EL JUEVES por la noche, Elsa conducía en silencio por el centro de la ciudad, haciendo lo imposible por no prestar atención al guardaespaldas malhumorado que iba a su lado. Era la primera en reconocer que no sabía mucho sobre los hombres y, desde luego, nada sobre los hombres como Rafe. Era experta en padres ausentes, madres alcohólicas, hermanas enfermas y hermanos delincuentes. Conocía el negocio de los medios de comunicación a la perfección; tenía años de experiencia en el sector, primero como mensajera, después como recepcionista y más tarde como secretaria y ayudante de Grace Beaumont Tyree. Llevaba casi treinta y un años cuidándose sola y ocupándose de sus tres hermanos menores, porque no había ningún adulto responsable en sus vidas. Había tenido que trabajar mientras estaba en el colegio y ella misma se había pagado la universidad. Jamás había tenido ropa bonita, coches nuevos ni amantes, porque Troy, Sherrie y Milly siempre estaban primero.
Hasta entonces, su experiencia con los hombres se había limitado a sus compañeros de estudio y de trabajo, y de repente tenía tres hombres en su vida. A decir verdad, no estaba segura de cómo lidiar con ninguno. Rafe pensaba que era una arribista. Elsa no sabía de dónde había sacado aquella idea, cuando todo lo que conocía sobre su vida era lo que había leído en el informe de Dundee, y no entendía por qué le parecía tan inaceptable que quisiera casarse con un hombre que pudiera proporcionarle todo lo que la vida le había negado. Además, Rafe no era quién para juzgarla. Ella tampoco sabía nada de su vida ni de su pasado, pero estaba segura de que no tenía ningún derecho a opinar sobre los demás.
—Ellison Mays no me interesa como marido —declaró, en un tono de voz más alto de lo habitual—. Y no lo estoy usando para darle celos a Harry.
—Si tú lo dices —replicó Rafe, sin apartar la vista del horizonte.
—Además, no es asunto tuyo con quién salgo ni por qué.
—Tienes razón.
—Entonces, ¿podrías decirme por qué has creído que tenías derecho a juzgarme por aceptar la invitación de Nella?
Él no contestó de inmediato; necesitaba tiempo para pensar en la respuesta.
—A veces, quienes han sido pobres durante la infancia creen que el dinero da la felicidad. No serías ni la primera ni la última mujer que se casa con un hombre por su dinero.
—No me estoy casando con nadie —protestó Elsa, visiblemente enfadada—. Definitivamente, no estoy contemplando la posibilidad de casarme con Ellison. Y el viernes será la primera vez que salga con Harry. Además, es muy probable que el matrimonio sea lo último que Harry tiene en mente en este momento.
—Como bien dices, es muy probable, así que tenlo en cuenta cuando intente seducirte.
Elsa se aferró al volante con fuerza y se obligó a mantener la calma. No iba a permitir que Rafe la siguiera provocando. O, al menos, iba a tratar de que no la afectara tanto. Por mucho que lo intentara, no podía negar el inmenso poder que ejercía sobre ella. La excitaba como nadie; lo deseaba con desesperación. Quería que Rafe le enseñara lo que significaba ser una mujer. Quería que fuera su primer amante.
Sin darse cuenta, dejó escapar un gruñido de frustración.
—De acuerdo —dijo él, volviéndose para mirarla—, puede que me haya entrometido en tu vida privada, pero no lo puedo evitar. Mi trabajo es protegerte, mantenerte a salvo, y me cuesta no decir nada cuando veo que tu vida está amenazada en más de un sentido. No es asunto mío con quién sales ni si crees que una posición social acomodada te dará todo lo que quieres. Pero no puedo…
Elsa entró en el garaje de su casa, frenó en seco, se quitó el cinturón de seguridad y se bajó del coche hecha una furia.
—Dado que no es asunto tuyo, cállate. Deja de decirme qué debo hacer con mi vida. Eres mi guardaespaldas, no mi padre, ni mi hermano, ni mi novio —se llevó las manos a las caderas y lo miró fijamente—. Tu trabajo consiste en protegerme de un posible asesino. Ahí empieza y termina tu responsabilidad hacia mí. No me des más consejos.
Acto seguido, se dio la vuelta y caminó hacia la casa. Al llegar a la puerta trató de abrir, pero por algún extraño motivo la llave no funcionaba.
Maldijo porque hacía frío y sentía que se le congelaban los huesos. Rafe se detuvo a su lado, le quitó el llavero de la mano, escogió otra llave y abrió sin problemas. Los nervios le habían hecho confundir la llave de su casa con la de su despacho en la WJMM.
En cuanto entraron, él cerró la puerta y conectó la alarma. A Elsa se le cortó la respiración cuando él se volvió y la miró con hostilidad. Abrió la boca para protestar, pero no pudo emitir ningún sonido. La expresión de los ojos de Rafe la hizo temblar. No estaba segura de si quería besarla o estrangularla. Sin embargo, no tendría que esperar mucho para averiguarlo.
Sin decir una palabra, Rafe la empujó contra la pared y le sujetó las muñecas. A ella se le aceleró el corazón. Él entrecerró los ojos, inclinó la cabeza y le devoró la boca.
Elsa jamás se había sentido así; nadie la había besado con tanta pasión. Se sentía más viva que nunca, y el cuerpo, estremecido de deseo, le suplicaba que se entregara al placer del momento. Cuando Rafe le introdujo la lengua en la boca, todas sus terminaciones nerviosas temblaron con anticipación. Él se apretó contra ella, haciéndole saber lo excitado que estaba.
Con el aliento entrecortado, Rafe comenzó a mordisquearle y lamerle el cuello. Elsa estaba extasiada y sentía cómo su propio sexo se humedecía ante el contacto.
—Elsa… —murmuró él, con la voz ronca de deseo.
Ella gimió y movió la cabeza. Rafe le soltó las muñecas y se apartó unos centímetros. En el preciso instante en que sintió que perdía el calor de su cuerpo, Elsa abrió los ojos.
—¿Rafe?
Rafe se llevó una mano a la boca y retrocedió varios pasos.
—Ni con todo el dinero del mundo podrías comprar esto —dijo—. A menos que un hombre te haga sentir lo que acabo de hacerte sentir, no deberías perder el tiempo.
Elsa no se podía creer que Rafe la hubiera besado y excitado hasta la locura sólo para demostrar algo, sólo para darle una lección sobre las relaciones amorosas.
—Tienes razón. Deberías sentirte orgulloso de tus poderes de persuasión. Eres bueno, muy bueno.
No le importó que le temblara la voz. Estaba dolida y furiosa con él. Sin decir una palabra más, se volvió y caminó hacia las escaleras. Al llegar al descansillo comenzó a correr, con los ojos llenos de lágrimas y con el sonido de la voz de Rafe retumbando en sus oídos.
Mientras se abrochaba los pantalones, Troy miró a Alyssa. Estaba recostada en el asiento delantero de la furgoneta, con el pecho desnudo y el cabello revuelto. Estaba loco por ella: Alyssa era guapa, bondadosa y divertida. Sabía que no la merecía, que no le llegaba ni a la suela de los zapatos, pero la deseaba desde el primer día. Era en lo único que pensaba. Noche y día. Nada ni nadie importaba, sólo Alyssa.
A pesar de que acababan de hacer el amor, no pudo resistir a la tentación de sentirla de nuevo en la piel. La tomó por la cintura y la atrajo hacia sí, enamorado del contacto de aquellos senos desnudos contra su pecho, también desnudo.
—Te amo —dijo, antes de besarla apasionadamente.
Con las otras chicas jamás había disfrutado de las caricias posteriores a una relación sexual. Con Alyssa era diferente. Podía pasarse toda la noche abrazado a ella. Quería tenerla a su lado todo el tiempo.
—Yo también te amo, Troy, pero…
—Sin peros. Hemos tomado una decisión. Es lo único que podemos hacer.
Ella se apartó para terminar de vestirse, pero le temblaban tanto los dedos que ni siquiera podía abotonarse la blusa. Troy la ayudó y, al verla sonreír agradecida, no pudo eviar que se le acelerara el corazón.
—Mi padre se volverá loco cuando se entere. Ha hecho planes para mi futuro, y esos planes no incluyen un marido y un hijo.
Troy apretó la mandíbula, pensando en lo que Alyssa no se atrevía a decir. Aunque fueran mayores y hubieran terminado sus estudios, Bruce Alden jamás lo aceptaría como marido de su única y amada hija.
—Pues tendrá que superarlo —afirmó—. Cuando estemos casados y…
Alyssa le tapó la boca con una mano.
—¿Estás seguro de que tu hermana nos va a dejar vivir con ella? ¿Y si te echa de casa? Mi padre jamás nos dejaría quedarnos con él.
—Elsa no me echará. No le alegrará particularmente que nos casemos y estemos esperando un niño, pero nos ayudará.
Troy esperaba estar en lo cierto y que, por enésima vez, Elsa lo apoyara. El problema era que en esa ocasión no sólo se trataba de él; su esposa y su hijo también necesitarían de su comprensión.
A pesar de todos los sacrificios que había hecho Elsa por sus hermanas y por él, Troy estaba seguro de que no le fallaría. La conocía bien. Montaría un escándalo y lo acusaría de ser un irresponsable, pero al final le brindaría su apoyo incondicional.
—¿Cuándo lo haremos? —preguntó Alyssa—. Tenemos que casarnos antes de que se me empiece a notar el embarazo.
Él encendió el motor para calentar el interior de la furgoneta, rodeó a su novia con un brazo y le besó la frente.
—Mañana tengo la noche libre —dijo—. Elsa tiene una cita con Harry Colburn, y estará distraída. Le diré que tengo una fiesta y que pasaré la noche en casa de un amigo. Inventa alguna excusa para tu padre. No es necesario que hagas la maleta; compraremos lo que nos haga falta. No podemos casarnos en Maysville, pero lo haremos este fin de semana. Podemos casarnos mañana mismo en DeSoto. Lo único que necesitamos es un juez de paz y un par de testigos.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Me gustaría llevar un vestido bonito. ¿Podrías ponerte un traje?
—Ten por seguro que llevaré el traje. Y además, nos ocuparemos de que tengas un verdadero ramo de novia.
Alyssa estaba haciendo lo imposible para no llorar. Consciente de que necesitaba desahogarse, Troy la abrazó y le acarició la espalda.
—Llora tranquila, mi amor. Sé que no será la boda de tus sueños, pero te prometo que seré un buen marido y un buen padre.
Ella le recostó la cabeza sobre el hombro, humedeciéndole la camisa con sus lágrimas.
—Lo sé. Lo siento. Lamento que haya pasado esto.
Troy la quería más que a nada en el mundo. Lo único que quería era hacer las cosas bien, encontrar la manera de convertir en realidad todos los sueños de Alyssa. Sin embargo, no era mago, y lo único que podía hacer era casarse con ella para que pudieran criar al niño juntos.
A pesar de lo que mucha gente pensaba de ella, Leenie no solía tener aventuras de una noche. De hecho, aquélla sería la primera. Mientras servía las tortillas francesas que había preparado, pensó en todos los motivos por los que una mujer inteligente no tendría relaciones sexuales en la primera cita con un hombre al que apenas conocía. En realidad, aquello no era precisamente una cita. Frank se había quedado trabajando hasta tarde y había esperado a que ella terminara su programa de radio.
Leenie tenía que reconocer que se había sorprendido al verlo aparecer con una botella de vino y media docena de rosas rojas. Por lo menos, el hombre tenía estilo. Aunque sabía que la comida que ella estaba preparando acabaría en la basura, había hecho un esfuerzo para que pareciera que se tomaba en serio la cena.
Se humedeció los labios y llevó los platos al comedor. Había puesto las rosas en un florero, encendido algunas velas y elegido una música suave de fondo para crear una atmósfera romántica.
Frank sirvió dos copas de vino y esperó a que ella se acomodara en su silla para sentarse. Leenie le agradeció la caballerosidad con una sonrisa.
—Huele bien —dijo él—. Y estoy hambriento. No he comido nada desde el mediodía.
—No soy muy buena cocinera, pero las tortillas de jamón y queso son mi especialidad.
—No he venido a comprobar tus dotes culinarias —declaró Frank, tomándola de la mano.
—Lo imaginaba…
Leenie sabía que lo que había ido a comprobar eran sus dotes amatorias. Pero no se quejaba; a fin de cuentas, era lo que ella también había buscado desde el primer momento.
Frank le soltó la mano y agarró un tenedor. Ella no se dio cuenta de la intensidad con que lo estaba mirando hasta que él sonrió y dijo:
—¿Ves algo que te guste?
Definitivamente, Leenie estaba mirando algo que la fascinaba: él. Se sorprendió al oírse reír como una adolescente vergonzosa. Abrió la boca para hablar, pero no pudo decir nada. Aquel hombre ejercía un extraño efecto sobre ella. No sólo la hacía reír como una tonta, sino que la dejaba sin palabras.
Frank pinchó un trozo de tortilla en el tenedor y se lo metió en la boca a Leenie, mirándola a los ojos y sin dejar de sonreír en ningún momento. Después, cortó un segundo bocado y lo probó.
—Está delicioso.
—Me alegro de que te guste.
—Tengo la impresión de que va a gustarme todo lo que hagas…
Acto seguido, el agente se dedicó a disfrutar de la comida y del vino. Leenie, en cambio, no probó bocado y prefirió el zumo de naranja al vino.
—No has comido nada, delgaducha —dijo Frank—. ¿No tienes hambre?
Leenie estaba hambrienta, aunque no de comida. En sus treinta y ocho años había tenido docenas de amantes, pero nunca había estado tan impaciente por hacer el amor con un hombre. Jamás. No entendía qué tenía aquel rufián alto y desaliñado que la atraía tanto. Tal vez la seducía que fuera tan distinto de sus parejas habituales, médicos y abogados elegantes con coches último modelo y abultadas cuentas bancarias. Estaba segura de que el coche de Frank era antiguo y, aunque no sabía cuánto ganaba un agente de Dundee, imaginaba que no era millonario. Si bien se mostraba muy confiado en sí mismo, no era impertinente. Sencillamente, era un hombre que estaba cómodo con su masculinidad y que no sentía la necesidad de demostrarle nada a nadie.
—No tengo hambre —afirmó Leenie—, pero estoy muerta de sed.
Frank se puso de pie, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Después, le tendió la mano y preguntó:
—¿Bailamos?
Cuando ella se levantó de su asiento, Frank la abrazó por la cintura. Leenie estaba sorprendida de lo bien que se sentía en los brazos de aquel hombre, bailando íntimamente en el comedor de su casa a las tres de la mañana.
—¿No deberíamos tener una charla banal o algo así? —preguntó.
—Como quieras. Tú me has invitado, ¿recuerdas?
Ella respiró profundamente y lo miró a los ojos.
—Es cierto. Tal vez no me creas, pero jamás había hecho esto.
—¿Qué es lo que no has hecho nunca? —dijo él, divertido.
—No me refería al sexo —aclaró Leenie, entre risas—. Lo que quería decir es que eres mi primera aventura de una noche, aunque estoy segura de que tú tienes una vasta experiencia en estas cosas.
Frank se apretó contra ella. Se estremeció al sentir la presión de aquellos senos turgentes contra su pecho y el roce de aquel pubis contra su sexo tenso.
—Tengo la impresión de que ninguna de mis experiencias podría compararse con el placer de estar contigo.
A ella se le paró el corazón. Sentía que Frank la devoraba con la mirada y la arrastraba hacia un torbellino de lujuria.
Sin decir una palabra, él la besó tiernamente. Nadie la había besado con tanta dulzura y sensualidad en su vida. Cuando Leenie le retribuyó el beso, el mundo que los rodeaba desapareció por completo y se quedaron solos, con el calor y el apasionado deseo que los unía.
Camino del dormitorio dejaron un reguero de ropa por el suelo. El último pensamiento coherente que tuvo Leenie fue que se alegraba de haber cambiado las sábanas.
Frank la recostó en la cama y le recorrió la piel con las manos. Ella le quitó los calzoncillos y se maravilló al descubrir lo que se ocultaba bajo la prenda. Se besaron y acariciaron febrilmente. Entrelazaron sus cuerpos y forcejearon, intercambiando posiciones una y otra vez hasta que, al final, él se tendió sobre ella. Mientras Frank se ponía un preservativo, Leenie lo contempló con detenimiento. Había sospechado que debajo de aquellos trajes baratos se escondía un cuerpo arrebatador. Tenía razón.
—Lurleen Patton, eres una delicia de mujer.
Acto seguido, Frank se introdujo en ella. Leenie dejó escapar un gemido de placer. Sabía que el sexo con él sería la gloria. Apenas habían empezado y ya estaba al borde del clímax.
Se amaron como dos fieras salvajes y hambrientas hasta alcanzar el éxtasis. Después, se tumbaron en la cama a recuperar el aliento, sonriendo y con los cuerpos empapados de sudor. Frank estiró una mano para acariciarla. Ella se estremeció.
—He traído tres preservativos —le susurró él al oído—. Si se nos acaban, saldré a buscar una farmacia de guardia.
Rafe no pudo conciliar el sueño. Lo había intentado, pero no podía. La noche anterior se había comportado como un cerdo. Se preguntaba por qué lo afectaba tanto lo que Elsa hiciera o dejara de hacer con su vida.
Tenía que reconocer que se sentía especialmente atraído por ella. Lo había conquistado desde el momento en que la había visto en aquel muelle, enfrentándose con valentía a los dos adolescentes que la atacaban. De alguna manera, Elsa despertaba su instinto protector y posesivo.
La deseaba y quería que lo deseara. Pero que estuviera celoso de los hombres que se le acercaban no significaba que quisiera tener algo más que sexo con ella. El problema era que Elsa no estaba buscando una aventura. Quería una boda, una luna de miel en Europa, una mansión y una cohorte de sirvientes. Quería seguridad, la clase de seguridad que sólo el dinero podía ofrecerle.
Lamentablemente, no era la única a la que le importaban el lujo y los privilegios. Kendra quería lo mismo, y sólo se había fijado en él porque sabía que procedía de una familia acomodada. Frank había sido tonto al creer que estaba enamorada de él por lo que era, que amaba al policía de Knoxville y que habría sido feliz viviendo con el salario de un policía. Creía que la conocía; había confiado en ella más que en ninguna otra persona, exceptuando a Cassandra y a su mentor, Roy Dutton.
Se dijo que tal vez estuviera siendo demasiado duro con Elsa porque proyectaba en ella el egoísmo y la ambición desmedida de Kendra. Tenía que darse cuenta de que se trataba de dos mujeres distintas. Elsa no se parecía en nada a Kendra. Tenía una fuerza y una vulnerabilidad de las que carecía su ex novia. No le ocultaba nada, no trataba de engañarlo. Su atracción por él era sincera y estaba luchando contra lo que sentía tanto como él. Además, Elsa no sabía que era multimillonario.
Rafe se levantó de la cama, se puso unos vaqueros y salió al pasillo. La puerta de Elsa estaba abierta, como él había pedido. Completamente abierta. Se asomó y sintió que se le paraba el corazón al ver que la cama estaba vacía. Se preguntaba dónde estaría y, sobre todo, si estaría bien.
Entró en el dormitorio sin llamar y se detuvo en seco cuando la vio sentada junto a la ventana, mirando al exterior. La luz de la luna la hacía parecer más pequeña y frágil que de costumbre.
—¿Elsa?
Ella se sobresaltó y dejó escapar un grito.
—Lo siento —dijo él—. No quería asustarte. ¿Estás bien?
—Sí. No podía dormir. Eso es todo.
—Yo tampoco.
Elsa no dijo nada y volvió a mirar hacia la calle.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Frank—. ¿Necesitas algo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Elsa? —insistió.
Una vez más, no obtuvo respuesta.
—Lo siento —murmuró.
Frank esperó a que ella dijera algo. Como seguía en silencio, suspiró, se dio la vuelta y se marchó a su habitación. Al parecer, a Elsa no le bastaba con una simple disculpa. Pero si creía que Frank se iba a humillar y suplicarle de rodillas que lo perdonara, estaba muy equivocada.