De bien pequeña aprendí más de lo que seguramente me correspondía sobre los detalles del parto. Mi padre, Michael Klein, era médico de familia y pediatra, y además de traer al mundo a cientos de bebés, fue científico investigador en la Universidad McGill, donde llevaba a cabo grandes ensayos clínicos de control aleatorizados en todos los hospitales de Montreal. El objetivo de los estudios era medir el impacto del uso de distintos tipos de intervención —inducciones, epidurales, fórceps, episiotomías, cesáreas— en las condiciones de salud de madres e hijos. Cuando recibía datos especialmente sorprendentes, no era capaz de quedárselos para sí, de forma que, para cuando llegué a la pubertad, la incontinencia posparto y los desgarros vaginales no eran nada nuevo para mí, por mucho que habría deseado no saber de su existencia.
También había otros detalles angustiantes. Mi padre y sus compañeros formaban a médicos residentes, y una noche de finales de 1970, cuando yo tenía unos ocho años, llegó a casa sin poder contener su entusiasmo sobre una novedad que habían instalado en un par de consultas: el espejo unidireccional. Hasta ahora, explicó, él y los otros médicos habían tenido que mirar por encima del hombro de los residentes para asegurarse de que estaban proporcionando los cuidados adecuados a los pacientes, lo que solía hacer que todo el mundo se pusiera nervioso, tanto el residente como el paciente. Ahora, los pacientes, incluidas las mujeres embarazadas, podían ser atendidos solamente por el residente. Pero en la sala habría algo que parecía un espejo, además de un micrófono. Mi padre, o cualquiera de los otros médicos del hospital, estarían en una salita adyacente observándolo todo a través del espejo, listos para intervenir si fuese necesario.
«Pero ¿y las pacientes? ¿Saben que estás ahí?» Mi padre me aseguró que sí. Bueno, más o menos.
«A todos nuestros pacientes los informamos de que están en un hospital universitario y que pueden ser observados. Y si quieren más privacidad, pueden solicitarla.»
Aquello no me tranquilizó en absoluto. No podía dejar de pensar en aquellas pobres mujeres, con sus barrigas enormes y aquellas batas tan ligeras, observadas como ratas en una jaula. Todavía hoy soy incapaz de entrar en la consulta de un médico sin buscar espejos falsos y preguntarme quién acecha al otro lado.
Últimamente, también pienso en ese espejo unidireccional cuando escucho o veo a Steve Bannon.
«¿Que estás escuchando a Steve Bannon? ¿¡Para qué ibas a querer hacer eso!?»
Esa es la respuesta que suelo recibir cuando menciono algo que he oído o visto en su programa. «¿Cómo puedes aguantar oírle la voz? ¿Verle la cara?»
Porque, igual que los médicos que observaban a los pacientes en esas consultas, él nos está mirando.
La prensa progresista no ignora a Bannon. Le prestan mucha atención, pero en general, lo que se dice de él se centra en las maneras en que utiliza su gran altavoz mediático para intervenir en el proceso electoral de Estados Unidos. Desde que Bannon se convirtió en uno de los principales promotores de la Gran Mentira de que Trump ganó las elecciones de 2020 y que fue traicionado por los representantes y trabajadores del Partido Republicano que se negaron a invalidar la victoria de Biden, muchos de sus oyentes se han estado organizando para asegurarse de que, la próxima vez, haya miles de soldados rasos en el terreno, es decir, en cada distrito electoral, que se nieguen a certificar otra victoria electoral demócrata. Y, naturalmente, hemos oído hablar mucho de la decisión de Bannon de desobedecer la citación de la Cámara de Representantes en el marco de su investigación sobre el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, lo cual podría implicar penas de cárcel.
Todo eso es importante, pero interferir en las elecciones es solo una parte diminuta de lo que anda tramando. Igual de importante es cómo está tratando de ganar elecciones. La estrategia de los distritos electorales es el plan B por si la estrategia de la victoria fracasa. Pero la estrategia de la victoria está diseñada para que funcione, al menos lo suficiente como para obtener un resultado electoral que dé a la estrategia de los distritos el margen necesario para rapiñar, con cierta credibilidad, una victoria.
Cuando empecé a escuchar el programa de Bannon, iba directamente a las entrevistas de Wolf y me saltaba todo lo que venía antes y después. Pero oía a Bannon dar bombo a los segmentos siguientes, y empecé a quedarme a escucharlos también, por pura curiosidad. Y, de pronto, sin darme cuenta, ya estaba escuchando el programa entero, apareciera ella o no, para ver qué tipo de cobertura darían a los acontecimientos más importantes.
Cuanto más lo escuchaba, más empecé a sentir que la mayor habilidad de Bannon es su forma de construir y expandir las diversas superficies reflectantes del mundo del espejo. Y no solo sus monedas chanchulleras, sino también, y esto es mucho más peligroso, los argumentos y planes políticos reflejo que con tanto cuidado se han diseñado para repeler los argumentos desplegados por sus adversarios. En parte, no es más que la batalla electoral de siempre: los demócratas hablan de la Gran Mentira (la idea de que Trump ganó las elecciones); Bannon habla del Gran Robo (la idea de que Biden las robó). Los demócratas dicen que Trump fomentó la insurrección del 6 de enero; Bannon dice que los demócratas permitieron que los sublevados incendiaran las ciudades durante las revueltas por la justicia social de 2020.1 A los demócratas los escandaliza que Trump no reconociese los resultados legítimos de las elecciones; a Bannon lo escandaliza que los demócratas no reconociesen a Trump como presidente legítimo. En el mundo del espejo hay copias de historias y respuestas para todo, y a menudo incluyen las mismas palabras clave.
Todo esto parte de la jugada del contragolpe tan característica de Trump, refinada durante la campaña electoral. No importaba de qué lo acusaran, él siempre devolvía el golpe diciendo que su oponente era culpable de lo mismo —corrupción, mentiras, confabulaciones extranjeras—, solo que peor. Esta estrategia llevaba el sello de Bannon, y sobre todo después de que saliera una grabación en la que Trump se vanagloriaba de una agresión sexual. Unas horas antes de su debate con Hillary Clinton, Trump organizó una rueda de prensa con un grupo de mujeres que habían acusado a Bill Clinton de toda una serie de crímenes sexuales. A Bannon, que entonces era el jefe de campaña de Trump, se lo veía sonriendo, como si estuviese disfrutando enormemente del espectáculo. El reflejo, la distracción y la proyección son recursos muy fértiles, especialmente si se lleva parte de razón.
Vladímir Putin también es un maestro del reflejo, y lleva siéndolo desde los primeros días de su carrera política. Durante la invasión y ocupación ilegal rusa de Ucrania, Putin acusaba al Gobierno ucraniano de exactamente los mismos crímenes que él estaba o bien cometiendo o bien planteándose cometer. En octubre de 2022, cuando Rusia acusó a Ucrania de estar a punto de lanzar una bomba sucia en su propio territorio para luego culpar de ello a Rusia, Ned Price, un portavoz del Departamento de Estado, dijo que formaba parte de un patrón de «imágenes reflejo»,2 a lo que añadió: «Los rusos han acusado a los ucranianos, los rusos han acusado a otros países, de lo que ellos mismos tenían en mente». Y, sin embargo, si Putin pudo vender esas afirmaciones invertidas a tantos, es en parte porque el Gobierno de Estados Unidos usa este tipo de imágenes reflejo sin parar, fingiendo indignación por la interferencia rusa en las elecciones estadounidenses sin preocuparse de lo irónico que resulta que sus agentes de inteligencia se hayan entrometido en las elecciones de otros países y ayudado a derrocar Gobiernos elegidos democráticamente alrededor del mundo desde la década de 1950, desde Irán hasta Chile, pasando por Honduras. Tampoco podemos olvidar la descarada interferencia del Gobierno estadounidense en la Rusia postsoviética para respaldar a Borís Yeltsin, quien le pasó el relevo a nada más y nada menos que a Putin.3
Bannon se sirve de otros trucos de espejos más perturbadores, como por ejemplo su forma de aferrarse a los miedos legítimos a la vigilancia y a los gigantes tecnológicos, y al hecho de que los círculos progresistas estuviesen ignorando en gran medida el miedo a la vigilancia. Y ese no es ni de lejos el único error de los progresistas sobre el que se ha abalanzado.
Como casi todo el mundo, desconozco el origen del virus del covid; no sé si surgió en un mercado de pescado de Wuhan, en el laboratorio de Bioseguridad de Nivel 4 del Instituto de Virología de Wuhan o en un lugar totalmente distinto. Pero, ahora que echo la vista atrás, me doy cuenta de que acepté demasiado rápido y sin rechistar la historia oficial que decía que había salido de un mercado de pescado en el que se vendían animales salvajes. Si soy sincera, la acepté porque encajaba con mi propio razonamiento motivado y reforzaba mi forma de ver el mundo: la pandemia me daba un poco menos de miedo si era otro de esos casos en los que los humanos sometemos a la naturaleza a una presión excesiva y ella responde con un zarpazo. Entonces, a medida que pasaba el tiempo y que la «teoría de la fuga del laboratorio»4 se fue convirtiendo en uno de los temas de conversación principales de personas como Wolf y Bannon en el mundo del espejo, donde se mezclaba con afirmaciones infundadas sobre armas biológicas y una buena dosis de racismo antiasiático, parecía que había razón de más para no darles otro repaso a los hechos. A pesar de que cada vez iban saliendo más informaciones y documentos que justificaban considerar más seriamente la hipótesis de la fuga, la mayoría de los progresistas y de la gente de izquierdas no se preocuparon de prestarle atención porque no querían ser como ellos, igual que yo no quería ser como ella. Extrañamente, sus extravagantes conspiranoias alimentaron una credulidad excesiva en nosotros; su «cuestiónalo todo» hizo que muchos no nos cuestionásemos lo suficiente.
Del mismo modo, las preguntas sobre la seguridad de unas vacunas nuevas para personas embarazadas o que estaban planteándose un embarazo podrían haberse tratado con mucho más respeto. En lugar de tener a unos opinadores que se apresuraban a desestimar dichas preguntas por considerarlas frívolas o demenciales, deberíamos haber dado cabida en los debates públicos y en medios dignos de confianza a las preocupaciones sobre cómo esas vacunas afectarían a la salud reproductiva. Deberían haber acudido a médicos expertos en fertilidad y embarazos para que explicasen los métodos de investigación de las vacunas, así como la vulnerabilidad especial al covid durante el embarazo, cuando los sistemas inmunitarios son particularmente débiles. Porque, si estás embarazada o te estás planteando tener un hijo, es perfectamente razonable que te preocupes por una vacuna contra un virus nuevo; a mí, de embarazada, me preocupaba comer quesos blandos. Además, hay muchas personas, embarazadas o no, que tienen motivos de peso para no confiar ni en las grandes farmacéuticas ni en los Gobiernos intervencionistas, y mucho menos si actúan conjuntamente. En una época en la que ciudades enteras como Flint, en Míchigan, han sufrido envenenamientos del agua potable, en la que las compañías de gas te dicen que la fractura hidráulica es una práctica segura a pesar de los terremotos y de que el agua que sale del grifo sea inflamable, en la que los grupos de presión de Monsanto luchan sin descanso contra las iniciativas para prohibir su pesticida Roundup a pesar de que se lo haya relacionado de forma creíble con el cáncer5 y en que las empresas farmacéuticas comercializaban las drogas que desencadenaron la crisis de los opioides, mostrarse escéptico sobre el poder monopolístico es totalmente racional. Johnson & Johnson, uno de los mayores productores de la vacuna, no solo está enredado en todo tipo de denuncias por el caso de los opioides, sino que además ha sido condenado a pagar miles de millones en acuerdos en los últimos años por los presuntos daños causados por varios de sus medicamentos con receta e incluso por sus omnipresentes polvos de talco (en los que se ha encontrado amianto).6 Con este telón de fondo, y dada la falta de debate y de un cuestionamiento permisible acerca de las vacunas en muchos espacios progresistas, no debería sorprendernos que tantos decidiesen «hacer sus propias investigaciones» y fuesen a parar a mi doppelganger y a tantos otros como ella que los esperaban con sus excéntricas declaraciones sobre la diseminación de la vacuna y la infertilidad masiva.
Las preocupaciones relacionadas con la fertilidad no fueron las únicas que se ignoraron. Hemos sido testigos de la constante reticencia de la mayoría de los medios informativos serios a dar una cobertura que no fuese esporádica a las reacciones adversas provocadas por las vacunas contra el covid, como los raros casos de inflamación cardíaca entre chicos adolescentes y hombres jóvenes tras recibir las primeras inyecciones de ARNm, un fenómeno del que están haciendo seguimiento los Centros para el Control de las Enfermedades (CDC) de Estados Unidos,7 o el posible sutil incremento de apoplejías entre personas mayores que recibieron la vacuna bivalente producida por Pfizer y BioNTech, sobre lo que ya alertaron los mencionados CDC a principios de 2023.8 Todas las vacunas entrañan sus riesgos (como ocurre con cualquier procedimiento médico o medicación), e informar de casos de reacciones adversas, incluso cuando se confirman, no niega en ningún caso el valor o la importancia de ponerse la vacuna: para la población general, el covid representaba un riesgo mucho mayor para la salud.
Todo esto podrían haberlo explicado fácilmente médicos expertos especializados en ayudar al público a sopesar los pros y los contras de las decisiones sanitarias. No obstante, muchos medios de comunicación parecieron estar paralizados por el miedo de que dar cualquier noticia que no fuese de pasada sobre los posibles riesgos perjudicase la difusión de la vacuna y sirviese de alimento para los conspiranoicos. El problema es que lo que ocurrió fue justo lo contrario: al no tener acceso a información fiable y detallada sobre los riesgos de la vacuna, los rumores sobre amigos de amigos que habían enfermado o habían caído fulminados tras vacunarse se extendieron como la pólvora en las redes. Se allanó el camino para que mi doppelganger y otros actores dinámicos de la economía de la atención se posicionasen como valerosos investigadores médicos que escudriñaban datos sin procesar sobre los ensayos de las vacunas e informes que los CDC supuestamente habían ocultado y que, en general, cualquiera que no tenga estudios de medicina no sabrá interpretar. Pero, naturalmente, eso no les impidió seleccionar las alegaciones anecdóticas o casos auténticos de reacciones negativas que más les convenían para refrendar sus reclamos constantes de que estábamos presenciando un «genocidio»9 provocado por las vacunas y su encubrimiento por parte de los lacayos financiados por las farmacéuticas de los medios lamestream.10
Este es otro ejemplo de proyección transparente: en abril de 2022, los investigadores estimaron que una cuarta parte del millón de fallecimientos de personas estadounidenses a manos del covid «se podría haber evitado con la vacuna de serie primaria».11 De haberse vacunado, una cuarta parte del millón de personas fallecidas se podrían haber salvado. La responsabilidad de esa catastrófica pérdida corresponde, en gran medida, a las personas que difundieron mentiras sobre unas vacunas que, a pesar de no estar libres de riesgos, son extraordinariamente seguras y efectivas en la reducción de la gravedad del covid. Pero, aun así, seguramente deberíamos reconocer que la decisión de muchos medios informativos de minimizar o directamente ignorar los raros casos de reacciones adversas a la vacuna coadyuvaron a que el público recurriese a fuentes de mala calidad. Que los editores y periodistas se mantengan al margen de ciertas cuestiones importantes por miedo a que su público no sea capaz de lidiar con hechos complejos no acalla las teorías de la conspiración, sino que las aviva.
Los debates sobre la solución intermedia de cerrar los colegios de enseñanza presencial también sufrieron los males de una lógica polarizada similar. No cabe duda de que hubo momentos en los que los colegios y los negocios debían cerrarse, pero ¿dónde estaban las conversaciones sobre por qué los centros comerciales y los casinos pudieron permanecer abiertos en períodos que muchas veces coincidieron? Tras el período inicial e inevitablemente caótico del confinamiento en la primavera de 2020, deberíamos haber prestado más atención a los estragos causados por la enseñanza remota: el terrible impacto económico en las familias de rentas bajas que no contaban con la tecnología necesaria; la exclusión que sufrieron muchos alumnos con discapacidades que necesitaban apoyo presencial; la imposibilidad de los padres y madres solteros de trabajar fuera de casa y, a menudo, dentro de ella, lo cual tuvo unos efectos devastadores especialmente para las madres; la repercusión en la salud mental que el aislamiento social estaba teniendo en tantísimos jóvenes.
La solución no pasaba por abrir de par en par las puertas de los colegios en las zonas en que el virus seguía en aumento y antes del despliegue de las vacunas, pero ¿dónde quedaron las discusiones más amplias sobre cómo reimaginar los colegios públicos para que fuesen lugares más seguros a pesar del virus, con grupos más reducidos, más docentes y auxiliares, mejor ventilación y más enseñanza al aire libre? Muy al principio de los confinamientos nos dimos cuenta de que los adolescentes y los adultos jóvenes se enfrentaban a una gran crisis de salud mental; ¿por qué no invertimos en programas de conservación y ocio al aire libre que podrían haberlos despegado de sus pantallas y ayudado a crear comunidad con otros jóvenes al tiempo que contribuían de forma muy significativa a mejorar nuestro achacoso planeta mientras su estado de ánimo mejoraba?
Estancados en el binomio de confinamiento o apertura, no nos paramos a pensar en estas y otras opciones durante los primeros años de convivencia con el virus, y fueron muchos los debates que dejamos pasar. Ante el influjo de mentiras procedente de la derecha conspiranoica, muchos liberales y progresistas optaron por limitarse a defender medidas propias del statu quo, a pesar de que pudimos, y debimos, haber exigido mucho más.
Es como si, en cuanto el mundo del espejo encuentra un problema con algo, eso mismo dejase automáticamente de importar fuera de él. Ha ocurrido en relación con tantas cuestiones que a veces pienso que unos y otros estamos unidos como si fuésemos marionetas contrapuestas: su brazo sube, el nuestro baja. Nosotros pataleamos, ellos abrazan.
También hemos empezado a imitarnos de formas de lo más incómodas. Los que cumplimos con las medidas de salud pública juzgábamos a los que no porque se negaban a anteponer el bienestar de las personas inmunodeprimidas a su propia conveniencia, y por la indiferencia que mostraban ante los enormes sacrificios del personal sanitario cuando las unidades de covid se fueron llenando de personas sin vacunar. ¿Cómo podían ser tan desalmados? ¿Cómo podían estar tan dispuestos a decidir qué vidas humanas eran más o menos dignas de recibir protección y cuidados? Y, aun así, cuando alguien que no se había puesto la vacuna enfermaba de covid, muchas de las personas que afirmaban haberse escandalizado ante su frialdad decían que quizá no merecían recibir atención médica, o hacían chistes de mal gusto (que no siempre eran broma) sobre que quizá el covid libraría al mundo de tontos, o iban incluso tan lejos como el presidente francés, Emmanuel Macron, quien dijo que los que no se habían vacunado no eran ciudadanos de pleno derecho.12 Ambos bandos nos definíamos como opuestos y aun así cada vez nos íbamos pareciendo más, dispuestos a ver al otro como si no fuese una persona.
¿Cómo cedimos tanto territorio? ¿Cómo nos volvimos tan reactivos?
Tras pasar meses escuchando a Bannon, puedo decir lo siguiente con gran seguridad: mientras la mayoría de los que nos oponemos a su proyecto político decidimos no verlo, él nos observa muy de cerca. Los problemas que estamos abandonando, los debates que no estamos teniendo, las personas a las que insultamos y descartamos; él lo observa todo y va tejiendo su agenda política con ello, una agenda espejo y distorsionada que está convencido de que es el billete que le abrirá las puertas a la próxima ola de victorias electorales; una agenda que demasiado pocos de los que estamos a nuestro lado del espejo hemos tratado de comprender. Bannon lo llama «MAGA Plus», una versión más grande, bajo su punto de vista, de la coalición original del Make America Great Again de Trump, y que se está recogiendo y adoptando también fuera de Estados Unidos.
Steve Bannon será muchas cosas, pero ante todo es un estratega. Y se le da de miedo identificar asuntos que forman parte del territorio natural de sus oponentes pero que estos han abandonado o traicionado, lo que los vuelve susceptibles a que otros atraigan a ciertas partes de sus bases. Eso es lo que le ayudó a hacer a Trump en 2016. Sabía que una gran parte del sector de los trabajadores sindicalizados se sentían traicionados por los demócratas corporativos que habían firmado acuerdos comerciales que aceleraron los cierres de fábricas en la década de 1990, y que su rabia creció cuando el partido rescató a los bancos y no a los trabajadores y a los hipotecados tras el colapso de 2008. Se fijó mucho en el poco caso que se le hizo al movimiento de Occupy Wall Street antes de terminar sofocándolo, y cómo Bernie Sanders, cuya campaña presidencial populista de izquierdas de 2016 había surgido de dicho movimiento, tuvo que hacer frente a todo tipo de jugarretas por parte de la clase dirigente del Partido Demócrata cuando cerraron filas en torno a Hillary Clinton. Bannon vio la oportunidad de separar a una parte de los hombres de clase trabajadora sindicalizados que siempre habían votado a los demócratas, la mayoría de los cuales eran blancos, pero no todos. Bannon confeccionó un mensaje de campaña a partir de las traiciones de sus rivales: Trump sería un republicano distinto, un republicano que plantaría cara a Wall Street, destriparía acuerdos comerciales corporativos, cerraría la frontera para barrar el paso a los inmigrantes que supuestamente venían a robar empleo, y pondría fin a guerras en el extranjero; y lo que es más, a diferencia de los republicanos anteriores, prometía proteger programas sociales como Medicare y la seguridad social. Esta era la promesa original de MAGA.
Naturalmente, les estaban dando gato por liebre: Trump llenó su administración de antiguos ejecutivos de Wall Street, hizo cambios nimios en la política comercial, intensificó las tensiones con otros países y les regaló bajadas de impuestos a los ricos. De la retórica populista de la campaña solo quedó el señuelo de la raza: sí fue a por los inmigrantes, a por los musulmanes, a por los manifestantes de Black Lives Matter y a por todo lo que tuviera que ver con China. Fue suficiente para retener a sus bases, pero no para salir elegido de nuevo, sobre todo después de su gestión nefasta y asesina del covid.
En la época en que mi doppelganger empezó a aparecer en War Room, menos de tres meses después de que Biden ganara las elecciones, Bannon se estaba poniendo en serio a trabajar en su nueva coalición de MAGA Plus. Y fue en ese contexto en el que reconoció en el mensaje de la «esclavitud eterna» de Wolf sobre los pasaportes de vacunación un punto de solapamiento muy prometedor. Las advertencias que lanzaba la Otra Naomi sobre la vigilancia, por mucho que se alejaran de la realidad de las aplicaciones, estaban despertando grandes pasiones entre un número considerable de personas que mostraban preocupación por la privacidad y la vigilancia, pero que estaban siendo ignoradas por los liberales de las clases dirigentes de la política y de los medios de comunicación. Ese es el tipo de asunto que más le gusta a Bannon: el que está maduro, listo para la cosecha.
Enseguida metió las aplicaciones de vacunación en una cesta de asuntos a los que llama «la guerra contra los gigantes tecnológicos», una categoría que no solo incluye las quejas de siempre sobre el hecho de que las empresas de redes sociales suspendan las cuentas de conservadores de renombre, sino también otras menos conocidas e incluso esotéricas. Por ejemplo, Bannon tiene un corresponsal que se especializa en el «transhumanismo», y cuyo único cometido parece ser asustar a los oyentes con historias sobre las muchas formas con que las empresas tecnológicas sueñan poder crear una humanidad «mejorada» con la ayuda de los implantes, de la robótica y del empalme de genes.13 De nuevo, Bannon ha identificado un asunto descuidado por algunos sectores y capaz de seducir a votantes de todos los partidos: a muchas personas de izquierdas las preocupan los efectos deshumanizadores de la tecnología en los trabajadores a los que se trata como si fuesen extensiones de las máquinas (y entre ellos, a mí), por no hablar de las posibilidades distópicas de un futuro en el que los ricos puedan adquirir mejoras genéticas para sí mismos y para sus hijos. Muchos conservadores, por su parte, se oponen a este tipo de tecnofetichismo por otras razones; lo ven como una afrenta contra los designios de Dios.
Bannon advirtió una falta de atención similar en el campo de las empresas farmacéuticas. Tradicionalmente, el abuso en los precios y la especulación por parte de las farmacéuticas han sido una preocupación de la izquierda; es el tipo de cosas contra las que protesta Bernie Sanders. Pero, al margen de algunos refunfuños, los progresistas no mostraron demasiada resistencia contra la forma en que los fabricantes de vacunas se estaban enriqueciendo con la pandemia, así que fue Bannon quien se enfrentó a la codicia de las farmacéuticas. Solo que, de nuevo, lo hizo a través de teorías conspiranoicas infundadas y no a partir de escándalos reales.
A veces, Bannon pone montajes de audio de programas de la MSNBC y la CNN «patrocinados por Pfizer», cuya clara implicación es que no se puede confiar en ellos porque reciben dinero de estas empresas. Quienes mandan son «los ricos, para los ricos, y contra ti», dice. «Hasta que abras los ojos.» Cuando hace este tipo de cosas, me parece que suena como Noam Chomsky. O como Chris Smalls, el líder del sindicato de trabajadores de Amazon al que se conoce por su chaqueta de «Eat the rich». O, de hecho, como yo. Pero, como ocurre siempre en el mundo del espejo, nada es lo que parece.
En la derecha hay muchas figuras prometedoras que siguen una estrategia parecida. Con los bolsillos llenos de dólares procedentes de oligarcas tecnológicos como Peter Thiel, y luego apoyados por Trump, prometen distintas combinaciones de ideas para traer de vuelta los trabajos en las fábricas que pagan sueldos para sustentar a la familia, construir el muro en la frontera, luchar contra el suministro de drogas tóxicas, liberar el discurso de las zarpas de los gigantes tecnológicos y prohibir los planes de estudios woke. Entre los que se están forjando una carrera apoyándose en una u otra versión de estos programas electorales tenemos, en Estados Unidos, a J. D. Vance en Ohio, a Josh Hawley en Misuri y a Kari Lake, quien por muy poco no se convirtió en gobernadora de Arizona (y se quejó, claro, de pucherazo). Otras versiones parecidas de diagonalismo electoral han arraigado en países de todo el mundo, desde Suecia hasta Brasil.
No me sorprende que estos mensajes estén calando. Durante años, formé parte de movimientos internacionalistas de izquierdas que se manifestaban en los lugares en que se celebraban encuentros de la Organización Mundial de Comercio, del Foro Económico Mundial en Davos, del Fondo Monetario Internacional y las cumbres del G8 para protestar por su papel en el debilitamiento de las democracias y su defensa de los intereses del capital transnacional; en Estados Unidos, recriminamos a los dos partidos mayoritarios que se sometieran a la voluntad de las corporaciones que les hacían donativos y se pusieran al servicio de los ricos y no de sus votantes. Ese era el espíritu de Occupy Wall Street, el mismo que luego impulsó a Bernie Sanders y que también estaba tras luchas diversas contra los proyectos de extracción de gas y petróleo nuevos. Pero nuestro movimiento nunca consiguió tener poder.
Y ahora, nuestras críticas contra el reinado de los oligarcas están siendo absorbidas por completo por la derecha radical, quienes las están convirtiendo en doppelgangers oscuras de sí mismas. Las críticas estructurales contra el capitalismo han desaparecido, y en su lugar tenemos conspiranoias perturbadas que de algún modo presentan al capitalismo desregulado como un comunismo disfrazado. Giorgia Meloni, quien se convirtió en la primera mujer en ocupar la presidencia de Italia en octubre de 2022 como líder de Fratelli d’Italia (Hermanos de Italia), un partido de fuerte tradición fascista, encarna esta tendencia a la perfección. Meloni, una de las primeras en aliarse con el proyecto populista internacional de Bannon, teje sus discursos a base de referencias de la cultura popular y despotrica contra un sistema que reduce a todos a meros consumidores. También declaró, en un supuesto reproche contra la ideología woke: «Soy mujer, soy madre, soy italiana, soy cristiana».14
Mientras presenciaba su meteórica trayectoria, me acordé de lo distinta que era Italia en el verano de 2001, cuando el movimiento alterglobalización alcanzó su punto álgido al sacar un millón de personas a las calles de Génova durante la cumbre del G8 para protestar contra los ataques corporativos a la democracia y la cultura y los efectos del consumismo desbocado. Ese movimiento surgió de la izquierda: jóvenes italianos, junto a agricultores y sindicalistas, defendían los derechos laborales y de los inmigrantes al tiempo que se enorgullecían de la cultura propia de su país. Pero, siguiendo un patrón que se repitió en tantos otros países, los partidos de izquierdas perdieron la confianza en sí mismos tras los atentados del 11S y las enérgicas medidas en materia de seguridad que trajeron consigo, y el legado de aquella claudicación es más que evidente: hoy, es Meloni quien critica a un sistema que reduce a todos a la condición de «perfectos consumidores esclavos».15 Solo que, en lugar de ofrecer un análisis del capital, ese sistema en el que todos los aspectos de la vida deben por fuerza formar parte del mercado para así poder explotarlos como si fuesen centros de ganancias, a quien culpa de la vacuidad de la modernidad es a las personas trans, a los inmigrantes, a los laicos, al internacionalismo y a la izquierda. Y por mucho que critique a los «grandes especuladores financieros»,16 no tiene ninguna política pensada para marcarles límites; eso sí, lo que no le falta son ataques contra las escasas protecciones de desempleo de Italia.
Bannon tampoco ofrece a sus oyentes ninguna alternativa real a los depredadores corporativos de los que tanto se queja; solo los despluma más discretamente al decirles que compren metales preciosos y moneda FJB y comidas preparadas para cuando llegue el colapso, además de toallas de su patrocinador principal, MyPillow. («War Room es una máquina de hacer dinero porque no cuesta nada producirlo», declaró a The Atlantic.)17 Hace suyos muchos de los argumentos de la que en su día fue una izquierda muy posicionada contra la guerra para oponerse a los crecientes gastos militares de Estados Unidos en Ucrania, acusando al «cártel» que controla Washington de bailar al son del «complejo militar-industrial», y luego hace todo lo que puede para dirigir ese creciente complejo directamente a China, una fórmula infalible para desencadenar la tercera guerra mundial. Pero lo cierto es que no se puede culpar a un estratega de ser estratégico. Y es sumamente estratégico hacer tuyos los asuntos de más calado que tus oponentes han tenido la negligencia de dejar abandonados.
Retomando una cuestión anterior, las marcas corporativas ofrecen algunas herramientas útiles para entender esta dinámica. La ley de marcas dice que toda marca que no se esté utilizando activamente puede considerarse latente y, por ende, libre de ser usurpada por un tercero. Empecé a pensar que lo que me había estado pasando con la Otra Naomi es lo mismo que le ha pasado a la izquierda en un sentido mucho más general, con Bannon y Vance y Meloni y tantos otros. En muchos espacios, esos asuntos que antaño defendimos habían quedado latentes, y ahora estaban siendo usurpados, asumidos por sus perversos dobles en el mundo del espejo. Si la llegada de tu doppelganger es una señal de que hay algo que debes atender, parece que ese mensaje luminoso es algo a lo que muchos debemos prestar atención.
Mientras mira a través del espejo unidireccional, Bannon no solo está tomando nota de qué asuntos están desatendiendo e ignorando sus oponentes y hallando nuevos terrenos fértiles de los que adueñarse o, al menos, fingir que hace suyos. También se está fijando en errores más sutiles: el tipo de conversaciones que se tienen acerca de los problemas, cómo se gestionan los desacuerdos, el tratamiento que reciben las personas por parte de sus amistades y camaradas. A través del espejo unidireccional, está estudiando todas nuestras hipocresías e incongruencias para poder presumir de estar haciendo todo lo contrario.
En cuanto a los movimientos de los que tengo cierta idea, puedo decir lo siguiente: en la izquierda socialista democrática, favorecemos las políticas sociales inclusivas y protectoras; esto es, la asistencia sanitaria pública y universal, los colegios públicos bien financiados, la descarcelación y los derechos de los migrantes. Pero los movimientos de izquierda a menudo caemos en comportamientos que no son ni inclusivos ni protectores. Y, a diferencia del cortejo de Bannon de los demócratas desencantados, tampoco pensamos lo suficiente en cómo construir alianzas con personas externas a nuestros movimientos. Sí, hablamos mucho de ampliar nuestras redes, pero, en la práctica, la mayoría (e incluso muchos que afirman albergar un total desprecio por la policía) dedicamos mucho tiempo a patrullar las fronteras de nuestros movimientos, dando la espalda a personas que consideran que están de nuestra parte, reduciendo nuestras tropas en lugar de ampliarlas.
En cambio, he observado que Bannon se limita, con bastante juicio, a los asuntos que ofrecen más puntos en común con otros sectores: el odio hacia Biden, el rechazo a las vacunas, las críticas contra los gigantes tecnológicos, la siembra de miedos acerca de los migrantes y de dudas sobre los resultados de las elecciones. Se anda con pies de plomo al adentrarse en asuntos que tradicionalmente han preocupado más a los conservadores y que, aunque a él puedan interesarle, tienen números de alienar a algunos de sus nuevos amigos, como el derecho al aborto y a la posesión de armas. No los ignora, pero no les dedica tanto tiempo como cabría esperar.
Nos encontramos de nuevo con lo contrario de lo que ocurre en grandes sectores de la izquierda. Cuando tenemos diferencias, solemos obsesionarnos con ellas y nos centramos en encontrar tantas oportunidades para fracturarnos como podamos. Las discrepancias importantes hay que debatirlas, y muchos conflictos que surgen en los espacios progresistas tienen que ver con comportamientos que, cuando no se revisan, favorecen que esos espacios se vuelvan hostiles o peligrosos para las personas a las que van dirigidos. Pero no es ningún secreto que hay muchos que lo llevan demasiado lejos y convierten leves infracciones semánticas en crímenes imperdonables al tiempo que adoptan un discurso tan complejo y cargado de jerigonza que resulta desagradable, cuando no absurdo, a los que no pertenecen al ámbito académico. («Hablad en la lengua vernácula», imploró en una ocasión el historiador radical Mike Davis a un grupo de organizadores jóvenes. «La urgencia moral del cambio adquiere toda su grandeza cuando se expresa en un lenguaje compartido.»)18
Además, cuando grandes categorías de personas se reducen a su raza y género, y se les pone la etiqueta de «privilegiados», queda muy poco espacio para hacer frente a la infinidad de formas de maltrato a las que se somete a hombres y mujeres blancos de clase trabajadora en el contexto del orden capitalista predatorio en el que vivimos, y los movimientos de izquierdas pierden muchas oportunidades de forjar alianzas que nos harían más fuertes y poderosos. Todo esto no es en absoluto estratégico, porque el mundo del espejo está ahí, esperando a recoger a todos esos grupos e individuos a los que les damos la patada, para alabar su valentía y escuchar sus agravios.
La jugada más característica de Bannon consiste en tender la mano a todo aquel que acabe de ser exiliado por la izquierda o que sea objeto de escarnio en The New York Times para darle voz. Por ejemplo, tras uno de estos derribos, le cedió un capítulo entero a Robert F. Kennedy Jr. para que predicase su evangelio antivacunas. Bannon fue tan solícito que resultaba empalagoso al elogiar a la familia Kennedy por su dilatado legado de servicio público y entrega a los más pobres. La cosa no iba solo de ser un anfitrión atento; Bannon estaba planteando un argumento nada sutil. Estaba diciendo que, a diferencia de los liberales, quienes consideran «deplorables»19 e infrahumanos a los oyentes de War Room, él es capaz de mantener conversaciones cordiales —incluso generosas— más allá de la división entre partidos, y que su cuadrilla nunca tratará de cancelarlo por ello.
Bannon, que ha hecho tanto como el que más en los tiempos que corren para abrir las compuertas del odio xenófobo en Estados Unidos, incluso ha empezado a hablar de la «otredad» para describir cómo los liberales tratan a sus oyentes. Ha sido una de las grandes razones, asegura, que lo han obligado a construir el mundo del espejo, con sus redes sociales espejo y su moneda espejo y sus publicaciones de libros espejo. Porque los suyos estaban siendo víctimas de esa «otredad». Pero eso se acabó. «Ya nunca podrán volver a excluiros, a haceros desaparecer [...]. Eso es lo que hizo el Partido Comunista Chino, es lo que hicieron los bolcheviques, es lo que hicieron los nazis»,20 dijo Bannon a sus oyentes justo antes de las Navidades de 2021 (estaba intentando venderles monedas FJB). Y añadió: «Ningún miembro de este público le hará jamás eso a nadie. No se os ocurriría. Diríais “no es justo”».
Ese era básicamente el tono de Bannon en aquella época: cercano, amable, protector de su «comunidad»,21 elogiando constantemente la amabilidad, la inteligencia y la valentía de sus oyentes. Todo ello está pensado como reproche a la dureza, el esnobismo, el sectarismo y el absolutismo identitario de ciertos sectores de la izquierda erudita. Eso sí, Bannon tiene otra cara, cuyo tono es el que adopta para enseñar los dientes y amenazar con clavar «cabezas en estacas»,22 pero ese está reservado exclusivamente para sus enemigos.
En el proceso de construcción de MAGA Plus, Bannon se ha esforzado mucho en rebajar el racismo descarado en su programa. La oposición ante lo que él llama la «guerra fronteriza» sigue siendo un eje del proyecto, pero no deja de hablar profusamente sobre lo que ha dado en llamar «nacionalismo inclusivo».23 Bannon afirma (y las encuestas le dan la razón) que cada vez hay más personas negras y latinas, especialmente hombres, que están abiertas a votar al Partido Republicano, en parte por la frustración de ver los efectos de las medidas anticovid en sus empleos y pequeñas empresas, y en parte también por la incomodidad de que sus hijos lleguen a casa con ideas extrañas en la cabeza sobre la mutabilidad del género.24
En Francia y en Australia estamos viendo otros intentos de diversificar las bases de la derecha radical. Estos movimientos no dejan de girar en torno al odio y a la división: convierten a los migrantes en chivos expiatorios; patologizan a los jóvenes trans y critican a los profesores que tratan de ayudarlos o que cuentan una versión más honesta del pasado de sus naciones; y siembran miedos sobre comunistas e islamistas. Ese «nacionalismo inclusivo» solo significa que han encontrado bloques de votantes nuevos que también buscan chivos expiatorios, y no todos son blancos u hombres.
El desenlace deseado no es ningún secreto. Bannon dice a su cuadrilla que van a «gobernar este país durante cien años, [para] todas las etnias, todos los colores, todas las razas, todas las religiones; eso es un nacionalismo inclusivo».25 Aunque no funcionó en las elecciones de mitad de mandato de 2022, es posible que este enfoque baste para improvisar otra victoria presidencial, pero, si no fuese el caso, ya están fraguando planes alternativos. Según los resultados de una encuesta llevada a cabo por el Public Religion Research Institute publicada en noviembre de 2021, entre los republicanos que dicen que creen que a Trump le robaron las elecciones de 2020, casi cuatro de cada diez dicen que los «verdaderos patriotas estadounidenses tal vez debamos recurrir a la violencia para salvar nuestro país».26
Lo cierto es que el propio Bannon promociona un sistema para hacer práctica de tiro en casa en el que tu rifle automático funciona con láseres en lugar de munición real y te ayuda a desarrollar la «memoria muscular» para cuando llegue el momento de la verdad.27
Paso n.º 3. Crea una casta de matones
Cuando los líderes que buscan lo que llamo «una transición fascista» quieren cerrar una sociedad abierta, envían grupos paramilitares de hombres jóvenes que dan miedo a aterrorizar a los ciudadanos. Los camisas negras iban por la Italia rural apaleando comunistas; los camisas pardas celebraron manifestaciones cruentas por toda Alemania. Esta fuerza paramilitar cobra especial relevancia en una democracia: es necesario que los ciudadanos teman a los matones violentos, y por eso hacen falta matones a los que no se pueda perseguir [...]. Pongamos que hay manifestaciones, o alguna amenaza, durante una jornada electoral; la historia no descartaría la presencia de una empresa de seguridad privada en un local electoral para «restablecer el orden público».28
La persona que escribió el fragmento anterior (en 2007) es Naomi Wolf, a quien ahora podemos ver de forma habitual en War Room, un programa presentado por un hombre que está intentando asegurarse de que, en las próximas elecciones, haya matones en cada local electoral.
En los primeros meses, cuando oía a Wolf en War Room: Pandemic decir que alguno de los planes para animar a la población a vacunarse nos dejaba a un paso de los campos de concentración, a veces me parecía detectar una risita reprimida en la voz de Bannon, como si estuviese pensando: «No me puedo creer que esta feminista esté yendo aún más lejos de lo que iría yo mismo. Sigue, sigue...». Pero siempre mantiene la compostura. Igual que en 2016 sabía que Trump no podía ganar sin el sector cabreado de los sindicalistas, hombres y en su mayor parte blancos, ahora sabe que las madres cabreadas de las zonas residenciales suburbanas y mayoritariamente blancas —con los nervios de punta tras unos años marcados por el yoyó de la enseñanza remota y de los gimnasios cerrados; aún alteradas por las medidas obligatorias de vacunación y vetadas en la sombra en Instagram; presas de una preocupación sincera por el bienestar de sus hijos y de sus pequeñas empresas, y hartas de que unos liberales mezquinos se burlen de ellas llamándolas «Karen»— son el camino hacia el próximo resurgimiento de la ultraderecha. La última vez, Bannon despotricó contra Wall Street y los globalistas que habían desplumado al hombre de a pie; ahora despotrica contra eso y contra las farmacéuticas, las tecnológicas y el «capitalismo woke», todo lo cual está atormentando a la madre de a pie a base de envenenar las mentes y los cuerpos de sus hijos.
Esa es la esencia de MAGA Plus: es la antigua brigada de las gorras rojas sumada a mi doppelganger, más todo lo que ella ahora representa. No es ninguna exageración decir que Bannon ha presentado a Wolf como una especie de madre en jefe para el bloque del electorado que espera ganarse: es una antigua demócrata de renombre, una feminista que en su día fue célebre y que ahora quiere hablar con el encargado en nombre de todas ellas.
«A todas esas madres que están escuchando a Naomi Wolf», dice Bannon en su programa, reconociéndola como una capitana fundamental de las que ahora llama las «madres guerreras» o «ejército de madres»,29 y ella acepta la corona. Con el paso de los meses, la relación entre Wolf y Bannon se ha ido volviendo cada vez más cercana a medida que sus proyectos políticos han ido convergiendo, a pesar de lo irónico de la situación. Ella le advierte seriamente de la amenaza ficticia de que el Estado podría estar a punto de arrancar a los hijos de sus padres sin vacunar, aparentemente sin que la preocupe lo más mínimo que él sirvió fielmente a un presidente que separó por la fuerza a más de 5.000 niños y bebés de sus familias cuando trataban de entrar en Estados Unidos.30 Bannon, por su parte, la lisonjea sin reservas, declarando que cada pedazo de información basura que le trae al programa y que entiende mínimamente es «una noticia importantísima» e instándola a que la ponga por escrito «con ese estilo tan brillante tuyo». En mayo de 2021, dijo que estaba entre sus «candidatas a convertirse en la mujer del año».31
Antes de Bannon, Wolf estaba sola. Ahora cuenta con su propia «manada». Bannon, el comandante en jefe de War Room, entiende esta necesidad primaria de pertenecer, de tener un propósito, de conectar a nivel celular. La entiende en sus espectadores —esa «cuadrilla de War Room» a la que elogia e involucra constantemente— y la entiende en Wolf. En un momento dado, llegaron a hacer camisetas con sus dos marcas para vendérselas a los miles de voluntarios que afirmaban haber reclutado para que los ayudaran a repasar los datos de los ensayos de las vacunas, como si fuesen una especie de equipo de béisbol de enajenados. VACCINE INVESTIGATION TEAM [Equipo de investigación de la vacuna], pone en la parte de arriba; WAR ROOM POSSE MEMBER [Miembro de la cuadrilla de War Room], pone en la parte de abajo. Y en el medio, una imagen de una jeringuilla de vacunación con partículas volando por todas partes. Tuya por solo 29,99 dólares.
Wolf cambia según lo que ve en su gente, y así se va convirtiendo cada vez más en lo que parecen querer que sea. Publicó un vídeo en el que salía haciendo un entrenamiento con armas en una carretera rural, aconsejada por su nuevo marido, un exsoldado reconvertido en investigador privado/guardaespaldas de nombre Brian O’Shea, quien fundó una empresa de seguridad privada y al que no parece que le guste que le llamen «mercenario».32
Wolf aprende rápido y ha asimilado las reglas de su nueva cultura. Así como antes publicaba vídeos lastimeros sobre la injusticia que era que le suspendieran las cuentas, ahora lleva por bandera su exclusión de los foros públicos y la explota para recaudar fondos. «Os necesitamos mucho», le dice a Bannon, «porque, desde que empezamos a informar sobre todo esto, nos han vuelto a excluir de las plataformas. [...] Nos han echado de YouTube, así que, por favor, venid a DailyClout.io». Cuando le reactivaron la cuenta de Twitter gracias al régimen amigo de las conspiranoias de Musk, su primer estallido nada más llegar fue: «Saludos. Firmado: La que ha sido expulsada siete veces y sigue teniendo razón».33 Sabe que, en el mundo del espejo, solo los «borregos» pueden hablar sin trabas, mientras que los profetas deben luchar para que se los escuche.
Sigue siendo una feminista a favor del derecho a decidir, asegura, pero, cuando el Tribunal Supremo anuló el caso de Roe contra Wade, se encogió de hombros ante la decisión, diciendo que «hace algo que es necesario, creo, que es devolver la decisión a los estados».34 Hoy en día, se reserva la indignación feminista para los seguidores de teorías conspiranoicas hombres que está convencida de que no le reconocen el mérito de haber sido la primera en plantear las teorías en cuestión. Como esa vez que se despachó contra Infowars, el programa producido por el mentiroso de escala industrial que es Alex Jones: «Caray, es que estoy HARTA de sacar primicias a base de mucho esfuerzo y de encontrar conexiones, y luego que OTROS comentaristas (normalmente hombres) se agencien el mérito de la información [...]. BASTA por favor @infowars».35
Me di cuenta de la profundidad del realineamiento de Wolf después de que Glenn Youngkin, republicano apoyado por Trump, ganase las elecciones a gobernador de Virginia, en parte porque se subió a la ola de la rabia de padres y madres. Bannon lo vio como un barómetro del poder de MAGA Plus. Uno de los factores decisivos fue la oposición de Youngkin a que los colegios adoptasen un currículum antirracista, pero su oposición a las mascarillas y a las vacunas también lo ayudó, igual que también le fue útil politizar las nuevas medidas de inclusión de las personas trans en los colegios. En pocas palabras, las madres guerreras ganaron, y Bannon estaba encantado con aquella victoria supuestamente populista, a pesar de que Youngkin acabase de abandonar, tras veinticinco años, la dirección de Carlyle Group, una empresa de servicios de inversión notoriamente hermética vinculada a toda una serie de expresidentes, primeros ministros y familias dinásticas; es decir, un grupo «globalista» por antonomasia. El día después de las elecciones, Bannon se pasó todo el programa hablando con su Ejército de Madres, incluida mi doppelganger.
Hasta este momento, Wolf había afirmado que seguía siendo demócrata, o al menos independiente, de forma que no esperaba que celebrase abiertamente la victoria de Youngkin. Ay, ilusa de mí. Proclamó que era «un día histórico para los asuntos que me importan [...] en especial los derechos de las mujeres y las voces de las mujeres».36 Hasta 2020, Wolf había arremetido con fuerza contra los ataques a los derechos de las personas trans por parte de algunas feministas de su generación, insinuando que se habían convertido en peones de la derecha.37 Ahora hacía piña con las mismas mujeres que relacionaban los baños unisex con las agresiones sexuales. El resultado de aquella «enorme victoria» demostraba, según ella, la «gigantesca arma de plutonio» que eran las «mujeres suburbanas dispuestas a todo por sus hijos»; madres que se habían dado cuenta de que «hay fuerzas oscuras acechando a sus hijos [...] todo tipo de abusos infantiles extraños».38
Ese día, en War Room, declaró que había que reconocerles el mérito a las mujeres, pero que Bannon también se merecía una reverencia. «Has hecho tantísimo —dijo con entusiasmo—, más que la mayoría de los hombres a los que me he pasado veinticinco años pidiéndoles visibilidad para las voces de las madres como líderes [...]; nadie lo ha entendido lo suficiente hasta ahora.»39
En realidad, los movimientos fascistas y neofascistas, desde Mussolini hasta Pinochet, han reconocido el papel fundamental de las mujeres, especialmente cuando se les asigna su rol supuestamente «natural» como madres y protectoras de tradiciones nacionalistas y linajes sanos (como Giorgia Meloni, por ejemplo). Hitler recompensaba a las mujeres consideradas de buena pasta aria que accedían a dejar de trabajar para convertirse en máquinas de hacer bebés. Parecía que Wolf, con sus «10 sencillos pasos» que afirma que sigue todo líder autocrático, había pasado por alto este detalle histórico.
Llegadas las elecciones de mitad de mandato de 2022, Wolf se uniría a Bannon en un negacionismo electoral desenfrenado al negarse a aceptar la legitimidad de los resultados en el estado de Nueva York. Unos meses después, publicó una «disculpa a pleno pulmón» dirigida a «conservadores, republicanos, MAGA» por haber dado credibilidad al relato de los medios de comunicación acerca del asalto violento al Capitolio del 6 de enero.40 Tras ver la emisión de Tucker Carlson de una versión blanqueada hasta el ridículo de los acontecimientos, en que presentaba a los alborotadores como visitantes curiosos, se dio cuenta de que «la propaganda de amplio espectro» la había «engañado». Decidió incluso reevaluar el mal concepto que tenía de Donald Trump y escribió: «Me han mentido tanto y durante tanto tiempo sobre él que ya no sé».
Se mire por donde se mire, se trata de una transformación política que marearía a cualquiera. Pero ser testigo de este cambio radical en alguien cuyo rostro se confunde constantemente con el mío resulta particularmente estremecedor. De nuevo me viene a la mente la descripción de Freud de lo siniestro: «Esa especie de miedo que parte de lo que antaño conocíamos bien y hacía mucho que nos era familiar».41
El terror de una sociedad que le da la vuelta al fascismo desde dentro —sin la ayuda de una invasión externa— reside precisamente en esta perturbadora sensación de familiaridad. Cuando se invoca a esa fuerza feroz para declarar la guerra a una parte de la población del país, no hay forasteros a los que culpar. Son las personas agradables y normales de la calle las que resultan ser capaces de tal monstruosidad. La monstruosidad se revela como el gemelo perverso de lo agradable, como el doppelganger de lo normal.
En un intento de comprender esta aterradora dualidad, los artistas a menudo han recurrido a la figura del doppelganger para materializar su temor. Por eso son tantos los libros y películas sobre doppelgangers que tratan del potencial fascista latente en nuestras sociedades, incluso en nuestro interior. En películas como Enemigo, de Denis Villeneuve, sobre un profesor que enseña a sus alumnos los peligros del fascismo y termina enmarañado en una tramposa red con su doble amoral (¿o es su gemelo?, ¿o su alter ego?), las alegorías suelen ser sutiles y veladas. En mi caso, el tiempo escasea demasiado como para preocuparme siquiera de disimular las mías.
La película más célebre del género doppelganger/fascismo ya la he mencionado: El gran dictador. Parte de la genialidad de Charlie Chaplin como director fue asignarse los dos papeles protagonistas. Interpretaba al amable barbero judío perseguido y al vanidoso, ridículo y asesino dictador, y luego hizo que el primero imitase al segundo. Al duplicarse y desdibujar los límites entre los personajes de la víctima y del victimario, formulaba de forma implícita la siguiente pregunta: «¿Qué hace falta para que nos convirtamos en nuestros gemelos perversos?». Es posible que este proceso perturbase especialmente a Chaplin, teniendo en cuenta algunas de las siniestras semejanzas entre el cineasta y Hitler: ya no eran solo sus diminutos bigotes a juego, ni siquiera que naciesen con cuatro días de diferencia en 1889, sino la preocupación que compartían, aunque de naturalezas muy distintas, por las adversidades a las que se enfrentaba el hombre corriente, el hombre olvidado. Un reportaje publicado en 1939 en la revista The Spectator apuntaba lo siguiente sobre Chaplin y Hitler: «Cada uno es un espejo deformante del otro, uno de la bondad, el otro de una maldad inconcebible».42
Entonces, ¿qué determina qué versión prevalece? Chaplin parecía creer que las personas nos enfrentamos a una elección entre esas fuerzas, una elección que debe hacerse en momentos trascendentales de la historia. Ese era el mensaje del famoso discurso final, el cual Chaplin, interpretando al barbero judío disfrazado del malvado dictador, pronuncia ante las tropas vestido de pies a cabeza con indumentaria fascista:
¡Soldados, no os rindáis a esos hombres que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestra vida y os dicen lo que tenéis que hacer, que pensar y que sentir! [...] ¡No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina con cerebros y corazones de máquinas! ¡Vosotros no sois máquinas! ¡No sois ganado! ¡Sois hombres! [...] ¡Soldados, no luchéis por la esclavitud, sino por la libertad!43
El gran dictador salió justo antes de que la magnitud real de los horrores del Holocausto saliera a la luz. Ese discurso final estaba dirigido al público local de Chaplin, al estadounidense, donde el fascismo nacional se estaba extendiendo y muchos seguían mostrándose reticentes a entrar en la guerra contra Hitler. Y hoy en día —y esto es lo que más me inquieta de todo—, la persona que cuenta con el mayor altavoz en nombre de los hombres de a pie y de las madres de a pie olvidados y que grita «hombres máquina con cerebros y corazones de máquinas» es Stephen K. Bannon, con Giorgia Meloni y mi doppelganger a su lado, cada uno urgiendo a sus respectivos públicos a que se resistan a la «esclavitud» de ser un mero consumidor de los gigantes tecnológicos.44
En la película de Chaplin, cuando los soldados del dictador oyen el emocionante discurso del barbero judío, se libran del embrujo fascista al instante y dan vivas por la «razón» y la «democracia».45 En el mundo del espejo, lo que está ocurriendo es algo totalmente distinto.