Reese
El miércoles no podía haber ido peor.
Una de las bailarinas que trabajaba en The Line había muerto por sobredosis después de comer, justo en medio del escenario. Habían llamado a una ambulancia y Gage había intentado reanimarla pero no lo consiguió. Todos sabíamos lo que Pepper consumía, pero no cuánto, y por lo visto también dejaba a un hijo. Me había acostado con ella el fin de semana anterior, pero nunca me dijo nada de un niño, aunque tampoco le di la oportunidad de hablar mucho, ni la hubiera escuchado si lo hubiera intentando.
Me odiaba un poco por eso, la verdad.
Ahora entrarían en juego los servicios sociales. Ojalá tuviera familia en alguna parte. Lo más probable era que hiciéramos una colecta para el niño; algo que no cambiaría absolutamente nada porque ese niño lo que necesitaba era una madre, no dinero.
Joder.
Después nos enteramos de que en La Grande habían interceptado un envío del cartel; un lugar mucho más al norte de lo que creíamos que habían llegado para empezar a traficar con su mercancía. Aquello también me ponía de un humor de mil demonios porque significaba que las cosas se estaban calentando antes de lo que pensábamos. Suponía que técnicamente llevábamos en guerra con ellos desde hacía seis meses, pero no de forma directa. Más bien se había tratado de un esperar y ver cómo se sucedían los acontecimientos mientras planeábamos nuestro siguiente movimiento.
Estaba claro que la espera había terminado.
Y por si fuera poco me había destrozado el pulgar en el taller arreglando la moto porque era un imbécil de campeonato. Ahora el dedo me dolía muchísimo y la moto todavía no estaba en marcha. Lo único positivo fue que verme soltar palabrotas a diestro y siniestro mientras golpeaba la pared entretuvo a los chicos.
Supongo que me alegraba de haber aliviado la tensión que se respiraba en el ambiente.
Cuando llegué a casa lo único que quería era darme una ducha caliente, tomarme después una cerveza fría y quizá ver un poco de televisión. Habíamos tenido misa es misma tarde —una reunión rápida para hablar de lo sucedido en el sur—, pero no teníamos previsto nada más para esa noche y necesitaba un poco de tiempo para mí. Normalmente me hubiera llevado a alguna zorra a casa para follármela bien después de un día nefasto, pero lo de Pepper me había quitado las ganas. No volvería a llevar a ninguna más a mi cama.
Ahora que lo pensaba, seguro que también se había colocado en mi cuarto de baño.
Entonces vi la maldita furgoneta aparcada en mi camino de entrada. Joder. La princesa de hielo había dicho que terminaría a primera hora de la tarde. En ese momento no estaba de humor para escuchar su tono remilgado mientras miraba sus enormes tetas.
—Maldita sea —mascullé dando un manotazo al volante. Sentí una punzada de dolor en el pulgar y me tensé, gruñendo.
¿Es que hoy no me iba a salir nada bien?
Sin embargo, cuando entré en casa me quedé paralizado… desorientado. Olía a comida. A comida de la buena. Un exquisito aroma a pollo flotaba en el ambiente y mi estómago rugió. ¿Qué coño?
—¿London? ¿Estás aquí? —grité. Tiré mis cosas en el sofá y fui a la cocina. No obtuve respuesta alguna, pero encima del mostrador estaba la olla más grande que había visto en mi vida y olía de maravilla. Eché un vistazo por la zona, buscándola; luego me dirigí a mi habitación. La puerta del baño estaba cerrada y se oía el agua de la ducha correr.
Todavía seguía limpiando. Bueno, como había cocinado, la perdonaría por terminar tan tarde. Regresé a la cocina, retiré la tapa de la olla e inhalé profundamente.
¡Qué bien olía, joder!
Treinta segundos después tenía un gran tazón de pollo con bolas de masa en una mano y una cerveza en la otra. Cuando se trataba de comida, era de los que no perdía el tiempo. Volví a mi habitación y me recosté en la cama, apoyándome en unas almohadas que London había dispuesto de manera ingeniosa sobre el edredón. Ni siquiera sabía que tenía tantas almohadas.
El agua de la ducha todavía seguía corriendo. Interesante. Reemplacé la cerveza por el mando a distancia y encendí la televisión. A continuación probé un bocado y gemí de placer, literalmente. Aquello estaba delicioso.
Dios, lo necesitaba. No tenía ni idea de qué le había llevado a hacerme la cena, pero esa mujer era una diosa y me arrepentí al instante de todas las indecencias que había pensado de ella. Dentro del baño el agua dejó de correr y la oí cantar en voz baja. Mi polla cobró vida mientras me llevaba otro bocado a la boca.
En realidad no me arrepentía de las indecencias… por lo menos no de las que implicaban follarla, que eran las más pervertidas de todas. Lo único que podía mejorar su comida, era que ella me la diera de comer… desnuda.
Un minuto después se abrió la puerta del baño y London salió sin más ropa que una toalla envolviendo su cuerpo. En cuanto me vio, gritó, lo que hizo que sus tetas rebotaran de una forma espectacular.
Se había estado duchando en mi baño. Y ahora estaba en mi habitación. Desnuda.
Dejé el tazón, me puse de pie y fui hacia ella. Por lo visto London sí llevaba un negocio que ofrecía servicios de «integrales» de limpieza.
Estupendo.
London
Había tenido un día de locos.
Nada me había salido bien. No… eso no era del todo cierto. La visita al médico del día anterior había ido de fábula. Jess no tenía ningún problema, no había ninguna complicación a la vista y no teníamos que volver hasta dentro de seis meses, salvo que mostrase algún síntoma que indicara lo contrario. Impacientarme por las estupideces que solía cometer, hacía que a veces perdiera la perspectiva de lo lejos que habíamos llegado en los últimos años. Lo importante era que Jessie había sido un bebé milagro y ahora se había convertido en una adulta «milagrosamente» sana.
Necesitaba recordar eso.
Aquella mañana había planeado terminar con la casa de Hayes, pero en su lugar había recibido una llamada desde el hospital. Una de mis empleadas estaba embarazada y se había puesto de parto prematuro a las cuatro de la madrugada. Lo que no era una buena noticia para mí, aunque la chica lo estaba haciendo muy bien. Gracias a Dios esa misma semana había recibido seis solicitudes de empleo y conseguí concertar dos entrevistas. Con un poco de suerte una… o las dos… servirían, ya que su currículum tenía muy buena pinta.
Aquello, sin embargo, me puso en aprietos con Hayes. Tenía que llevar la comida al centro social a las seis y no había forma de que terminara en su casa y me diera tiempo de volver a la mía y cocinar, por no hablar de arreglarme, así que metí el pollo en la olla y los ingredientes para hacer las bolas de masa y me los llevé conmigo, imaginándome que podía limpiar, hacer la comida, ducharme y salir corriendo de allí.
¿Había sido profesional? Ni de lejos, pero no me quedaba otra opción; además, tampoco me estaba pagando. Gracias a Dios, ni siquiera estaba en casa, así que no supondría ningún problema. Terminar de limpiar la casa fue relativamente fácil y ducharme en su baño una auténtica delicia. Puede que la casa fuera antigua, pero en la habitación no se había privado de nada y el baño era todo un lujo.
Mucho más que eso. Era grande, casi tan grande como uno de los pequeños dormitorios de la planta de arriba. Tenía una bañera de hidromasaje a ras del suelo en la que cabían holgadamente dos personas y una enorme ducha acristalada con uno de esos sofisticados cabezales que podías ajustar en diferentes longitudes. Lo bajé un poco, tomando buena nota de la altura en la que él lo había puesto. Ya me aseguraría después de volver a dejarlo como estaba, pero en ese momento fue un verdadero placer usar una ducha acorde a mi estatura.
Cuando acabé de lavarme el pelo y salí estaba de muy buen humor. Estaba deseando volver a ver a Jessica en el centro social; un lugar en el que se la veía cómoda. La vida con ella estaba llena de altibajos, pero esa noche tenía muy buenas sensaciones.
Incluso podría terminar encontrando trabajo allí porque, a pesar de sus defectos, tenía mucho más que ofrecer a esos niños que lo que cualquier otra muchacha de su edad pudiera aportar. Sí, Maggs Dwyer era nueva, pero también inteligente, y cuando miraba a Jessica veía el mismo potencial que yo.
Me quité la toalla del pelo y busqué la mochila en la que había traído la ropa, pero entonces me di cuenta de que la había dejado en la habitación. Tarareando alegremente, abrí la puerta… y grité.
Reese Hayes estaba recostado en la cama, con un tazón de comida en las manos y mirándome de arriba abajo con curiosidad. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, esbozó una lenta y perversa sonrisa, dejó el tazón en la mesilla y se puso de pie.
«¡Corre!», chilló mi mente, pero mis pies no se movieron. En serio. Estaba paralizada, como en uno de esos sueños en los que de pronto aparece un dinosaurio gigante en el aparcamiento del supermercado y, por mucho que lo intentes, no sabes si salir de allí huyendo o lanzarle un paquete de muslos de pollo para distraer su atención.
¿Muslos de pollo? ¿Pero en qué demonios estaba pensando? «¿Por qué no te centras, London?»
Hayes se puso frente a mí y deslizó un dedo por la toalla que me cubría el cuerpo, justo en la línea que unía mis pechos. Mis pezones se endurecieron al instante, desobedeciendo las órdenes que envió mi frenético cerebro. Por suerte, cuando tiró de la toalla, mi cuerpo por fin decidió escucharme. Sujeté el trozo de felpa firmemente y retrocedí un paso.
Él me dejó marchar con una extraña sonrisa en los labios.
—No seas tímida —dijo—. Húmeda y desnuda tienes una pinta estupenda. Tengo que decirte que, entre esto y la comida, has conseguido arreglarme el día.
¿Comida?
Miré hacia el tazón y me di cuenta de que era el pollo con bolas de masa. Maldición. Me encantaba que las bolas formaran una capa perfecta e intacta en la parte superior mientras el caldo bullía en los bordes. Ahora quedaría un hueco. Claro que tampoco podía escatimarle un poco de cena teniendo en cuenta que había invadido su casa sin permiso.
Si lo pensaba bien, puede que inconscientemente me hubiera puesto adrede en esa situación. Aquel hombre me había fascinado desde el principio. Sí, también me aterrorizaba, pero se me había metido en la piel. Quizá, si no hubiera estado tan oxidada, me habría dado cuenta antes.
Sin dejar de apretar la toalla contra mi cuerpo, esbocé una tensa sonrisa.
—Lo siento. Esta mañana me retrasé bastante. Una de mis empleadas está en el hospital y cuando salga de aquí tengo una de esas cenas en la que todos los invitados llevan algo de comer. Supuse que no te importaría… como no me estás pagando por la limpieza…
Su rostro se contrajo con una breve punzada de dolor.
—También he tenido una empleada en el hospital esta mañana. Espero que la tuya haya terminado mejor que la mía. Bueno, si no vas a quitarte esa toalla, creo que deberías vestirte.
—Eso mismo iba a hacer —repuse fríamente. No quería continuar con la conversación del hospital. No parecía que fuera a tener un final demasiado feliz.
No quería ningún vínculo emocional con él de ningún tipo.
—¿Puedes acercarme la bolsa? —Hice un gesto hacia la mochila que había dejado en el suelo, cerca de la puerta.
Reese fue tranquilamente hacia allí y no pude evitar fijarme en el movimiento de sus piernas bajo aquellos jeans. Sus muslos eran gruesos, pero no por exceso de grasa. Tenía un trasero apretado, hombros anchos y una espalda en la que me hubiera encantado frotar la mejilla.
Cuando se volvió hacía mí, abrí los ojos. Siempre me habían atraído los hombres corpulentos y ese cuerpo despertaba en el mío sensaciones infinitas. Pecho ancho, brazos y muslos musculosos… En cuanto a su abdomen. Cielo santo, estaba convencida de que bajo la ajustada camiseta negra se escondía una tableta perfecta. Tenía una constitución ideal; no como la de un joven de veinte años. No, tenía esa consistencia que solo viene con la edad y la fortaleza que te proporciona la madurez.
Bajé la mirada unos centímetros, justo debajo del cinturón…
—¿Cómo de importante es esa cena? —preguntó en un susurro.
¿Eh? Parpadeé un par de veces y le miré a la cara. Oh, vaya. Me había pillado observándole. Y por lo visto le había gustado. Lo noté en sus ojos, en ese calor que solo podía significar una cosa. «Y esta es una de las razones por las que no debo desinhibirme en público», decidí. Simplemente no estaba segura de sí podría controlarme.
—¿Por qué? —pregunté con la garganta un poco seca.
—Porque si sigues mirándome de ese modo un segundo más voy a lanzarte sobre esa cama y follarte entera, empezando por tus tetas. A menos que eso entre en el menú, será mejor que recojas tus cosas y salgas de aquí mientras puedas. Es el único aviso que voy a darte.
Emití un jadeo ahogado, porque estaba convencida de que lo decía completamente en serio. Después, extendí la mano hacia la mochila, que él me pasó en silencio, y me metí corriendo en el cuarto de baño antes de cerrar la puerta y echarle el cerrojo. Aquel gesto le hizo reír, pero sin una pizca de humor.
—Cariño, no pensarás que un cerrojo de nada puede detenerme.
Ja. Desde luego que no me sentía segura en esa casa. Cinco minutos después estaba vestida y preparada para salir de allí cuanto antes. En un primer momento pensé en limpiar el baño después de ducharme; dejarlo tan inmaculado que nunca supiera que lo había usado. Pero a esas alturas la idea había abandonado mi mente por completo; escapar era mucho más importante que evitar la aparición de manchas de cal.
Además, ya se había dado cuenta…
Por suerte, cuando salí con cautela del baño, Hayes ya no estaba allí y tampoco le encontré en la cocina. Estupendo. Agarré la toalla todavía húmeda y envolví con ella la olla, dispuesta a salir disparada hacia la furgoneta.
—Tenemos que hablar —dijo detrás de mí.
Me quedé de piedra. ¿Acaso era una especie de ninja?
—Creo que ya hemos hablado bastante. He concluido mi trabajo aquí y tengo que irme.
Volví a oír un movimiento por detrás y sentí todo su calor corporal invadiendo mi espacio. Unas manos grandes se apoyaron sobre la encimera, a ambos lados de mi cuerpo y noté su respiración en mi oreja.
—Deberías venir la semana que viene. —Su voz era baja y grave. Atravesó mi columna enviando oleadas de calor por todo mi interior.
No, desde luego que no debería ir.
—No creo que sea una buena idea —espeté a toda prisa—. Lo más probable es que no te acuerdes, pero tengo novio. Y justo ahora estamos empezando a ir más en serio.
—No me refería a que volvieras para follar. Aunque también me parece perfecto. Si cambias de idea al respecto, ya sabes. Me importa una mierda tu novio. Esto es solo entre tú y yo. Pero quiero que vengas a limpiar; incluso a cocinar de vez en cuando. Tu comida está deliciosa y esta noche me he dado cuenta de lo agradable que es regresar a una casa que huele como si de verdad hubiera gente viviendo en ella.
Se me congeló el cerebro.
—No limpio casas —expliqué—. He hecho esto como algo especial. Pero dirijo un negocio con empleados a mi cargo. Mi labor es gestionar los equipos de limpieza y vigilar que todo vaya bien. No me interesa convertirme en la señora de la limpieza de nadie.
—Dos días por semana —murmuró. Sentí el roce de sus labios y tuve que usar todas mis fuerzas para no gemir—. Vienes dos días por semana y te lo compensaré con creces.
Se inclinó sobre mí. Su erección rozó mi trasero tan sutilmente que me pregunté si me lo había imaginado. Aquella no era una propuesta de negocios al uso. Tenía que decirle dónde podía metérsela; por desgracia mi boca no parecía funcionar correctamente. Estaba demasiado ocupaba pensado qué sentiría si me ponía a lamer su torso.
«¡Estás siendo una chica mala, London!»
—Uno de tus equipos se encargó de limpiar The Line después de la fiesta que dimos, ¿te acuerdas? Tus empleados hicieron un trabajo excelente.
Asentí, todavía incapaz de pronunciar palabra.
—Creo que Gage mencionó algo acerca de un contrato a largo plazo —continuó—. Algo más regular para que no tuviéramos que contar con que las camareras cerraran por la noche.
—Deberías pensártelo bien —respondí de inmediato—. Un negocio como ese necesita una buena limpieza diaria si quieres mantenerlo en orden.
—El contrato es tuyo si también te encargas de mi casa. Cocinarás un par de veces por semana y también comprarás algo de comida. Haré que merezca la pena, de verdad.
Entonces susurró una cifra que hizo que mis ojos se abrieran como platos.
—¿Por día o por semana?
Él se echó a reír y ambos supimos que me tenía en el bolsillo.
—Por día —dijo—. Pero tú serás la que se acomode a mi agenda. Puedo ser flexible, aunque no quiero que cocines las noches que no vaya a estar.
—¿Por qué no se lo encargas a alguna de tus amiguitas del club? —Me pregunté si no acababa de perder la cabeza. ¿Tener un equipo en The Line los siete días de la semana? Le vendría fenomenal al negocio. Los Reapers pagaban muy bien y en efectivo.
—Porque son unas crías con sueños y pájaros en la cabeza —dijo con un deje de humor—. Tú eres adulta. Sabes que, pase lo que pase entre nosotros, no habrá un «y vivieron felices». Cuando no te necesite más, seguiréis teniendo el contrato con The Line siempre y cuando dejes a un lado los dramas, ¿entendido?
—Entre nosotros no va a pasar nada salvo lo relativo a limpiar y cocinar —subrayé rápidamente—. Tengo novio.
Hayes se apretó contra mí y sentí todo el calor que irradiaba a lo largo de mi espalda con tal intensidad que creí que se me derretiría la columna. Empujó su erección contra mi trasero y tuve que morderme el labio para pensar en otra cosa; de lo contrario, empezaría a frotarme contra él como una gata en celo. Entonces me besó en la nuca, su lengua trazó un húmedo sendero por mi mandíbula y me mordisqueó el lóbulo de la oreja. Solté un gemido. Una oleada de deseo ascendió entre mis piernas, hinchando mis pechos y endureciéndome los pezones.
—A menos que quieras pasar de la cena, es hora de que te vayas —susurró Hayes, haciendo un pequeño giro de caderas—. Ah, y la próxima vez que veas a tu novio, salúdale de mi parte.
Viernes por la noche
—¿Todo bien? —preguntó Nate después de finalizar con suavidad nuestro beso. Estábamos en su casa y me había tomado un par de copas de vino junto con un delicioso plato de carne que había cocinado para mí. Ahora estábamos en el porche trasero; yo recostada en una tumbona y él encima de mí, con nuestras piernas enredadas mientras disfrutábamos de la cálida brisa del verano.
Ahí estaba. Esta noche íbamos a acostarnos.
Entonces, ¿por qué no estaba todo lo entusiasmada que se suponía tenía que estar?
Porque me sentía culpable.
—Supongo que sí —respondí. Alcé una mano y la puse alrededor de su cuello. Después estudié su rostro e intenté esbozar una sonrisa, pero no tuve éxito.
—¿Qué pasa? —Se separó unos centímetros.
—Nada.
Soltó un resoplido y se tumbó de espaldas a mi lado.
—No me mientas, Loni. Solo suéltalo, ¿de acuerdo?
Suspiré, aunque sí quería construir algo sólido con este hombre, tenía que contarle la verdad.
—Me he sentido muy atraída por otra persona esta semana y ahora me siento fatal y muy culpable.
No sabía qué esperar. ¿Que se molestara tal vez? Nate ni siquiera parpadeó.
—¿Hiciste algo?
—No —repliqué—. No hice nada. Pero quería.
—¿De quién se trata?
Tragué saliva.
—De Reese Hayes —contesté muy despacio—. Y quiere que le siga limpiando la casa. También me ha ofrecido un contrato muy jugoso con el local de striptease del club.
Frunció el ceño, pero no se enfadó conmigo. De hecho no logré descifrar su expresión. Me volví hacia él, me apoyé en un codo y extendí la mano para acariciar las líneas de su rostro. Parecía estar sumido en sus pensamientos, así que me pregunté si no lo habría arruinado todo con aquella confesión.
Sinceramente, esperaba que no.
Nate era perfecto para mí; inteligente, atractivo, con un buen trabajo y planes de futuro. Y me atraía físicamente, no me cabía la menor duda. Habíamos estado besándonos durante diez minutos y estaba húmeda, pero mentir no era la mejor forma de empezar una relación.
—Ven aquí —señaló, sentándose. Después agarró mi mano y me puso de pie haciendo un gesto hacia otra tumbona que había en frente. Me senté y acepté la copa de vino que me entregó. A continuación suspiró y se llevó una mano al pelo.
—Lo he echado todo a perder, ¿verdad? —pregunté con voz vacilante. Me picaban los ojos por las lágrimas que amenazaban con derramarse. ¿Por qué había sido tan tonta?
—No lo sé. Has dicho que no hiciste nada.
—No. Me fui de allí. Pero no veo bien acostarme contigo sin habértelo contado antes.
—¿Quieres acostarte conmigo? ¿O prefieres a Hayes?
—Quiero hacerlo contigo —indiqué con firmeza. Y era cierto—. Creo que llevo tanto tiempo sin tener relaciones sexuales que me estoy volviendo loca. Me gustas muchísimo, Nate. Nos veo juntos en un futuro y me parece una idea estupenda. No quiero fastidiarlo antes de empezar. Pero no estoy segura de en qué punto estamos. ¿Tenemos una relación exclusiva o podemos ver a otras personas? Esta semana me he dado cuenta de que ni siquiera lo hemos hablado. Tal vez deberíamos hacerlo.
Clavó la vista en mí, evaluándome.
—No tenemos una relación exclusiva —respondió tras unos segundos. Se me encogió el corazón—. Así que no tengo ningún derecho a decirte nada. Pero me gustaría tenerla. ¿Qué te parece?
—¿Has estado viendo a alguien más?
—No en las dos últimas semanas. Pero no te voy a mentir, antes sí que he tenido alguna que otra cita. Y creo que es normal, incluso saludable, experimentar atracción hacia otras personas. Tener una relación no significa que tu cuerpo no pueda sentir nada.
Bueno, aquello no era lo más romántico del mundo. No sabía muy bien por qué me sentía tan decepcionada… Tampoco esperaba una declaración de amor eterno. De hecho, su comentario debería haberme hecho sentir mejor, ya que no había hecho nada horrible. No si él había estado quedando con otras mujeres hasta hacía dos semanas.
—¿Y a dónde nos lleva esto?
Nate rio.
—A la cama, espero —contempló—. Quiero estar contigo, Loni. Tener una relación solo contigo. Pero únicamente si tú quieres. Somos adultos y me gusta creer que hace tiempo que hemos superado los delirios románticos propios de la adolescencia. Estar contigo me hace muy feliz y también veo futuro en nuestra relación. Si también sientes lo mismo, me encantaría estar contigo.
Mi corazón volvió a encogerse, pero esta vez de alegría. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa antes de extender la mano para tomar la mía y darme un beso en la palma.
—Por supuesto, si insistes en usarme solo para practicar sexo, lo haré lo mejor que pueda —bromeó.
Solté una carcajada. Nate me levantó y me besó apasionadamente. Ahora sí que me encontraba bien, como si hubiera estallado la burbuja en la que encerraba la culpabilidad y las extrañas sensaciones que Hayes despertaba en mí. Enterré los dedos en el hermoso pelo de Nate y dejé que su lengua explorara mi boca.
¿Qué más daba si Reese era uno de esos hombres a los que a una le gustaría lamer de la cabeza a los pies? No era real, no como Nate. Reese solo quería un revolcón rápido en la cama, sin ataduras de ningún tipo. Nate me quería como pareja.
Mi novio era perfecto. No necesitaba —ni quería— a nadie más.
***
La paternidad era un asco.
La melodía que tenía en el teléfono móvil para las llamadas de Jessica empezó a sonar treinta segundos después de que nos tumbáramos en la cama, cuando tenía la rodilla de Nate entre mis piernas mientras sus manos me desabrochaban el sujetador. No hice caso porque mi sobrina ya tenía dieciocho años y era perfectamente capaz de sobrevivir un par de horas por sí sola.
Pero el teléfono volvió a sonar y Nate soltó un gruñido.
—No me puedo creer que esté a punto de decir esto, ¿pero no deberías responder? Tal vez se trate de una emergencia.
—Más le vale que se esté muriendo —dije con el ceño fruncido. Tanteé con la mano y casi tiré la lámpara que había en la mesita de Nate al hacerlo. Cuando por fin pude hacerme con el teléfono, había saltado el buzón de voz. Me dejé caer en la cama y miré la pantalla indignada.
Pero entonces también sonó el teléfono de Nate.
—¿Qué narices? Este fin de semana no estoy de guardia. Como tenga que ir a trabajar, voy a disparar a alguien —masculló. Subió por encima de mí para hacerse con la camisa y buscar en el bolsillo.
—Supongo que eso es lo que nos merecemos por intentar tener una cita como Dios manda. —Tuve que contener la risa poco apropiada que amenazaba con salir de mi garganta. A Nate se le veía tan… frustrado. Pobre hombre.
—Me pregunto si el dolor de testículos es causa suficiente para pedir una incapacidad. —Respondió al teléfono—. Soy Evans.
Mientras se marchaba al baño me fijé en mi teléfono móvil. A ver en qué nuevo lío se había metido Jessica. Tenía dos llamadas perdidas, una de Jess y otra de Mellie. No me habían dejado ningún mensaje. Estupendo. Pulsé el botón de rellamada y Jess respondió.
—Loni, necesito que vengas a buscarme. —Sonaba desafiante. Hubiera reconocido ese tono donde fuera. Perfecto. Jessica tenía problemas y no quería reconocer que era por su culpa, así que usaba la técnica de no hay mejor defensa que un buen ataque.
—¿Dónde estás?
—En la sede de los Reapers. Estoy fuera.
Me quedé completamente paralizada.
—¿Qué estás haciendo allí?
—Solo ven y sácame de aquí —espetó y colgó.
Cerré los ojos y tomé una profunda bocanada de aire. Nate salió del baño, su rostro era una mezcla de disgusto y arrepentimiento.
—Tengo que irme —dijo—. Por lo visto esta tarde se han escapado dos presos de la cárcel. No son delincuentes violentos, pero si los medios de comunicación se enteran antes de que los devolvamos a prisión quedaremos fatal de cara al público.
—Jessica también ha vuelto a liarla —comenté con un suspiro—. Algún día de estos podremos… Está claro que no nos dejan tomarnos ni un respiro, ¿verdad?
Él hizo un gesto de negación y se puso a reír. Después me miró, esbozando una sonrisa renuente.
—Creo que los astros se han confabulado para que no echemos un polvo —dijo al final.
—Me encantaría decirte que son imaginaciones tuyas. —Bromeé—. Pero puede que tengas razón. Llámame mañana, ¿de acuerdo?
—Sí —masculló él y volvió a pasarse una mano por el pelo—. Siento lo de esta noche. Ha sido una cita espantosa.
Se acercó a mí y le di un largo abrazo; un abrazo que se convirtió en un beso que no ayudó precisamente. Puede que Nate no fuera Reese Hayes, pero estaba aquí, era mío y quería acostarme con él. En su lugar, sin embargo, tuve que separarme de él y buscar mis jeans.
Sí, la paternidad era un asco.
***
Mientras conducía de camino al arsenal por segundo fin de semana consecutivo, estaba de un humor de perros. Nate y yo podíamos haber terminado nuestra cita con una sonrisa y en vez eso estaba pendiente de Jess y sus jueguecitos.
También estaba molesta con Reese Hayes.
Me había prometido que no la dejaría volver a entrar en la sede y yo le había limpiado la casa gratis para sellar el trato. Por lo visto sus promesas no valían nada, porque estábamos en el mismo lugar donde lo habíamos dejado la otra vez.
Mi teléfono sonó de nuevo. Respondí sin fijarme quién era.
—Tengo a tu chica aquí —arrulló Hayes en mi oído—. La llevo de camino a tu casa. Me ha dicho que tenías una cita. ¿Crees que puedes dejar un rato a tu tortolito para vernos?
—No tienes por qué hacerlo —espeté, frunciendo el ceño. Justo cuando estaba pensando mal de él, tenía que llamar y hacerse el solícito—. Estoy yendo al arsenal. La recogeré allí.
—Ya estoy en el todoterreno. Estamos manteniendo una charla muy amena mientras conduzco. Le estoy explicando el verdadero significado de «jamás volverás a poner un pie en este lugar». Te veo ahora.
Colgó y yo jadeé frustrada. Jessica me las pagaría esta vez. Se acabó. Pero ahora de verdad. No podía seguir luchando con ella. Si estaba tan decidida a autodestruirse, no podía detenerla.
Me di cuenta de aquello tan de repente, que di un volantazo y estuve a punto de salirme de la carretera.
No podía controlar a Jess y tenía que dejar de intentarlo.
Por Dios. Eso lo cambiaba todo.
Mi deber había sido criarla y me había dejado la piel en ello. Pero Jessica tenía razón en una cosa. Desde el punto de vista legal, ya era adulta. Podía aconsejarla y asegurarme de que tuviera los mejores cuidados médicos, pero no podía detenerla si quería tirar su vida por la borda.
La idea resultaba tan aterradora como liberadora.
Las implicaciones que aquello conllevaba se arremolinaron en mi cerebro mientras aparcaba frente a mi pequeña casa, en las afueras de la población, cerca de Fernan. Ahora era libre. Libre para seguir adelante. Libre para dejar de supeditar mi vida a una chica joven, a sus revolucionadas hormonas y emociones y a sus cambios de humor constantes.
Me puse a temblar y me pregunté si aquello me convertía en una persona horrible, porque alivio era lo que más sentía en ese momento.
Aparqué al lado del enorme todoterreno negro de Hayes. La luz brillaba a través de las ventanas de mi casa, un edificio de los años cincuenta con tres habitaciones diminutas, un baño y cero personalidad. Había crecido en ella con Amber, que se vino a vivir con nosotros cuando su madre ingresó en prisión. Me había vuelto a mudar allí hacía seis años, cuando mi madre falleció a consecuencia del ataque al corazón que tuvo al enterarse de la sobredosis que estuvo a punto de costarle la vida a mi prima. De repente me quedé sola, con una niña que necesitaba a unos padres de verdad, unos que supieran lo que había que hacer.
En lugar de eso me tuvo a mí.
Oí voces mientras me acercaba a la puerta que tenía una pequeña rendija abierta. (El marco se había hinchado el invierno pasado y nunca había vuelto a su estado anterior, así que tenía que hacer un enorme esfuerzo a la hora de cerrarla. Estaba en la lista de cosas pendientes, entre el arreglo del vehículo y comprar un horno nuevo.)
—Tu tía se merece mucho más que esto —oí decir a Hayes. No pude evitar esbozar una sonrisa. Me alegraba de que alguien reconociera mi esfuerzo—. Si fuera lista, te echaría de una patada.
—Ella nunca me echaría —declaró Jess con un toque petulante en la voz. También arrastraba un poco las palabras. ¿Habría estado bebiendo? Lo más seguro—. Se sentiría culpable. Siempre va a cuidar de mí porque… No sabes una mierda de nosotras.
Hayes resopló.
—¿Crees que te está cuidando por un sentimiento de culpa? —preguntó—. Ella te quiere… aunque me cuesta entender por qué. Tienes que pensar qué quieres hacer con tu vida, porque no puedes aprovecharte de ella para siempre. Tarde o temprano se dará cuenta y cerrará el grifo.
Me resultó espeluznante lo cerca que estaban aquellas palabras de lo que en ese momento estaba pensando. Aunque también me sentí culpable, porque la idea era tan fría y dura. «Por no mencionar cierta.»
—No es de tu incumbencia.
—London sí que es de mi incumbencia, mocosa —espetó. Su tono fue de todo menos amable—. Tengo planes para ella y en ninguno de ellos la quiero llorando por tus tonterías. No me cabrees.
Uf. Empujé la puerta y entré.
—Hola, Jess —saludé a mi sobrina, que se dejó caer en el sofá con un brazo cubriéndose los ojos de forma melodramática; como una heroína de cine mudo. Su vida era demasiado dura de sobrellevar.
—Haz que se vaya —masculló. Miré a Hayes, que estaba recostado sobre la pequeña encimera que separaba el salón de la cocina. Sus ojos se clavaron en mí despidiendo un intenso calor y me pregunté a qué se refería exactamente con eso de que tenía planes para mí… No, era mejor no ir por ese camino. Prefería no conocer los detalles. Solo quería que se marchara de una vez.
«Mentira, lo quieres en tu cama», insistió mi cerebro. «Deseas que te dé muchos más besos como el que te dio en el arsenal.»
De ningún modo. Ignoré a Jess y fui directa hacia él, dispuesta a tomar el control de la situación.
—Gracias por traerla a casa. —Intenté ser lo más cortés posible a pesar de que, como siempre, me excitaba y atemorizaba al mismo tiempo. Ahora también estaba molesta por el hecho de que había invadido mi espacio personal, lo que no tenía ningún sentido si teníamos en cuenta que estaba tratando de ayudarme. Eso podía deberse a que todavía estaba un poco nerviosa por mi frustrado encuentro con Nate. Hayes era tan grande y robusto… Cada vez que se movía, sus brazos se flexionaban y lo único que quería hacer era tocar sus bíceps y sentir todos esos músculos en pleno rendimiento.
«¡Deja de pensar en eso!»
—Ya me encargo yo —le dije.
Alzó la barbilla e hizo un gesto hacia mi pequeña reina del drama.
—¿Estás segura? —preguntó—. Esta chica necesita un toque de atención.
—Sí, ya me encargo —repetí—. Te acompaño a la puerta.
Volvió a resoplar y se apartó de la encimera.
—Oh, gracias, Pic, has sido muy amable al traerla a casa. ¿Quieres quedarte un rato? ¿Te apetece una cerveza? —masculló de forma sarcástica mientras le abría la puerta.
Puse los ojos en blanco.
—Ya he tenido suficiente drama por hoy —dije con una sonrisa triste.
Él no sonrió. En lugar de eso se quedó mirándome durante un buen rato mientras algo intenso y tangible crecía entre nosotros. Casi podía sentir los engranajes de su cerebro a pleno rendimiento. Entonces negó lentamente con la cabeza, como si acabara de tomar una decisión.
—Yo no hago dramas, cariño.
Comenzó a andar; solté un pequeño chillido de sorpresa mientras lo veía caminar hacia mí por mi vieja alfombra como si fuera una especie de depredador peligroso.
«Por favor, que vaya hacia la puerta. ¡A la puerta, por favor!»
Pero no fue así. Se detuvo a un palmo de mí, extendió la mano y me tomó de la nuca enterrando sus dedos en mi pelo. Después me atrajo hacia sí con firmeza, casi de forma dolorosa y bajó la cabeza hacia mí.
Me quedé sin respiración.
Cuando sus labios rozaron mi mejilla me estremecí. Lo juro por Dios. Si me hubiese tocado entre las piernas no me habría sentido mejor que con ese leve roce.
En ese momento me di cuenta de que lo deseaba más que a Nate. Bastante más.
—¿Te lo has pasado bien en tu cita? —preguntó con voz ardiente y profunda—. Jess me ha contado todos los detalles mientras veníamos hacia aqui. Cree que ese ayudante del sheriff que tienes por novio es un imbécil. En eso estoy de acuerdo con ella. Nate Evans es un pedazo de mierda insignificante.
—¡Sé que estáis hablando de mí! —gritó Jess, asustándome tanto que sin querer me aparté unos centímetros de él; como me tenía sujeta con tanta fuerza sufrí un doloroso tirón de pelo. Se me había olvidado que la reina del drama seguía en el sofá—. Deja de contarle mentiras sobre mí. Me voy a mi habitación.
Se levantó del sofá y desapareció por el pasillo sacudiendo la cabeza y resoplando. Estaba tan encerrada en su mundo que ni siquiera se percató de lo que realmente estaba pasando entre Hayes y yo. Mejor.
Su otra mano bajó hasta mi cintura, atrayéndome con fuerza hacía su cuerpo. Después hizo un sugerente movimiento de caderas, empujando contra mi vientre y sentí el poder que emanaba de sus brazos. Se me endurecieron los pezones (esos asquerosos traidores) y abrí los ojos como platos.
Hayes esbozó una sonrisa de complicidad.
—Tu sobrina me ha dicho que no te merece. Puede que solo sea porque arrestó a dos de sus amigas la semana pasada. A una la dejó libre, a la otra la fichó. La que se fue de rositas era muy guapa. ¿No te lo ha contado Nate?
—¿Por qué tendría que contármelo? —jadeé. Me acarició el trasero con una mano, hundiendo los dedos en él y apretando. Con la otra me ladeó la cabeza, como si fuera una muñeca, y estudió mi boca. «Nate», recordé frenéticamente. «Hace menos de una hora estabas en la cama con tu novio. Un buen hombre, no un matón como otros»—. Arresta personas todos los días.
—¿Sabías que el sheriff es un buen amigo del club? —Su tono era hipnotizante. Negué con la cabeza tanto como pude, preguntándome a dónde quería llegar—. A él y a mí nos gusta pasar un rato juntos una vez por semana y tomarnos una cerveza. Me cuenta muchas cosas de tu muchacho.
—Nate no es ningún muchacho.
Bajó su boca y antes de darme cuenta me estaba chupando el labio inferior. Apreté las piernas y en ese mismo instante fui consciente de que le deseaba más de lo que había deseado jamás a nadie. Más que a Nate, más que a mi ex… más que al chico del instituto que me quitó la virginidad con salvaje ímpetu cuando tenía diecisiete años en una fiesta en Hauser Lake. Quería esa poderosa arma que tenía entre las piernas dentro de mí, abriéndome y embistiendo con dureza hasta que me quedara sin voz de tanto gritar.
Necesitaba alejarme de él e ir hablar con Jessie cuanto antes.
«Llama a Nate. Sé una buena chica.»
—Dice que su puto ayudante tiene un problema a la hora de seguir las reglas —prosiguió en un murmullo después de liberar mi boca. Sus labios trazaron un húmedo sendero por mi mandíbula, lamiendo y mordisqueando. No podía moverme. En realidad no podía hacer nada porque lo único que quería era desgarrarle la ropa y abalanzarme sobre él.
«¡No, London! ¡No seas mala!»
—También me ha contado que tiene varias quejas por acoso a adolescentes. ¿No te lo ha mencionado Nate nunca? ¿Qué me dices de Jessica? ¿Ha tenido algún problema con él?
Aquellas palabras fueron como una bofetada en plena cara que me espabiló al instante.
—Cállate.
Se separó de mí unos centímetros. Su mirada era fría, calculadora… Aun así, todavía sentía su caliente protuberancia contra mi estómago. Y sus manos seguían sujetándome con firmeza, sin dejarme escapar.
Ardían.
—Tal vez deberías conocer un poco más a tu novio antes de enredarte demasiado con él.
—¿Y quién eres tú para juzgarlo? —siseé, pensando en todas las chicas que vi en el arsenal—. A Jess no le gusta Nate porque no quiere que me centre en nadie más que en ella. Se trata de un claro ejemplo de egoísmo adolescente, nada más.
—Yo solo follo con quien también quiere hacerlo conmigo —replicó. Movió lentamente la cabeza—. ¿Seguro que el pequeño Natie puede decir lo mismo? Crees que soy el enemigo, pero siempre he sido sincero contigo. Siempre lo soy con cualquier mujer a la que le meto la polla.
—Tú no estás metiéndome la… —Apreté los dientes porque me negaba a usar un vocabulario como aquel. Tampoco le dejaría ganar tentándome.
—«Polla» —dijo, deleitándose con la palabra—. Quiero enterrar mi polla en tu coño. No te preocupes, antes te haré cosas muy agradables para dejarte bien dispuesta. Jugaré con mis dedos y me aseguraré de que estés húmeda y anhelando tenerme dentro de ti. Para mí será como follarme a una diosa porque eres jodidamente perfecta, London. Estoy deseando tener ese coño tuyo apretándome. Lamer tu clítoris, saborearte… Lo vamos a pasar muy bien. Lo sabes.
Se me doblaron las rodillas; pero literalmente, no lo digo por decir. Deseaba que Reese Hayes estuviera dentro de mí con tanta intensidad que apenas pude sostener mi propio peso, lo que me supuso un enorme problema. Entonces su mano me apretó el trasero casi por reflejo y me di cuenta de que una gota de sudor le caía por la frente.
Si Reese Hayes me deseaba solo la mitad de lo que yo lo hacía… «¡Para, London!» Tenía que conseguir que se marchara. Ahora. Antes de que cometiéramos una locura, como arrastrarlo hasta el dormitorio y montarlo hasta olvidarme por completo de Nate.
El hombre con el que había estado a punto de acostarme hacía menos de una hora.
«Oh, Dios mío.» ¿Cuándo me había convertido en una arpía infiel?
Alcé las manos y lo empujé a la altura del pecho —con fuerza— hasta que conseguí que me dejara ir. Reese dio un paso atrás y levantó las manos con una sonrisa burlona en los labios. Estaba claro que había adivinado lo que estaba pensando. Bajé la vista; un gran error por mi parte ya que mis ojos se clavaron en sus jeans y el bulto gigante que tenía entre las piernas, lo que me puso aún más nerviosa, transformando mi interior en una mezcla de confusión y revuelo.
¿Por qué? ¿Cómo era posible que un hombre que ni siquiera me gustaba despertara en mí todo tipo de sensaciones? ¿Que me hiciera dudar de Nate, que nunca había hecho nada malo?
«Tienes novio.»
Me froté la cara con una mano y me recosté en la pared en busca de apoyo.
—Vete —dije, negándome a mirarle a los ojos. En su lugar señalé la puerta—. Gracias por traer a Jess a casa.
Hayes soltó una áspera carcajada que reverberó en toda mi columna.
—Que duermas bien. —A continuación me tocó la punta de la nariz con un dedo y se dirigió hacia la puerta del todoterreno como si fuera el dueño del lugar. Me quedé mirándole, incapaz de apartar la vista de su atractivo trasero. ¿Por qué era tan solicito y odioso al mismo tiempo? ¿Y quién era él para insinuar cosas tan desagradables sobre Nate? No me había creído ni una sola palabra, por supuesto. Nate era todo un caballero y si el sheriff no estaba contento con él, que lo despidiera. Hayes no era trigo limpio. A nadie le cabía la menor duda de que los Reapers no eran precisamente honestos y respetables. ¿Por qué pensaba que podría salirse con la suya haciendo ese tipo de acusaciones?
Empujé la puerta principal con tal dureza que la madera raspó el ya deformado marco. La música a todo volumen que salía de la habitación de Jessica fue la gota que colmó el vaso. Fui directa al pasillo y agarré el picaporte de su puerta decidida.
Estaba cerrada.
Golpeé con los nudillos y grité.
—¡Abre, Jess! Tenemos que hablar.
Tras unos cuantos segundos el volumen de la música aumentó considerablemente. ¿De verdad estaba haciendo aquello? Con tantas emociones bullendo en mi interior, creí que me terminaría estallando la cabeza. Suficiente. Entré en la cocina y me dirigí hacia la puerta lateral. El cuadro eléctrico estaba en la pared que había justo al lado. Arranqué la pequeña puerta de metal y desconecté los interruptores.
Todo se volvió oscuro al instante. Y también silencioso.
«¡Ja!»
No debería haberme alegrado tanto, pero era la primera cosa que me salía bien esa noche. Después me di la vuelta y me golpeé en la cadera con la zona de los fogones. «Ay.» Me froté la parte dañada mientras abría el cajón donde guardábamos distintos utensilios. Había cometido un error de cálculo importante. Antes de apagar la luz tenía que haber pillado el destornillador de punta plana que necesitaría para abrir la puerta de Jessica. Saqué el teléfono móvil del bolsillo y puse en marcha la aplicación de la linterna. Perfecto.
Tomé la herramienta y regresé al dormitorio de mi sobrina.
—¿Me vas a dejar entrar? —pregunté.
—¡No! —chilló ella—. ¡Vete al infierno! ¡No tienes derecho a decirme lo que puedo o no puedo hacer! ¡Soy una persona adulta!
Me hirvió la sangre.
—Mi casa. Mis normas. Abre la maldita puerta.
—¡Que te den!
Solté un gruñido. Metí el destornillador en la ranura que había en el pomo y lo moví para abrirla. No me resultó difícil ya que no era la primera vez que tenía que acceder de ese modo a su habitación.
Cuando entré me encontré a Jessica mirándome a través de la luz de una vela.
—Te he pedido mil veces que no enciendas nada aquí dentro —dije, mucho más frustrada de lo que estaba antes. Casi había incendiado la casa hacía un par de meses—. No quiero morirme mientras duermo solo porque a ti te gustan las velas.
—Que. Te. Den.
—No, que te den a ti —repliqué yo. Aquello pilló a Jess completamente desprevenida porque yo nunca usaba un lenguaje tan vulgar. No porque no pudiera, sino porque cuando obtuve su custodia me hice la promesa de no ser un mal ejemplo para ella. Pero hasta ahí habíamos llegado—. Estoy harta, Jessica. ¿Te consideras una adulta? Muy bien. A partir de este mes empezarás a pagarme una renta. O sigues las normas o te vas. ¿Qué se siente al ser tratada como una adulta?
Me miró boquiabierta, aunque el asombro le duró poco porque inmediatamente después agarró un marco de fotos del tocador y me lo tiró. Me agaché cuando empezó a gritar como una histérica y conseguí salir a toda prisa de la habitación, cerrando la puerta tras de mí.
¿Qué diantres había pasado?
Otro golpe sonó en la puerta, seguido por un segundo más. Debía de estar destrozando su dormitorio. Unos cuantos gritos más tarde la puerta se abrió. Allí estaba Jess, con una bolsa de ropa en la mano y el teléfono en la otra.
—Vete a la mierda —espetó, empujándome para hacerme a un lado—. No te necesito.
Fui detrás de ella. La parte más tranquila de mi cerebro me dijo que necesitaba ampliar su vocabulario con urgencia.
—¿Y cómo crees que te las vas arreglar tú sola? —inquirí, cruzándome de brazos con determinación.
Jess no me hizo ni caso, abrió la puerta principal y salió al porche. Luego bajó por el camino de entrada, tecleando frenéticamente mientras daba una patada a alguna que otra piedra que se interponía en su camino.
En ese momento me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que su madre. «Tengo que detenerla. Impedir que se vaya.»
No.
Lo que tenía que hacer era asegurarme de que había apagado la vela e irme a la cama. ¿Por qué seguir discutiendo? Ya volvería a casa. «¿No quiere ser una adulta? Pues que lo averigüe por sí misma. Que vaya sola al médico, que se mantenga segura…»
Así que en vez de seguir a la joven que había criado durante los últimos seis años, me serví una copa de vino y me lo bebí mientras reflexionaba acerca de cómo había perdido las riendas de mi vida.
Nate. Reese. Jessica y Amber.
En ese momento no quería ver ni hablar con ninguno de ellos.
Presa de un ataque de rebeldía, volví a servirme una segunda copa… y una tercera. Y cuando me sentí un poco mareada y lo suficientemente relajada por primera vez en mucho tiempo, llamé a Dawn, mi compañera de habitación de la universidad, y hablamos durante dos horas, riéndonos como si todavía tuviéramos veinte años. A las tres de la mañana seguía sin saber nada de Jess, pero por una vez no me importó. Simplemente me tiré en la cama y disfruté de la paz y tranquilidad que se respiraba en la casa.
Fue algo increíble.
¿Sabéis? Hay un juego en el que la gente tiene que decidir a dónde irían o qué harían si pudieran viajar al pasado. Algunas personas dicen que irían a conocer a Jesús, o matarían a Hitler o hablarían con Albert Einstein. Si yo pudiera retroceder en el tiempo y cambiar algo sería el hecho de haberme ido a dormir aquella noche sin encontrar a mi niña primero.
Usaría mi máquina del tiempo para romper esa maldita botella de vino e ir detrás de Jessica. Detenerla. Encontrar la forma de convencerla de que se merecía algo mejor que lo que había conseguido su madre.
¿Pero lo hice?
No, me fui a dormir y no me desperté hasta prácticamente el mediodía del sábado. Luego fui al gimnasio, me hice la pedicura y seguí con mi vida, cargada de razón, porque sabía que volvería.
Pero Jessica no volvió.