Una de las representaciones más célebres del fenómeno doppelganger en el arte occidental es un exuberante cuadro prerrafaelita de Dante Gabriel Rossetti. En él aparece una pareja vestida con ropajes medievales en un oscuro bosque que se cruza con otra pareja que es su fiel reflejo.1 No es un encuentro feliz. De la rabia, el hombre que ve a su doble desenfunda la espada, mientras que su acompañante se desmaya, abrumada por lo inquietante de la escena. El cuadro se llama Cómo se conocieron.
Cuando lo vi por primera vez, me di cuenta de que esto es lo que implica caminar por la senda de los doppelgangers: cuando emprendí este viaje, yo también había sacado una espada metafórica, lista para luchar y ser la Naomi que quedase en pie. Ahora, en estos bosques sombríos, me encuentro enfrentándome no a ella sino a mí misma, y a la incómoda verdad de que todavía doy importancia, demasiada, a la imagen que proyecto en el mundo; de que, si de verdad quiero desmarcarme del mundo de las marcas personales, todavía tengo mucho trabajo por hacer.
Alguien que reflexionó ampliamente sobre cómo lidiar con la fricción entre unas personalidades enormes e individuales y las exigencias del trabajo colectivo fue la ya fallecida autora y teórica bell hooks. «Las personas que gozan de una autoestima sana no necesitan crearse identidades falsas», escribió.2 En mi asignatura El yo corporativo, estudiamos de qué formas hooks se esforzó por subvertir y minar las marcas personales y el activismo de las celebridades mucho antes de que estos conceptos se popularizasen. Se llamaba Gloria Jean Watkins y escribía como bell hooks, el nombre de su bisabuela, en parte como homenaje y en parte para marcar una cierta distancia entre su identidad como persona corriente y su identidad como autora. «Me muevo por la cotidianeidad de mi vida como la corriente Gloria Jean que soy», declaró a The New York Times en 2015.3 También es conocida por escribir siempre su pseudónimo en minúscula, pero no para empequeñecerse, explicaba, sino como recordatorio de que la atención debía dirigirse «al contenido de los libros, no a quién soy».4
Su postura puede sorprender en un momento en el que no hay mejor elogio que ser considerado un icono. Pero ella no quería que el nombre de bell hooks —el personaje o idea que la gente tenía en mente— eclipsara las ideas de bell hooks, y era consciente de que existe una fricción inevitable entre el peso que puede adquirir un nombre —su grandeza relativa en el mundo— y la capacidad de que las palabras de uno lleguen al público y este las adopte como propias. Entre el autor y el lector puede abrirse un verdadero abismo, y hooks trataba de cerrarlo. Aunque, como no podía ser de otro modo, el nombre de hooks se convirtió en una señal de mercado en sí mismo, como ocurre con todo en esta cultura capitalista nuestra. Pero no era eso lo que pretendía, sino todo lo contrario; books confería la importancia suficiente a su trabajo y a sus ideas como para no querer ahogarlos bajo el peso de un gran nombre.
Escribió también sobre las etiquetas que muchos hemos llegado a ponernos a nosotros mismos. Como teórica política, hooks creía fervientemente en el poder de las nomenclaturas, tal como demuestra la frase a la que solía recurrir para definir a qué nos enfrentamos: «patriarcado capitalista supremacista blanco».5 En cambio, cuando se trataba del impulso de atribuir significantes identitarios al propio ser, de vendernos como esto o como lo otro, se mostraba mucho más ambivalente. En su trascendental libro de 1984, Teoría feminista: de los márgenes al centro, hooks decía que «deberíamos evitar usar la frase “yo soy feminista”»6 y decantarnos por decir «yo defiendo el feminismo», ya que, a diferencia de la etiqueta «yo soy», la cual apela a las creencias anteriores del interlocutor sobre qué y quién es feminista, es mucho más probable que la segunda dé pie a una conversación sobre qué cambios concretos está intentando conquistar el feminismo, y «no nos enreda en el pensamiento dualista “o esto o aquello” que es el componente ideológico central de todos los sistemas de dominación en la sociedad occidental».
Releer el texto de hooks en el contexto de mi propio duelo dualista me resultó esclarecedor, además de abochornarme más de lo que habría querido. Hoy en día, la vida intelectual y activista tiene mucho de querer llevarse el mérito. Yo lo hago; lo he hecho sin parar en estas páginas. Yo escribí esto. Yo dije tal cosa. Esa es mi frase. Ese término lo acuñé yo. Yo me inventé ese hashtag. Me quedé horrorizada la primera vez que vi que un compañero se citaba a sí mismo y añadía referencias a sus trabajos anteriores en una columna: «Tal como escribí aquí [enlace] y aquí [enlace]». ¿Por qué se citaba a sí mismo? Las citas sirven para añadir las voces de otros, para ampliar el marco, no para reducirlo aún más. Ahora, lo de citarse a uno mismo es el pan de cada día: «Como escribí aquí», «Véase mi tuit previo», «Querría recordar lo que dije». Es necesario hacerlo, o eso creemos muchos, porque estamos atrapados en un ensordecedor río de voces que parece llevarse por delante todo lo anterior. Si no recordamos a los demás lo que hemos dicho y hecho, acabaremos flotando río abajo en dirección al mar junto al resto del detrito cultural.
Conocedora de nuestros hábitos amnésicos, en 2014 hooks abrió el bell hooks Institute en Berea, Kentucky, un espacio dedicado a sus obras, artefactos e ideas. Explicó que su hermana había fallecido hacía poco y que le había hecho pensar en su propio legado y en «lo que ocurre si no cuidamos de nosotros, si no nos valoramos como merecemos».7 La preocupaba sufrir el mismo destino que tantos otros autores negros, cuyas contribuciones fueron engullidas por la historia. Empezó con la esperanza, bromeó en una conferencia de 2015, de que hubiese «alguien por ahí lo suficientemente interesado en bell hooks como para dedicarse a conservar sus artefactos, pero no se presentó nadie». Así que ella misma se encargó de montar el instituto, no como un altar a su ego, sino para mantener vivas sus ideas. Porque sus ideas —sobre el amor como motor de la política, sobre derrocar los sistemas de dominación machihembrados— importan. Y bell hooks importa. No la marca, sino el ser humano que llevó a cabo todo ese trabajo, que escribió más de treinta libros a lo largo de sus sesenta y nueve años, que cambió la vida de un sinnúmero de personas para mejor. Era un trabajo que merecía la pena conservar y defender de ese olvidadizo río.
Puede que las marcas sean entes vanidosos y perjudiciales, pero las ideas no lo son. Las ideas son herramientas de transformación personal y colectiva. Por eso me preocupa que las exageraciones, las especulaciones y las afirmaciones sin fundamento de Wolf se mezclen con la doctrina del shock, no porque esta sea una marca que necesite protección, sino porque es un marco que ha dotado a muchos de un lenguaje para protegerse de la explotación económica y los ataques contra la democracia durante los períodos de emergencia que desconciertan a las sociedades. Cuando ese concepto se embarulla por asociación con teorías conspiranoicas trastornadas sobre contubernios globales, es más difícil que pueda cumplir dicho propósito. Y el resultado es una mezcolanza absurda, una «cosa [...] demasiado ridícula para tomársela en serio, y demasiado seria para pasar por meramente ridícula».8
Wolf se ha servido de artes similares para tergiversar el principio central del feminismo según el cual todas las personas tienen derecho a escoger con quién mantienen relaciones sexuales y si quieren o no seguir adelante con un embarazo. Ahora lo estaba manipulando para calificar las medidas sobre las pruebas y la vacuna del covid de violaciones de la «integridad corporal» equiparables a las que soportaron las mujeres a quienes se les practicaron exámenes vaginales forzados, so pretexto de que todos son ejemplos de «la penetración del Estado en su cuerpo contra su voluntad».9 Huelga decir que ese tipo de lenguaje satisface una necesidad cultural que está muy unida al capital social de la victimización, una cuestión que retomaré más adelante. Pero, por ahora, lo importante es que abusar de estos términos es peligroso, porque los despoja del significado que pretenden transmitir, de su legibilidad y su poder.
Lo más grave es que Wolf y los suyos se han pasado años embarullando el significado de la lucha contra el autoritarismo, el fascismo y el genocidio, nada más y nada menos que los peores crímenes de la humanidad. Y lo han hecho en un momento en el que necesitamos desesperadamente una alianza antifascista robusta, en gran parte gracias a la propagación incesante de informaciones incendiarias y erróneas y de la animadversión que han demostrado personas como esas. La dilución y el perjuicio de una marca son asuntos triviales, pero esos crímenes y la facultad de ponerles nombre son sumamente importantes.
¿Qué podemos hacer cuando nos percatamos de que ideas y conceptos importantes se distorsionan de esta forma, cuando vemos que la absurdidad parece permearlo todo y que, como consecuencia de ello, resulta imposible mantener cualquier tipo de conversación seria? ¿Qué hacemos cuando parece que estamos rodeados de dobles e impostores retorcidos? Una noche me encontraba buscando respuestas a estas preguntas cuando, en mi misión de empaparme del catálogo cinemático sobre doppelgangers, di con la osada sátira de Charlie Chaplin sobre el ascenso de Hitler, El gran dictador.10 Al final de la película, el barbero judío perseguido (interpretado por Chaplin) se disfraza de dictador hitleriano (también interpretado por Chaplin), se cuela en las líneas enemigas y da uno de los mejores discursos antifascistas de la historia ante las masas fascistas.
A pesar de ser del año 1940, el mensaje de Chaplin seguía siendo igual de oportuno: cuando te enfrentes a un doble que amenaza con engullirte a ti y a tu mundo (o a un ejército de ellos), la distancia no te protegerá. Es mucho mejor cambiar las tornas drásticamente y convertirte, en cierto modo, en su imitador, en su sombra.
O, al menos, esa fue mi excusa para escuchar a Steve Bannon sin parar.