Antes de seguir avanzando, siento que debo confesar que la Otra Naomi no ha sido la primera Naomi en sembrar cierta confusión en mi vida. Ya me había pasado antes, y muchas veces, con una Naomi totalmente distinta.
Antes de que todo esto tomara un cariz tan político, tenía la teoría de que el nombre que compartimos es tan poco común que la primera Naomi con la que alguien se cruzaba tendía a quedarle grabada en la mente como una especie de Naomi universal. Y cualquier otra Naomi con la que ese alguien entrase en contacto se quedaba embarullada con aquella primera. Sé que suena algo rebuscado, pero no sé de qué otra forma explicar que, durante la primera década de mi vida pública como autora, los presentadores de televisión dijeran: «A continuación, hablaremos con Naomi Campbell».
No me pasaba siempre, pero sí con la frecuencia necesaria como para que me pareciera necesario desarrollar una broma autocrítica que consistía en disculparme por decepcionar a los espectadores que esperaban ver en el plató a una deslumbrante supermodelo y tenían que conformarse con una autora anticapitalista de 1,67. En al menos una ocasión, aquel cruce de señales tan inverosímil jugó claramente a mi favor. En 2004, mientras informaba sobre la invasión estadounidense de Irak, recibí un alijo de documentos filtrados sobre Carlyle Group que parecían demostrar que el ex secretario de Estado James Baker III estaba intentando utilizar su posición como enviado del presidente George W. Bush en relación con la deuda de Irak con el fin de presionar al Gobierno de Kuwait para que hiciera tratos con Carlyle Group, donde era consejero sénior y socio capitalista con una suma estimada de 180 millones de dólares en juego.1 Antes de publicar mi artículo, necesitaba confirmación de la veracidad de los documentos; Carlyle Group no iba a hacerlo, de forma que solo podía obtenerla del primer ministro de Kuwait. Como no tenía ningún contacto en Kuwait, llamé de la nada a la oficina del primer ministro y dejé un mensaje en recepción, completamente segura de que no me harían ni caso. Para mi sorpresa, a una hora intempestiva recibí una llamada de Ahmed al-Fahad, el subsecretario del primer ministro. Me lancé a coger un bloc de notas y enseguida conseguí la verificación que necesitaba para poder publicar.
Antes de colgar, al-Fahad me hizo una confesión: «¿Es consciente de que la única razón por la que le he devuelto la llamada es porque creía que era Naomi Campbell?».
Durante mucho tiempo conté aquella historia, especialmente a otros periodistas, como una anécdota graciosa. Algunos se quedaban atónitos de que el líder designado de un emirato petrolero corrupto hubiese imaginado siquiera que Naomi Campbell lo iba a llamar. Yo no tenía información de primera mano, pero es un poco menos raro si tenemos en cuenta que Campbell había declarado como testigo en el juicio internacional por los crímenes de guerra del antiguo presidente de Liberia Charles Taylor ante la alegación de que el célebre asesino le había regalado una bolsita de diamantes de sangre después de conocerse en una cena organizada por Nelson Mandela. De lo que solo podemos concluir que, en cuanto alcanzas cierto nivel de fama, riqueza o poder, siempre te devuelven las llamadas. (Este conocimiento intuitivo de que las élites habitan su propio mundo interconectado en el que no se da importancia alguna a las leyes que nos gobiernan al resto es una fuente inagotable de la singularidad conspiranoica de hoy.)
El carácter escurridizo de mi nombre casi nunca resulta tan útil como en la historia de Baker, pero suele dar pie a momentos divertidos. Por ejemplo, en la jungla de las redes, existe un vídeo de una mesa redonda que se celebró en Croacia en una época especialmente tumultuosa en la Europa posterior a la crisis económica de 2008. En la conversación participaban Alexis Tsipras, que entonces estaba a punto de ser elegido primer ministro de Grecia, y el filósofo y provocador esloveno Slavoj Žižek. Mientras despotricaba contra la brutal austeridad a la que se enfrentaban los griegos en ese momento, Tsipras declaró: «Han intentado implementar una doctrina del shock, como dijo Naomi Campbell».2 Žižek, sentado frente a él en el escenario, asentía con el semblante serio. Una pequeña expresión de pánico cruzó el rostro del moderador.
Cuando empecé este proyecto, mi intención era intercalar muchas referencias literarias serias e importantes que aportaran profundidad a mis estrafalarias anécdotas. Tenía pensado apoyarme más en la teoría de lo siniestro de Freud, puesto que está relacionada con los dobles y el ello reprimido. Iba a ponerla en contraste con las teorías de Carl Jung sobre la sincronicidad y el arquetipo de la sombra. Pretendía aplicar estas ideas sobre el inconsciente reprimido a las obras sobre dobles de Poe, Saramago y Dostoyevski, y a la Historia de dos ciudades de Charles Dickens. Iba a profundizar en ejemplos reales de escritores atormentados por sus dobles. Como el caso de Graham Greene, quien, en su colección de ensayos de 1980, Ways of Escape [Formas de evasión], describía cómo su doppelganger se hizo pasar por él durante décadas, utilizando su semejanza para acceder a festivales elegantes, seducir a mujeres bellas y estafar a personas de todo tipo.
Pero el problema es que, a pesar de que estas lecturas me ofrecieron destellos de conocimiento por aquí y por allá, en este capítulo de mi vida en el que todo estaba patas arriba, solo había un autor que parecía entender de veras la textura concreta de mi dolor y hasta qué punto era el resultado de una peculiar combinación de elementos graves y absurdos a partes iguales. Solo encontré un escritor que se había planteado seriamente qué se sentiría al compartir un yugo doble con un bufón, un hazmerreír que, a pesar de serlo, es muy probable que esté contribuyendo a una oleada de sufrimiento y muerte innecesarios y que quizá, muy de vez en cuando, también pueda llevar algo de razón. Solo había un escritor que hubiese reflexionado en lo que le supondría a un escritor tener que competir por su propia identidad con alguien que se ha convertido no solo en escritor, sino en un hacedor sumamente activo y peligroso.
Y ese escritor es Philip Roth.
Como me había ocurrido ya con el dilema moral que me planteaba defender una marca, este hecho me incomodaba por varias razones muy personales. La principal era que mi último encuentro con las páginas de Roth fue cuando, a los veinte años, lancé un ejemplar de La contravida al otro lado de mi habitación de la residencia de la Universidad de Toronto mientras juraba que jamás volvería a leer un libro de Philip Roth. Acababa de descubrir, con todo lujo de detalle, la compleja vida de sus personajes masculinos, sus conflictos psicológicos más íntimos y sus grandes ideas globales, mientras que los personajes femeninos daban saltitos por la página como si fuesen enfermeras ligeras de ropa en una escena de Benny Hill.
Había leído furtivamente El mal de Portnoy, El profesor del deseo y Adiós, Columbus de preadolescente; más que ficción, me parecían visitas cargadas de tensión a la rama de Nueva Jersey de mi propia familia. Y es que casi era así: mi padre creció en el mismo barrio de clase trabajadora de Newark y fue al mismo colegio que Roth, Weequahic High, solo un par de cursos por debajo. Recuerdo haber pensado, mientras el libro se estrellaba contra la pared, que hasta aquí habíamos llegado, que la experiencia humana es grande y rica, y que ya sabía casi todo lo que tenía que saber sobre los hombres judíos de mediana edad de la zona de los tres estados y los dramas que tenían con sus madres. Ya era hora de ceder espacio mental a otros arquetipos étnicos nuevos aquejados de neurosis menos conocidas.
Y durante treinta años me mantuve fiel a mi promesa. Por eso me molestó que mi investigación sobre los doppelgangers literarios no dejase de llevarme, como un perro que rascaba insistentemente mi puerta, a Operación Shylock, una novela de doppelgangers que muchos consideraban la obra maestra de Roth. Y, para agravar aún más mi fastidio, justo cuando compraba la novela por internet y esperaba a que llegase a la roca, Roth, que había fallecido en 2018, de pronto acaparó las noticias como un fantasma avinagrado.
Acababa de publicarse su biografía autorizada, con sus novecientas páginas, y había dado pie a un montón de artículos sobre las medidas extraordinarias y en ocasiones crueles que había tomado el ya fallecido autor para proteger su legado literario e interpersonal. Había rescindido un contrato con al menos un biógrafo, se decía que sometía su archivo a unos controles draconianos, y finalmente le confió su historia al escritor Blake Bailey, quizá porque Bailey parecía un hombre hecho y derecho que no lo juzgaría porque su forma de tratar a las mujeres no fuese precisamente óptima, tanto sobre el papel como fuera de él. Roth parecía haber acertado en su juicio. La mayoría de las reseñas eran brillantes y elogiaban efusivamente la grandeza de ambos hombres. Laura Marsh, en su artículo para The New Republic, observó astutamente que «En Bailey, Roth halló un biógrafo en excepcional sintonía con sus agravios y que raramente cuestiona sus consideraciones morales».3
Entonces, pasadas apenas unas semanas desde aquel ostentoso recibimiento, todo se vino abajo. Salieron a la luz alegaciones de agresión sexual por parte de Bailey, y la editorial de Estados Unidos anunció para sorpresa de todos que iba a descatalogar Philip Roth: la biografía. Volvieron a correr ríos de tinta, esta vez para hablar mal tanto de Bailey como de Roth; los de siempre soltaron sus rebuznos sobre que era otro caso de la «cultura de la cancelación»; y mientras yo observaba aquel caos en un estado de creciente ansiedad. Me parecía que podía decirse que Roth había hecho todo lo que puede hacer un escritor para controlar y proteger el significado de su nombre en el mundo: se había pasado toda la vida contando y volviendo a contar versiones de su propia vida en una novela tras otra, le había declarado la guerra a su exmujer por haber osado contar su versión de la historia (Adiós a una casa de muñecas, de Claire Bloom), y luego dedicó sus últimas energías vitales a asegurarse de que su biografía oficial dejase su legado en el lugar que él consideraba que le correspondía. Y entonces, de repente, todo había desaparecido en medio de una nube de escándalo y mano dura empresarial para cubrir unas cuantas espaldas. Si Roth, un titán de las letras estadounidenses, había fracasado de forma tan estrepitosa en su intento de proteger su nombre a pesar de sus hercúleos esfuerzos, ¿qué esperanza podía tener yo, una escritora de segundo orden, de mantener a la Otra Naomi bajo control?
Entonces me llegó el libro. No la biografía (aunque ya han vuelto a imprimirla), sino Operación Shylock, publicado por primera vez en 1993. Los críticos tenían razón: es, de lejos, la obra más sofisticada de Roth, por no decir que es el libro de doppelgangers más trepidante que he encontrado en mis estudios ya avanzados del género. Y mi yo de veinte años también tenía razón: el único personaje femenino constante es Jinx —cortada por el mismo patrón que Wendy—, una enfermera rubia y pizpireta que está compinchada con el doppelganger de Roth. No obstante, a mi yo de cincuenta años aquello le parecía más triste para Roth que ofensivo para mí, y fui capaz de centrar la atención en el resto del libro.
Roth siempre favorecía a los protagonistas que eran unos dobles de sí mismo poco camuflados: el masturbador Alexander Pornoy, el mujeriego Nathan Zuckerman, un escritor torturado llamado Philip de su novela de 1990 Engaño. Pero aquí había ido mucho más lejos. Shylock está escrita desde el punto de vista de un escritor llamado Philip Roth que ha escrito exactamente los mismos libros y llevado la misma vida que el Philip Roth auténtico. Lo llamaremos el «Roth Real». Empieza la novela ya desequilibrado, recién recuperado de una crisis mental iniciada debido a una pastilla para dormir, Halcion. Su situación había llegado a ser tan grave que, en un estado psicótico, le había preguntado a su mujer «¿Dónde está Philip?»,4 un desgarrador recordatorio de que a uno se le puede escurrir la identidad entre los dedos sin la ayuda de nadie. Mientras se recupera del episodio, el Roth real descubre que hay un hombre que se hace llamar Philip Roth, que viste como Philip Roth, que se parece mucho a Philip Roth y que se está metiendo en todo tipo de líos en la lejana Jerusalén. A este personaje lo llamaremos el «Roth falso».
El Roth falso ha estado dando conferencias y concediendo entrevistas sobre su opinión de que la creación del Estado de Israel fue un grave error: está tan rodeado de enemigos, cree el Roth falso, que sin duda terminará habiendo otro holocausto judío. Por eso, el Roth falso ha iniciado un movimiento llamado «Diasporismo» para animar a los judíos israelíes a llevar a cabo un éxodo invertido desde Israel hacia las mismas tierras del Este de Europa de las que se fueron décadas atrás huyendo de los sangrientos pogromos y de los campos de concentración. Para ello, el Roth falso ha llegado incluso a reunirse con distintos jefes de Estado europeos, siempre haciéndose pasar por el Roth real. El Roth falso insiste en que el problemilla del antisemitismo que persiste en estos países del Este de Europa se podría solucionar implementando el programa de desintoxicación del odio «Antisemitas Anónimos», que diseñó para su propia novia, la preciosa y antisemita Jinx.
El Roth real está convencido de que todo esto es sumamente peligroso, y no le queda más remedio que seguir los pasos de Charlie Chaplin e imitar a su imitador en su viaje a Jerusalén. Y, a partir de aquí, empiezan sus travesuras y el sexo con Jinx.
La razón por la que empecé a pintarrajear el libro —subrayándolo y añadiendo asteriscos y signos de exclamación— en cuanto me llegó es que Operación Shylock explora, con una precisión francamente inquietante, muchos de los extraños callejones sin salida en los que me había ido encontrando desde que empeoraron los problemas con mi doppelganger: la vergüenza de tener que hacer frente a una versión paródica de una misma; el círculo vicioso de tener que defender tu propia marca personal; la sombra fascistoide de uno mismo que los doppelgangers pueden proyectar en nuestro interior; el hecho de que sociedades enteras puedan tener doppelgangers siniestros. La novela trataba todo eso y más.
En Operación Shylock, Roth explota la tensión entre el profundo deseo humano de ser único y el anhelo igual de potente de querer verse reflejado en el ser de otra persona. Este último impulso es un aspecto del misterio de los doppelgangers que no he tocado hasta ahora, y por eso considero que merece mucho la pena recordar que millones de personas suben sus fotografías voluntariamente a servicios de búsqueda de doppelgangers como Twin Strangers, deseosas de que los programas de reconocimiento facial de estas páginas localicen a alguien como ellas en algún lugar del mundo. Una infinidad de mejores amigos se pasan horas intentando parecer «gemelos», sincronizando su ropa y estilo con enorme meticulosidad para parecer dobles. Naturalmente, a muchos nos encantaría encontrar a otra persona que sepa cómo es vivir en nuestro cuerpo y nuestra mente, un deseo que convive con el anhelo de ser totalmente diferente. La versión de 2023 de Inseparables, en la que Rachel Weisz interpreta a unas obstetras gemelas, explota, en palabras de un crítico, «los impulsos contradictorios de individualización y de necesitar al otro, de la repulsión y del amor». Es en esta ambivalencia donde los doppelgangers ganan todo su peso emocional.
En Shylock, Roth asigna estos sentimientos contradictorios a las dos versiones de Roth. Al Roth real lo horroriza su rebelde doppelganger y se dispone a enfrentarse a él airadamente por sus tretas y por usurparle la identidad. Espera que su doble se asuste o se acobarde al ser descubierto por el hombre por el que se ha estado haciendo pasar, pero, cuando se encuentran cara a cara en la recepción de un hotel de Jerusalén, el Roth falso rodea al Roth real con sus brazos, abrazándolo como si fuese su hermano, y vierte unas lágrimas poco elegantes cargadas de una familiaridad íntima. «Es como verme a mí mismo —dijo él, en un arrobo—, solo que no soy yo, es usted.»5
El Roth real vuelve a perder el equilibrio. Tenía planeado un enfrentamiento sobre quién era el dueño legítimo del rostro y del nombre que comparten, y en cambio se encuentra con que es objeto de adoración. No es capaz de hacer acopio de la rabia que se había pautado, pero tampoco puede compartir el deleite familiar del Roth falso al mirarse en un espejo viviente. Al fin y al cabo, debe proteger su nombre. «¡Tu nombre para arriba, tu nombre para abajo! ¿Piensas alguna vez en algo que no sea tu puñetero nombre de mierda?»,6 le echa en cara Jinx. Y no me quedó otra que llorar de la risa con la escena en la que el Roth falso admite que el Roth escritor bien podría ganarle en los tribunales si decidiese denunciarle por robarle su marca. Le señala incluso un precedente muy útil: la denuncia fructífera (y real) del presentador televisivo Johnny Carson contra Here’s Johnny Portable Toilets.
He aquí precisamente la paradoja de la protección de una marca literaria. Si no haces nada, pierdes el control. Si tratas de controlarla, admites que solo te interesa vender: unos venden libros, otros venden aseos; al final, todo es lo mismo. El Roth real no se querella contra él, sino que se embarca en un apasionante viaje que lo lleva a imitar a su imitador por Cisjordania y otros lugares.
La historia me resultaba sumamente familiar, pero no tanto como la sensación de Roth de que su impostor había cogido sus palabras y sus ideas de toda la vida y las había convertido en una parodia de sí mismas.
«Philip, siento que te estoy leyendo en una historia escrita por ti.»7 Eso le dice la versión dramatizada del novelista Aharon Appelfeld a la versión dramatizada de Philip Roth sobre un artículo en el que explica que el Roth Falso ha ido a Polonia para reunirse con el presidente del país, Lech Wałęsa, y convencerlo de que abra la puerta a que los judíos israelíes regresen a sus patrias europeas originales y reconozca que el experimento sionista ha fracasado. Este momento es clave para entender el vértigo que encierra la novela: la oposición del Roth falso a que Israel constituya un Estado judío —su preocupación sobre cómo estaba afectando a la moral y a la seguridad de los judíos, así como la creencia de que la diáspora era el terreno más fértil para la cultura y las ideas judías— no había surgido de la nada, sino que provenía de Philip Roth; no el personaje, sino el hombre.
A Roth lo llevaban acusando de ser un «judío que se odiaba a sí mismo» desde que tenía veintipocos años. Sus personajes de Nueva Jersey eran demasiado groseros, tenían demasiados defectos, y una autoridad tan importante como el Consejo Rabínico de América lo acusó de poner a los suyos en peligro al darles esa mala imagen. Lejos de recular, Roth extendió su mirada crítica de Newark a Israel y, en La contravida, a la violenta radicalización que estaba alimentando la expansión de los puestos fronterizos en los territorios ocupados, donde los emigrados de Nueva York y Nueva Jersey se contaban entre los colonos israelíes más fervorosos. Este era otro tipo de exploración de los doppelgangers: Roth presentaba al «nuevo judío» israelí, armado y fornido, como una suerte de doble colectivo del viejo judío, de los artistas e intelectuales, como el propio Roth, a quienes muchos israelíes tachaban de débiles e inútiles desde su duro proyecto nacionalista. O quizá el nuevo judío fuese un espejo macabeo de los nacionalistas chovinistas de Polonia, Ucrania y Alemania que durante tanto tiempo utilizaron a los judíos como chivos expiatorios. Este escepticismo ante el sionismo, junto con su defensa de la diáspora como un lugar emocionante y totalmente legítimo que habitar como judío, es una de las cosas que más he admirado siempre de Roth, a pesar de las Wendy y las Jinx de sus novelas.
En Operación Shylock, el Roth falso se apropia de todas las críticas sociales y políticas del Roth real y las lleva al extremo del fanatismo y las caricaturiza al tiempo que manifiesta una amalgama exagerada de las neurosis psicosexuales que Roth había implantado en tantos de sus protagonistas/doppelgangers literarios previos, desde Portnoy hasta Zuckerman. Es «todos ellos al mismo tiempo, huidos de las novelas y reunidos todos en una sátira de sosias mío, por burlarse un poco»,8 se lamenta Roth acerca de su impostor.
Así es, en cierto modo, como me he sentido al ser confundida con Wolf cuando declara que todo shock y toda crisis menor —ya sea el covid o la escasez de leche de fórmula— es un complot contra Estados Unidos, por usar otra referencia de Roth. Estoy atrapada en el vaivén zozobrante que Roth sintetiza de forma magistral: «La cosa es demasiado ridícula para tomársela en serio, y demasiado seria para pasar por meramente ridícula».9
Sé que la alianza diagonalista que Wolf ha construido con Bannon empeorará drásticamente la vida de un número insondable de personas a medida que se vaya traduciendo en poder político a escala estatal y superior. Y a pesar de su evidente gravedad, la absoluta ridiculez de las gracietas de Wolf —los tuits sobre los viajes en el tiempo, las camisetas del equipo de investigación sobre las vacunas, las analogías constantes y promiscuas con el Holocausto— hacen que sea prácticamente imposible tomársela totalmente en serio. O, dicho de otra forma, puede que Wolf sea una broma, pero no tiene ninguna gracia. Y aun así, si soy sincera, mi doppelganger me tiene casi todo el rato entre la risa y el llanto.
En Operación Shylock, el Roth real intenta ejercer cierto control sobre su «ridículo apoderado»10 negándose a llamarlo por el nombre que comparten y optando en su lugar por cambiárselo por Moishe Pipik. Pipik es el diminutivo que de pequeño usaban en su casa en referencia a los niños traviesos y a personajes torpones; el nombre significa, literalmente, ‘Moisés ombligo’, muy apropiado teniendo en cuenta todo este ombliguismo. Cambiarle el nombre le proporciona un alivio momentáneo, pero finalmente le sale el tiro por la culata: el Roth falso sigue atrapado en lo que Roth llama «pipikismo» u ombliguismo, «una fuerza antitrágica que lo hace todo incongruente, que todo lo convierte en farsa, que todo lo trivializa, que todo lo hace superficial».11
¿Es posible escapar de un rayo tractor como el del pipikismo? En cuanto una idea se «pipikifica», ¿puede recuperar jamás la seriedad? En cierto sentido, ese es el problema de todos los monstruosos payasos que han redibujado la política moderna de los últimos años: Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en el Reino Unido, Rodrigo Duterte en Filipinas. Y luego está Putin presentándose como relator de verdades globales sobre los crímenes del colonialismo occidental y defensor de las tradiciones antiimperialistas y antifascistas; Putin, a la manera de Pipik. Estas figuras propagan el pipikismo allá donde van. Y con ello no solo convierten en farsa sus propias palabras, sino también lo que otros podamos y queramos decir después.
Por ejemplo, cuando Bannon dice que su cuadrilla armada y autoritaria está siendo «otreada» por izquierdistas y liberales, se está apropiando de un término importante que los analistas del autoritarismo han venido usando para describir la forma en que los fascistas presentan a sus objetivos como infrahumanos, haciendo que resulte más fácil apartarlos e incluso exterminarlos. Pero es que todavía hay más. También está ridiculizando el propio concepto de la otredad, lo que a su vez dificulta poder emplearlo para describir lo que él hace de forma rutinaria con los migrantes, con los votantes negros, con la juventud trans y no binaria. En la misma línea, cuando después de las elecciones de 2016 Trump acusó a la mitad de las corporaciones mediáticas de difundir «noticias falsas», puso en marcha un proceso que llevaría a sus seguidores a dudar de todo lo que leían y veían en los medios de comunicación de masas. Pero, de nuevo, eso tampoco era todo. Se estaba apropiando de un término que había sido empleado por los académicos de la comunicación para describir un fenómeno muy real: el de una propaganda fabricada y diseñada para parecerse a las noticias auténticas pero que es un completo invento. Para Trump, este tipo de artículos falsos fueron una bendición, incluido uno que se hizo especialmente viral y que informaba falsamente de que contaba con el apoyo del papa. Pero ahora, gracias a esta apropiación de la expresión «noticias falsas», nos arrebataron a todos una frase perfectamente útil para describir este fenómeno.
O fijémonos si no en la pausa que se dio Tucker Carlon de su enardecimiento del nacionalismo blanco para decir que, al usar las palabras «personas blancas», sus competidores de la MSNBC estaban ejerciendo un «abierto odio racial» y se habían convertido en el equivalente de los locutores de radio hutus en Ruanda, quienes avivaron las llamas del odio contra los tutsis antes del genocidio de 1994. «Esta es la radio de los hutus», insistía. Al mismo tiempo, acusaba a un segmento sobre el racismo en el fútbol americano profesional de ser «discurso genocida», y afirmaba: «No exagero. Eso es exactamente lo que es».12 Cuando la figura del bufón se convierte en un elemento central de la vida pública, el problema no es solo que diga estupideces, sino que convierte todo lo que toca en una estupidez, incluido —especialmente— el potente lenguaje que necesitamos para hablar sobre él y sus acciones. A estas figuras las llamo «mudoppelgangers», y es que pipikifican tantos términos y conceptos que corren el riesgo de dejarnos a todos sin palabras.
New Statesman publicó un artículo titulado «¿Qué le ha pasado a Naomi Wolf?» ya en 2014 que ofrecía una explicación irónica inspirada en sus muchas teorías conspiranoicas de pacotilla: «En algún momento de los últimos cinco años, la Wolf auténtica fue discretamente “neutralizada” y sustituida por una actriz que ha trabajado sin descanso para hacer que la política de izquierdas en general y el feminismo en particular parezcan una banda de pardillas que se creen casi cualquier cosa siempre que parta de la premisa de que “Estados Unidos es malo”».13
Qué tranquilizador sería que Wolf fuese una farsante a la que pudiésemos desenmascarar y no un síntoma del proceso de deshilachado masivo del significado que afecta a... bueno, a todo. No obstante, mientras leía cómo Roth se peleaba con las fuerzas de la trivialización en Shylock, me puse a pensar de qué formas he estado dejando que las fuerzas del pipikismo me cambien. Desde que empecé a ver las versiones de La doctrina del shock carentes de datos y sedientas de atención que circulaban por el mundo del espejo, no he tenido claro cómo reaccionar. ¿Me lo he buscado yo sola? Creía que, en mis escritos sobre la explotación del shock, había recalcado con el suficiente esmero que las crisis catalizadoras no estaban siendo diseñadas dentro de un gran complot en las sombras para explotarlas, sino que su explotación era (y es) oportunista, un medio estratégico de sortear la oposición política ante políticas impopulares. Pero ¿debería haberme esforzado más? ¿Había alimentado esta proliferación de conspiranoias al pedir a mis lectores que sospechasen del poder en los momentos de shock? ¿Era eso lo que estaba intentando decirme mi propia historia de doppelgangers? O —y esta posibilidad me preocupaba más— ¿el problema era que yo, y tantos otros miembros de la izquierda, habíamos sido demasiado tímidos y obedientes durante la época del covid? ¿Acaso habíamos aceptado con demasiada facilidad unas medidas para contener la pandemia que exigían tanto de los individuos? Y ¿habíamos cometido el error de no plantar cara con la seriedad necesaria a la extrema avaricia corporativa que caracterizó a aquella época?
Tanto políticos como líderes corporativos emplearon las estrategias de la doctrina del shock durante la época del covid. El Gobierno británico creó una «vía de prioridad máxima» para fabricar mascarillas y otros equipos de protección que guardaba un parecido asombroso con la oportunidad de llenar los bolsillos de amigos y donantes (y que, en algunos casos, resultó en productos inservibles). Cuando el Servicio Nacional de Salud (NHS), aquejado de una escasez de recursos crónica, se vio sobrepasado por el covid y otras crisis sanitarias a finales de 2022, el Gobierno tory introdujo por la puerta de atrás distintas formas de atención privada como supuestas soluciones que despertaron el miedo a que lo próximo fuese una subasta más generalizada de una NHS tan estimada en Gran Bretaña. En varias provincias canadienses hemos visto intentos similares de privatizar la sanidad bajo mano con la excusa, de nuevo, de la sobrecarga provocada por la pandemia. Y en nombre de evitar una «pérdida de aprendizaje» todavía mayor, el Gobierno de derechas de Ontario intentó arrebatar a los trabajadores del sector de la educación pública el derecho a huelga que les corresponde por ley, una de tantísimas otras embestidas que recibieron los colegios públicos bajo el pretexto de la crisis. Por su parte, en la India, el Gobierno emprendió una serie de ataques históricos contra las protecciones económicas de los agricultores rurales durante la pandemia que finalmente tuvo que retirar tras varias oleadas de protestas. Hubo otros Gobiernos, como los de Serbia y Grecia, que utilizaron la crisis para reforzar su poder en materia de seguridad y tomar medidas enérgicas contra sus oponentes. Las extremas políticas de «cero covid» de China supusieron un grave ataque contra los derechos laborales: hubo trabajadores que no pudieron salir de sus fábricas durante semanas.
La carpeta en la que guardaba este tipo de casos estaba bien llena, y en los primeros meses escribí y me pronuncié públicamente sobre este tipo de oportunismo y mercantilismo pandémico. En mayo de 2020, publiqué un extenso reportaje en The Intercept y The Guardian sobre el aprovechamiento de los confinamientos por parte de grandes empresas tecnológicas como Google y Amazon para implementar las tecnologías «sin contacto» a las que tantas ganas les tenían, poniéndoles el lazo «anticovid». Como ejemplo especialmente flagrante, cité a Anuja Sonalker, CEO de Steer Tech, una empresa ubicada en Maryland que se dedica a comercializar tecnologías de aparcamiento autónomo. Sonalker afirmó con bastante frialdad: «La aceptación de tecnologías sin participación humana, sin contacto, ha crecido notablemente. Los humanos son peligros biológicos; las máquinas no».14
Esto fue durante aquella primera ola tan devastadora, antes de que dispusiéramos de mascarillas de calidad y mucho menos de vacunas, cuando mantener la distancia entre unos y otros era básicamente el único recurso a nuestro alcance para frenar la propagación de un virus del que apenas sabíamos nada. Pero el ex-CEO de Google Eric Schmidt y otros milmillonarios de empresas tecnológicas aprovecharon esas medidas de emergencia temporales para forzar cambios más permanentes que generarían enormes oportunidades lucrativas para su sector: desde trasladar grandes partes de la educación a internet de forma permanente hasta crear las llamadas ciudades inteligentes, las cuales aumentarían drásticamente la vigilancia de la vida cotidiana. El futuro que esta crisis dibujaba no solo se caracterizaba por unos hogares que ya jamás volverían a ser espacios exclusivamente personales, sino que, gracias a las conexiones digitales de alta velocidad, se convertirían también en colegio, consulta médica, gimnasio y, si así lo determinaba el Estado, en cárcel. Era una visión lúgubre y facilitada por la IA de una sociedad sin contacto que emplearía a muchos menos profesores, médicos y conductores, y en la que no se aceptaría el dinero en efectivo, donde se dejaría en los huesos al sistema de transporte público y en la que habría mucho menos arte en directo. Todas estas tendencias ya se habían iniciado antes de la pandemia, pero durante esos primeros meses de confinamiento se aceleraron a la velocidad de la luz. Nada de lo que escribí en mi artículo era producto de la especulación: me basé en declaraciones públicas de empresas tecnológicas y en documentos obtenidos al amparo de la Ley de Libertad de Información de Estados Unidos. Empezaba a gestarse algo que guardaba un parecido coherente con una doctrina del shock de la pandemia, a la que le puse el divertido nombre de «Screen New Deal» o «el New Deal de las pantallas».
Pasados unos meses desde la publicación del artículo, empecé a ver ejemplos de estas mismas tendencias presentados a través de unos prismas mucho más conspiranoicos: quizá las empresas tecnológicas lo habían orquestado todo. Quizá el Foro Económico Mundial, con su plan para el Gran Reinicio, lo había orquestado todo. O quizá la pandemia no era real y las cifras de muertos eran un elaborado engaño. Quizá, tal como parecía insinuar mi doppelganger, era una estratagema para obligarnos a aceptar un Estado policial de crédito social como el del PCC.
Empecé a dudar de mí misma: ¿debería no haber dicho nada sobre cómo las empresas tecnológicas estaban explotando la crisis? ¿Podría haber hecho más en mis escritos acerca de los shocks para dejar claro que las emergencias reales existen y requieren de medidas de emergencia? Lo cierto es que reculé; no del todo, pero demasiado. Cuando Wolf empezó a hacer la ronda en la Fox en su recién estrenada calidad de «CEO de una empresa tecnológica»15 y a sonar, por mucho que no fuese su intención, como mi «ridícula apoderada», no veía la manera de seguir hablando sobre la explotación de la crisis por parte de las grandes empresas tecnológicas sin verme absorbida por aquella ruidosa máquina de teorías conspiranoicas. Me parecía imposible que una conversación seria sobre el verdadero capitalismo del desastre no terminase metida en el mismo saco que unas fantasías antivacunación sumamente peligrosas y el negacionismo descarado del coronavirus. El pipikismo me había boicoteado.
Todavía me inquietaba más que las fuerzas que todo lo convierten en farsa del mundo del espejo también parecían estar socavando los intentos nacientes y frágiles de abordar de verdad muchas de las crisis reales a las que nos enfrentamos, desde el colapso climático hasta la encarcelación masiva, pasando por las espantosas condiciones laborales de explotación que la pandemia sacó a relucir. Parece que hace mucho, pero hubo unos meses en 2020 —medio año bien bueno— en los que se extendió la creencia de que la pandemia podría servir de catalizador para que nuestras sociedades dejasen de procrastinar y de ignorar colectivamente muchos de los cambios estructurales que necesitamos y los implementasen. Muchos incluso nos permitimos soñar con que el vacío de las autopistas, el descanso del ir y venir de aviones que les estábamos dando a los cielos y todo eso de que lo que más añorábamos era a los nuestros podría desencadenar un cambio fundamental en nuestra forma de vivir cuando la pandemia por fin se relajase. Aquellas fueron las semanas en que tantos compartimos y citamos el escrito de Arundhati Roy, «La pandemia es un portal», imaginando que una calamidad global podría llevarnos a un lugar distinto, sí, pero también mejor.16
Aquellas esperanzas indómitas se acrecentaron todavía más cuando, esa primera primavera y ese primer verano, las calles vacías de coches se llenaron de manifestantes que exigían el fin de los asesinatos policiales de personas negras y la reimaginación radical de las prioridades y del gasto público. Era la época en que los grupos activistas y consultores legislativos progresistas colaboraban en plataformas que pedían una «recuperación popular» del covid, con planes que combinaban la visión de un mundo verde con la visión de un mundo marcado por la justicia racial y la igualdad.
Y aun así, pasados apenas unos meses, gran parte del espíritu del cambio que caracterizó aquellos primeros meses de protestas pandémicas se había evaporado. Atravesamos el portal y nos adentramos en un mundo que había cambiado, pero no de las formas que tantos habíamos deseado. Las razones abundaban: las elecciones presidenciales de Estados Unidos absorbieron mucha energía política; el incremento del ritmo en nuestro esfuerzo por volver a la normalidad; la dificultad de mantenernos concentrados cuando seguíamos tan distanciados físicamente; las divisiones de muchos movimientos provocadas por peleas internas, muchas relacionadas con las tiranteces sobre si lo que estaban construyendo eran marcas alrededor de figuras clave o movimientos de base para sus participantes y miembros.
Pero había otra cosa interponiéndose en nuestro camino: la idea misma de la pandemia como portal hacia algo nuevo —algo mejor, más verde, más justo— estaba siendo pipikificada sistemáticamente en el mundo del espejo por personas como mi doppelganger. Todo ello se estaba mezclando y confundiendo con el discurso conspiranoico que decía que las «élites globalistas» del Foro Económico Mundial estaban tratando de utilizar la recuperación para instaurar su Gran Reinicio. Para principios de 2021, cualquier conversación sobre cómo podían y debían cambiar nuestras sociedades en respuesta a unas crisis que se solapaban y se cruzaban entre ellas quedaba inmediatamente sofocada entre los gritos de los diagonalistas, quienes decían que formaba parte de una conspiración que había nacido en el regazo de Bill Gates en una montaña suiza. De pronto los «confinamientos climáticos» empezaron a convertirse en tema del momento, cuando eran una amenaza totalmente inventada vinculada al Heartland Institute, el laboratorio de ideas más importante del negacionismo del cambio climático que dijo la sandez de que, en cuanto los globalistas hubiesen logrado encerrarte en casa para luchar contra el covid, te iban a encerrar en casa para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Y algunos, como la previamente respetada periodista de 60 Minutes Lara Logan, hoy convertida en altavoz de teorías conspiranoicas a jornada completa, dijeron que eran «los que quieren que comamos insectos, cucarachas, mientras riegan su cena con sangre de niños»,17 un enfoque que condujo a su expulsión del canal de derechas Newsmax pero que aun así es compartido por infinidad de devotos de QAnon en todo el mundo.
Esta esfera de pipikismo en expansión constante no solo consigue que resulte más difícil hablar de ejemplos reales del mercantilismo del desastre o de la necesidad de un Green New Deal, sino también que, poco a poco, parezca que cualquier idea de cierta trascendencia, cualquier palabra capaz de transmitir la magnitud del momento actual, se convierta en un campo de minas antes incluso de llegar a pronunciarla.
Recuerdo el momento en el que me di cuenta de lo peligroso que se había convertido este pipikismo. Estaba escribiendo un artículo sobre los políticos de un Gobierno local de ultraderecha del norte de California que habían ordenado que se echara a los supervivientes del incendio más mortífero del estado de las tiendas de campaña instaladas en parques públicos en las que habían estado viviendo. Tecleé una frase en la que decía que era un muy mal presagio de un «futuro ecofascista» en el que se aprovechen los miedos ecológicos para justificar la ejecución de medidas de seguridad severas y violentas contra las personas a quienes se considera de segunda, que a menudo son los inmigrantes y las personas pobres. El ecofascismo es una amenaza real, y se está volviendo más explícita en algunos sectores de la derecha. Pero eliminé el término y lo sustituí por «ecoautoritarismo», algo más diluido. Pero es que soltar el término fascismo a la primera de cambio es lo que hace la Otra Naomi, ¿y acaso no había contribuido a convertir la propia palabra en un concepto absurdo? Entonces me di cuenta de lo que acababa de hacer: ecofascismo es el término adecuado para describir esa amenaza, pero qué cómodo resulta para las fuerzas fascistas en plena fusión que se haya abusado y pipikificado tanto el término que los antifascistas seamos reacios a usarlo para describir correctamente los acontecimientos del mundo real.
Por aquellas fechas recibí una videollamada de mi amiga Alex desde Australia y nos pusimos al día. «¿Es verdad que los confinamientos del covid están convirtiendo Australia en un Estado fascista?», pregunté. «Porque eso es lo que Naomi Wolf le acaba de decir a Steve Bannon. Pero no encuentro ninguna información fiable que lo confirme.»
Alex, una de mis pocas amistades a las que le daba igual el contenido que escuchase, se encogió de hombros y contestó: «La policía no lo está haciendo bien. Pero es extraño: antes sabía quiénes eran los fascistas y quiénes eran los antifascistas. Había peleas en la calle. Los bandos estaban claros. Pero ahora los fascistas se han hecho totalmente con nuestro lenguaje. Siento que he enmudecido».
Es curioso, pero oírla usar la palabra enmudecido me hizo sentir mejor. Hasta ahora, había creído que mi falta de palabras era consecuencia del problema Naomi-Naomi, tan mío y específico, pero resultó que, en aquellos momentos de inmensa soledad, éramos muchos los que veíamos el mundo girar con la boca abierta.
El problema de quedarse sin palabras va más allá del mal uso constante que se está haciendo de palabras importantes en el mundo del espejo. Creo que también puede tener que ver con la progresiva incertidumbre acerca del papel que desempeñan las palabras, de su utilidad fundamental. Las palabras siguen siendo útiles para aspectos prácticos, como organizar quién irá a recoger a los niños al colegio y hacer la lista de la compra y escribir canciones pegadizas, pero ¿para cambiar el mundo? Mi amigo Bill McKibben habla a menudo de por qué pasó de escribir artículos y libros a fundar la organización ecologista 350.org (de cuya junta directiva ambos fuimos miembros durante una década). Bill dice que cuando era joven e ingenuo y escribió El fin de la naturaleza, el primer libro sobre el cambio climático de divulgación general, «pensaba que los libros cambiaban el mundo». Entonces, tras un par de décadas viendo cómo los legisladores ignoraban sus libros y una biblioteca llena de muchos otros, por no hablar del trabajo minucioso de miles y miles de científicos dedicados al estudio del clima que cada vez estaban más aterrorizados, llegó a la conclusión de que, aunque las palabras ayudan, «lo que cambia el mundo son los movimientos de las personas». Pero esta es la pregunta que me ha estado reconcomiendo por dentro: ¿y si nuestros libros y nuestros movimientos tal como están configurados actualmente (a menudo de formas que parecen marcas corporativas) solo están cambiando las palabras? ¿Y si las palabras —escritas sobre el papel o gritadas en una manifestación— solo cambian lo que dicen las personas y las instituciones, y no lo que hacen?
«SOY EL TÚ QUE NO ES PALABRAS»,18 le anuncia el Roth Falso al Roth Real, adentrándose en la pregunta central de muchas historias de doppelgangers: ¿quién es real y qué es real? ¿Es el real el que reclama primero la identidad? ¿O el real es el que hace más con ella? En El doble de Dostoyevski, el Goliadkin Falso es tan activo y sociable que enseguida supera y sustituye al original. En Operación Shylock, el Roth Real es un farsante a tiempo completo, un escritor de historias, no un hacedor de hazañas. El Roth Falso es activista y aspirante a hacer historia, y le echa en cara al Roth Real que haya desperdiciado el poder cultural que ha amasado gracias a su fama literaria limitándose a escribir más novelas neuróticas, a juntar más palabras en lugar de actuar y dar pasos concretos para ayudar a los judíos que protagonizan sus novelas.
Para el Roth Real, la respuesta a qué hace real a alguien es evidente: el impostor es el que se esconde tras la representación; el real actúa «más allá de las palabras». Esta idea nos dice mucho de las arenas movedizas en que vivimos: la confusión entre decir/hacer clic/publicar y hacer. La fricción entre la naturaleza virtual de una vida vivida bajo la luz azul de las pantallas y la realidad del trabajo físico (cavar, cosechar, soldar, coser, fregar, boxear, arrastrar, entregar) y los recursos materiales (petróleo, gas natural, carbón, cobre, litio, cobalto, arena, árboles) que la hacen posible.
Ese es el verdadero origen de mi falta de palabras en este período tan irreal: la sensación de la ruptura cercana y violenta entre el mundo de las palabras y el mundo que hay más allá de ellas. En los últimos años, los movimientos sociales de izquierdas han logrado grandes victorias al transformar la forma en que hablamos de todo tipo de cuestiones —multimillonarios y poderes oligárquicos, colapso climático, supremacía blanca, abolición de la cárcel, identidad de género, derechos de los palestinos, violencia sexual—, y he de creer que estos cambios representan victorias reales, que importan. Y, aun así, en casi todos los frentes, estamos perdiendo un terreno tangible. El cambio de discurso no evitó que los diez hombres más ricos del planeta duplicasen sus fortunas colectivas de 700.000 millones de dólares a 1,5 billones de dólares en los dos primeros años de la pandemia;19 no evitó que las fuerzas policiales aumentasen sus presupuestos mientras los docentes tienen que pagar de su bolsillo materiales básicos; no evitó que las fuerzas policiales israelíes atacasen el funeral de la venerada periodista palestinoamericana Shireen Abu Akleh después de que una bala que prácticamente seguro fue disparada por un soldado israelí le quitara la vida.20
«Sí, hemos cambiado el discurso...», me señaló una amiga el otro día, pero entonces el pensamiento se disipó. Es verdad, hemos cambiado el discurso, pero parece que lo hicimos justo en el momento en que las palabras y las ideas sufrieron una depreciación radical, una caída que está relacionada, de formas que apenas estamos empezando a comprender, con el torrente de palabras en el que nadamos en esas pantallas; un torrente que amplifica asiduamente las formas más operísticas de la performatividad de la moral y las formas más cínicas del pipikismo. Angela Davis, en la primavera de 2022, expresó la tensión de las manifestaciones históricas pos-George Floyd como sigue: «En muchos sentidos, no ha cambiado casi nada, pero, al mismo tiempo, ha cambiado todo».21
Es difícil escribir y hablar de estas cuestiones porque lo único que tenemos son precisamente esas devaluadas palabras. Por eso me gustaron tanto las intervenciones de Greta Thunberg durante la cumbre del clima de Glasgow en 2021, las cuales consistieron básicamente en burlarse de la gente que habla sobre el cambio climático al tiempo que hace muy poco al respecto. Para avergonzarlos, Greta repitió muchas veces las palabras «bla, bla, bla».
Merece la pena recordar que la primera protesta de Thunberg consistió, aún de niña, en su negativa a hablar. Había aprendido sobre la crisis ecológica, vio lo poco que se estaba haciendo al respecto y dejó de hablar con cualquiera que no fuese su familia. Empezó a hablar cuando vio algunos cambios, pequeños al principio, como que sus familiares se comprometieran con el vegetarianismo, y luego otros más trascendentales, como que millones de personas se unieran a las huelgas por el clima en todo el mundo.
Entonces habló mucho, ante todo tipo de públicos, y del cuidado con el que daba sus discursos se desprendía que una parte de ella creía que podrían conducir a la acción. Lo interesante de la versión de Greta que vimos en Glasgow es que era evidente que había perdido aquella fe, la fe en el espectáculo que consistía en dar discursos que pusieran en evidencia a los líderes por no hacer nada. Así que empezó a dar discursos que tenían menos que ver con el cambio climático y más con lo absurdo de aquel teatrillo. «Reconstruir mejor. Bla, bla, bla. Economía verde. Bla, bla, bla. Neutralidad de carbono para 2050. Bla, bla, bla»,22 dijo en la antesala de la cumbre. «Nuestros supuestos líderes lo repiten sin parar. Son palabras, palabras que suenan muy bien pero que hasta ahora no se han traducido en acciones. Nuestros sueños y esperanzas se ahogan en sus palabras y promesas vacías.» Cuando dos días después la BBC le preguntó qué opinaba del acuerdo final que se había alcanzado en Glasgow, respondió: «Han logrado diluir incluso su bla, bla, bla, lo que es todo un logro».23
Era una reacción mucho más mordaz de las que le habíamos visto en este tipo de encuentros tan celebrados. Entonces, regañaba. Suplicaba. Lloraba. Y aunque trataba con dureza a los líderes que la escuchaban, sus palabras seguían transmitiendo cierta fe. Pero, según parece, Greta ya no cree en esa teoría del cambio. Ha llegado a ese punto en el que tantos nos encontramos: a darnos cuenta de que no va a venir nadie a salvarnos, que solo nos tenemos a nosotros mismos y a las acciones que seamos capaces de impulsar a través de la cooperación, la organización y la solidaridad.
Ponerle nombre a esta situación, en lugar de limitarnos a rellenar el tiempo en antena, encierra su propio poder. Porque, si te encuentras diciendo, como hicieron algunos activistas más diplomáticos que Greta, que celebrar una cumbre sobre el clima es «un buen primer paso» y que dicha cumbre se llama oficialmente Conferencia de los Partidos 26 —porque en aquel momento llevaba celebrándose todos los años desde 1995 (excepto en 2020 por culpa del covid)—, entonces puede que vaya siendo hora de admitir que las palabras ya no surten el efecto que esperamos.
He estado hablando sobre que Bannon y Wolf están pipifikando las palabras, mofándose de conceptos importantes, porque resulta sumamente desorientador. Pero también desconcierta lo que algunos líderes más de centro llevan mucho más tiempo haciendo: emplean las palabras en el sentido apropiado, pero no tienen intención alguna de hacer nada al respecto. Y una forma de negacionismo alimenta a la otra: el negacionismo declarado del mundo del espejo se vuelve concebible gracias a la guerra estándar contra las palabras y el significado que se les da en sectores más liberales de nuestra cultura.
«En algún momento habrá que vivir como si la verdad fuese cierta», canta Tamara Lindeman, de The Weather Station, en su balada climática Loss.24 En algún momento, sí, pero, según parece, todavía no.
He pasado toda mi vida adulta escribiendo sobre la escisión de los signos de sus significados, pero lo cierto es que no tenía ni idea de que se llegaría tan lejos. Cuando llené las páginas de No Logo con las lecturas minuciosas de los textos de algunas de las primeras campañas de marca basadas en el estilo de vida que se habían apropiado de la iconografía revolucionaria para vender zapatillas deportivas y portátiles y cuentas de débito —Apple estampaba los rostros de los fallecidos Martin Luther King Jr. y Gandhi en sus vallas publicitarias, Nike utilizaba los himnos del movimiento contra la guerra de Vietnam para vender sus zapatillas—, creí que entendía los peligros que entrañaba. Por un lado, los movimientos y las ideas transformadores se arrancaban de sus contextos, y al hacerlo se mermaba su poder y su autenticidad. Por otro lado, se estaba empleando la iconografía revolucionaria para esconder y distraer activamente de los mundos oscuros y muy reales en los que se creaban los productos anunciados: las adolescentes de Indonesia y China que añoraban sus hogares y padecían un acoso crónico mientras fabricaban zapatillas y dispositivos electrónicos; las sustancias contaminantes y las toxinas que supuraban de la cadena de suministro global en cada etapa del proceso; los empleos que se estaban convirtiendo en contratos escurridizos mientras se nos decía que alegrásemos esa cara y fuésemos nuestra propia marca. Era una apropiación, un encubrimiento y una estafa, todo a la vez.
Pero había un contexto más general que no alcancé a ver, la guerra abierta contra el significado que representaba esta nueva fase del capitalismo disfrazado de progresismo. Al final, lo más importante de aquellas campañas era el atrevimiento con el que anunciaban que, a partir de ahora, ya nada significa nada: si Martin Luther King Jr. y Gandhi y Bob Dylan se pueden reclutar como cómplices neoliberales, entonces ya se puede sacar cualquier cosa y a cualquier persona de sus contextos y hacer que signifiquen justo lo contrario. La historia subyacente al relato era la normalización de la disociación entre las palabras y la realidad, la cual solo podía dar paso a la era de la ironía y del desafecto, porque parecía que estas eran las únicas posturas íntegras que podíamos adoptar en un mundo en el que todos mentían a todas horas. Y a partir ahí se nos condicionó a todos para que nos metiéramos de cabeza en el mar de non sequiturs de las redes sociales, del deslizamiento en las pantallas que revuelve las estructuras narrativas de los argumentos y las historias para rodearnos de un confeti de pensamientos en el que todo es «esto» y «esto» y «esto» y «mira esto otro».
Si nada significa nada y no hay una relación lógica entre una cosa y otra, entonces, como ya advirtió Hannah Arendt, todo es posible. La realidad es una masilla que se puede moldear a placer. Ese impulso es bastante salvaje en el mundo del espejo, donde hay influencers como mi doppelganger que afirman a diario que solo ellos son capaces de «unir los puntos» en los complots de un mundo que se ha vuelto loco: Epstein, Gates, Davos, Fauci, el PCC. Pero no deja de ser bastante salvaje también a este lado del espejo, donde unos adolescentes desesperados les dicen a los líderes mundiales que el mundo está en llamas y estos responden haciéndose selfis con adolescentes apasionados, chocándoles la mano para Twitter o, en el caso del primer ministro de Canadá Justin Trudeau en 2019, participando en la masiva huelga por el clima para protestar contra las políticas del Gobierno que él mismo encabeza, como si se le hubiese olvidado por completo que tiene el poder necesario para hacer algo más que manifestarse.
Me gustaron las intervenciones del «bla, bla, bla» de Greta porque plasmaban perfectamente esa sensación omnipresente de enmudecimiento mucho mejor que mis silencios impotentes y taciturnos de entonces. Greta había encontrado la forma de criticar el lenguaje al tiempo que lo protegía: se burlaba de las palabras que utilizan y de lo que ocurre cuando las oye, pero también se reservaba las suyas para los espacios en los que quizá todavía importen, donde aún se pueden casar con principios y acciones, donde la gente no está ahí solo para actuar ante las cámaras. La policía no tardaría en detenerla cuando se unió a otros activistas que trataban de impedir la expansión de una mina de carbón en el oeste de Alemania.
Aunque lo digo con la boca pequeña, en este sentido podríamos aprender alguna cosa de Steve Bannon: de la terquedad de sus estrategias y de su forma de construir coaliciones ganadoras a pesar de las diferencias; de cómo ha transformado a oyentes y espectadores en un grupo muy organizado de hacedores; de lo concentrado que está en la «¡Acción! ¡Acción! ¡Acción!».
Probablemente ya sea demasiado tarde para recuperar todo lo que hemos perdido ante las fuerzas del pipikismo, pero hay una cosa que no debemos entregar jamás, y no es otra que el lenguaje del antifascismo. Los significados verdaderos de genocidio y apartheid y Holocausto, y de la mentalidad supremacista que los hace posibles. Necesitamos esas palabras, más afiladas que nunca, para nombrar y combatir lo que se está fraguando a toda velocidad en el mundo del espejo: una cosmología entera construida sobre la reivindicación de que existen cuerpos superiores, sistemas inmunitarios superiores y bebés superiores, y financiada por ventas complementarias, bitcoin y yoga prenatal.
Todo ello sería demasiado ridículo si no fuese tan serio.