EPÍLOGO
NUESTRAS CONTRADICCIONES, NUESTRAS ESPERANZAS
¿Por qué tenemos la sensación de que la opinión pública y las maneras de influir en ella han cambiado tanto en los últimos años? ¿Cómo sucede ese cambio cuando, en gran parte, los modelos de formación de la opinión pública se mantienen desde hace muchas décadas? ¿Y por qué se da, si además los valores que buscamos y los protagonistas de referencia de nuestras sociedades tampoco han cambiado tanto? Quizás no somos lo suficientemente conscientes de qué ha cambiado realmente y qué no, quizá ignoramos hasta qué punto la influencia de la tecnología condiciona nuestras vidas. En este libro he intentado plasmarlo a través de sentimientos que han acompañado el éxito y el fracaso de líderes y de causas políticas en diferentes puntos del planeta. Sentimientos: su generación y la capacidad que tienen de incidir sobre la opinión pública de una forma mucho más efectiva y sistemática que nunca.
Porque, hoy como ayer, los ciudadanos siguen teniendo poca información de fondo sobre la política. La política institucional pasa muy transversalmente por el interés de la mayoría. Eso se mantiene. Pero a la vez, triunfa una cultura del gustar superficial con abundante desinformación —y ganas de creérnosla—. Y eso se deja notar. ¿La crisis de la Covid-19 nos habrá impactado lo suficiente como para cambiarlo? En este libro hemos visto como el estallido de la pandemia del coronavirus puso contra las cuerdas a muchos liderazgos políticos y a sus prácticas en clave comunicativa.
Porque lo ha advertido magistralmente la escritora Chantal Maillard: «Cuando el recuento de votos equivale al recuento de gustos y opiniones, más ganan los que más agradan y los que menos piensan. La política, entonces, se convierte en pantomima, lo que debería ser diálogo en simple pugilato, y el sistema electoral en un juego de apuestas». Eso, frente a una crisis mundial, ¿puede aguantar sin más? Lo ha hecho tras otras de grandes dimensiones,
pero todos coincidiremos que la del coronavirus nos ha repercutido globalmente como pocas.
Ciertamente, casi un siglo después, se sublima lo que teorizaba el periodista y asesor Walter Lippmann sobre nuestra necesidad de mapas, de brújulas que nos ayuden a movernos en un mundo del que no tenemos experiencia directa en su conjunto y que no siempre entendemos. Seguimos necesitando, pues, herramientas, referentes, prescriptores que nos guíen para entender los objetos que nos rodean, véase liderazgos, políticas o sistemas políticos. Pero la creciente desafección política, el galopante desgaste de los referentes y las nuevas maneras de comunicar lo ponen todo en duda y lo dejan más expuesto a la manipulación emocional. ¿También en momentos en que los ciudadanos buscan respuestas y certidumbres?
La mala percepción del sistema político y de sus profesionales se ha extendido por todo el planeta, incluso en rincones que se resistían a ello. La desconfianza va en aumento. La percepción de la política como principal problema de un país, por ejemplo en España, no deja de subir desde hace años. Y así, cuando las emociones negativas hacia la política van a más, es mucho más fácil que cuaje la información negativa sobre ella. Se negativizan el discurso político y sus protagonistas. Los discursos en positivo generan resistencia porque van en contra de sentimientos instalados, y eso va a peor.
A la desafección cabe sumarle la pérdida de legitimidad y de apoyo que padecen las principales herramientas que tenían los ciudadanos para transitar por el mundo político. Se confía cada vez menos en los partidos o en instituciones como los parlamentos o los sindicatos. Los ciudadanos tiran menos de estos referentes para entender el mundo y, al no sustituirlos por otros mínimamente sólidos o con vocación de acción holística, la confusión general avanza y se incentiva el imperio de las emociones. Un contexto en el que más actores tratan de «pescar». Un contexto más sometido a la convulsión por la vía sentimental. Como ha escrito el analista Antoni Puigverd en el diario La Vanguardia
(16/08/2019), «La crisis de las creencias tradicionales —religión o revolución— y la desconfianza que suscitan las instituciones básicas —familia, escuela, política— han dejado un vacío enorme, que ahora rellenan estas grandes
corrientes emocionales de carácter moral. Las redes sociales facilitan el crecimiento de olas de compasión, ternura, indignación o fervor patriótico. Los sentimientos que circulan son bienintencionados —aunque a menudo también responden a odios y rencores—. Sin embargo, no suelen comprometer a nada. Es como ir al cine. La película busca activar las emociones del espectador y, por consiguiente, contemplando determinadas escenas puedes llegar a llorar. Ante las desgracias de los protagonistas, puedes empatizar con ellos. Pero en cuanto se acaba la película y se encienden las luces, empiezas a pensar en la tapa de ensaladilla y la caña de cerveza que pedirás en el bar».
En este contexto sometido al cambio compulsivo vía emociones, la comunicación tal y como la entendíamos hasta no hace mucho también ha cambiado. La irrupción de las redes sociales se ha dejado notar, y cada vez hay más figuras con opciones reales de saltarse el control que suponían los medios de comunicación. Los medios entendidos como filtros incómodos dejan paso a una conexión más directa entre ciudadanos y ciertas élites. El esquema, sin duda, rompe monopolios informativos pero a la vez hace posible, como nunca, que opiniones extremas se extiendan mucho más allá de los círculos reducidos de antes, y de forma más rápida. Eso, en un contexto de confusión y de predisposición negativa hacia la política, puede ser explosivo, y de hecho ya va deflagrando a diferentes niveles y con diferentes intensidades. Los medios, desorientados también, se suman al fenómeno —paradójicamente— incentivando la espectacularización y el conflicto como sinónimos de tener la razón. Las ideas más nocivas tienen más plataformas de proyección que nunca. Y el ritmo acelerado atropella, más que nunca, proyectos e ideas, quemando etapas a menudo antes de tiempo. Esta adrenalina, esta montaña rusa, nos tiene enganchados. Pero, al final, en un contexto crítico, si no va acompañada de un sentido de utilidad, su recorrido es muy corto.
Las emociones siguen siendo determinantes a la hora de razonar y de generar opinión pública, pero ahora, con esta premisa incentivada por la mayoría de los protagonistas políticos, se sublima la advertencia de Milan Kundera sobre el Homo sentimentalis
en el que habríamos mutado y que más que nunca es susceptible, como
especie, a que le apelen a la razón a través de la emoción. El lenguaje audiovisual nos ha ido acostumbrando a consumir y a entender mensajes basados en la personalización, la simplificación y el impacto emocional. Con este esquema de razonamiento, aceptamos con gran facilidad lo que nos confirman las emociones que ya tenemos instaladas, mientras que lo que va en su contra se topa con un muro cada vez más poderoso y resistente.
El acceso a mayores opciones de información —y de desinformación— configura a los ciudadanos más informados como más resistentes al cambio de opinión. Nadie se quiere reconocer equivocado, menos todavía en aquello que siente, así que más que corregirse, el individuo contemporáneo busca quien le anime a persistir en su elección —también emocional—. Poco importan los contenidos del debate: los contenidos no dan la razón para quienes sienten que su razón viene de lejos, y solo piensan cómo encontrar elementos que la refuercen.
En este sentido, acabamos como empezamos, cerramos el círculo citando a Greg Lukianoff y a Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna
(2019), el libro donde analizan este proceder que parece que protege al individuo que lo utiliza, porque halaga su propio instinto, pero que en realidad contradice los principios psicológicos básicos del bienestar. Lukianoff y Haidt defienden que propugnar una cultura de la seguridad en la que nadie quiere escuchar argumentos que no le gustan interfiere con el desarrollo social y emocional. Por ejemplo, de los jóvenes, en los que se centran especialmente. Dice Haidt: «Muchos jóvenes nacidos después de 1995, los que han ido llegando a las universidades a partir de 2013, son frágiles, hipersusceptibles y maniqueos. No están preparados para encarar la vida, que es conflicto, ni la democracia, que es debate. Van de cabeza al fracaso». Una reflexión, sin duda, transferible más allá de los jóvenes, a una sociedad que entre los mantras que abraza cuenta con aquel «debes confiar siempre en tus sentimientos». ¿Sí?¿Seguro? ¿Nos ha vacunado la crisis del coronavirus contra ello?
Las emociones, de momento, siguen mostrándose claves en nuestros cambios de opinión o en su mantenimiento. Eso sí, una vez generadas, es cada vez más difícil desmontarlas por mucha
información que se les contraponga. Sabiéndolo, cada vez hay más actores dispuestos a aprovecharlo. Si como individuos también somos conscientes de ello, nos convertiremos en más resistentes a la manipulación. Una pandemia brutal nos ha puesto claramente ante este espejo, a ciudadanos y gobernantes.
Este libro se ha propuesto mostrar cómo y por qué las emociones dominan el mundo, para ser menos prisioneros de ello. Para crecer como ciudadanos con más ganas de entender, a la vez que de sentir. Este libro ha ido de dar claves para saber comunicar más, pero sobre todo mejor, frente a los intentos de manipulación de otros o frente a las tendencias que lo incentivan en clave de productores y consumidores de información. Ha ido de desnegativizar la política y su percepción ciudadana, sin esquivar los males que fomentan este estado de opinión y de ánimo que la relaciona con muchos ciudadanos. Porque la tecnología, como la generación de sentimientos, se puede utilizar tanto para restar como para sumar. Y por eso este libro también ha ido de recordar a la ciudadanía que los mecanismos que en cierta manera nos someten también pueden ayudarnos a impulsarnos, individualmente, colectivamente, al servicio de causas y de cambios sociales que valgan la pena.
Lo que pasa en política puede suceder en muchos otros ámbitos. Lo que hacen los políticos lo podemos practicar por otros derroteros el resto de ciudadanos. Este libro ha ido de explicar que desvincularnos de la política de hoy —o hacer como que no va con nosotros— básicamente incentiva su parte más negativa. Este libro ha ido, en definitiva, de todo corazón, de defender que las personas podemos conectar entre nosotras y con la política, con sentimientos encontrados, sí, pero con ganas de encontrar, sobre todo, maneras de hacerlo más útil y mejor para todos. Como dijo el gran escritor Joan Fuster, en definitiva, mis contradicciones son mis esperanzas.