardieran y se ahogaran, porque, una vez más, la alternativa habría supuesto interrumpir el flujo ilimitado de acumulación de riqueza. Lo que debemos preguntarnos ahora —incluso aquellos de nosotros cuyos antepasados fueron víctimas de genocidio— es esto: ¿y si el fascismo puro y duro no fuera el monstruo que llama a nuestra puerta, sino el que tenemos viviendo en casa, nuestro monstruo interior?
Este es, me temo, el mayor peligro que entrañan el mundo del espejo y la guerra, cada vez más enconada, que libra contra la historia. Las puertas de las zonas de sombra se habían abierto de par en par; salían volando verdades que ya no se podía volver a reprimir. Los trabajadores invisibles y más explotados de nuestras economías —mujeres y hombres inmigrantes con visados de trabajo temporales que trabajan en cuatro residencias de ancianos distintas cada día, o envasan piezas de pollo en instalaciones inconcebiblemente frías y sangrientas— salían al fin en las pantallas de nuestros televisores. No porque se los vitoreara como a héroes, sino porque eran los que estaban en los llamados puntos calientes: aquellos cuyos cadáveres se apilaban en tanatorios y camiones refrigerados. No nos quedaba más opción que ver y apechugar con lo que durante tanto tiempo había permanecido oculto y reprimido. Entonces, cuando salimos por millares a las calles durante aquella primera primavera del covid a gritar los nombres de los asesinados, y de nuevo al cabo de un año cuando agachábamos la cabeza consternados por los chiquillos que nunca volvieron a casa, siguieron saliendo a la luz verdades ocultas.
Como esa pareja del cuadro prerrafaelita, un número creciente de nosotros empezamos —solo empezamos, y apenas— a vernos a nosotros mismos y nuestro lugar en un mundo plagado de presencias espectrales. A algunos, esto nos hizo desfallecer. A otros, nos enfureció. A muchísimos, nos hizo querer cambiar: expulsar al monstruo interior del subconsciente colectivo, o intentarlo al menos. Intentar ser la clase de personas cuya vida cotidiana no exige la aniquilación de otras vidas y de otros modos de vida.
«Las fuerzas contrarias a la justicia siempre están listas para revertir por completo lo que lograron las luchas de ayer si se les presenta la ocasión», dice Olúfé.mi O. Táíwò en Reconsidering Reparations [Replantearse las reparaciones], publicado en 2022.22 Para entonces, los partidarios del olvido volvían a tronar: se tenía que dar carpetazo a ese tema y envolver otra vez a nuestros países en el manto de la inocencia y la virtud. «Hay una resistencia a la memoria en la propia memoria», afirma la historiadora del psicoanálisis Jacqueline Rose.23
Un año después del asunto de los enterramientos anónimos de Kamloops, New York Post publicó un artículo en que se citaba a Tom Flanagan, un influyente ideólogo conservador contrario desde siempre a los derechos de los indígenas, que decía que el descubrimiento de las tumbas era «la noticia falsa más flagrante de la historia de Canadá» y un caso de «pánico moral».24 Al parecer, a mucha gente, contar la verdad de la historia le parece una traición, que debe descalificarse con rotundidad. Pero, si esas verdades se sofocan hasta hacerlas desaparecer, seguirán persiguiéndonos y resurgiendo en el mundo del espejo de forma distorsionada y retorcida.
El 14 de mayo de 2022, un supremacista blanco de dieciocho años obsesionado con la teoría del Gran Reemplazo y la baja tasa de natalidad entre la población blanca condujo su coche hasta un supermercado de la cadena Top’s de Búfalo, en el estado de Nueva York, con el objetivo de matar a todos los negros que pudiera. Asesinó a diez personas con un rifle de tipo AR-15 adquirido legalmente. Retransmitió la matanza en directo, como habían hecho otros antes que él, y actuando como se había enseñado a actuar a su generación. Dejó previamente un manifiesto largo e inconexo en que alababa a los nazis y se autocalificaba, entre otras cosas, de «ecofascista».25 Julian Brave NoiseCat, escritor y colega del movimiento por la justicia climática, observó que se daban algunos paralelismos bastante enigmáticos:
Me llama la atención la similitud de las teorías conspirativas de la derecha con políticas reales hacia los pueblos indígenas.
«Teoría del reemplazo» — Destino manifiesto
QAnon (abuso infantil generalizado e institucionalizado) — Internados
«Plandemia» — Viruela, alcohol, bioterrorismo
¡Es todo tan freudiano! El miedo a que les pase a ellos emana de una admisión implícita de que ellos se lo hicieron a otros.
Como si los negros, morenos e indígenas oprimidos fuéramos tan odiosos como ellos y pensáramos dar la vuelta a la tortilla y hacerles lo que ellos nos hicieron.26
¿Es eso lo que estamos presenciando, aunque sea en parte? ¿Tienen miedo los defensores violentos de teorías conspirativas a ser objeto de redadas, a que se los trate como ciudadanos de segunda, se ocupen sus casas y se los sacrifique porque, en el fondo, saben que son esas conductas genocidas las que crearon y mantienen sus relativos pero cada vez más precarios privilegios? ¿Les aterra que, si algún día las verdades de esas zonas de sombra —pasadas, presentes y futuras— salen a la luz en su totalidad y deben finalmente repararse, el resultado solo pueda ser una dramática inversión de los papeles, con las víctimas ahora en el papel de verdugos?
No sería la primera vez que ocurre. De hecho, ya está ocurriendo en un lugar donde cada cosa tiene su doble, donde la política doppelganger rige todos los aspectos de la vida. Está ocurriendo en Israel y en su tierra de sombras dividida, Palestina. Es la última parada de nuestro recorrido y el lugar donde muchas de las fuerzas que acabamos de repasar en este tortuoso viaje confluyen y colisionan.