Cuando se fijó la fecha de las elecciones y empezó la guerra de los carteles, nuestro hijo, T., daba vivas cada vez que pasábamos por delante de un letrero naranja con el nombre de su padre. Les hablé a Avi y a su equipo de la investigación que estaba llevando a cabo sobre el mundo del espejo porque podría ser relevante para su campaña, pero estábamos en el verano de 2021, y le restaron importancia al creer que no eran más que un montón de desvaríos específicos de Estados Unidos.
Yo no lo tenía tan claro. En uno de los pódcast de temática conspiranoica que sigo había oído hacía poco que una mujer que no vivía muy lejos de nosotros, llamada Romana Didulo, se había autoproclamado «reina de Canadá, cabeza de Estado y comandante en jefe» y estaba muy ocupada emitiendo decretos que ordenaban a los negocios que dejasen de pedir pruebas de vacunación, ya que de lo contrario se enfrentarían a la pena capital (que no existe en Canadá). Eso ya era bastante extraño, pero aún más raro era que parecía tener miles de leales súbditos, algunos de los cuales habían estado entregando en mano unas órdenes de «cese y desista» que informaban a negocios, colegios e incluso a la policía de que eran «cómplices de crímenes contra la humanidad» y que serían «procesados por nosotros, el pueblo» en tribunales militares. También había empezado a ver pequeños grupos de manifestantes que se reunían periódicamente en la intersección más transitada del pueblo vecino. Sostenían pancartas que me resultaban familiares porque había ido siguiendo las aventuras de la Otra Naomi: no doy mi consentimiento, plandemia, el verdadero virus es el miedo. Aun así, en aquella época, cuando apenas llevábamos un año de pandemia, la única persona que conocía y que estaba de acuerdo conmigo en que Canadá se estaba precipitando hacia el caos del mundo del espejo que estaba arrasando al sur de la frontera era mi instructora de fitness, a quien habían estado inundando de amenazas desde que estableció la vacuna como requisito de acceso a su centro.
Yo entendía el escepticismo del equipo de campaña: la petulancia canadiense es una droga muy potente. Aquí, en la Columbia Británica, la provincia más al oeste de Canadá, el Gobierno había delegado casi todas las comunicaciones importantes sobre el covid en la doctora Bonnie Henry, una funcionaria de salud pública que parecía sumamente sensata y que podría decirse que era todo lo contrario a Trump. Con una voz tranquilizadora que rozaba el susurro nos explicaba todos los días los últimos datos y nos rogaba: «Sean amables, mantengan la calma, protéjanse». Los niveles de contagios se mantuvieron bajos ese primer año, y durante un tiempo, la fiebre de la «doctora Bonnie» llegó a intensificarse hasta el punto de que hubo artistas que pintaron murales de su rostro enmarcado por una media melena rubia, y John Fluevog diseñó un modelo de merceditas de charol en su honor.
Por Canadá ya corrían el negacionismo del covid y la histeria del Gran Reinicio, pero todavía parecían ser exclusivos de la derecha política. Muchos votantes estaban abandonando al serio Partido Conservador y acudiendo en manada al Partido Popular de Canadá (el People’s Party), alternativo y rabiosamente antiinmigración, que había sacado sus argumentos electorales directamente del mundo del espejo. «¡Digamos no a los pasaportes de vacunación!», rezaba un folleto que me metieron en el buzón. Resistamos ante «los tiránicos dictados del establishment». Avi creía que no sería un factor especialmente importante entre los votantes progresistas a los que pretendía llegar. Se presentaba con el NDP, el Nuevo Partido Democrático, antaño socialista y orgulloso, en cuya fundación colaboraron su abuelo y su padre, y el cual, en la línea de las tendencias globales, hacía ya mucho que era más o menos de izquierdas y no de izquierdas de verdad. En aquellas elecciones, el partido prometía reforzar los programas sociales que habían ayudado al país a superar las primeras olas de covid con relativa holgura. Avi apostaba a que muchos canadienses estarían listos para adoptar una forma de gobierno más activista para acometer las emergencias del clima y de la vivienda. Por eso, haciéndose eco de las grandes esperanzas que muchos todavía albergábamos en ese momento, el eslogan por el que se decidió fue «¡La recuperación de la pandemia debe traer un Green New Deal para todos!».
Intenté advertírselo, de verdad que lo intenté. Le dije que el negacionismo estaba trazando una diagonal que no atendía a fronteras y que sus mecanismos eran difíciles de predecir por medio del tradicional eje de derecha e izquierda. Lo alerté de que, en la comunidad en la que vivimos, donde la sanación energética y el coaching vital son carreras profesionales al menos igual de populares que la enfermería y el magisterio, y donde los partos sin asistencia médica y las fiestas en el bosque bajo la luna llena están tan en boga, iba a haber una parte del electorado —sus posibles votantes— que seguiría a personas como mi doppelganger hacia el mundo del espejo. Le pedí que leyera informes de vacunación, que se familiarizase con el Gran Reinicio, que adoptase una posición considerada y reflexiva en todos esos frentes.
Pero no tenía tiempo. Estaba demasiado ocupado redactando las que eran sus posiciones políticas sobre crisis reales: la escasez de agua por culpa de una sequía crónica, la subida como la espuma de los precios del alquiler y los elevados costes de la vivienda, la inadecuación del transporte público y la explotación forestal de nuestros últimos bosques vírgenes. Qué adorable: seguía pensando que el voto se ganaba con realidad.
Entonces empezamos a visitar a nuestros vecinos.
Pedir el voto puerta a puerta nunca es especialmente agradable, pero hacerlo cuando llevábamos diecisiete meses inmersos en un acontecimiento global que nos había metido el miedo a la respiración ajena en el cuerpo le confería un desasosiego especial. Era evidente que, para algunos de los que abrían la puerta o miraban a través de la cortina, la presencia de extraños en la entrada de su casa era una aparición estremecedora.
Cuando llevábamos cerca de una hora, mi compañero Tak y yo habíamos llamado a un montón de timbres y solo habíamos registrado una interacción positiva en nuestra carpeta. La mayoría ni siquiera nos abría la puerta, aunque a veces los oíamos gritarse entre ellos en el interior. Entonces llegamos a una casa con una hilera de paneles solares en el tejado y un coche eléctrico cargando en la entrada.
«Estos son de los nuestros», dijo Tak, rebosante de seguridad.
Eran cerca de las tres de la tarde, y la mujer de cuarenta y tantos años que nos abrió la puerta blanca iba ligeramente desaliñada.
«Lo siento, aún no me he vestido», dijo, claramente avergonzada y señalando un pantalón de pijama de ositos.
«Uy, no seré yo quien la juzgue», contesté, esperando que la enorme sonrisa que quedaba oculta bajo la mascarilla se tradujera en cálidas arrugas alrededor de los ojos. «De hecho, me sorprende que no vaya yo también en pijama. ¡Mi hijo no se ha puesto ropa de calle desde hace más de un año!»
Reímos. Su labradoodle negro salió corriendo de la casa, ladrando y dando vueltas.
«No le hagan caso. Ya no está acostumbrado a la gente. Como yo.»
Volvimos a reír. Le hablé de mi cockerpoo desocializada y poco avispada, la misma que está en guerra contra su doppelganger; le hice mimos al labradoodle; piropeé sus paneles solares. Habíamos empezado con buen pie. «Hemos venido a preguntarle qué problemas tiene en mente de cara a las elecciones federales», le pregunté. «Somos del NPD...»
Ahí fue donde la cosa empezó a torcerse. Dio un paso hacia atrás y me miró fijamente con lo que he venido a llamar los Ojos de Internet.
«He votado al NPD toda la vida. Mis padres los votaron. Mis abuelos los votaron. Pero he de decirles que estoy muy disgustada con su líder y con cómo se ha vendido a los globalistas.»
¿A los globalistas? Se me pusieron los pelos de punta al percibir que estaba hablando en código y se refería a los judíos. Pero, bueno, había venido a pedirle el voto, no a hacer amigos. Traté de tender lo que, en las formaciones para pedir el voto puerta a puerta, se conoce como «un puente».
«Soy escritora. De hecho, hace años escribí un libro sobre la globalización corporativa, y el NPD siempre ha plantado cara a las grandes empresas y a los malos acuerdos comerciales. Quieren imponer un impuesto a las rentas altas...»
«No, ya estoy harta», dijo, llamando a su perro y dando otro paso atrás. «Esta vez, voy a votar al Partido Popular.»
Y con esas, desapareció junto a su perro negro tras una puerta blanca que cerró con decisión.
Tak y yo nos alejamos aturdidos.
«He trabajado en unas cuantas campañas», dijo lentamente. «Pero es la primera votante que conozco que se ha pasado del NPD al Partido Popular.»
Aquella mujer se había subido a un tren de alta velocidad: el establishment canadiense consta de dos partidos —los Liberales y los Conservadores— que ocupan el centro político y que tradicionalmente se han ido turnando en el poder. Esta votante había pasado del NPD, de izquierdas, al Partido Popular, de ultraderecha, sin detenerse ni un instante en ninguno de los dos partidos de centro. Entendía que estuviese molesta con el NPD; yo también lo estaba. En cuestiones que abarcan desde la acción climática hasta las enormes desigualdades, en los últimos años no habían ofrecido una verdadera alternativa de izquierdas. Por eso Avi se había presentado: para empujarlos a estar a la altura de sus ideales originales. Pero ¿utilizar la molestia de que el izquierdismo del NPD estaba comprometido como trampolín para pasarse directamente a la ultraderecha? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Llamamos a algunas puertas más, recibimos la más cálida de las bienvenidas por parte de una familia de canadienses del Punyab que valoraban que el NPD hubiese prestado apoyo a los agricultores de la India en plena revuelta masiva, y Tak y yo empezamos a sentirnos un poco menos como si nos hubiésemos metido en una de las madrigueras sin fondo de Reddit.
Ahora que teníamos nuestra hoja llena de datos de votantes y los nombres de un par de posibles «supervoluntarios», nos dirigimos a la reunión que se había convocado en casa de un fiel seguidor del partido para dar parte. Avi, que había estado llamando a puertas a unas manzanas de distancia, llegó unos momentos después. Parecía agitado y venía balbuceando algo sobre que «olía a sándalo». Después de quitarse la mascarilla y beber un poco de agua, nos contó lo que había pasado. Había ido a una casa donde la puerta principal estaba abierta y el olor del incienso llegaba hasta la acera. Los alféizares de las ventanas estaban repletos de estatuas de bronce; había reconocido a Buda y a Ganesh. Igual que nos había pasado a nosotros con las placas solares, había imaginado que no le costaría mucho venderle el New Green Deal a un hogar como aquel. Y, como nosotros, no podía estar más equivocado.
Una mujer blanca y de músculos fibrosos había salido al porche vestida con ropa de yoga y lista para pelear. Tapándose la boca con la mano en lugar de ponerse una mascarilla, solo tenía una pregunta que hacerle: «¿Cuál es su postura acerca de los pasaportes de vacunación?».
Avi contestó que el partido estaba a favor de comprobar el estado de vacunación para las actividades en interiores, ya que era una medida sensata desde el punto de vista epidemiológico en ese punto de la pandemia, y le preguntó qué opinaba ella al respecto.
Y ahí fue cuando empezó a hablar sobre su «autonomía corporal» y su «ciudadanía soberana» y a decir que tenía «un sistema inmunitario fuerte».
«Eso es fantástico», dijo Avi, tendiendo su propio puente. «Es fantástico que esté tan sana. Pero la cuestión, creo, es que no todo el mundo tiene un sistema inmunitario fuerte. Algunos están inmunodeprimidos o tienen problemas de salud que los hacen más susceptibles a que el virus los haga caer gravemente enfermos, o a morir.»
Su respuesta, en aquella comunidad happy flower de la costa oeste, fue: «A mi parecer, esas personas deberían morir».
Y con las mismas, desapareció en una nube de sándalo.
Tras aquellos desgarradores encuentros, ambos empezamos a ver evidencias de la propagación del diagonalismo a nuestro alrededor: en los paneles de anuncios de las comunidades, en las reuniones de los Ayuntamientos. ¿Y ese grupúsculo de manifestantes del pueblo? Crecía a pasos agigantados. Cuando llevábamos un par de semanas de campaña, pasé con el coche por delante del tranquilo hospital donde nació T. y vi un grupo de trescientas personas en la puerta, la manifestación más grande que recordaba haber visto en esta comunidad rural. Sin duda eran muchos más de los que salieron a protestar contra la invasión de Irak, y probablemente más de los que se unieron a las huelgas por el clima de 2019.
Los manifestantes interferían con los pacientes que necesitaban atención urgente y atacaban verbalmente al personal de enfermería, todo ello en el día de las «protestas mundiales»1 contra los mandatos relativos a la vacunación, que mi doppelganger había estado anunciando en su nueva cuenta de Gettr. En un momento dado, la multitud cantó, o más bien balbuceó, una versión de Women’s Warrior Song, un himno sagrado para muchas comunidades indígenas de esta zona, incluida la comunidad aborigen de los shíshálh, cuyo Consejo de Banda tenía la oficina justo al otro lado de la calle. El Consejo emitió inmediatamente un comunicado en el que condenaba aquella apropiación como un insulto a su cultura. Mientras tanto, en la otra punta del país, Trudeau cancelaba un mitin por la presencia de un grupo de antivacunas que amenazaban con violencia, lanzaban improperios y exigían la celebración de una nueva edición de los juicios de Núremberg.
«Entonces, ¿tú qué dirías sobre los pasaportes de vacunación?», me preguntó Avi esa noche, tratando de parecer relajado.
«Yo empezaría validando sus miedos sobre los datos. Diles que tu máxima prioridad es proteger su privacidad y mantener su información personal fuera del alcance de las empresas tecnológicas privadas. Redirige la conversación hacia la necesidad de regular esas empresas, de fragmentarlas, de tratarlas como servicios públicos, de garantizar el derecho de todos a participar en la playa digital. Demuéstrales que existe una manera de meter caña a los gigantes tecnológicos sin poner en peligro sus vidas y las de los demás.»
Me estaba escuchando.
«Y lo mismo con las farmacéuticas. Recuerda que tienen motivos de peso para detestar a estas empresas. Céntrate en los puntos en común, en por qué los tratamientos y los medicamentos que salvan vidas no deberían ser una fuente de ingresos. Pasa a hablar de la necesidad de ampliar la sanidad pública para que incluya los medicamentos con receta. Explica que podemos crear empleos de calidad en los ámbitos de la sanidad pública y de la medicina preventiva.»
Se sabía esos argumentos de memoria, llevaba años defendiéndolos. Solo hacía falta presentarlos de una forma nueva para recuperar parte del terreno que nos había ganado el mundo del espejo. Me parecía que esa estrategia tenía bastantes números de funcionar con algunos votantes, con los que solo se habían asomado al espejo en momentos concretos. Pero, en el caso de los que ya habían cruzado el umbral, no tenía grandes esperanzas de que Avi, por muy encantador que fuera, pudiese traerlos de vuelta.
En las semanas que siguieron, algunos intentaron convencerlo de que estaba totalmente equivocado por medio de unas cartas que, muy astutamente, utilizaban mi trabajo en su contra:
He estado investigando mucho sobre a qué nos enfrentamos y tenía la esperanza de que Naomi fuese a escribir una continuación de La doctrina del shock sobre todo lo que está pasando en el mundo con la pérdida de nuestras libertades, la discriminación si no queremos ponernos una «inyección» experimental [...]. El mundo ha perdido mucho a causa de esta «plandemia», y quiero que se haga justicia y que se depuren responsabilidades entre los que han participado en todo esto, como Anthony Fauci, Bill Gates, las farmacéuticas, los medios de comunicación.
La mayoría no estaban dispuestos a entrar siquiera en el nivel de diálogo que yo había sugerido.
Incluso a pesar de llevar meses atrapada en el mundo del espejo, algunas de las cosas que Avi y yo oíamos a nuestros vecinos me tenían asombrada. Al inicio de la pandemia, hubo quien se pronunció para pedir que se sacrificase a enfermos y mayores para mantener la economía en marcha. Pero habían sido republicanos zalameros; crueles, pero en su línea. Lo que no esperaba era ver votantes del NPD de toda la vida —el partido que tuvo un papel tan crucial en la consecución del sistema de sanidad pública universal de Canadá— restando importancia a una oleada masiva de muertes. Y tampoco esperaba que alguien que podría haberme dado una clase de vinyasa defendiese abiertamente la extinción de las personas de físico débil («A mi parecer, esas personas deberían morir»). O que apareciese un cartel del Partido Popular justo al lado de uno de un champú de la marca Bliss, de sesiones de meditación o de masajes de tejido profundo. O escuchar a ecologistas de toda la vida decir, en conversaciones privadas, que el derecho a no vacunarse era lo único que les importaba en estas elecciones, ya que lo veían como una forma de posicionarse por principios contra las farmacéuticas. (Luego descubriríamos que el hombre que agredió violentamente al marido de ochenta y dos años de Nancy Pelosi, Paul, en su hogar de San Francisco, había crecido a dos pasos de aquí.)
Fuese cual fuese la línea que en el pasado creí que había entre «ellos» y «nosotros», se había desdibujado completamente. Era evidente que se había liberado un veneno en la cultura, y no solo se propagaba entre los votantes de la derecha con la ayuda de algunas estrellas liberales que habían cambiado de bando. No, había algo más: un compuesto venenoso mezclado con ciertas ideas muy potentes sobre un estilo de vida natural, la fuerza corporal, la buena condición física, la pureza y la divinidad, todas presentadas junto a sus opuestos: lo antinatural, la debilidad física, la holgazanería, la contaminación y la perdición.
Ya hace muchos años que las subculturas del fitness y de la salud alternativa frecuentan los movimientos fascistas y supremacistas. En Estados Unidos, los primeros entusiastas del fitness y del culturismo también eran apasionados de la eugenesia y de la posibilidad de hacer cruces para engendrar la que consideraban una forma humana superior. La propaganda nazi estaba repleta de imágenes de hombres jóvenes haciendo excursionismo, y Hitler estaba convencido de que la comida «natural» era fundamental para el éxito del Reich (aunque parece ser que su vegetarianismo se ha exagerado un poco). El Partido Nazi estaba plagado de modas relacionadas con la salud y de creencias místicas extremas, las cuales se aplicaron en el proyecto de construir una raza superior aria de hombres de cualidades divinas. Dicho de otra forma, la misión de construir una supuesta raza dorada tenía un lado místico, razón por la cual se integró tan bien con las modas de salud de la nueva era y otros fetichismos naturalistas varios.
Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la alianza entre los fascistas, el fitness y la nueva era se desintegró. Cuando la nueva era disfrutó de su siguiente gran ola de popularidad, en los años sesenta, estuvo fuertemente asociada a los hippies, el ecologismo y los Beatles estudiando meditación trascendental. Pero ahora parecía como si las raíces más antiguas y supremacistas del movimiento se estuviesen reafirmando.
Las personas a las que Avi y yo encontrábamos en el extremo de este espectro no parecían negar el covid del todo. Más bien consideraban el virus como una especie de limpieza o «matanza selectiva del rebaño», y algunos incluían en la ecuación creencias ecofascistas e imaginaban que la pandemia era un medio que permitiría al mundo natural recuperarse de las presiones humanas. Esta línea de pensamiento estuvo muy extendida en los inicios del confinamiento, cuando los memes de «la Tierra se está curando» y «el virus somos nosotros» arrasaron en internet, junto a vídeos (muchos de ellos falseados) de animales salvajes apoderándose de nuestras ciudades y pueblos desiertos. Pero ahora la aceptación de un cierto volumen de muertes humanas se estaba volviendo más manifiesta, y se relacionaba de forma explícita con la oposición a las vacunas. En esa época, Ron Schmitt, expresentador de Fox News que se cambió a Newsmax, reflexionó en antena: «Pienso que la vacuna es, extrañamente, como antinatura en general. O sea, quiero decir, si hay una enfermedad ahí fuera, quizá en la vida haya altibajos en los que algo tiene el papel de eliminar a cierto número de personas, y así es como funciona la evolución. Y es como que las vacunas obstaculizan ese proceso».2
Estas ideas van acompañadas de historias empapadas de sangre en las Américas que se remontan a los relatos de los conquistadores y colonizadores europeos, según las cuales las enfermedades infecciosas que habían asolado a las poblaciones indígenas —ya debilitadas a causa de que los colonos las despojaron de sus tierras y diezmaron sus fuentes de alimento— en realidad eran obra de Dios, una señal divina de que aquellos continentes pertenecían a los cristianos blancos. «Una plaga maravillosa»,3 así describió el rey Jacobo I de Inglaterra las pandemias en la Carta Estatutaria de Nueva Inglaterra de 1620. «El Señor Todopoderoso, en su gran bondad y recompensa hacia nosotros», la había enviado «entre los salvajes». En 1634, John Winthrop, el primer gobernador de la colonia de la bahía de Massachusetts, describió las enfermedades que arrasaron a los pueblos nativos algonquinos en términos similares: «Pero, para los nativos de estas tierras, la persecución divina fue tal que, en el espacio de trescientas millas, la viruela ha acabado con la mayoría de ellos, la cual sigue entre ellos, y, con ello, Dios nos concede el título de este lugar».4 En 1707, el que había sido gobernador de Carolina, John Archdale, también describió la muerte masiva como un designio divino: «A Dios Todopoderoso lo complace enviarles [a “los indios”] enfermedades inusuales como la viruela, etcétera, para mermar a sus integrantes; así, el inglés, en comparación con el español, es responsable de muy poca sangre india».5 No era cierto, tenían las manos muy manchadas de sangre, y las enfermedades fueron solo uno de tantos asesinos en aquellas oleadas genocidas. Pero la idea de que las pandemias responden a la voluntad de un poder superior —tanto si ese poder se imagina como Dios o como la naturaleza— es un elemento básico del mito fundacional del mundo moderno.
Por desgracia, era de esperar que el pensamiento ecofascista se disparase en nuestro momento histórico particular. Son tiempos en los que tener dos trabajos no garantiza poder permitirse una vivienda y en los que muchos de nuestros Gobiernos consideran que derribar los campamentos de personas sin techo es una solución política viable. Y mientras todo esto ocurre, cada día estamos más cerca de un colapso climático que, si no se ralentiza y se revierte, sin duda provocará la matanza selectiva de grandes porciones de nuestra especie y de otras, y a quienes azotará primero y con más severidad será a los más vulnerables. El proceso ya está en marcha. Es inevitable que el hecho de vivir en un momento como este, en el que todo pende tanto de un hilo y en el que nos vemos obligados a ser cómplices de todo ello mientras nuestros supuestos líderes no mueven un dedo, provoque todo tipo de síntomas macabros. Y a la gente no le queda otro remedio que buscar relatos que la ayuden a darle sentido a esta realidad.
Entre estos relatos está el que el movimiento para la justicia climática lleva años contando, el mismo en el que se basaba Avi: las personas concienciadas, pese a todas las líneas que están ahí para dividirnos, podemos unirnos, construir poder y transformar las sociedades en un espacio más justo y verde, para llegar a tiempo. Pero, cada día que pasa, esa historia cuesta más de creer, y por eso hay otro relato, que se está extendiendo a mucha más velocidad, que dice así: a mí me irá bien, estoy preparado, tengo comida enlatada y paneles solares y una posición relativamente privilegiada en este planeta; los que sufrirán serán otros. Eso sí, este relato tiene el defecto de que exige encontrar formas de justificar el sufrimiento masivo de otros y convivir con él. Y entonces es cuando las historias y los razonamientos que presentan estas muertes como una forma ineludible de selección natural, que quizá sea incluso una bendición, entran en juego.
Igual que ocurre con la alianza entre el fascismo y la nueva era, todo esto forma parte de una especie de círculo vicioso histórico. Siempre que un grupo ha decidido permitir que se someta a otro grupo a una violencia terrible, ha habido relatos y razonamientos que han dado permiso a los beneficiarios de la violencia para, o bien participar activamente (e incluso alegremente), o bien mirar de forma deliberada hacia otro lado. Eran relatos que decían cosas como esta: las personas a las que se está sacrificando/esclavizando/encarcelando/colonizando/abandonando para que se mueran y que así otros puedan vivir cómodamente no están al mismo nivel como humanos. Son diferentes/peores/inferiores/más oscuros/más salvajes/enfermos/criminales/vagos/incivilizados. Estos razonamientos ya hace años que han resurgido en la derecha, tal como vemos claramente en líderes protofascistas y autoritarios en Brasil, la India, Hungría, Filipinas, Rusia y Turquía, entre otros. Pero lo que estábamos viendo durante la campaña de Avi era que aquellos razonamientos se estaban propagando, en diagonal, desde los conservadores autoritarios hacia sectores de la izquierda ecologista y de la nueva era, y lo hacían siguiendo unos circuitos neuronales trillados de historial dilatado y siniestro.
El hilo que los conecta es sencillo y muy duro: consiste en sentirse cómodo con la matanza selectiva.
Cuando todavía vivíamos en Nueva Jersey, que en aquel entonces era el único estado por detrás de Nueva York en número de muertos por covid, el rechazo temprano a los confinamientos provenía sobre todo de dos grupos. El primero era el de las personas extremadamente religiosas: los cristianos evangélicos, muchos de los cuales abarrotaban megaiglesias a pesar de los confinamientos, y nuestros vecinos judíos ortodoxos, quienes entraban en conflicto con las autoridades locales por seguir congregándose para celebrar grandes funerales y otros servicios a pesar de las órdenes sanitarias. Pero no era nada nuevo, ya que muchas personas ultradevotas creen que su fe actúa como una especie de campo de fuerza contra todo daño, o que la enfermedad es un precio irrisorio que pagar a cambio de cumplir con sus obligaciones religiosas. Partiendo de esa lógica, no seguir la directiva divina de reunirse para rezar en comunión planteaba un riesgo mucho mayor que exponerse a los aerosoles particulados de sus correligionarios en la iglesia o la sinagoga. Una noche durante las primeras semanas de confinamiento, mientras veía un telediario tras otro, dieron un reportaje sobre miles de personas que abarrotaban un servicio ilegal en una megaiglesia donde casi todo el mundo iba sin mascarilla. Al preguntarle si le preocupaba contagiarse de covid, una feligresa dijo, radiante de felicidad: «¡En absoluto! ¡Estoy bañada en la sangre de Cristo!».
El segundo grupo que desafiaba constantemente las órdenes sanitarias en aquellas mismas semanas era un poco menos previsible. Eran las ratas de gimnasio, entre las cuales había algunos que organizaron manifestaciones cuando no llevábamos ni dos meses de pandemia. Hacían flexiones y abdominales en la calle mientras clamaban por su derecho de hacer pesas en interiores. El propietario de Atilis Gym en Bellmawr, Nueva Jersey, infringió la ley y abrió su negocio, un gesto de resistencia que convirtió a este exconvicto tatuado y barbudo en un héroe que pocos habrían esperado ver en Fox News. (Luego se presentaría, sin éxito, como candidato al Congreso en las primarias republicanas.)
Al principio no fui capaz de ver la conexión entre estos dos grupos y las dos actividades tan dispares que representaban: ¿qué vínculo compartían la fe extrema y el ejercicio extremo, el culto a Dios y el culto al cuerpo? En cuanto empecé a pasearme por el mundo del espejo empecé a verlo con más claridad, especialmente entre los rincones en los que los influencers del bienestar de la nueva era compartían sus teorías conspiranoicas sobre el covid. Era una versión evolucionada de la mentalidad que se describió por primera vez en un artículo académico publicado en 2011 como conspiritualidad,6 un término que desde entonces se ha popularizado gracias al libro y pódcast homónimos (ese que escucho demasiado). Igual que el subconjunto de los ultrarreligiosos a quienes no los preocupaba contraer covid, este subconjunto de ultradeportistas también creía que gozaba de una protección especial contra el virus: que sus templos —es decir, sus cuerpos libres de toxinas y musculados— los mantendrían a salvo. El bienestar y el fitness eran su campo de fuerza particular, o eso parecían creer.
Esto contribuye a entender en parte el importante papel que juega en el diagonalismo un grupo al que, en términos generales, describiré como «obsesos por el culto al cuerpo». Naturalmente, todos rendimos culto al cuerpo, ya que vivimos en nuestro cuerpo y tratamos de disfrutarlo y mantenerlo alejado del peligro. Pero me refiero a las personas que han hecho del cuerpo su negocio. No a los médicos (aunque alguno hay por ahí), y desde luego no a los epidemiólogos que poseen conocimientos reales sobre las enfermedades infecciosas. No, me refiero a las personas que, como los propietarios de gimnasios y yoguinis avanzadas, afirman tener un conocimiento especial de lo que es beneficioso para los cuerpos de los demás: entrenadores, instructores de yoga y de crossfit, masajistas, practicantes de artes marciales mixtas, quiroprácticos, consultoras de lactancia, doulas, nutricionistas, herbolarios, coaches de la menopausia y zumoterapeutas titulados.
En estos campos hay muchas personas muy formadas y conocedoras de la fisiología humana que se han tomado el covid en serio; muchos propietarios de gimnasios y centros de yoga se han esforzado mucho (y han invertido mucho dinero) para proteger a sus clientes. Aun así, lo cierto es que algunas de las figuras más notorias de este lucrativo sector se han sumado a la deriva QAnon en lo que respecta al covid. Cuando el Centro para Contrarrestar el Odio Digital (CCDH, por sus siglas en inglés) publicó una lista de lo que llamó «los 12 de la desinformación»,7 un grupo de doce personas a quienes sus investigaciones apuntaban como responsables colectivos de originar cerca del 65 % de los datos basura que circulaban sobre el covid y las vacunas, entre ellos no se encontraban estrellas mediáticas de ultraderecha, como cabría esperar. No, la lista incluía a un quiropráctico y tres osteópatas, entre ellos uno de Florida que tenía un negocio de suplementos en plena expansión; una pareja que vende aceites esenciales para curar el cáncer y colecciones en DVD sobre cómo «recobrar» la salud; el editor de Health Nut News, quien publica memes antisemitas que dicen que los Rothschild y «la élite global están detrás de este espectáculo #NuevoOrdenMundial #PortadorDeVerdades», y el gurú que se encarga del boletín informativo GreenMedInfo, quien publica memes que dicen que Bill Gates está usando la vacuna para despoblar la Tierra intercalados con consejos sobre cómo sanarte consumiendo superalimentos.
En la lista también había algunas mujeres que, como Wolf —con sus libros en los que elogia la belleza natural, el parto natural y los orgasmos que te cambian la vida—, habían construido marcas personales como expertas en los cuerpos de las mujeres. Christiane Northrup,8 exobstetra y ginecóloga que escribió un libro superventas de los que le gustan a Oprah, Cuerpo de mujer, sabiduría de mujer, entró en la lista de «los 12 de la desinformación» cuando empezó a aderezar sus consejos sobre productos de limpieza no tóxicos y una «salud radiante» con un negacionismo del covid con tintes de QAnon. También incluyeron a Kelly Brogan, «psiquiatra holística» y autora superventas que tanto publica un vídeo en el que aparece bailando en una barra vertical como te dice que le des «gracias a tu cuerpo» por luchar contra el covid sin la ayuda de vacunas o mascarillas (las cuales suplicó a sus seguidores que se quitaran como un acto de liberación similar a la quema de sujetadores de la segunda ola).
En pocas palabras, era un quién es quién de místicos: salud alternativa; bienestar de la mujer, y dietas y ejercicios impregnados de espiritualismo. Todos ellos estaban ya irremediablemente enredados con la creciente ultraderecha y se habían ganado el carné de ciudadanos del mundo del espejo.
Muchos han dicho que lo que estamos presenciando no es más que la teoría de la herradura en acción: la idea de que la derecha y la izquierda se pueden doblar tanto hacia sus respectivos extremos que casi llegan a tocarse. Pero eso es confundir a la izquierda radical, que es donde viven los socialistas y los revolucionarios, con el terreno de lo rocambolesco, que es adonde los espiritualistas del bienestar y de la nueva era van a pasar el rato. Además, los miembros de las subculturas incluidas en la lista de «los 12 de la desinformación» encontraron la forma de monetizar sus ideas rocambolescas radicales, ya que poseen plataformas digitales grandes y marcas personales robustas, las cuales utilizan para vender retiros y seminarios y membresías y boletines informativos e infusiones a precios elevados. Hablamos de influencers de renombre con incontables seguidores más discretos.
En cuanto tenemos esto claro, las nuevas alianzas empiezan a cobrar algo más de sentido. Las pequeñas empresas y los autónomos que trabajan con el cuerpo, ya sea el suyo o los de sus clientes, estuvieron entre los que más padecieron con los confinamientos de la pandemia. Algunos de los motivos de los cierres tenían sentido desde el punto de vista epidemiológico: el trabajo terapéutico no admite la distancia social, y el ejercicio físico implica respirar profundamente en recintos cerrados. Pero este sector también lo tuvo difícil por otras razones. Los primeros programas de rescate económico estuvieron muy enfocados en los centros de trabajo grandes y con muchos empleados; los centros deportivos pequeños en los que la mayoría de los trabajadores son autónomos a menudo no recibieron esas ayudas del Gobierno, a pesar de seguir atados a los alquileres desorbitados de las zonas urbanas.
Muchos propietarios de gimnasios asumieron grandes deudas personales para seguir funcionando bajo unas reglas nuevas y muy estrictas que, a medida que avanzaba la pandemia, no dejaban de sustituirse por otras que muy a menudo eran arbitrarias. Por ejemplo, en la región de Canadá donde vivo, los gimnasios cerraron a consecuencia del aumento de casos de la variante ómicron en 2022, pero, tal como apuntaron muchos fanáticos del ejercicio (con un tono bastante moralista), los restaurantes de comida rápida y los clubs de striptease parecían no ser motivo de preocupación. Además, los centros de fitness pequeños parecían estar sujetos a muchas más restricciones que los gigantescos estadios deportivos y estaciones de esquí, los cuales podían costearse los servicios de grupos de presión que velaban por sus intereses.
El resultado fue una masacre económica. A principios de 2022, cerca de 10.000 gimnasios se vieron obligados a cerrar de forma permanente en Estados Unidos, según los datos recopilados por la Asociación Internacional de Salud, Raqueta y Clubes Deportivos. Justin Grover, copropietario de un gimnasio en Kamloops, en la Columbia Británica, sintetizó de esta forma la indignación que se palpaba en el sector: «Puedes ir al pub a comer pepinillos fritos y a emborracharte de cerveza barata, y eso se considera esencial, pero al que lleva veinte años en Alcohólicos Anónimos y utiliza un centro deportivo para mantener la cabeza en su sitio, eso no se le reconoce».9 Estas y otras ofensas abrieron la puerta a que muchos trabajadores del sector del bienestar vieran complots siniestros tramados por las élites en todo lo que tuviera que ver con el virus. Pero ¿el hecho de que la industria del bienestar se viese especialmente afectada por los confinamientos justifica la virulencia de sus conspiranoias? ¿Cómo es que a los propietarios de los teatros locales no les dio por lo mismo? ¿Qué tenía la búsqueda de una condición física óptima y de una «salud radiante», en palabras de Northrup, que hizo que se volviera tan desagradable?
En El mito de la belleza, Wolf planteaba que las estrictas expectativas de belleza que se aplicaron a las mujeres en los años ochenta eran el impuesto que el patriarcado les hacía pagar por las conquistas del feminismo. Ahora, además de las exigencias profesionales y de trabajar un segundo turno compuesto de tareas domésticas y del cuidado de los niños, había también un «tercer turno [añadido] a su tiempo libre. La supermujer [...] tenía que sumar un arduo trabajo “de belleza” a su agenda profesional».10
Tres décadas después de que Wolf plantease este argumento, otra autora feminista, más sensibilizada con la economía política, se fijó en la misma escalada de interés en el fitness y la belleza en los años ochenta e hizo una lectura diferente. En Causas naturales. Cómo nos matamos por vivir más, Barbara Ehrenreich, fallecida en septiembre de 2022, analizaba cómo había llegado la búsqueda de la salud y del bienestar a convertirse en obsesiva en la era de Reagan y Thatcher, y explicaba que no ha dejado de ganar influencia desde entonces. Según ella, este giro fue una reacción no ante los éxitos del feminismo, sino ante los fracasos de los movimientos revolucionarios, cuando las grandes esperanzas de los sesenta y los setenta se dieron de bruces con el muro del neoliberalismo de los ochenta.
Una vez frustrados los sueños de justicia y la visión colectiva de una vida mejor, lo que quedó fue un sálvese quien pueda: un mundo de individuos atomizados que trepaban los unos encima de los otros para llevar ventaja en un contexto laboral precario y recién desregulado. Fue con ese telón de fondo —siempre según la autora—, con el que tantos dirigieron su atención hacia el perfeccionamiento del cuerpo y sustituyeron las manifestaciones por la cinta de correr y el amor libre por las mancuernas. Al principio, la presión fue mucho mayor para las mujeres, pero los hombres cis heterosexuales no tardaron en tener sus propios cánones y mitos corporales y de belleza inalcanzables. Para Ehrenreich, todo ello formaba «parte de una retirada de mayor alcance hacia las preocupaciones individuales tras la breve y edificante inspiración comunitaria que algunos habían experimentado en los años sesenta [...]. Si no podías cambiar el mundo o incluso diseñar tu propia carrera profesional, al menos sí podías controlar tu cuerpo, lo que introduces en él y cuánta energía muscular gastas».11 Y fue en este escenario en el que Jerry Rubin pasó de ser un yippie, un provocador y uno de los acusados en el juicio de Los Siete de Chicago a ser, en los ochenta, un orgulloso yuppie y evangelista del fitness.
Al explicar la larga y a menudo complicada relación que mantenía con el gimnasio, Ehrenreich escribía: «Puede que no sea capaz de hacer mucho acerca de las graves injusticias que hay en el mundo, al menos no yo sola o rápidamente, pero sí puedo decidir aumentar 9 kilos en la máquina de hacer piernas y conseguir levantarlos en cuestión de semanas».12 Yo nunca he sido una rata de gimnasio, pero sé a qué se refiere. Ha habido largos períodos de tiempo en los que he sentido que el yoga era lo único que me aportaba cierta sensación de control. No podía evitar que Estados Unidos invadiera Irak —aunque fuimos millones los que lo intentamos con todas nuestras fuerzas—, pero podía hacer que mi cuerpo hiciera la postura del cuervo y, cuando tenía un muy buen día, la postura invertida sobre la cabeza. Años después, cuando me diagnosticaron un cáncer, mi rutina se volvió más obsesiva: obligarme a alcanzar nuevas metas de fuerza y flexibilidad me hacía sentir que mi cuerpo me obedecía en algo. A medida que la crisis climática se acelere y veamos cómo la tierra se agita bajo nuestros pies y arde a nuestro alrededor, imagino que muchos seguiremos refugiándonos en cualquier obediencia corporal que podamos obtener. Es un buen lugar al que acudir para encontrar consuelo.
Y aun así, también sé, por experiencia personal como la adolescente bulímica y adicta a las tablas de ejercicios de Jane Fonda que fui, que esta búsqueda, en sus versiones extremas y tóxicas, es una especie de duplicación en sí misma. Cuando te entregas a la transformación por medio de la dieta y el ejercicio, estás tú tal y como eres ahora, y estás tú tal como imaginas que podrías ser después de la dosis suficiente de sacrificio y disciplina, hambre y repeticiones. Una versión mejorada, diferente de ti, siempre un poco más allá de tu alcance. Ehrenreich escribió con un estilo muy evocador acerca del extraño silencio de los gimnasios, un lugar donde la gente comparte un espacio reducido pero apenas se habla, a menos que sea para negociar el acceso a las máquinas. Esto se debe, observó, a que la relación principal que se está dando no es entre distintas personas que están haciendo ejercicio, sino entre la persona que hace ejercicio y ella misma tal como debería ser, su doble de cuerpo.
En Su cuerpo y otras fiestas, Carmen Maria Machado explora la relación entre el yo delgado y el yo gordo como un tipo de doppelganger interno. En el relato «Ocho bocados», la narradora detesta su cuerpo tal y como es, con su pesadez, su blandura, su flaccidez: «Estaba cansada de las luces de los probadores, planas e implacables; estaba cansada de mirarme al espejo y agarrar todo lo que odiaba y levantarlo, hundiendo las uñas, y de luego dejarlo caer y que todo doliera».13 Así que se somete a una cirugía bariátrica y se encoje hasta alcanzar una talla más socialmente aceptable, pero la persigue lo que de primeras cree que es un fantasma y luego descubre que es algo mucho más siniestro: es la grasa de la que se ha desprendido quirúrgicamente, hasta el último de esos 45 kilos, que ha adoptado una forma humana carente de rasgos y ahora vive en su casa. Es un gólem de grasa, el yo al que no supo aprender a querer y que decidió rebanarse. «Me arrodillo a su lado —dice la narradora—. Es un cuerpo que no tiene nada de lo que necesita: ni estómago ni huesos ni boca. Solo unas marcas suaves. Me agacho y le acaricio el hombro, o lo que creo que es su hombro. Se gira y me mira. No tiene ojos, pero aun así me mira. Me mira. Es horrible pero honesta. Es grotesca, pero es real.»14 Entonces, la narradora procede a golpear a su doble con una violencia espantosa.
El odio y la rabia hacia el yo imperfecto e inadecuado puede ser la otra cara de la búsqueda de un cuerpo perfeccionado y controlado, alcanzado por medio de la combinación correcta de ejercicios, dietas, cirugías y otras intervenciones de bienestar varias. Y puede intensificarse aún más a medida que iniciamos otro tipo de duplicación corporal: el envejecimiento, ese proceso que nos hace testigos del cambio de nuestro rostro y nuestra figura a cuenta de estragos como los embarazos, la falta de sueño durante la crianza, el estrés, la contaminación y, básicamente, vivir durante las revoluciones suficientes alrededor del Sol. «La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre», observó Philip Roth, mi problemático rey de los doppelgangers.15
Cuanto más tiempo vivimos, más irreconocibles podemos volvernos a nuestros propios ojos, ya que con cada versión distorsionada de nuestro yo más joven y «primoroso» nos identificamos menos que con la anterior. Si nos aferramos con demasiada fuerza a nuestro doble juvenil, nos arriesgamos a convertirnos en una parodia bisturificada e inyectada. O en algo peor. Al fin y al cabo, esa es la advertencia manifiesta que encierra El retrato de Dorian Gray: si persigues la eterna juventud y le niegas a tu doble envejecido su existencia, ambos terminaréis muriendo.
El deseo del bienestar perfecto y de una juventud radiante y perenne es precisamente lo que está acercando a muchas a influencers como Christiane Northrup, la Martha Stewart del mundo de la conspiritualidad, quien promete vitalidad eterna a cambio de que compres sus libros, suplementos para la menopausia, contorno de ojos y crema hidratante vaginal, todo a la venta en su página web. Hay otras fuerzas que impulsan a muchos hacia esos círculos, entre ellas los límites y los traspiés de la medicina convencional, ya que los médicos especialistas y las empresas farmacéuticas con frecuencia no ayudan a las personas que padecen enfermedades y trastornos complejos. Tal como aprendí a una edad muy temprana durante aquellas conversaciones inapropiadas a la hora de cenar sobre las investigaciones de mi padre, la salud reproductiva adolece de una terrible falta de estudio, y las quejas legítimas de las mujeres suelen subestimarse, ignorarse o cuestionarse y tacharse de hipocondría. La experiencia de dar a luz puede estar cargada de impotencia, y todos estos fallos y abandonos de la medicina convencional adquieren una gravedad mucho mayor en el caso de las mujeres negras e indígenas, a quienes se considera una y otra vez como narradoras poco fiables de lo que ocurre en sus propios cuerpos. Según los Centros para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos, «las mujeres negras tienen el triple de posibilidades de morir por causas relacionadas con el embarazo que las mujeres blancas»; un estudio de 2021 arrojó que había más del doble de casos de mortalidad infantil entre los bebés nacidos de madres negras que de madres blancas.16
Todo esto y mucho más ha empujado a millones de personas a tratar de sanarse, curarse y controlarse valiéndose de una serie de directrices de autoayuda y brebajes de bienestar en constante expansión, muchos de los cuales ofrecen beneficios reales. Ese es el problema del mundo del espejo: siempre hay un punto de verdad entre todas las mentiras; siempre hay algún fracaso colectivo demoledor que ha identificado y está explotando de forma oportunista.
Fijémonos en Glowing Mama, la influencer residente en Toronto que estaba disgustada por la posibilidad de que los cariñosos abuelos de su hija pudiesen diseminar imaginarias partículas de la vacuna. Antes del covid, Glowing Mama se dedicaba a orientar a las mujeres para que se pusiesen en forma antes, durante y después del embarazo. («Deja que te enseñe lo sencillo que puede ser optimizar tu salud y condición física, y sentirte mejor que nunca, en la locura que es la #vidademadre.»)17 Durante el covid, cambió de rumbo y pasó a liderar un movimiento de madres sin mascarilla que ocupaban centros comerciales para exigir el fin de los mandatos de salud pública.
Su camino, por muy errático que parezca, seguía cierta lógica. Tratar de descifrar cómo maximizar tu salud mientras llevas dentro un bebé y luego le das el pecho puede ser una experiencia sumamente radicalizadora. Muchas personas que nunca han prestado atención a las toxinas ambientales aprenden de golpe que muchas de las cosas que podrían introducir en sus bebés, ponerles encima o colocar cerca de ellos contienen sustancias químicas que, en la cantidad suficiente, podrían suponer riesgos para el feto en desarrollo o para el bebé ya nacido. También es casi inevitable que, mientras investigue qué tipo de parto quiere, a esta futura madre la bombardeen con las historias de terror de otras personas: sobre médicos impacientes que forzaron medicaciones para inducir el parto y desencadenaron toda una serie de intervenciones futuras que terminaron en una cesárea de urgencia que a su vez provocó otros problemas de salud duraderos. Puede que incluso hayan hojeado un ejemplar prestado del libro que mi doppelganger publicó en 2001, Misconceptions: Truth, Lies and the Unexpected on the Journey to Motherhood [Concepciones erróneas. Verdad, mentiras y el inesperado camino hacia la maternidad], donde explora su propia experiencia y los sentimientos de rabia e impotencia que le provocó. Y como la medicina occidental suele ignorar este tipo de preocupaciones, muchas personas que se quedan embarazadas buscan fuentes de información y de apoyo alternativas, lugares en los que se les dice que la profesión médica está diseñada para provocarle sentimientos de indefensión, dependencia y debilidad, pero que ellas tienen la capacidad de encontrar su poder intuitivo, su fuerza innata y, quizá incluso, según un documental de 2008 en el que aparece Christiane Northrup, de tener un «partorgasmo». En todo esto hay aspectos que pueden resultar positivos y saludables: es maravilloso tener distintas opciones de lo que puede ser un parto. Pero es aquí donde la vena blanca, rica y libertaria de la industria del bienestar puede resultar letal, porque, aunque es cierto que muchos médicos se rinden demasiado pronto con los partos vaginales, o hacen un uso excesivo de las intervenciones quirúrgicas, o expresan alarma por partos en casa de bajo riesgo, también es cierto que las complicaciones derivadas del embarazo y el parto siguen estando entre las primeras causas de muerte en el mundo. Incluso en un país tan rico como Estados Unidos, lo que muchas mujeres y personas de géneros marginalizados necesitan es más atención médica (y más sensibilizada), no menos.
La doctora Michelle Cohen, médica de familia y profesora adjunta del Departamento de Medicina Familiar de la Universidad de Queens, ha analizado el papel a menudo perjudicial de las influencers del bienestar femenino que difundieron pseudociencia en la época del covid. Al tiempo que reconoce los defectos reales de su profesión, dice que estas influencers están explotando el «sexismo de la medicina para crear un mercado nuevo destinado a un género concreto para vender aceite de serpiente»;18 es decir, en lugar de tratar de arreglar el sistema, se aprovechan de sus carencias. «La industria del bienestar no está presionando para que se hagan más y mejores estudios científicos sobre la salud de las mujeres; lo que quiere es crear una vía secundaria para los problemas de las mujeres fuera de la corriente principal. El riesgo menos evidente es que el bienestar seguirá evolucionando por un camino marcado por el género, lo que hará que las mujeres queden expuestas de una forma desproporcionada a los peligros de la charlatanería.»
En todo esto se observa un marcado giro respecto de los inicios del movimiento feminista a favor de la salud de los años setenta, el cual partía de un anticapitalismo discreto y se centraba en iniciativas como el boicot a Nestlé porque la empresa promocionaba la leche de fórmula en polvo para las madres pobres del Sur global. En aquella época, el movimiento de la salud feminista luchaba por impulsar cambios a escala colectiva e institucional, como la inclusión de centros de alumbramiento dentro de los hospitales y la certificación de las matronas y las doulas, así como el acceso a abortos seguros y el establecimiento de instituciones de investigación centradas en aspectos de la salud de las mujeres que durante tanto tiempo se habían ignorado. También se preocupaba por el derecho a disfrutar de una baja de maternidad remunerada y a dar el pecho sin ser criminalizadas. Habiendo crecido dentro de este movimiento, gracias a la investigación de mi padre y a la participación de mi madre, doy fe de que no tenía nada de glamuroso. Las matronas y las doulas cobraban (no mucho); los médicos de familia cobraban más, aunque mucho menos que los obstetras; los ejemplares vendidos de Nuestros cuerpos, nuestras vidas ayudaron a fundar el Colectivo del Libro de Salud de las Mujeres de Boston. Pero nadie se estaba haciendo rico. Además, lo que se conoce con el término general de bienestar sigue siendo sumamente valioso. Somos muchos los que llevamos una vida peligrosamente sedentaria porque el trabajo nos lo exige. Lo más probable es que mover el cuerpo durante el tiempo libre del que dispongamos nos haga sentir mejor y más sanos, y la comida preparada con ingredientes frescos es más nutritiva que la comida rápida que compramos sobre la marcha. Nada de todo eso evitará que muramos ni nos dará la juventud eterna, pero movernos y estar fuertes es bueno para nosotros; es bueno que comamos alimentos ricos en nutrientes; es bueno que ampliemos nuestros horizontes sobre la salud más allá de las soluciones de las empresas farmacéuticas. Todo el mundo debería tener acceso a este tipo de opciones independientemente de dónde viva, así como contar con el tiempo y los recursos necesarios para sacarles provecho, algo que hoy dista mucho de la realidad.
Durante la pandemia ha habido médicos y profesionales de la salud alternativa que han sugerido todos estos métodos no como una alternativa a las vacunas, a las mascarillas y a los medicamentos con receta, sino como complementos importantes. La doctora Rupa Marya, por ejemplo, ha criticado con dureza a los conspiranoicos que hablaban del covid, y ha dicho de las actitudes anticiencia que son «una de las principales causas de muerte en Estados Unidos».19 Pero también considera que hay mucho por cambiar en el statu quo de la medicina, razón por la cual escribió Inflamed: Deep Medicine and the Anatomy of Justice [Inflamados. La medicina profunda y la anatomía de la justicia] a cuatro manos con Raj Patel. Ambos reconocen que los gurús del bienestar están en lo cierto cuando dicen que vivimos en una cultura que enferma a las personas por rutina, pero, en lugar de presentar el bienestar individual óptimo como una solución a precios elevados, defienden la idea de la «medicina profunda», es decir, los cambios estructurales que desintoxicarían el mundo y harían que las opciones saludables estuviesen al alcance de todos.
Muchas otras personas expertas en salud alternativa y medicina preventiva podrían, como Marya y Patel, haber utilizado sus conocimientos para abogar por respuestas colectivas y estructurales ante las crisis de salud colectivas a las que nos enfrentamos durante la pandemia. Eso es lo que ocurrió durante la Gran Depresión en Estados Unidos, cuando los programas del New Deal crearon millones de empleos con la construcción de piscinas públicas y cientos de parques nacionales y estatales. La filosofía que había detrás de aquellos ambiciosos proyectos de obras públicas era que el ejercicio y el acceso a la naturaleza eran derechos que no debían ser exclusivos de los ricos. Hoy podrían impulsarse iniciativas parecidas con el énfasis puesto en los barrios de personas negras y de tez oscura que nunca llegaron a ser equipados con las infraestructuras del New Deal o que las perdieron cuando los blancos se rebelaron contra la integración. En lugar de atacar al personal de enfermería y a los docentes, los expertos en bienestar podrían haberse unido a ellos y luchado por que los niños aprendiesen más al aire libre y tuviesen más acceso a la naturaleza, y para que sus padres trabajasen menos horas a la semana, con sueldos mejores y protección sindical, lo que les habría facilitado llevar una vida más activa y elegir y preparar alimentos más saludables.
Sin embargo, este no es el tipo de influencia que la mayoría de los influencers del bienestar más famosos han optado por ejercer. No: siguen prometiendo que una vida perfecta nos espera si alcanzamos nuestro doble de cuerpo perfecto. Nuestros cuerpos, nuestras vidas, la biblia de la salud que mi madre solía consultar, ha sido sustituida por el ethos omnipresente del «mi cuerpo es mi valor», cuyo corolario parece ser «tu cuerpo es tu problema».
A estas alturas, todos estamos familiarizados con el aspecto y la composición de este grupo. Mujeres casi exclusivamente blancas, de belleza convencional y sumamente en forma que se fotografían y se graban sobre un fondo blanco nuclear. Con los rostros lisos, como de dibujo animado, gracias a los filtros fotográficos y los rellenos inyectables. Camisetas de tirantes ajustadas con eslóganes empoderadores y mallas estampadas. Y luego están las mamás influencers de cabelleras onduladas que convierten la crianza en una serie de cuadros etéreos de contenido orgánico patrocinado. Estas influencers nos miran a través de la lente de la cámara tan rebosantes de amor que es fácil olvidar que a lo que en realidad miran es a su propia cara en el móvil —a su doble digital— mientras nos enseñan a esforzarnos por ser nuestra mejor versión, nuestros dobles de cuerpo, en una casa de los espejos que no se acaba nunca.
Como tantas otras cosas en internet, hubo un tiempo en que la radiante cultura de los influencers no parecía ser un peligro. Sí, Instagram y TikTok podían destrozarnos la autoestima, y sí, nos estaban vendiendo un montón de charlatanería y tés diuréticos de calidad cuestionable, pero también había recetas saludables y consejos gratuitos para hacer deporte, y alguna que otra información verdaderamente útil.
Entonces llegó el covid y la industria floreciente y sin regular de los expertos en salud hechos a sí mismos colisionó con una crisis de salud global que nos tenía a casi todos asustadísimos, incluidos los que estaban bien por deformación profesional. Y es que, por primera vez, sus centros de yoga, gimnasios de crossfit y clínicas de masajes estaban cerrados a cal y canto, y de pronto no tenían la menor idea de qué pasaría con sus ingresos y su futuro. Y, como nos enseñó Ehrenreich, acudimos al cuerpo cuando sentimos que hemos perdido el control sobre nuestra vida. Fue en ese período en el que muchas de aquellas influencers preciosas y en forma dejaron de limitarse a arrullarnos dulcemente y animarnos a que hiciésemos ejercicio en casa y tomásemos zumos verdes y empezaron a susurrarnos mensajes de alarma sobre unas fuerzas oscuras que venían a envenenarnos primero y a acallarnos, pincharnos y dominarnos después. Fue entonces cuando las líneas diagonales empezaron a acercarse a toda velocidad.
Nadie tiene a Steve Bannon por un fanático de la salud; Donald Trump siente una desafiante devoción por la comida rápida, y uno de los pasatiempos favoritos de Fox News es despotricar contra los liberales que tratan de decirles a los estadounidenses de pura cepa que coman verdura (el huerto que Michelle Obama tenía en la Casa Blanca era uno de sus objetivos favoritos). Y, aun así, han localizado una parcela compartida que además es enorme.
Lo que une a la ultraderecha y al terreno de lo rocambolesco es el frenesí comercial, por un lado, y la fe en el hiperindividualismo, por el otro. En el mundo de la salud alternativa, todos venden algo: clases, retiros, baños de sonido, aceites esenciales, aerosoles antimetales y antitoxinas, lámparas de sal del Himalaya, enemas de café. Solo los suplementos alcanzaron un valor estimado de 155.000 millones de dólares a nivel mundial en 2022.20 Y lo mismo ocurre en el War Room de Bannon y el Infowars de Alex Jones, donde venden sus suplementos masculinos, artículos para preparacionistas, entradas para los Freedom Fest, ofertas de metales preciosos, pastas de dientes de plata coloidal y entrenamientos con armas de fuego, sin olvidarnos del documental que Tucker Carlson sacó en 2022 en el que recomendaba que los hombres se broncearan los testículos regularmente con una luz infrarroja especial para aumentar los niveles de testosterona como preparación para los «tiempos difíciles» que se avecinaban.
Los tonos de estos dos tipos de discursos promocionales son distintos: uno es íntimo; el otro, áspero y agresivo. (A medida que las calamidades legales de Jones han ido empeorando, ha recurrido a urgir a sus oyentes a que compren productos de su marca gritándoles: «¡Si no nos apoyáis, estáis ayudando al enemigo!»)21 Pero el mensaje subyacente es muy parecido: la sociedad se está derrumbando y tú, como individuo (no como miembro de la sociedad), tienes que prepararte y curtirte, ya sea optimizando tu cuerpo, comprando todo lo necesario para tu búnker para cuando llegue el colapso, o ambas cosas. En muchos sentidos, los influencers de más éxito de los mundos del bienestar y del fitness —los que amasan fortunas vendiendo versiones idealizadas de sí mismos y la idea de que tú también puedes alcanzar el nirvana con un proyecto de mejora personal perpetua— encajan a la perfección con los libertarios económicos y los anarcocapitalistas de ultraderecha, quienes también fetichizan al individuo como el único actor social relevante. En ninguna de estas visiones del mundo se hace mención alguna de soluciones colectivas o cambios estructurales que harían realmente posible que todos llevásemos una vida saludable.
¿De verdad creen lo mismo acerca de las vacunas la ultraderecha y los que habitan el terreno de lo rocambolesco? Carlson afirma no haberse vacunado contra el covid y Bannon insinúa lo mismo con vehemencia, pero no hay forma de saberlo con total seguridad. Lo que sí sabemos es que vieron que sabotear lo que podría haber sido un programa gubernamental de gran éxito y popularidad —la difusión, en plena pandemia, de vacunas gratuitas que salvaban vidas— les granjearía una ventaja política enorme.
En parte, es evidente que esto tuvo que ver con el hecho de que el programa se desplegara después de que Trump perdiese las elecciones de 2020 y mientras los demócratas seguían controlando las tres ramas del Gobierno. Un proceso exento de problemas que alcanzase niveles elevados de vacunación habría salvado muchas vidas, pero también habría supuesto una victoria considerable para los demócratas. Así las cosas, y gracias a la divulgación constante de desinformación médica, estados como Wyoming y Misisipi tuvieron que pelear mucho para conseguir que la mitad de las personas candidatas a recibir la vacuna se pusiera la dosis completa.22
También es posible que la oposición a la vacuna respondiese a motivos ideológicos más profundos. Si los esfuerzos de Estados Unidos para controlar el covid a través de la vacunación gratuita y los programas de sustitución de salarios hubiesen sido más fructíferos, habría quedado demostrado que el Gobierno federal, cuando se lo propone, es capaz de ofrecer cuidados oportunos, universales y humanos a toda la población. Pero da pie a que nos planteemos algunas cosas: si lo pueden hacer por el covid, ¿por qué limitarse solo a eso? ¿Por qué no lanzar programas públicos igual de ambiciosos para abordar otras emergencias humanas? ¿Podría el Gobierno abordar el hambre, los desorbitados precios de la vivienda y la necesidad de una sanidad universal? Si la reacción ante el covid hubiese tenido éxito, habría sentado un precedente para la existencia de un Gobierno moderno y activista, un precedente que muchos integrantes de la derecha consideran peligroso. Así, merece la pena tener en cuenta la posibilidad de que las medidas de salud pública contra el covid estuviesen en el punto de mira de personas como Bannon y Carlson por una razón menos sencilla de lo que parece: porque eran públicas.
Los gurús y charlatanes del bienestar que nutren la lista de «los 12 de la desinformación» (y los que aspiran a alcanzar el mismo nivel de influencia) también se consideran en guerra con las autoridades de salud oficiales, aunque sus razones son más mercenarias. «La salud NO ES EL OBJETIVO del establishment médico. ¡Suscríbete a mi boletín de noticias y descubre las Verdaderas Causas de la Salud!», anuncia Christiane Northrup en la parte superior de su página web, junto a un montón de fotos de su cara, la cual parece extrañamente inmune al paso del tiempo.23 O, citando un meme que ha corrido mucho por internet: «¡No me he puesto la vacuna de la gripe! Porque soy lo suficientemente inteligente como para saber que la industria médica prefiere que la población esté crónicamente enferma a que esté sana». (La segunda afirmación tiene algo de cierta, pero no tiene nada que ver con si uno se pone o no la vacuna gratuita de la gripe.)
Estas afirmaciones resumen una lógica muy presente en las partes más emprendedoras del sector del bienestar: los médicos y las farmacéuticas quieren que enfermes para poder venderte tiritas, mientras que los profesionales del fitness y del bienestar quieren que estés bien, solo que primero tienes que comprar lo que sea que vendan. Cuanto más grande y rentable se vuelve la industria del bienestar, más agresiva se vuelve esta perspectiva competitiva, hasta el punto de que incluso ir al médico o comprar un medicamento con receta puede parecer un fracaso para tu bienestar, una prueba fehaciente de que no has tomado los zumos suficientes o no has entrenado lo suficientemente duro. Hacer cola junto a todas esas personas comunes y corrientes (es decir, tóxicas, en baja forma) para que te inyecten algo a lo que se puede acceder sin ningún conocimiento ni virtud especial y por lo que no hay que pagar —lo cual lo hace todavía más sospechoso en un sistema regido por el mercado— puede bastar para desencadenar una crisis de identidad en toda regla.
Con la llegada del covid, la competencia entre muchas personas de renombre que se especializan en el bienestar y aquellas a las que consideraban especialistas en enfermedad (es decir, médicos y científicos) alcanzó unos niveles nunca vistos por una sencilla razón. Durante meses, la medicina convencional no tuvo nada que ofrecernos. Era la época en la que, si creías que podías tener covid, el consejo principal de los médicos era de todo menos tranquilizador: «Intente no contagiar a nadie»; «Quédese en casa a menos que apenas pueda respirar»; «Si no puede respirar, llame a una ambulancia y pruebe suerte en su hospital de referencia, del que es bastante probable que no salga».
No se trataba de una conspiración y en su mayor parte tampoco llegaba a ser un defecto. Sí, nuestros sistemas sanitarios podrían haber estado más preparados de haber contado con más reservas de mascarillas, más respiradores, más camas y más personal de enfermería, pero eso no habría cambiado el problema de base, que era que entender cómo funciona un virus nuevo lleva tiempo. Hace falta tiempo para llevar a cabo estudios antes de que cualquier científico serio pueda pronunciarse sobre cuál es la mejor forma de actuar.
Fue ahí, en ese vacío, donde tantos vendedores de bienestar detectaron que el primero en mover ficha llevaría ventaja. Es cierto que ellos tampoco sabían cómo funcionaba el virus, pero eso nunca había bastado para evitar que muchos de este sector sin regular exagerasen las bondades de una hierba o una dieta en concreto. Por eso, y a diferencia de los epidemiólogos que estaban ocupados tratando de entender el SARS-CoV-2, muchos gurús del bienestar no desperdiciaron ni un segundo para ponerse a vender todo tipo de suplementos, infusiones y curas milagrosas que decían ser capaces de hacer lo que los médicos no podían: protegernos. Aquello fue una época de bonanza, hasta que, claro, llegaron las vacunas y amenazaron con aguarles la fiesta.
¿A alguien le extraña que el bienestar se declarase en guerra?
Hasta ahora he presentado a la alianza diagonalista como una unión de conveniencia. Tanto los propagandistas de la ultraderecha como los influencers del terreno de lo rocambolesco tenían razones de peso para envenenar el pozo del despliegue de la vacuna. Los primeros temían el precedente de un Estado funcional e implicado (y la victoria política de sus rivales); los segundos temían que el crecimiento exponencial de su sector se detuviese. Pero con el tiempo he llegado a creer que su vínculo es más profundo y perturbador, que en estos mundos que se extienden hasta casi tocarse también hay una serie de creencias compartidas y cada vez más explícitas que tienen que ver con qué vidas valen más y qué muertes se pueden atribuir a la «naturaleza».
El ejercicio físico aporta placeres intensos y saludables, igual que otros aspectos de la búsqueda del bienestar. Sin embargo, para muchos de los fanáticos de estos mundos, tanto el ejercicio como las dietas son empeños cargados de valores. Lograr tus objetivos implica establecer unas metas rigurosas y demostrar una disciplina inquebrantable para alcanzarlas (o, dicho de otro modo, «que te lo curres»). Así es como uno alcanza su doble de cuerpo idealizado. Y eso está muy bien si no pasa de ahí, pero el problema es que sí suele pasar. Tal como explica Carmen Maria Machado en su relato de doppelganger, en cuanto se alcanza el cuerpo delgado y perfeccionado, el cuerpo menos controlado que fuiste permanece como una sombra siempre presente, un doble desechado al que se detesta profundamente. En «Ocho bocados», la cirugía de la narradora y su consiguiente transformación provocan dolor y rabia en su hija porque lo percibe como un ataque. «¿Odias mi cuerpo, mamá?», pregunta, con la voz rota de dolor.24 «Es evidente que odiabas el tuyo, pero el mío es igual que el que tenías antes, así que...» Ese es el problema con este tipo de doppelganger más privado: cuando la fiebre del cuerpo nos invade, el yo en forma puede no quedarse satisfecho con haber machacado al yo de baja forma; puede buscar otros objetivos, supurando autodesprecio y proyectándose en los cuerpos de otros, menos trabajados, de capacidades menos convencionales.
Este tipo de juicios físicos moralistas se intensificaron durante la pandemia, especialmente cuando se hizo patente que la obesidad, la diabetes y algunos tipos de adicciones aumentaban los riesgos que suponía el covid, junto con otros factores coadyuvantes como la edad.25 Al mismo tiempo, la responsabilidad de llevar mascarilla y de vacunarse se presentaba en gran medida como la obligación de proteger a los que eran más vulnerables. Fue entonces cuando la cultura del bienestar y su hostilidad apenas disimulada hacia los cuerpos menos perfectos según los cánones convencionales y los estilos de vida menos «limpios» empezaron a enseñar los dientes.
Es imposible citar todos los ejemplos, pero hay un intercambio que para mí lo resume todo. Nos llega de nuestra vieja amiga Glowing Mama, quien en los muchos vídeos que publica en Instagram sobre teorías conspiranoicas relacionadas con el covid suele admitir que se marea. «Lo siento, chicas, es mi tercer día de ayuno», dice. Es verdad que el hambre aporta emoción a sus vídeos. En un momento dado durante el segundo año de la pandemia, se grabó enfadadísima por la insinuación de que, al negarse a llevar mascarilla o a vacunarse, tanto ella como su hija podrían suponer un riesgo para la salud de los demás. Es evidente que la idea de que su cuerpo sano pudiese ser otra cosa que una fuente de positividad embriagadora le resultaba inconcebible, y su respuesta a los críticos que imaginaba tener fue: «Comeos una puta zanahoria y subíos a la cinta de correr».26 Ese comentario fue aplaudido por otra entrenadora, quien apuntó que: «Me estoy dando cuenta de que no me importa en absoluto si alguien que tiene un metabolismo enfermo se cura o mejora su condición [...]. Pero que reconozcan y acepten que su salud es cosa suya y que la mía es cosa mía... ¡y punto!». Y entonces volvió a sus publicaciones sobre magdalenas paleo (#ComidaLimpia).
Estos comentarios evidencian que, al menos para estas entrenadoras, si no estás en una forma física óptima como ellas, no tienes derecho a tener opiniones sobre ningún aspecto de la salud, y desde luego no tienes derecho a pedirles nada relacionado con la salud. El mensaje principal sobre salud pública en la época del covid —que todos debíamos soportar algunas incomodidades personales por el bien de la salud colectiva— obtuvo un apoyo mayoritario. Pero era imposible casarlo con el mensaje dominante de la industria del bienestar: que cada uno debe ocuparse de su propio cuerpo al considerarlo su lugar principal de influencia, control y ventaja competitiva, y que los que no ejercen este tipo de control se merecen todo lo que les pase. Neoliberalismo del cuerpo en formato destilado.
Cuando llevábamos un mes de pandemia seguíamos sabiendo muy poco sobre el virus, pero sí sabíamos una cosa: que era más peligroso para las personas negras que para las blancas. En un artículo en The New York Times publicado en abril de 2020, la historiadora de Princeton Keeanga-Yamahtta Taylor llamó al covid «la peste negra», apuntando que: «Miles de estadounidenses blancos también han fallecido a causa del virus, pero el ritmo al que están muriendo los afroamericanos ha transformado esta crisis de salud pública en una lección sobre desigualdad racial y de clase».27 Sin embargo, esa no es la lección que aprendieron muchos influencers conspiranoicos de la salud, más bien todo lo contrario. La lección que parecían haber extraído de las disparidades raciales y de clase en el total de muertos al inicio de la pandemia era: «Este virus matará a personas que no son como yo». (Aunque al principio fuese cierto, eso cambió a medida que avanzaba la pandemia, en gran parte gracias a la desinformación acerca de las vacunas y del uso de mascarillas.)28
Esta disposición a dar por perdidas a grandes porciones de la humanidad que se presentan como inferiores dentro de los relatos supremacistas es el pegamento más fuerte que mantiene unido al mundo del bienestar, de colores pastel y mujeres que se quieren mucho, y al mundo de las bocanadas de fuego y antiinmigrantes de la derecha de Bannon. Dudo que las entrenadoras de fitness blancas y delgadas que insultaban a quienes querían que se vacunasen diciéndoles que «se comiesen una zanahoria y se subiesen a la cinta de correr» tuviesen en cuenta que las personas que pagarían el precio más alto por la circulación incontrolada del virus eran, en aquel momento, en su mayoría pobres, negras y de tez oscura. Sin embargo, eso no quita que este hecho se alinease perfectamente con los objetivos supremacistas blancos de los miembros de la ultraderecha de la alianza diagonalista. Las personas que corrían los mayores peligros formaban parte de los mismos grupos a los que Bannon presenta como invasores en sus segmentos sobre la «guerra fronteriza» y proceden de los mismos vecindarios a los que Trump describió como zonas de guerra en su discurso de inauguración, en el que habló de la «carnicería estadounidense» (y que presuntamente fue escrito por Bannon junto a otros ayudantes).
Los puntos de unión no acaban ahí. Igual que la ultraderecha transnacional —desde Giorgia Meloni hasta Jair Bolsonaro— encontró en la propagación de miedos tránsfobos un adhesivo potente para unir las piezas de su Frankenstein de «nacionalismo inclusivo», en el mundo del bienestar, muchas de las personas que criticaban la artificialidad de las vacunas contra el covid son las mismas que han empezado a hablar más abiertamente sobre la supuesta naturalidad del binarismo de género y de los roles de familia tradicionales. Lejos de ser la extraña pareja que parecían al principio, hay grandes sectores de la industria del bienestar que están demostrando ser perfectamente compatibles con las ideas sobre jerarquías naturales, superioridad genética y personas desechables de la ultraderecha.
Wolf fue una de las primeras del panorama antivacunas en equiparar los mandatos sobre el uso de mascarillas y la vacunación con las estrellas amarillas que los judíos estuvieron obligados a llevar en la Europa ocupada por los nazis. Es una de las muchas analogías directas con el Holocausto nazi a las que ha recurrido este movimiento: se presenta constantemente a Justin Trudeau y Emmanuel Macron como Hitler, a Anthony Fauci como Josef Mengele, y a los hoteles de cuarentena como campos de concentración. La lista sigue. Estas comparaciones engañosas son tan populares que una tienda de sombreros de Nashville, Tennessee, puso a la venta unos parches amarillos con la forma de la estrella de David con el mensaje NO VACUNADO bordado («¡Han quedado genial! 5 $/u. [...]. Pronto tendremos gorras», presumía el propietario de la tienda en Instagram).29
Pero todavía tengo que encontrar a alguien que se recree en las analogías nazis con más entusiasmo que mi doppelganger.
Además de las comparaciones directas con el nazismo, ha dicho en repetidas ocasiones que nos hemos enfrentado a un golpe de Estado «biofascista». ¿Por qué? Porque los mandatos de vacunación, supuestamente, parten de la idea fascista de que ciertos cuerpos (los vacunados) son superiores a otros (no vacunados). Como tantas veces con Wolf, las capas de proyección presentes en sus afirmaciones son reveladoras. Para empezar, los nazis relajaron los programas de vacunación en Alemania y se oponían activamente a ellos en los territorios que se anexionaban precisamente porque favorecían la extinción de las poblaciones no arias. («Los eslavos existen para trabajar para nosotros. Actualmente no los necesitamos, así que pueden morir. Por lo tanto, la vacunación obligatoria y los servicios de salud alemanes son superfluos», escribió Martin Bormann, jefe del Estado Mayor de Hitler y líder del Partido Nazi, en 1942.)30 Y yendo más al caso, los programas de vacunación que piden a las personas fuertes y sanas que acepten pequeñas molestias para protegerse a sí mismas —así como a otros más enfermos, mayores y más vulnerables desde el punto de vista médico— son justo lo contrario del biofascismo. En realidad, son actos de lo que podríamos llamar biojusticia.
Cuando nos vacunamos contra enfermedades que exponen a otros miembros de la comunidad a un peligro mayor del que corremos nosotros mismos, estamos diciendo que todos, independientemente de las discapacidades o problemas físicos que puedan presentar, tienen el mismo valor fundamental y el mismo derecho a acceder a la esfera pública y a una vida digna que las personas sanas. Ese es el principio rector del movimiento por la justicia para personas con discapacidad, el cual, tras años de luchas, afortunadamente se ha consagrado en algunas de las legislaciones (aunque no en las suficientes) de la mayoría de las democracias constitucionales. Esta lucha es la razón por la que los edificios cuentan con rampas y ascensores, y la razón por la que los colegios públicos están obligados a acomodar a los niños cuyos cerebros y cuerpos son atípicos. Pero estas victorias reciben ataques constantes porque la idea de pensar y funcionar como comunidades de cuerpos entrelazados que presentan necesidades y vulnerabilidades diversas contradice uno de los mensajes clave del capitalismo neoliberal: que estás solo y te mereces lo que te ha tocado en la vida, para bien o para mal. Y, en la misma línea, va en contra de un mensaje clave de la cultura liberal del bienestar: que tu cuerpo es tu zona de control y tu ventaja principal en este mundo cruel y contaminado. Así que, venga, espabila y optimízalo.
Beatrice Adler-Bolton, autora y defensora de la justicia para personas con discapacidad, se refiere a la mentalidad que tanto ha alimentado el negacionismo del covid como «muertes sacadas del futuro»,31 un concepto que define como la postura sumamente moralista que presenta «las muertes por covid como si de algún modo estuviesen predestinadas» porque, seguramente, los que más se mueren habrían fallecido de forma prematura de todos modos. El covid no hizo más que adelantarlo unos años, así que ¿a qué viene tanto revuelo? Y eso es en el sector moderado del espectro; en el extremo, ese que huele a sándalo, esas muertes sacadas del futuro se celebraban. Como dijo aquella amante del yoga: «A mi parecer, esas personas deberían morir».
A riesgo de sonar como mi doppelganger y generar aún más confusión, ese es un pensamiento fascista. Y, más concretamente, genocida. Recuerda a cómo se justificaban las masacres coloniales, y es que, en el ranking de la vida humana creado por pseudocientíficos racistas, los pueblos indígenas, como los habitantes originales de Tasmania, se clasificaban como «fósiles vivientes». Lord Salisbury, el primer ministro del Reino Unido, explicó en un discurso de 1898 que «se puede hacer una división aproximada de las naciones del mundo entre vivas y agonizantes».32 Según su relato, los pueblos indígenas estaban premuertos, y su exterminación no hacía más que acelerar un cronograma inevitable.
Estas son las historias que actualmente se evocan en la cultura dominante del bienestar, la cual ha adoptado la idea de la optimización personal de Silicon Valley, que ya es, en sí misma, un subproducto de la cultura de la marca personal que atormenta a tantos jóvenes de hoy. Cada paso, contado. Cada sueño, medido. Cada comida, «limpia». Y este contexto ha allanado el terreno para el reempaquetado de la alianza fascista/nueva era de la década de 1930. La idea misma de que los humanos puedan y deban ser «optimizados» se presta a una visión fascista del mundo, porque, si tu comida es extralimpia, es fácil que eso quiera decir que la de los demás es extrasucia. Si tú estás a salvo porque tienes un sistema inmunitario robusto, se le puede dar la vuelta para decir que los demás están en peligro porque son débiles. Si tú estás optimizado, los otros son, por definición, subóptimos. Defectuosos. A un paso de ser desechables. Este es también el contexto en el que algunos antivacunas de renombre han empezado a llamarse sangrepura, ya que supuestamente han mantenido su sangre impoluta al no vacunarse, sin preocuparse lo más mínimo por los espeluznantes ecos supremacistas del término.
Lo que nos lleva a la proyección más pipifikada del mundo del espejo. Desde las primeras ondas de las teorías de la conspiración del covid hasta el maremoto de mentiras que terminaría inundándonos, hay una afirmación que se ha repetido con más frecuencia que ninguna: que detrás de todo esto había un plan para sacrificar a grandes partes de la humanidad. Primero decían que el virus era un arma biológica diseñada por los chinos para forzar una matanza selectiva; luego era Bill Gates, que según ellos llevaba su eugenesia en secreto, quien había cocinado el virus para obligarnos a vacunarnos, el cual era el verdadero mecanismo para sacrificarnos. Pero ¿quién está teniendo los comportamientos que han contribuido a una matanza selectiva, a un sacrificio masivo e innecesario de vidas humanas? Los propios diagonalistas, con su negativa sistemática a adoptar unas medidas sencillas y seguras que nos brindaban la mejor forma que teníamos de evitar que una enfermedad extremadamente contagiosa sacrificase a los miembros más vulnerables de nuestras comunidades: los que ya estaban enfermos, las personas con discapacidades, los inmunodeprimidos, las personas mayores. El objetivo principal de la eugenesia es el sacrificio selectivo del rebaño para eliminar a los miembros más frágiles y fortalecer la genética. Y, a grandes rasgos, es lo que ha sucedido. De las primeras 800.000 personas que fallecieron por covid en Estados Unidos, tres cuartas partes tenían más de sesenta y cinco años.33 Y, según un análisis llevado a cabo por la Poor People’s Campaign, el índice de muertes entre las personas que vivían en condados pobres de Estados Unidos era casi el doble que entre los habitantes de los ricos; durante el brote de la variante delta, las personas de los condados más pobres del país morían a un ritmo cinco veces superior que en las zonas más ricas. En la historia que cuentan las cifras, el covid es una guerra de clases.
Entonces, ya está, ¿no? La culpa de este monstruoso sacrificio humano es de los que han sucumbido al mundo del espejo. El resto podemos sentirnos tranquilos con nuestra forma de actuar cuando este terrible virus nos puso a prueba. Nos pusimos nuestras mascarillas y nos vacunamos y tratamos de doblegar una curva tras otra.
No obstante, la verdad incómoda es que esta es una historia sobre doppelgangers, y las historias de doppelgangers nunca tratan solo sobre el doble; siempre hablan también de nosotros. La literatura es inequívoca. Jean Paul, el escritor alemán al que se le atribuye el término Doppelgänger en su novela de tres tomos Siebenkäs de 1796-1797, lo definió como «Leute, die sich selber sehen» (‘personas que se ven a sí mismas’).34
Yo, ¿me he visto? ¿Me he mirado directamente a los ojos y he asimilado impávida mis muchos fallos, defectos y debilidades? Ahora que me fijo de cerca en la Otra Naomi y sus nuevos aliados, ¿qué sigo negándome a ver en mí y en los míos? ¿Y en las personas en las que pienso cuando hablo de «nosotros»?
¿Qué veríamos si, como la pareja del cuadro prerrafaelita, nos encontrásemos con nosotros mismos en un bosque? Me temo que muchos también nos desmayaríamos del susto, porque, al trazar los contornos del mundo del espejo, no puedo evitar constatar que la mentalidad que envenena este extraño y trágico capítulo no es en absoluto exclusiva del eje diagonalista. A este lado del espejo, ¿cuánto nos esforzamos por presionar a nuestros Gobiernos para que mantuvieran los mandatos vigentes para proteger a las personas inmunodeprimidas? ¿O para que el aire limpio y filtrado fuese un derecho en todos los centros de trabajo? ¿O para compartir las vacunas más allá de nuestras fronteras? En América del Norte y Europa, los Gobiernos querían que nos pusiésemos una segunda y una tercera dosis. ¿Y si nos hubiésemos negado hasta que todas las personas del mundo se hubiesen puesto la primera? ¿Qué cuerpos sacrificamos tácitamente al dejarnos llevar por la corriente? ¿Y hasta qué punto nos esforzamos, los que tuvimos la suerte de trabajar desde casa, por asegurarnos de que a los trabajadores a los que aplaudíamos por ser «esenciales» se los remunerara y protegiera como tales? ¿Luchamos por su derecho a organizarse, o seguimos comprando en Amazon solo porque era cómodo? Lo cierto es que muchos podríamos haber hecho mucho más.
Y eso, creo, es parte de la dificultad que entraña sacar a la gente del mundo del espejo. ¿Qué alternativa se está ofreciendo a este otro lado del espejo? ¿Tenemos un plan para un mundo en el que no se sacrifique a nadie? Y ese plan, ¿resulta creíble, está basado en la acción, o suena a más bla, bla, bla? Dicho de otra forma, ¿cómo convencemos a los que están siendo seducidos por una fantasía de que todavía es posible ejercer poder para cambiar la realidad de formas significativas e importantes? Cuando Avi y Tak y yo fuimos de puerta en puerta a conocer a unos vecinos a los que la pandemia tenía desconcertados, eso es lo que les pedíamos que hicieran con nosotros: que creyeran en que podemos hacer de la lucha contra la contaminación climática y la pobreza sistémica una misión social global. Conocimos a algunas personas que más que listas para dar ese paso con nosotros estaban ansiosas, como si hubiesen estado esperando una invitación, pero también conocimos a otros que podrían haber estado abiertos a una misión colectiva de este tipo en el pasado pero que ahora se habían dejado llevar por unas frecuencias narrativas nuevas y más agoreras.
Y yo no podía desprenderme de la sensación de que, a menos que algo grande e importante cambiase, ese no era más que el principio de una migración masiva de cerebros.
Los resultados de las elecciones materializaron lo que ya vimos en las puertas a las que llamamos: Trudeau, que había convocado elecciones anticipadas porque estaba seguro de poder traducir la lucha de Canadá contra el covid en una mayoría parlamentaria, terminó exactamente donde había empezado: como primer ministro, pero con una minoría parlamentaria. Avi logró duplicar el número de votos para el NPD en su distrito, pero aun así el escaño fue para los Liberales de Trudeau (lo cual no nos sorprendió). Por su parte, el Partido Popular de ultraderecha triplicó sus votos a escala nacional. Podría haber sido peor, pero no era nada bueno.
Un año más tarde, las líneas diagonales volvieron a encontrarse, aunque esta vez llegaron más lejos y más cerca de casa. En octubre de 2022, Vancouver celebró sus elecciones municipales y el Ayuntamiento, regido desde hacía mucho por un Gobierno formado por progresistas de centro con tintes verdes, de pronto pasó a estar en manos de la derecha, y con un sesgo muy desagradable. Vancouver es la tercera ciudad más cara de Norteamérica, por delante de San Francisco y de Los Ángeles, así como el epicentro de la emponzoñada crisis de la droga.35 En lugar de proponer soluciones a las emergencias de la vivienda y del consumo de droga, los candidatos que habían ganado las elecciones avivaron el miedo a las personas sintecho y con enfermedades mentales de la ciudad al tiempo que prometían contratar a otros cien agentes de policía.
Muchos comentatistas especularon con que el factor decisivo en la balanza electoral podría haber sido un enorme flujo de dinero por parte del tercer hombre más rico de la ciudad, Chip Wilson, el fundador de Lululemon, el gigante de la ropa para hacer yoga.36 En 2013, Wilson había enfurecido a muchas de sus clientas al responder ante las quejas sobre la calidad de las mallas de su empresa diciendo: «No son aptas para los cuerpos de algunas mujeres [...]. Tiene que ver con el roce de los muslos».37 Poco después dio un paso atrás y dejó la dirección de la empresa, pero sigue siendo uno de los accionistas principales. Durante un tiempo, se dedicó a compartir unas opiniones bastante extrañas en su blog personal, incluido el post ya eliminado que tituló «¿Importan las erecciones?», en el que defendía que «la continuación de la raza humana» estaba amenazada porque las mujeres no eran lo suficiente «femeninas», lo que ponía en peligro la excitación de los hombres.38
Más recientemente, Wilson ha estado utilizando su inmensa fortuna para financiar a políticos de ultraderecha y operaciones mediáticas sensacionalistas, también en la precampaña de aquellas elecciones de Vancouver.39 Mientras amigos y compañeros seguían tambaleándose por el disgusto por el resultado electoral, Garth Mullins, presentador del pódcast Crackdown, observó: «Las elecciones se basaron en el miedo al crimen instigado con el dinero negro del yoga».40
¿Cien policías nuevos financiados por un imperio de pantalones de yoga fundado por un milmillonario gordofóbico preocupado por el futuro de la masculinidad? No cabía ninguna duda de que el mundo del espejo se estaba ensanchando y que se volvería más y más extraño. El mes de diciembre de 2022 trajo la noticia de un intento fallido de derrocar el Gobierno alemán con un golpe de Estado violento y de reinstaurar la monarquía, un plan maquinado por una coalición diagonalista fuertemente armada compuesta de extremistas de ultraderecha e ingenieros de conspiranoias que, como los seguidores de la reina de QAnon de Canadá, se habían convencido de que el Gobierno actual de Alemania era una fantasía ilegítima. Al mes siguiente vino la insurrección fallida de Brasil, donde los seguidores del presidente de ultraderecha Jair Bolsonaro exigían un golpe militar mientras asaltaban las sedes gubernamentales. Durante semanas, Bannon y la cuadrilla de War Room habían estado dando voz a unas reivindicaciones falsas que decían que las elecciones de Brasil habían sido amañadas y que Lula estaba ejecutando la toma marxista del continente en nombre del PCC.
Al tiempo que la fusión de hombres fuertes y mujeres en forma se ha ido intensificando y que sus objetivos se han ido volviendo más ambiciosos, me ha ido invadiendo el aciago presentimiento de cómo afectará su versión de la perfección, cortada con moldes para galletitas, a la infinidad de personas que se queden fuera de su abrazo. También he tenido una sensación de amenaza más personal, porque, en esta obsesión con los niños puros y los cuerpos perfectos, oigo un ataque inconfundible, aunque implícito, contra mi propio hijo.