Hay formas más sencillas de describir lo que hasta ahora he estado apuntando, y seguramente debería abordarlas directamente antes de seguir adelante. Dan Hon, un prestigioso consultor de estrategia digital, tuiteó que las acciones de Wolf lo habían confundido sobremanera porque me las había estado atribuyendo a mí desde el principio. Tal como él lo veía, el problema era evidente: «Naomi Klein debería interponer una denuncia por dilución de una marca registrada y perjuicio a una imagen de marca».1 En resumen, según Hon, mi marca estaba en crisis.
Busqué la definición actual de «dilución de marca» en una página muy conocida de marketing y encontré que este tipo de perjuicio responde a tres motivos principales:
En el momento en que Hon ofreció su consejo de forma gratuita, el concepto de la dilución de marca acaparaba titulares porque Nike había anunciado que denunciaría a Lil Nas X y al colectivo artístico MSCHF por haber cometido dicha transgresión. Sin la aprobación del gigante deportivo, los artistas, que se las sabían todas en cuestiones de publicidad, habían cogido 666 pares de zapatillas deportivas Nike Air Max 97, habían introducido gotas de sangre humana en las suelas, les habían cambiado el nombre a «Satan Shoes» («zapatillas de Satán») y las vendían a 1.018 dólares el par. Formaba parte del lanzamiento promocional del exitoso sencillo de Lil Nas, «Montero (Call Me by Your Name)», en cuyo vídeo aparecía el cantante haciéndole un baile privado al diablo. Nike decía que las Satan Shoes «podían causar confusión y dilución»3 para su marca, dado que los consumidores entenderían que la marca tenía algo que ver con las zapatillas modificadas. La denuncia le fue de maravilla a Lil Nas, ya que generó un montón de publicidad gratis, y Nike enseguida llegó a un acuerdo. (Mientras escribo esto, me estoy dando cuenta de que esta es una analogía malísima para mi situación: a mí me pinta como a una multinacional gigantesca y litigiosa, y a la Otra Naomi la deja como a Lil Nas X, que es un genio.)
En cualquier caso, a Hon no le faltaba razón. Mis problemas con mi doppelganger eran la prueba definitiva de que había fracasado en una de las actividades más valoradas del capitalismo actual: desarrollar, mantener y defender mi marca personal. Tal como afirma cualquier experto de marca, una marca es una promesa de coherencia y fiabilidad. Y estaba claro que mi marca había sido diluida y degradada. ¿Cómo si no iban tantas personas a confundirme con alguien que no parece saber diferenciar una serie de medidas de salud pública temporales de un golpe de Estado?
Si se había diluido mi marca, era lógico pensar que tenía que centrarme de inmediato en convertirme en una marca mejor y más reconocible y defender sus confines con uñas y dientes ante posibles infractores. Sin embargo, este plan tenía un defecto evidente: tengo una relación sumamente complicada con la idea de que los humanos se comporten como marcas corporativas. Mi primer libro, No Logo, era un tratado contra la creciente incursión de las marcas en nuestro estilo de vida y contra la idea, entre otras, de que los individuos debían definirse y venderse como si fuesen mercancía. No había nada menos coherente con mi marca que tratar a Wolf como un problema de marca.
A finales de los noventa, mientras investigaba y escribía No Logo, empezaron a oírse los primeros murmullos sobre que las marcas personales eran algo a lo que todos, incluso los que no éramos famosos, debíamos aspirar. En el libro exploré la idea nueva y polémica de que la inseguridad que todos sentíamos acerca de la rápida desaparición de empleos estables podría resolverse si hacíamos como Michael Jordan y Oprah y nos convertíamos en marcas. El gurú de los negocios Tom Peters definió las nuevas reglas del juego en un reportaje de 1997 que apareció en la portada de Fast Company con el título de «La marca que lleva tu nombre»:
Independientemente de la edad que tengamos, de nuestro puesto, del negocio al que nos dediquemos, todos debemos entender la importancia de la marca. Somos los directores ejecutivos de nuestras propias empresas: Yo, S. A. Hoy, en el mundo laboral, la responsabilidad más importante que tenemos es la de actuar como el director de marketing de una marca llamada Tú [...]. La —muy buena— noticia es que todo el mundo tiene la oportunidad de destacar [...]. Empieza definiendo las cualidades o las características que te diferencien de tus competidores o de tus compañeros. ¿Qué has hecho últimamente —esta semana— para sobresalir?4
Curiosamente, en aquel momento Peters fue objeto de duras burlas por sus palabras; la revista llegó incluso a publicar un mea culpa5 en el que renegaba del artículo y de su visión distópica de un mundo en el que los compañeros de oficina compiten entre ellos para ganar reconocimiento de marca. ¿Acaso no sería insufrible? ¿No supondría el fin del compañerismo? También había un problema práctico: una cosa era que las celebridades y los emprendedores de fama mundial, como Jordan, Oprah y Richard Branson, se posicionasen como marcas propias, y otra muy distinta era que lo hiciese un universitario o un mando intermedio o un trabajador al que habían despedido de una fábrica. Peters había escrito que ahora las personas teníamos las mismas necesidades de visibilidad que las grandes corporaciones, las cuales podían permitirse «el surtido completo de anuncios de televisión e impresos diseñados para lograr miles de millones de “impresiones” [...]. Cuando tu marca eres tú, tienes la misma necesidad de visibilidad, pero no cuentas con el presupuesto para costearla».6
Precisamente: las personas normales no tienen presupuestos para publicidad, y por eso nuestros cerebros de los noventa consideraron aquel concepto tan ridículo. Cabe recordar que todo esto era mucho antes de Facebook, por no hablar de TikTok o Substack. Ni siquiera teníamos programas de telerrealidad que pudiesen sacar del anonimato a aspirantes a famosos. En pocas palabras, la idea de la marca personal empezó como una treta, a todas luces un paliativo que ofrecían las empresas y sus consultores de gestión en lugar de empleos reales o de un salario estable, ofuscados por la fiebre de los recortes de costes y la inflación de los precios de las acciones, a su vez inducida por los recortes de plantilla y las subcontrataciones generalizadas.
Cuando publiqué No Logo, estas eran algunas de las verdades que mi yo de veintinueve años se imaginaba ofreciendo al mundo, como una bandeja de canapés extraños pero originales en una fiesta. Recién llegada de los talleres de explotación laboral de Nike en Asia, me disponía a contar la verdad sobre las falsas promesas y la cara sórdida de la marca.
Pero, en lugar de eso, en una entrevista tras otra, siempre me preguntaban lo mismo: «¿No es usted una marca?».
En los primeros días de mi carrera como autora, cuando los periodistas me acusaban de ser una marca, insistía en que no era así. Decía, chorreando desdén: «Soy autora, no una marca. Yo no soy el producto. Mi cometido es comunicar ideas, y esas ideas están en el libro. Lea el libro». Señalaba que no tenía productos accesorios, ni extensiones de la marca, ni camisetas ni bolsas de tela; no vendía otra cosa que no fuese un libro. Antes de mí hubo otros autores que habían vendido muchos ejemplares; ¿por qué no los acusaban a ellos de ser marcas?
Pero lo cierto es que mis palabras no eran más que un montón de patrañas, porque había cuidado mucho el diseño y el posicionamiento de No Logo. Después de pasar años estudiando las estrategias de marca corporativas más efectivas, quería que mi primer libro dominase el mismo lenguaje. No sé cómo logré convencer a uno de los mejores diseñadores gráficos del mundo, Bruce Mau, para que me hiciera el diseño mucho antes de tener editorial. La portada era elegante y totalmente negra —algo que entonces era chocante— y el propio título era un logotipo rojo, blanco y negro que se volvió icónico al instante. Me aseguré de que mis editores no tratasen de sacarle provecho vendiendo productos relacionados, pero sí pagué de mi propio bolsillo los descosedores que regalamos en la presentación para que los lectores pudiesen quitar los logotipos de sus pertenencias (yo todavía utilizo el mío, sobre todo para evitar que mi hijo se arañe el cuello con las etiquetas).
El teórico cultural británico Stuart Hall había descrito a la izquierda durante la época de Margaret Thatcher como «de un anacronismo histórico»;7 una década después, la politóloga estadounidense Wendy Brown hablaba de una izquierda «atrapada en una estructura de apego melancólico a una variante concreta de su propio pasado, ya muerto, cuyo espíritu es espectral, cuya estructura de deseo es retrógrada y estricta».8 Como hija de padres radicales de los sesenta, crecí en esa cultura espectral, y no quería que mi trabajo se uniera a las filas de los libros polvorientos de la izquierda. Quería enfundar mi No Logo en las lustrosas ropas del capitalismo.
Toda la atención que le había prestado al envoltorio y al estilo del libro —me decía a mí misma— era un guiño, o mejor aún, un jaqueo del mundo de las marcas corporativas. Pero es que, además, funcionó: se vendieron más de un millón de ejemplares de No Logo, mucho más de lo que jamás habría podido imaginar. Y a lo largo de una gira literaria que duró dos años sin parar, jugué constantemente con la idea de ser una marca antimarcas. Mi imagen era sencilla pero coherente: pantalón negro, camiseta, chaqueta vaquera. Básicamente, porque así era más fácil hacer la maleta. Me fabriqué un logo de No Logo y lo pegué con cinta adhesiva en mi botella de agua. Durante mis conferencias, daba un trago y bromeaba fríamente: «No entiendo por qué la prensa no para de decir que soy una marca».
Aquel teatro tenía algo de hipócrita, ahora lo veo. Quería las dos caras de la moneda: ser la chica del No Logo (la cara de un movimiento anticapitalista en ciernes) y negar que tuviese el más mínimo interés en construir una marca. Ser la única que estaba limpia en un negocio sucio. ¿Y no es eso lo que tantos queremos al intentar ganar la partida de la marca personal? ¿O, al menos, que no nos chirríe? Cultivamos con mucho cuidado unos personajes en internet —esos dobles de nuestro yo «real»— que encarnen el equilibrio perfecto entre la sinceridad y el desencanto con el mundo. Pulimos unas voces irónicas y distanciadas que no suenen demasiado promocionales pero que, aun así, nos promocionen. Acudimos a las redes sociales para mejorar nuestros números al tiempo que nos quejamos de lo mucho que detestamos esas «páginas del demonio».
El numerito antimarca de No Logo se me fue rápidamente de las manos, y entonces descubrí que hay que andar con pies de plomo. Cuando la larga década de los noventa tocaba a su lento fin y el sentimiento anticorporativo empezaba a arraigar, tuve que admitir que mi libro se había convertido en una especie de significante, un objeto o accesorio que llevar como complemento, no para leerlo. Los estudiantes de publicidad lo compraban en masa: algunos para dejar entrever que en el fondo eran revolucionarios, y todos para coger ideas para campañas futuras.
Uno de mis editores había tratado de convencerme de que registrara el título, aunque fuese solo para evitar que algún tercero se beneficiase a su costa. Cargada de santurronería, me negué: menuda burla sería de todo lo que había escrito acerca de cómo se estaba tapiando la cultura tras los agresivos muros de las leyes de propiedad intelectual. Pero acabó pasando, y en menos de un año, alguien había registrado la marca y estaba usando su versión falsificada del logo de No Logo para vender polos de golf en Florida. Una tienda de productos gourmet italiana había empezado a fabricar aceite de oliva No Logo y otros productos diversos con la imagen del libro. En el Reino Unido apareció una cerveza artesana de No Logo. En Ginebra, en Suiza, abrió un restaurante ligeramente cutre bajo el nombre de No Logo (me tomé un café allí y me presenté al dueño, quien puso cara de pánico y se fue corriendo a la cocina).
Para entonces, cuando los periodistas me preguntaban si me había convertido en una marca, fingir inocencia ya no tenía ningún tipo de credibilidad. Sin embargo, sí expresaba con mayor claridad por qué me incomodaba ser una marca. Las buenas marcas son inmunes a la transformación de su esencia. Reconocer que me había convertido en una a los treinta años habría significado el fin del que consideraba mi derecho a cambiar, a evolucionar y, con un poco de suerte, a mejorar. Me habría anclado a seguir encarnando aquella versión concreta de mí misma para siempre.
Mi postura se debía en parte al idealismo juvenil. Los dictados de lo que implica construir una buena imagen de marca me parecían la antítesis de lo que supone ser una buena periodista, por no hablar de una analista política con criterio. Estos últimos dependen del compromiso tácito de seguir la investigación adonde los lleve, incluso si resulta ser un lugar muy distinto del que se esperaba inicialmente. Los analistas respetados deben estar abiertos a que sus descubrimientos los cambien. Como marca, tu objetivo es todo lo contrario: debes seguir representando tu identidad de marca —tu «promesa»—, sin importar lo que el mundo te ponga por delante. Construir una marca de forma efectiva requiere disciplina y repetición. Debes saber exactamente adónde vas en todo momento; lo que, básicamente, significa moverse en círculos concéntricos.
No Logo me convirtió en una marca, y ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Pero pensé que todavía me quedaba una buena carta en la manga, es decir, convertirme en una marca mal gestionada que rompiese todas las reglas contra la dilución y la sobreextensión de las marcas. (Supongo que esta es mi versión del precepto de «destruir la caja» de Leonard Wolf.) En la práctica, eso supuso dejar que las falsificaciones camparan a sus anchas y dejar a un lado lo que me había dado una fama fugaz: hablar y escribir sobre las marcas y la publicidad. Rechacé varias ofertas para hacer el papel de activista antimarcas conocida en campañas publicitarias, incluida una un poco extraña del diseñador Helmut Lang. En un momento dado, Vogue me pidió que acompañase al autor de un reportaje en un recorrido por varias tiendas de lujo donde se me animaría a criticar las preciosas prendas por sus crímenes laborales y ambientales. El título que proponían era: «De compras con el enemigo».
«¿Y el enemigo quién es, vosotros o yo?», pregunté.
Se hizo el silencio.
«Tú.»
Esa oferta también la rechacé.
En lugar de interpretar esas distintas versiones de mí misma como portavoz de No Logo, me puse a trabajar en mi próximo libro, el cual me llevó cinco años y se publicó siete años después de No Logo, toda una eternidad según los tiempos del mercado. También trataba una temática totalmente distinta: el nacimiento de la hegemonía económica liberal de la mano de la explotación sistemática de shocks a gran escala. En La doctrina del shock no había ni una sola palabra sobre la publicidad. Era un libro sobre historia y economía política con el que sabía que perdería a muchas de las personas que habían utilizado No Logo como complemento. Mi siguiente libro, también diferente de los anteriores, trató sobre el cambio climático.
En mis saltos de una temática a otra, seguía un hilo conductor claro: todos hablaban de los estragos que provocaban las crecientes lógicas del mercado y el poder corporativo, cuya zona de detonación era cada vez mayor. Vista desde la perspectiva de la articulación de un movimiento, aquella trayectoria tenía sentido, ya que todo movimiento que quiera crecer debe abarcar distintos silos y llegar a un público que no incluya solo a sus adeptos. Pero, desde la perspectiva de marca (o incluso, de hecho, desde la perspectiva de las secciones de las librerías), mis libros estaban desperdigados, ya que pasaban de la publicidad al militarismo y de ahí al cambio climático. Había alcanzado el objetivo de asesinar mi propia marca, o eso me decía a mí misma.
Ahora que he vuelto la vista atrás, a la encrucijada que me obligó a elegir entre seguir los dictados de ser una autora con curiosidad o ser una marca bien gestionada, me he dado cuenta de que, en gran medida, otros tomaron esa decisión por mí. Si hubiese dicho que sí a irme de compras con Vogue (y a los discursos en empresas y a las campañas publicitarias), el movimiento al que pertenecía me habría hecho pedazos. Y con razón. Estoy hablando de una década antes de que se normalizase el concepto de la marca personal, cuando aún llamábamos «arribistas» y «vendidos» a los que trataban de lucrarse a costa de los movimientos de masas. Por eso no me costó demasiado trabajo tomar la decisión. Sencillamente, no quería perder a todos mis amigos.
Lo que en su momento no vi fue que No Logo salió justo en la cúspide de un mundo nuevo. Lo escribí en un ordenador Macintosh Plus grandote y rectangular que accedía a internet a través de un módem que iba conectado a mi línea telefónica. Para cuando se publicó el libro, en enero del año 2000, ya tenía una conexión de alta velocidad y podía ver cómo subían las ventas de mi libro en tiempo real en Amazon, una página que todos sabíamos que destruiría el sector editorial pero que no podía dejar de consultar obsesivamente, una dosis temprana de lo que sería el poder adictivo de los sistemas de crédito de las redes sociales basados en los «me gusta», las visualizaciones y los seguidores.
También se hizo patente que muchos nos equivocamos de medio a medio al pensar que era imposible que las personas corrientes se convirtiesen en marcas. Diez años después del desacreditado artículo de Peters, el iPhone salió al mercado, y al poco tiempo teníamos Facebook, Twitter y YouTube en la mano. De pronto todos los usuarios de esas plataformas tenían las herramientas para fabricar su propia marca personal —excéntrico, glamuroso, moderno, empollón, revolucionario— y proyectarla mucho más allá de sus propios círculos, todo a cambio del irrisorio precio de la tecnología de consumo y algunos accesorios escogidos con cuidado. La era de los influencers había comenzado.
Toronto, la ciudad en la que vivía en aquel entonces, parecía especialmente diestra en producir esta nueva variedad de celebridades salidas de internet. En nuestros extensos suburbios había adolescentes y adultos jóvenes con talento, muchos de ellos de familias inmigrantes, que colocaban sus cámaras en sus habitaciones y escribían, hacían el tonto, cantaban, cosían, se pintaban las uñas y jugaban a videojuegos, sorteando por el camino a los guardianes de la fama que unos años atrás seguro se habrían interpuesto en su camino. Algunos, como la cómica de Toronto Lilly Singh, pasaron de estar en YouTube a formar parte del estrellato internacional. Otros brillaron con fuerza y luego parecieron desaparecer, incapaces de seguir el ritmo de las exigencias de contenido nuevo de los algoritmos, que cambiaban constantemente, o de los insultos que traía consigo una exposición personal tan intensa y continua como aquella. Eso sí, una cosa quedó clara: todos los que no eran famosos (al menos, no de momento), que no contaban con ningún tipo de presupuesto para promocionarse y cuyas familias no solían tener contactos, podían aplicar los principios de la publicidad corporativa a su persona, y más de uno y más de dos terminarían ganando la lotería de la marca personal.
Hace ya unos años que doy un curso universitario llamado «El yo corporativo», en el que mis alumnos y yo exploramos, entre otras cosas, la historia y los impactos de la marca personal. En un ejercicio de clase, les pido a los alumnos, la mayoría de los cuales tienen veintipocos años, que piensen en la primera vez que recuerdan haber entrado en contacto con el concepto de ser una marca. La mayoría dicen que sucedió en secundaria, cuando los empujaron a que hicieran ciertas actividades extraescolares porque en el futuro «causarían una buena impresión» a un público amorfo. Otros recuerdan los sermones severos de sus padres sobre los peligros de las publicaciones incautas en las redes sociales: todo lo que publiques ahora, les decían, luego lo verán los responsables de admisiones de las universidades y las empresas en las que quieras trabajar, así que cuida tu imagen y preséntate según lo que sus ojos imaginarios querrían ver. Alice Marwick, en su libro Status Update [Actualización del estado], se refiere a esto como «La identidad apta para el trabajo»,9 y algunos alumnos han sido entrenados para que cultiven esta identidad mucho antes de tener la menor idea de para qué tipo de trabajo quieren ser «aptos».
Los alumnos siempre apuntan al proceso de escribir las redacciones para la admisión en las universidades como el momento decisivo en el que su sentido del yo privado quedó enterrado bajo el imperativo de crear una identidad consumible y de cara al público. Tenían que escribir siguiendo temas propuestos como «Algunos alumnos cuentan con un origen, una identidad, un interés o un talento tan importantes para ellos que creen que su solicitud estaría incompleta sin hablar de ello. Si a ti también te ocurre, aquí puedes escribir tu historia», o «Lo que aprendemos de los obstáculos a los que nos enfrentamos puede ser fundamental para alcanzar el éxito en un futuro. Explica una vez que te enfrentaras a una dificultad, a un contratiempo o a un fracaso. ¿Cómo te afectó y qué te aportó esa experiencia?».
Puede que estas preguntas parezcan benignas, pero muchos alumnos afirman que a través de esos ejercicios de redacción en los que se jugaban tanto aprendieron a contar historias sobre su corta vida que tenían menos que ver con el conocimiento que realmente tenían que con satisfacer las necesidades y los requisitos imaginados de un público compuesto de desconocidos respecto de ciertos tipos de identidades. Muchos asintieron cuando un alumno describió el proceso como «empaquetar tus traumas y convertirlos en una mercancía consumible». No es que los traumas sobre los que escribieron fuesen falsos, sino que el proceso les exigía que etiquetaran unas vivencias difíciles de formas concretas para que resultasen vendibles, y que las convirtiesen en algo fijo, comercializable y potencialmente rentable (ya que las propias universidades se venden a sí mismas como el primer paso obligatorio para tener una carrera lucrativa). Se estaba creando una separación entre esos jóvenes y lo que supuestamente debían ser para alcanzar el éxito.
Venderse a uno mismo constituye otro tipo de duplicidad, la versión interna de un doppelganger.
Y, claro está, para estos alumnos, la duplicidad que exige la marca personal no cesó una vez que entraron en la universidad. Uno de ellos, exiliado de la facultad de Empresariales, explicó que uno de los primeros ejercicios que tuvo que hacer consistía en desarrollar un discurso de venta de treinta segundos sobre sí mismo. Explicó al resto de la clase que, mientras se reducía a una lista de sus cualidades más vendibles, «sentí cómo se me salía el alma del cuerpo». Todos parecían identificarse con él; estábamos en los primeros días de las clases por Zoom, y llenaron las cajitas de emojis de corazones.
La invocación del alma es interesante, ya que nos recuerda que no es la primera generación que se moldea ante un ojo omnisciente. ¿Qué es un Dios que todo lo ve, capaz de conocer nuestros sentimientos e intenciones, si no la herramienta de vigilancia más efectiva jamás inventada? La genialidad de este tipo de religión está en la forma en que seduce a los creyentes para que actúen con pureza en esta vida y puedan así gozar de sus recompensas tras la muerte. Y a diferencia del estado de la vigilancia de hoy —el cual solo sabe lo que escribimos, lo que decimos y lo que hacemos—, los dioses monoteístas también afirman conocer nuestras intenciones.
El psicoanalista austríaco Otto Rank, quien colaboró estrechamente con Freud antes de romper con él, veía el alma —la parte de la persona que se creía que vivía más allá del cuerpo tras morir— como el doppelganger definitivo, el más íntimo de los dobles. La elección de creer en el alma, escribía, era «el deseo de defenderse contra la temida destrucción eterna».10 Freud estaba de acuerdo: «El doble era originalmente un seguro contra la extinción del yo [...] “un enérgico rechazo del poder de la muerte”, y parece probable que el alma “inmortal” fuese el primer doble del cuerpo».11
Igual que ocurre con los dobles que interpretamos en el éter digital, todo esto tiene un deje amenazante porque, como apunta Freud, nos recuerda que no siempre estaremos vivos. Así, el alma «se convierte en una siniestra precursora de la muerte».12 Según la cosmología, una vida mal vivida puede llevar a tu doble incorpóreo a arder en el infierno durante toda la eternidad o a terminar reencarnándose en una cucaracha. Teniendo en cuenta lo mucho que nos jugamos con este tipo de duplicidad, según Freud y Rank, a menudo viene acompañada de la creación de otro tipo de doble —un gemelo perverso o un lado abyecto— en el que proyectar todos nuestros pecados y errores. Esos dobles que se quedan con nuestros pecados para que podamos permanecer puros son los monstruos de los libros y las películas sobre doppelgangers: son el yo proyectado al que el protagonista termina apuñalando sin saber que, al hacerlo, se está asesinando a sí mismo. Estos dobles son el yo indeseado del que nos hemos liberado porque hemos hecho un pacto con el diablo, y que ahora busca venganza.
Una marca mal gestionada tiene unas consecuencias mucho menos fatales que la mala gestión del alma, pero, por otro lado, las consecuencias se dan en esta vida, no en la siguiente. En las conversaciones que tenemos en clase, tratamos de desentrañar precisamente cómo la lógica de la marca personal moldea la existencia de eso a lo que llamamos el yo. ¿Qué significa para los jóvenes crecer sabiendo que cada foto improvisada, cada vídeo, cada observación que publiquen en la nube digital, será lo que, cuando tengan unos años más, les impida conseguir un trabajo, o entrar en una universidad, o que les den el visto bueno como inquilinos? Y a la inversa: ¿qué significa que esas mismas publicaciones —probarse un conjunto bonito, bailar solos en su habitación— también pueden ser el billete a la fama y a la riqueza de ser influencer? Teniendo en cuenta todo lo que está en juego, ¿qué es lo que hacen y qué no se atreven siquiera a probar? ¿Y qué le pasa a su yo abyecto mientras están ocupados interpretando el papel del yo perfecto? ¿Qué gemelos perversos se crean en esta separación?
Es posible que mis alumnos no tengan un doble de carne y hueso que siembre el caos en su vida, como parece que yo sí tengo con la Otra Naomi. Pero, aun así, han crecido siendo muy conscientes de que tienen un doble externalizado: un doble digital, una identidad idealizada separada de su yo «real» y que representa el papel que deben interpretar en beneficio de los demás si quieren prosperar. Y al mismo tiempo deben proyectar las partes indeseadas y peligrosas de sí mismos en los demás (la parte incivilizada, problemática, deplorable, ese «yo no soy ese» que afila los contornos del «yo»). Esta tríada —separación, interpretación, proyección— se está convirtiendo rápidamente en una forma universal de duplicidad y está engendrando una figura que no es exactamente nosotros y que, en cambio, los demás perciben como nosotros. En el mejor de los casos, un doppelganger digital puede darnos todo lo que nuestra cultura nos enseña a querer: fama, adulación, riqueza. Pero es una forma frágil de alcanzar lo que deseamos, ya que solo hace falta una foto o una publicación fallidas para que se haga añicos.
Y sumada a todo esto tenemos la posibilidad omnipresente y muy real de que alguien te piratee el correo electrónico o tus redes sociales y descubras, horrorizado, que alguien que a todos los efectos parece ser tú está inundando a tus amigos y compañeros de contenido dañino. Por eso hay una parte de mí que no puede dejar de sentirse mal por mi doppelganger cuando se queja, mira tú por dónde, de que «Hay una “Naomirwolf” falsa en Telegram, y esta entidad falsa tiene 38.000 seguidores, ¡y seguramente todos ellos creen que me están siguiendo a mí!».13 Y no es solo que esta cuenta falsa tenga, según Wolf, «una prosa atroz», sino que además difunde todo tipo de teorías conspiranoicas extravagantes, como una de las favoritas de QAnon que dice que John F. Kennedy hijo, fallecido en un accidente de avión en 1999, en realidad sigue vivo. Wolf tiene su propia teoría conspiranoica sobre esta teoría conspiranoica y afirma que ese «falso yo» es claramente un «ataque» diseñado para desacreditar sus valientes investigaciones y hacer «que parezca una lunática». Wolf escribe que es una situación intolerable, «como tener una doppelganger chabacana, descuidada, finolis y de gramática intolerable». Ejem.
El miedo a que nuestros dobles digitales se hagan con el control de nuestra vida y engañen a nuestro entorno también es el tema de Cam, una infravalorada película de Netflix dirigida por Isa Mazzei en 2018. Cuenta la historia de una trabajadora sexual por internet que no puede entrar en su cuenta de cam girl y se enfrenta a lo peor que puede pasarle a uno en la era de la identidad monetizada: ver cómo alguien idéntica a ella le roba los fans, los seguidores, los beneficios, su vida, y, como en tantas otras historias de doppelganger, se le da mucho mejor ser ella que a ella misma.
Esta fantasía se está convirtiendo en realidad a gran velocidad. A finales de 2022, las redes sociales estaban inundadas de versiones iridiscentes, arregladas y adelgazadas de nuestros amigos, familiares y conocidos de internet que habían sucumbido a la fiebre del «avatar mágico». Habían subido diez fotos suyas a la aplicación Lensa y, a cambio de proporcionar esos valiosos datos, habían recibido una versión de sí mismos en forma de avatar: más elegante, como hecha con efectos especiales (y, a menudo, más blanca y más abiertamente sexualizada que las fotos en las que se habían basado las simulaciones). Aunque sentía punzadas de deseo de crear una imagen más falsa y hermosa de mí misma, también me quedé pensando en qué consecuencias indeseadas tendría. A aquellos que habían participado en ese ejercicio de duplicidad supuestamente divertido, ¿les estaría pasando que al verse en un espejo normal o en una foto sin modificar los invadiera una especie de sensación de traición? ¿Destruiría su yo artificial la autoestima de su yo real? Muchos también apuntaron a que las consecuencias podrían ser aún más negativas: alguien podría fingir ser tú, subir tus fotos, incluidas las que nunca quisiste compartir, y crear su propio doppelganger personal para explotarlo, ya sea sexualmente o de otras formas.
Las historias de doppelgangers suelen incluir reflexiones o proyecciones que rompen con su forma original y cobran una vida propia y peligrosa. En «La sombra», el cuento de 1847 de Hans Christian Andersen, la sombra de un hombre cobra vida y primero lo aparta y luego lo sustituye. En la película de terror muda de 1913 El estudiante de Praga, un estudiante pobre vende su reflejo para subir de clase social, pero al final su reflejo acaba destruyéndolo. Esta advertencia aparece una y otra vez en los libros y películas sobre doppelgangers: cuídate de enamorarte de tu propia proyección, porque bien podría reemplazarte.
Es interesante ver que una persona que vive muy despreocupada ante la posibilidad de que nuestros dobles digitales nos quiten el sitio es Stephen K. Bannon, antiguo jefe de campaña y responsable de estrategia de Trump y actual propagandista a tiempo completo de movimientos autoritarios y neofascistas que van desde Italia hasta Brasil. En la década de los 2000, mucho antes de los tiempos de Trump, trabajó en una empresa llamada Affinity Media (previamente llamada Internet Gaming Entertainment) en Hong Kong e hizo un curso exprés en el campo de los videojuegos multijugador. Le dijo al documentalista Errol Morris que lo impresionó mucho ver que, a los jugadores, aquellos juegos les parecían más reales que la vida misma. Y que los dobles digitales que se habían creado en internet —sus avatares— parecían más reales que sus versiones reales y corpóreas. A modo de ejemplo, habló de un hipotético «Dave de Contabilidad» que lleva una vida insulsa y corriente pero que, en cuanto llega a casa y enciende la consola, se convierte en «Ajax», un cazador de demonios que lleva pistola. «¿Quién es más real —preguntaba Bannon—, Dave o Ajax?»14 Podría pensarse que Dave, pero Bannon lo veía de otra forma.
«La gente adopta estas identidades digitales que son una versión más perfeccionada de sí mismos y que les permiten controlar cosas de una forma digital que no pueden controlar en el mundo analógico», dijo de los jugadores de videojuegos.15 Por eso, explicaba, Dave debía dar un paso atrás y dejar que Ajax tomara el control. «Quiero que el Dave de Contabilidad sea Ajax en su vida», le dijo Bannon a la periodista de The Atlantic Jennifer Senior.16 Ella observó, acertadamente, que «Eso es precisamente lo que ocurrió el 6 de enero. Las hordas de personas furibundas y clamorosas llegaron vestidas como avatares de carne y hueso, haciendo cosplay del papel de rebeldes con la cara pintada y envueltos en pieles. Entraron hechos una furia en el Capitolio mientras un ejército enemigo trataba de echarlos a palos [...]. Faltaron un día al trabajo. Y luego mostraron indignación —y una profunda incredulidad— cuando los sacaron de allí. La fantasía y la realidad se habían convertido en la misma cosa».
Es importante destacar que Bannon no parece tener ningún deseo de mejorar la vida de Dave, de ayudarlo a que lleve una vida de la que no tenga la necesidad de evadirse. Su objetivo parece ser convertir la realidad en un juego en el que la munición es de verdad.
Si los planes que Mark Zuckerberg tiene para el «Metaverso» avanzan como él quiere y todos acabamos siendo representados por avatares animados y personalizados ante el banco y nuestras amistades, las cosas se volverán aún más confusas. Ya está pasando. En marzo de 2022, Corea del Sur eligió a Yoon Suk-yeol como presidente. Este político conservador había basado su campaña, en parte, en sembrar en internet una versión ultrafalsa de sí mismo llamada AI Yoon. Esta versión, creada por su gabinete electoral, más joven que él, era más graciosa y encantadora que el Yoon real. The Wall Street Journal informó de que, para algunos votantes, el político falso —cuya falsedad no se escondió— parecía más auténtico y atractivo que el de verdad: «Lee Seong-yoon, estudiante universitario de veintitrés años, pensó que AI Yoon era real la primera vez que vio un vídeo en internet. Ver las intervenciones del señor Yoon en los debates o durante la campaña puede ser aburrido, dijo. Pero ahora consume vídeos de AI Yoon en su tiempo libre y considera que la versión digital del candidato es más agradable y cercana, en parte porque habla como si tuviese su misma edad. Declaró que votaría al señor Yoon».17 El doppelganger digital de Yoon fue una creación de una empresa coreana llamada DeepBrain AI Inc.; John Son, uno de sus ejecutivos, comentó que su trabajo es «algo siniestro, pero la mejor forma de explicarlo es que clonamos a la persona».18
Después de que los envejecidos miembros de ABBA se dejasen clonar de una forma parecida, y de que dichos clones digitales empezasen a dar conciertos «en directo» en 2022 para los que se agotaban las entradas, cuesta imaginar un futuro en el que este tipo de farsa animada no sea un pilar de la cultura de masas. «Los mires por donde los mires, estos doppelgangers digitales son casi indistinguibles de una persona de verdad»,19 decía una reseña de un concierto de ABBA publicada en la revista Variety, «ya que cada mechón de pelo del estrafalario conjunto setentero se ha replicado con un nivel de detalle que en ocasiones resulta aterrador. Saben moverse, bailan el jive e incluso hacen chistes malos sobre parar un momento para cambiarse de ropa, y el público, al borde del delirio durante todo el concierto, se lo pasa como nunca».
Luego tenemos también el creciente campo de la «tecnología del duelo» que aspira a «quitarle el escozor a la muerte»,20 tal como lo expresaba un titular del Financial Times no hace mucho. El artículo explicaba que «Las empresas como HereAfter AI están desarrollando “avatares póstumos” de personas vivas a los que sus seres queridos podrán acudir tras su muerte en busca de consuelo». ¿Hay algo que siempre quisiste decirle a tu padre o a tu madre, pero nunca tuviste la oportunidad o la valentía para hacerlo? Díselo a su avatar de ultratumba.
A los estudiantes a los que doy clase los preocupa adónde nos llevará toda esta duplicidad. Y aun así, casi todos se sienten obligados a participar en la creación de sus propios dobles digitales en las redes sociales (igual que yo). Una alumna contó al grupo que había dejado Instagram porque la presión de tener que interpretar una versión idealizada de sí misma y la inundación de imágenes de otros que hacían lo mismo le estaban destrozando la salud mental. Pero entonces llegaron las revueltas de 2020 de Black Lives Matter. «Todos mis amigos me dijeron que tenía que volver a Instagram y publicar a favor de BLM —dijo—, o todo el mundo pensaría que soy racista», y todo a pesar de que había estado participando en las protestas de su zona, aunque de una forma más discreta. Volvió a entrar y publicó, pero de mala gana; sabía que algo fallaba en una cultura que valoraba más las representaciones públicas de un yo virtuoso que los gestos solidarios más tangibles y el desarrollo de relaciones.
Estas perspectivas nacen de las experiencias propias de mis alumnos y se acentúan con los textos que leemos, especialmente el trascendental libro que Simone Browne publicó en 2015, Dark Matters: On the Surveillance of Blackness [Materias oscuras. A propósito de la vigilancia de la condición negra].21 Browne, profesora de Estudios Africanos y Diáspora Africana en la Universidad de Texas en Austin, encuentra el origen de la imagen de marca moderna en las marcas reales que se les hacían a los africanos durante la época del comercio transatlántico de esclavos. «Es difícil escribir sobre este tema. Unos instrumentos de hierro que formaban unas letras sencillas se convirtieron en herramientas de tortura. Imaginarlo resulta doloroso, ya que los avisos de fugas nos hablan de los cuerpos marcados por el esclavismo y de aquellos que escaparon», observa Browne.22
Browne adopta un tono provocativo al calificar aquella brutal forma de marcar a las personas de «tecnología biométrica».23 Hoy, la identificación biométrica —el uso de una parte permanente del cuerpo con el objetivo de medirnos y seguirnos el rastro— evoca máquinas sofisticadas con luces azules o verdes que nos escanean el rostro, el iris o la yema del dedo. Browne plantea que las marcas físicas cumplieron la misma función para los esclavistas, ya que les permitían seguir el rastro de los cuerpos racializados por medio de un marcador permanente e inmutable: «En el comercio de esclavos transatlántico, el acto de marcar [...] denotaba el poder del esclavismo para crear, marcar y vender a una persona negra como mercancía».24 El poder de la marca radicaba en su permanencia: estaba diseñada para que persiguiera a la persona esclavizada durante el resto de su vida, como un seguro contra el irreprimible deseo de ser libre. Este proceso violento y bárbaro, nos dice Browne, era un gesto definitorio con el que los esclavistas trataban de transformar a las personas africanas en lo que el gran teórico anticolonial Frantz Fanon llamó «un objeto entre objetos».25
Teniendo en cuenta estos comienzos, la tranquilidad con la que nuestra cultura ha venido a hablar de la idea de que los humanos debemos esforzarnos por ser marcas constituye, en sí misma, una forma violenta de borrar esas experiencias. Muchos creen que, hoy, crearse una imagen de marca es un acto de empoderamiento que asigna al individuo todo el control sobre su propia mercantilización y el poder de cosechar una gran porción de los beneficios. Sin embargo, Browne considera que la mercantilización del yo, especialmente entre la población negra, no puede ni debe separarse de la brutalidad de su pasado, al margen de lo mucho que hayan cambiado el contexto, la agencia y los flujos de los beneficios.
La creación de una marca es un proceso que exige lo que la autora y psicoterapeuta Nancy Colier describe como el imperativo de «relacionarnos con nuestro yo en tercera persona».26 Puede que el yo mercantilizado sea rico, pero la mercantilización no deja de exigir una separación, una duplicidad interna que es alienante por naturaleza. Estás tú, y luego está la Marca Tú. Por mucho que queramos creer que estos yos se pueden mantener separados, las marcas son entes hambrientos y exigentes, y un yo influye por fuerza en el otro. Teniendo en cuenta que somos una infinidad de personas las que tenemos dobles, todas con separaciones internas e interpretándonos a nosotras mismas, la dificultad de saber qué es real y en qué y en quién podemos confiar aumenta. ¿Cuáles de nuestras opiniones son reales y cuáles son de cara a la galería? ¿Qué amistades parten del afecto y cuáles son colaboraciones entre dos marcas? ¿Qué colaboraciones que deberían darse no ocurren porque las marcas de las respectivas personas compiten entre ellas? ¿Qué no se llega a decir, o a compartir, porque no sería propio de la marca?
Muchos de los alumnos a los que doy clase aspiran a trabajar en los medios de comunicación, donde tanto los modelos de negocio que crecen a mayor velocidad como los que en principio parecen más estables exigen que los creadores del contenido mantengan relaciones comerciales directas con sus lectores, oyentes y espectadores, ya sea a través de YouTube, Patreon, Substack u otras plataformas. No les queda más remedio que subirse al carro, pero también están preocupados: en una relación comercial, el cliente siempre tiene la razón, y el cliente, en general, quiere más de lo que acaba de recibir. Puedes cambiar algunos detalles de una marca, ramificarla y renovarla, pero, si cambias sus cimientos, tendrás entre manos una crisis de dilución y un montón de clientes contrariados. En ausencia de salarios estables (los cuales se han evaporado en gran medida), ese descontento se puede traducir en una caída directa de los ingresos personales.
En su ensayo Autosuficiencia, Ralph Waldo Emerson escribió: «Una consistencia necia es el fantasma de las mentes pequeñas»;27 en el mismo pasaje, expresaba la preocupación de que las personas se estuviesen quedando estancadas en «una reverencia por un acto o palabra pasados, porque la mirada de los demás no tiene otros datos para computar nuestra órbita que nuestros actos pasados, y somos reacios a decepcionarlos». Datos. Computar. Lo escribió en 1841, pero se parece mucho al grito de angustia de muchos streamers de YouTube o Twitch, estancados en la producción mecánica de vídeos casi idénticos prácticamente a diario, no vayan los suscriptores más caprichosos a abandonarlos por uno de los muchos influencers que los han copiado y a los que el algoritmo recomienda en la columna que aparece al lado o debajo de sus propios vídeos.
Cuando Lilly Singh anunció que se iba a tomar un descanso de YouTube en 2018, explicó que la plataforma «es una máquina, y a los creadores nos hace creer que tenemos que sacar contenido constantemente, incluso a costa de nuestra propia vida».28 Una máquina, en otras palabras, que convierte a las personas en máquinas. Y Singh no es ni de lejos la única que ha hablado públicamente de su angustia: existe un nutrido subgénero de vídeos en los que aparecen influencers sufriendo crisis nerviosas similares.
Los universitarios a los que doy clase se parten de la risa cuando vemos estas confesiones juntos. Muestran una gran empatía entre ellos, pero cuando se trata del dolor de un influencer adinerado, reaccionan con poco más que cinismo, incluso (¿o especialmente?) cuando el influencer en cuestión tiene más o menos su misma edad. Meten los vídeos con títulos como «Síndrome del trabajador quemado a los 19» en el mismo saco que los vídeos de disculpa, en los que una estrella de YouTube o de Instagram sobreactúa al mostrar arrepentimiento después de que la hayan pillado metiendo la pata, como por ejemplo si les han hecho una foto comiendo pescado cuando han construido su marca a base de compartir recetas veganas.
En esos casos, yo cuestiono un poco su postura: ¿por qué debería el hecho de superar cierto número de seguidores excluir la posibilidad de que puedan sentir un dolor auténtico? ¿Por qué tratar todas las emociones que se expresan en internet como una interpretación vacua? Pero siempre terminan atacándome en un todos contra una, y me explican con mucha paciencia que, en el juego de la marca personal de hoy, los influencers están metidos en una carrera armamentista de la autenticidad en la que compiten por ver quién logra ser más vulnerable y transparente. También apuntan a que los vídeos de crisis nerviosas que a mí me resultan tan conmovedores raramente van seguidos de la decisión del influencer de abandonar el esfuerzo y el desvelo que supone mantener su marca personal. Lo que suele ocurrir es que lo dejan durante un breve período de tiempo y, cuando vuelven, lo hacen para relanzar su imagen de alguna forma espectacular, ya sea con un proyecto nuevo en una plataforma más tradicional o con una línea de productos nuevos.
Entiendo su cinismo, pero soy demasiado mayor y blanda como para compartirlo. A mi juicio, ambas cosas pueden ser verdad: estos jóvenes influencers pueden estar sufriendo una angustia emocional auténtica por la presión que supone tener que crear contenidos audiovisuales y por la crueldad a la que se enfrentan continuamente por parte de personas a las que han invitado a meterse en su vida, al tiempo que intentan encontrar la manera de monetizar su dolor. Porque eso es lo que les han dicho que tienen que hacer para evitar convertirse en un animal muerto en el arcén de la economía de la atención. Y, como tantas otras cosas, es una pescadilla que se muerde la cola. Si logras cosificarte con éxito, los demás empezarán a creer que eres una cosa y te lanzarán todo tipo de objetos duros con la seguridad de que no sangrarás. Y entonces tienes que sacarte de la manga formas aún más íntimas de exponerte que pueden llegar a incluir grabarte teniendo una crisis nerviosa como una catedral en tu habitación. No vengáis a por mí —parecen suplicar estos influencers a sus seguidores convertidos en enemigos— porque estoy herido; ¿acaso no veis que estoy sangrando? Pero olvidan que a la manada le encanta la sangre y que no hay nada más sangriento que el dolor performativo.
Si contar con una marca personal se ha convertido en un imperativo cultural, ¿qué ocurre cuando nuestras marcas fallan, fracasan o la cagan irremediablemente? ¿Qué es de la persona que hay detrás de la marca? ¿Qué tipo de obsesión la persigue? («Llegas por el néctar de la aprobación —escribe Richard Seymour en The Twittering Machine [La máquina de trinar]— y te quedas por el escalofrío de la muerte virtual».)29 Esto nos lleva a un punto de la trama trascendental en la vida de mi doppelganger que sospecho que pudo haber tenido mucho que ver con las decisiones que tomó en la época del covid y en adelante. Porque esa muerte virtual de la que habla Seymour... le pasó a ella. Vaya si le pasó.
En mayo de 2019, menos de un año antes de que empezaran los confinamientos de la pandemia, Wolf fue a BBC Radio 3 para promocionar Outrages: Sex, Censorship, and the Criminalization of Love [Ultrajes: sexo, censura y criminalización del amor], un libro sobre la persecución del amor homosexual en la Gran Bretaña victoriana que se basaba en la investigación que había hecho en la Universidad de Oxford para un doctorado que había obtenido ya de mayor y con el que, en muchos sentidos, recuperaba su trabajo anterior sobre sexualidad y género. Lo que ocurrió fue un episodio en el que apenas puedo pensar sin que se me acelere el corazón, aunque no tuviese nada que ver conmigo.
Wolf compartió el que supongo que consideraba el hallazgo más explosivo de su investigación: que, bien entrado el siglo XIX, hubo «varias decenas de ejecuciones» de hombres condenados por sodomía.30 Basaba su afirmación en el descubrimiento del término death recorded [«muerte registrada»] en documentos judiciales. El entrevistador de la BBC, Matthew Sweet, informó a Wolf, en directo, de que había malinterpretado el término, el cual significaba justo lo contrario de lo que afirmaba: que aquellos hombres fueron hallados culpables y luego liberados. También resultó que varios de los cargos a los que Wolf hacía referencia no tenían que ver con mantener relaciones sexuales homosexuales consentidas, sino con abusos infantiles, y que al combinarlos había perpetuado una peligrosa falacia que relacionaba a los hombres homosexuales con la pedofilia. Al descubrirse unos errores así de básicos en la premisa de su tesis, la editorial de Estados Unidos de Wolf dejó de trabajar con ella y mandó destruir el libro. Es muy poco frecuente que una reputación se venga abajo de una forma tan pública y en principio definitiva como le ocurrió a Wolf en ese terrible instante. Cuando el audio empezó a circular por Twitter, fue como si a toda la plataforma se le hubiese ocurrido la misma broma cruel a la vez: Naomi Wolf acababa de presenciar su propia «muerte registrada».
Hubo cursos universitarios que, en su afán de inculcar en sus alumnos un miedo sano a las investigaciones chapuceras, empezaron a utilizar fragmentos de Outrages como ejemplo admonitorio.31 Algunas publicaciones en las que hasta entonces había aparecido a menudo, como The Guardian, dejaron de publicarla, en principio para siempre. Y, como era de esperar, Wolf veía un complot en todo aquello. En enero de 2020, le dijo a un entrevistador que el «ataque viral» que había sufrido después de que los errores fundamentales de Outrages salieran a la luz formaba parte de un oscuro ardid para destrozar su reputación y apartarla del «terreno de juego».32 Todo esto ocurrió en una época que seguro fue difícil para ella, ya que unos meses antes de la entrevista de la BBC había perdido a su padre, el hombre al que tanto había venerado en The Treehouse. Esta confluencia de acontecimientos hizo que entrase en el desestabilizador período que fue la pandemia en un estado ya sumamente desestabilizado, con poco que perder y, como enseguida descubrí, con mucho que ganar.
Durante una clase, un alumno expresó la convicción de que, si todo ser humano debe definirse y defenderse como una marca fija y rígida, la humanidad en sí misma se «estaba deshumanizando»; es decir, que estaba perdiendo la capacidad de cambiar y evolucionar, incluso ante crisis climáticas y políticas urgentes. Su reflexión daba en el clavo y ponía nombre a un problema que yo no había sido capaz de articular cuando empecé a escribir sobre las marcas hace ya tantos años. En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt describía el proceso de pensar como una forma de duplicidad, dado que es un «diálogo entre yo y yo misma».33 Cuando cada persona piensa y delibera, está dialogando con el «dos en uno» que es el yo, un yo que, a diferencia de una marca, no es una entidad fija y singular, ya que, de serlo, ¿sobre qué, o con quién, pensaríamos? El doctor Richard Schwartz, quien desarrolló la terapia Sistemas de Familia Interna, plantea que en realidad el yo está compuesto de más de dos partes: cada uno está formado de una multiplicidad o mosaico de voces, esperanzas y deseos a menudo polarizados. En los casos extremos, cuando estas partes se disocian entre ellas, este atributo se convierte en una patología a la que antiguamente se conocía con el nombre de trastorno de la personalidad múltiple. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, la capacidad de mantener un diálogo interno (o una mesa redonda) con las distintas partes de nosotros mismos es saludable y humana. Además, para Arendt, las grandes desgracias ocurren cuando las personas corrientes «pierden» la capacidad de dialogar y deliberar internamente y solo son capaces de regurgitar eslóganes y tópicos contradictorios. Y lo mismo puede decirse de cuando se pierde la facultad de imaginar las perspectivas del otro o, tal como lo expresó en su ensayo Verdad y política, «de hacer presente en la mente los puntos de vista de quienes están ausentes».34 Es en ese estado de irreflexión literal (es decir, en la ausencia de pensamientos propios) donde el totalitarismo echa sus raíces. Dicho de otra forma, oír voces en nuestra cabeza no debe darnos miedo; lo que debemos temer es su ausencia.
Esto apunta a lo que bien podría ser el mayor de los peligros de esta época de humanos marcados. Las marcas no se construyen para contener nuestras multitudes; exigen fijación, estasis, un yo singular por persona. Estatuas humanas. El tipo de duplicidad que la imagen de marca nos exige es la antítesis del tipo de duplicidad (o triplicidad, o cuadruplicidad) saludable que corresponde a pensar y a adaptarse a las circunstancias según cambian. Esto habría supuesto un problema en cualquier punto de la historia, pero en un momento como el nuestro, en el que tantas crisis colectivas necesitan de nuestra deliberación, debate y elasticidad, lo que nos jugamos adquiere tintes civilizacionales.
A menudo me ha dado la impresión, mientras contemplaba mi propia crisis de marca en un momento en el que sentía que debía aplicarme más a la crisis climática, de que no soy ni de lejos la única que ha dejado de lado grandes preocupaciones para concentrarse en obsesiones más manejables. De hecho, tiene una cierta lógica enfermiza pensar que la era en que las marcas personales han llegado a su punto álgido haya coincidido con un momento en el que la casa que todos compartimos se encuentra inmersa en una crisis sin precedentes. Esta crisis compleja y de escala planetaria exige un esfuerzo coordinado y colectivo a escala internacional, el cual puede ser teóricamente posible y ciertamente abrumador. Es mucho más fácil tener un pleno dominio de uno mismo, de la marca que eres: pulirla, lustrarla, dar con el ángulo y el tono perfectos, luchar contra competidores e intrusos, proyectar lo peor en ellos... Porque, a diferencia de tantas otras cosas en las que nos gustaría poder influir, el lienzo del yo es compacto y está lo suficientemente cerca como para que sintamos que quizá podamos llegar a tener cierto control sobre él. Y eso a pesar de que, tal como he descubierto, esto no deja de ser también un gran espejismo.
Así pues, lo que debemos preguntarnos es: ¿qué estamos dejando de construir mientras construimos nuestra marca?