A lo largo de la historia los hombres han intentado imaginar y definir el enigma último, han buscado, teórica y prácticamente, unir el instante de su vida con el sentido último; es decir, han querido establecer una relación con el Misterio, con el significado de todo, han intentado entender el vínculo que existe entre su realidad y el sentido último; una necesidad que se hace urgente en situaciones adversas o de dolor. Este esfuerzo humano ha dado origen a las religiones. La religión es el conjunto expresivo del esfuerzo imaginativo del hombre en relación al Misterio, que se expresa en ideas conceptuales o dogmas (dimensión conceptual o dogmática), normas éticas o morales (dimensión moral o práctica) y en oraciones litúrgicas o ritos (dimensión estética). En la formulación religiosa influirá de modo decisivo la tradición, la situación histórico-ambiental y el temperamento de las personas.
Supongamos que el Misterio, el enigma último, entrara en la historia, se encarnase; es decir, que se convirtiera en un hecho normal perceptible en la trayectoria histórica. Una iniciativa semejante del Misterio debemos llamarla revelación: el Misterio se desvela, se hace conocible. Pues bien, el cristianismo afirma que el Misterio ha tomado la decisión de hacerse visible en la historia. Si se quiere averiguar lealmente qué es el cristianismo, justo por tratarse de un problema histórico, la única manera es comprobar si es cierto que ha sucedido o no. En otros términos, el anuncio cristiano no plantea un problema teórico (filosófico o moral), sino un problema histórico. Plantear la cuestión en términos filosóficos o morales, es decir, saber si es razonable o justo lo que dice el cristianismo, sería censurar o escamotear la pretensión que ha introducido el anuncio cristiano en la historia. Peor sería cerrarse totalmente al cristianismo negando su misma posibilidad. Obrar así sería ir contra la suprema categoría de la razón, la categoría de la posibilidad. En El final de la aventura, de G. Greene, un sacerdote, discutiendo con un librepensador que se negaba a admitir la posibilidad de la existencia de Dios, le mostraba su profunda contradicción diciéndole que es más libre pensamiento admitir todas las posibilidades que descartar alguna. Ante un hecho se puede maldecir, enfadarse, desear que no existiese, pero factum infectum fieri nequit: no se puede hacer que un hecho no haya existido. Pues bien, dado que el cristianismo es un hecho acontecido en la historia, afrontaremos su estudio mediante el método histórico. Pero antes de adentrarnos por ese camino, saquemos algunas conclusiones inmediatas del anuncio que hace el cristianismo.
No un camino, sino el camino. «Si ha sucedido lo que dice el cristianismo, este camino sería el único, no porque los demás fueran absolutamente falsos, sino porque éste habría sido trazado por el mismo Misterio. Recorriendo este camino trazado por Dios, el hombre se podrá dar cuenta de que, en comparación con los demás, éste se muestra más humano como síntesis, más completo en la valoración de los factores en juego. Siguiendo este camino excepcional, yo, a priori, tendría que entender también mejor los demás caminos a medida que los fuera conociendo; adquiría así la capacidad de captar todo lo que de bueno tienen también las otras vías, y sería una experiencia valorizadora, amplia, abierta, repleta de magnanimidad».
Cambio de método. «En la hipótesis de que el Misterio haya penetrado en la existencia del hombre, la relación hombre-destino ya no se basará en el esfuerzo humano, entendido como construcción e imaginación, como estudio dirigido a una cosa lejana, enigmática; será en cambio dar con alguien presente [...]. Es decir, ya no es central el esfuerzo de una inteligencia y una voluntad constructiva, de una imaginación laboriosa, de una complicada moral, sino la sencillez de un reconocimiento». El primer método favorece al inteligente, al culto; con el segundo resulta favorecido el hombre común, la gente sencilla. «El dar con una persona presente es una evidencia fácil para el niño y para el adulto. En la dinámica reveladora de esta hipótesis el principal acento no cae sobre la genialidad y la capacidad de iniciativa, sino sobre la sencillez y el amor».
En su Diario S. Kierkegaard afirma: «La forma más baja del escándalo, humanamente hablando, es dejar sin solución todo el problema en torno a Cristo. La verdad es que se ha olvidado por completo el imperativo cristiano: tú debes. Que el cristianismo te haya sido anunciado significa que tú debes tomar postura ante Cristo. Él, o el hecho de que Él exista, o el hecho de que haya existido, es la decisión clave de toda la existencia». Hay ciertos sucesos históricos que por su radicalidad obligan a tomar postura. Uno de éstos es el anuncio cristiano. La persona humana siempre toma iniciativas movida por la necesidad de encontrar una respuesta a su exigencia de significado y a su deseo de plenitud. Este significado y plenitud no los puede crear, sino simplemente reconocerlos cuando los encuentra. Si oyera la noticia de que alguien sabe cuál es el significado, es más, que se dice el sentido y el cumplimiento de todo, por tanto, también de la existencia humana, será absolutamente necesario saber si la noticia es verdadera o falsa. Se trata de una urgencia semejante a la que percibe un enfermo de cáncer que desea recuperar la salud y oye una noticia acerca de un tratamiento eficaz para curar su cáncer: su deseo de salud le llevaría a tomar la iniciativa de comprobar la verdad de lo que ha oído. No tomar en consideración ese anuncio significaría que ha resuelto el problema negativamente, que realmente no quiere ser curado de esa enfermedad mortal.
Con frecuencia los hombres no quieren saber nada del anuncio cristiano, y por ello intentan confinarlo a lo privado, lo consideran propio del mundo subjetivo. «Pues lo que molesta es precisamente percibir las enormes proporciones de los términos del problema: constatar o no constatar que Cristo haya o no existido, o mejor, que Él exista o que haya existido es la mayor decisión de la existencia. Ninguna otra opción que la sociedad pueda proponer o el hombre imaginar como importante tiene este valor. Y esto suena a imposición; afirmar el contenido cristiano parece despotismo. Pero ¿es despotismo dar a conocer algo que ha acaecido, por muy grande que pueda ser?». Una insidiosa deslealtad cultural ha hecho posible, en parte por la ambigüedad y la fragilidad de los cristianos, la difusión de una vaga idea del cristianismo como doctrina o creación mítica, incluso como una fábula73. Pero el cristianismo es ante todo un hecho, un acontecimiento, un hombre que ha entrado en la realidad sensible de los hombres pretendiendo ser Dios, o lo que es lo mismo, un hombre que ha dicho: «Yo soy el significado de todo lo creado; yo soy la salvación de tu vida».
Se suele decir: «Los cristianos tienen a Cristo, como los budistas tienen a Buda o los musulmanes tienen a Mahoma». Es evidente que frases de este tipo son fruto de la ignorancia. Pues «el anuncio cristiano es que un hombre que comía, caminaba, que llevaba normalmente su existencia humana, ha dicho: ‘Yo soy vuestro destino’, ‘Yo soy Aquel de quien todo el Cosmos está hecho’. Objetivamente es el único caso de la historia en que un hombre se ha, no ya ‘divinizado’ genéricamente, sino identificado sustancialmente con Dios. Desde el punto de vista de la historia del sentimiento religioso de la humanidad debe observarse que, cuanto mayor ha sido la genialidad religiosa de un hombre, más ha percibido y experimentado su distancia de Dios, la supremacía de Dios, la desproporción entre Dios y el ser humano. La experiencia religiosa es precisamente la vivencia de la conciencia de la pequeñez del hombre, de la inconmensurabilidad del Misterio [...]. Cuanto más genio religioso tiene un hombre, menos tentación siente de identificarse con lo divino. El hombre puede, efectivamente, actuar ‘fingiéndose’ dios, pero teóricamente es imposible concebir tal identificación. Estructuralmente el hombre no puede identificar su evidente parcialidad con el todo, excepto en el caso de una clamorosa y manifiesta patología. El dinamismo normal de la inteligencia está incapacitado para esta tentación, porque una tentación, para subsistir, debe tener como punto de partida cierta verosimilitud, una apariencia de posibilidad. Y que el hombre realmente se conciba Dios carece de verosimilitud, de toda apariencia de posibilidad».
Después de la primera vida de Jesús escrita por Strauss han proliferado los estudios sobre el Jesús histórico; una buena prueba de ello es el célebre libro de A. Schweitzer Investigaciones sobre la vida de Jesús. Al leer las publicaciones centradas en la investigación histórica sobre Jesús es fácil observar que los exegetas suelen admitir solamente algunas informaciones ofrecidas en los evangelios, normalmente las que armonizan con su esquema interpretativo, mientras que rechazan aquellas que son contrarias o resultan incoherentes con su concepción previa, considerándolas como material sin interés. La conclusión a la que llegan estos estudiosos tiene mucho de invención y suele estar lejos de la realidad que transmiten los evangelios. Un comportamiento semejante es desleal con el hecho tal como viene referido en las fuentes; que, por otra parte, son las únicas que permiten una reconstrucción histórica. Por eso el primer criterio para realizar un estudio serio de los orígenes del cristianismo es aceptar los datos que tenemos en los evangelios. Lo afirma con toda claridad H.U. von Balthasar:
«El primer supuesto de toda comprensión es aceptar lo dado tal como realmente se da. Si de antemano se practican cortes o reducciones en el evangelio, ya no se respeta el fenómeno en su integridad y se hace incomprensible [...]. No se conserva el más mínimo contexto plausible donde pueda valorarse cada miembro dentro de la totalidad de la imagen [... ] y cuando se suprimen partes esenciales, la imagen es tan pobre (el Jesús histórico de Renan, o de Harnack, y también de Bultmann) que desde lejos aparece ya como una invención profesional y, en cualquier caso, no puede explicar cómo un núcleo tan endeble ha podido convertirse en una forma tan robusta, vigorosa y acabada como es el Cristo de los Evangelios. Aun cuando en esta forma definitiva se constatasen discordancias aparentemente explicables con el método filológico, mediante la distinción entre fuentes y estratos, por las características de los documentos, etc., quedaría todavía por explicarse, o mejor por ver y reconocer, la forma global, llena de tensiones y altamente plausible que resulta de todos estos aspectos»74.
Los evangelios atestiguan la pretensión de Jesús narrando lo que hizo y dijo; son «el testimonio referente a una persona viviente que pretendió ser el destino del mundo y el Misterio que ha entrado a formar parte de la historia»75. ¿Cómo saber si esta pretensión expresa la conciencia de Jesús y no es el resultado de la imaginación exaltada de sus seguidores? Ante todo habrá que estudiar los relatos que nos han transmitido aquellos que se encontraron con él y fueron cautivados por él; un estudio que tenga en cuenta todos los aspectos implicados en los relatos evangélicos, sin censurar ningún aspecto o información. El criterio lo impone el objeto, no nuestra voluntad; y el objeto en este caso es el testimonio que nos han dejado los hombres que se encontraron con Jesús.
Pero el hecho cristiano no es un acontecimiento del siglo I, algo que sucedió en el pasado, un suceso confinado en aquel tiempo lejano. Por una parte, la comunidad que instituyó Jesús permanece en la historia, está presente hoy; por otra, esta comunidad tiene la pretensión de ser la realidad humana que prolonga la presencia de Jesús en la historia, posibilitando en la actualidad el encuentro con Aquel que entró en el mundo identificándose con el Misterio. El cristianismo consiste esencialmente en la relación con Jesús vivo, presente aquí y ahora. Y son los creyentes cristianos, como realidad sociológica identificable, quienes hacen posible el encuentro real con Jesús. Así lo afirma J. Ratzinger: «Vemos que el sujeto viviente que ha surgido de la anunciación, la Iglesia, ha percibido su identidad y está presente en esa identidad desde los comienzos. La Iglesia es prácticamente contemporánea de Jesús, contemporaneidad que se mantiene a través del tiempo. En consecuencia, no nos separa de Él el enorme foso de dos mil años. El sujeto vivo que da testimonio de Él y que, como quien dice, habla con la misma voz con la que Él habló al principio, nunca ha muerto»76. Por eso, para saber si es verdad lo que dicen los evangelios no basta un estudio histórico-crítico de las fuentes, también es necesaria una relación con Jesús. Y esto sólo es posible en una familiaridad con la realidad humana que lo hace presente. «Yo seré más capaz de tener certeza en relación a ti cuanto más atento esté a tu vida, es decir, cuanto más comparta tu vida [...]. Por ejemplo, en el evangelio, ¿quién pudo entender que había que tener confianza en aquel hombre? No la masa de la gente que iba buscando la curación, sino quien lo siguió y compartió su vida»77. Dicho con otras palabras, si alguien quiere conocer una persona u objeto es absolutamente necesario que establezca una sintonía, y la alcanza conviviendo con esa persona u objeto. Gracias a esta convivencia, al tiempo dedicado, se adquiere la capacidad de percibir lo cualitativo del objeto estudiado, se le comprende sin censurar ningún aspecto. Afirma H.U. von Balthasar: «Para ver que cada aspecto concreto cobra pleno sentido a partir de una totalidad que lo trasciende se requiere el arte de la visión global [...]. El arqueólogo puede reconstruir una estatua a partir de un brazo; el paleontólogo, partiendo de un diente, es capaz de formarse una imagen cabal del animal al que perteneció»78. Ciertamente esta sintonía con el objeto se adquiere mediante una dedicación de trabajo continuado. Pero es importante caer en la cuenta de que la certeza sobre Jesús, al igual que en otros campos de estudio, es imposible sin esta sintonía. Por tanto, es falso que solamente la visión histórico-crítica sea capaz de conocer quién es Jesús. Observa de nuevo von Balthasar: «Una reflexión sobre los supuestos generalmente admitidos por la ciencia de las obras artísticas y espirituales habría debido convencer a los teólogos de la ingenuidad de tal hipótesis metodológica, por más que sólo exista una analogía entre ambos campos. Una obra de arte, por ejemplo, sólo se puede comprender objetivamente dentro de cierta subjetividad sintonizada con la obra [...]. Generalizando todavía más, los colores, los sonidos, los olores sólo se dan en los órganos de los sentidos que los acogen, y como este abigarrado mundo en su totalidad sólo surge en los seres vivientes y en los espíritus, se puede decir que sólo puede desplegar y representar su objetividad por la mediación de los sujetos»79.
Junto a la necesidad de una implicación del sujeto con el objeto —concretamente en el caso que nos ocupa, una relación personal con Jesús—, para alcanzar un conocimiento seguro y verdadero también es necesario poseer una inteligencia que reconozca los indicios presentes en la realidad. «Cuanta más potencia se tiene como hombre, más capaz se es de llegar a certezas sobre el otro partiendo de pocos indicios [... ] más capaz se es de fiarse, porque se intuyen los motivos adecuados para creer en el otro [...]. Si lo único razonable residiera en la evidencia inmediata o demostrada personalmente [... ] el hombre no podría progresar en su camino, porque cada uno tendría que rehacer todos los procesos desde el principio»80. Es decir, la humanidad con todas sus exigencias tiene que estar despierta. Solamente quien viva conscientemente el drama humano estará en una disposición adecuada para reconocer los indicios que le permitan adquirir la certeza existencial sobre Jesús de Nazaret. «Para afrontar el tema de la hipótesis de una revelación y de la revelación cristiana —afirma L. Giussani— no hay nada más importante que la pregunta sobre la situación real del hombre. No sería posible apreciar plenamente qué significa Jesucristo si antes no apreciáramos bien la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta, en efecto, como respuesta a lo que soy ‘yo’, y sólo tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme de par en par y disponerme para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo. Sin esta conciencia incluso Jesucristo se convierte en un mero nombre»81.
Por último, para poder convivir y estar atento a los indicios presentes en la realidad es necesario entrar en relación con el objeto de estudio sin una sospecha o una posición escéptica. Partir de la sospecha o el escepticismo es desleal, pues no es el resultado de un estudio serio, todavía no realizado, sino fruto del prejuicio. La posición honesta es confrontarse con el objeto intentando comprender y descubrir si hay motivos suficientes para fiarse o no, si existen razones convincentes o no para aceptar lo que los evangelios proponen, el anuncio que hacen.
¿Cómo llegaron los primeros que encontraron a Jesús a la convicción de que decía la verdad cuando se presentaba como Aquel que cumple la vida del hombre, como el camino, la verdad y la vida? Los evangelios narran esta trayectoria, que comenzó en el encuentro, hasta el convencimiento. Después de haberse encontrado con él, los discípulos empezaron a buscarlo, a convivir con él. Iban juntos a pescar, estaban con él cuando hablaba a las gentes, le acompañaban cuando se desplazaba a los pueblos más cercanos, eran testigos de cómo trataba a la gente, de las curaciones que realizaba. En esa convivencia, poco a poco, nació en ellos la convicción: «Éste es el enviado de Dios, éste es el que tenía que venir al mundo».
Hay en los evangelios una frase que se repite con cierta frecuencia, sobre todo después de haber presenciado algún milagro: «Y sus discípulos creyeron en él». La primera vez que aparece es en la conclusión del relato de la boda de Caná, donde Jesús cambió el agua en vino. Comenta L. Giussani:
«No deja de asombrar esta frase. ¿No acabábamos de ver, en el capítulo anterior, que sus discípulos ya habían ‘creído en él’? Sin embargo, ésta es la descripción psicológicamente perfecta y precisa de un fenómeno usual para todos nosotros. Cuando encontramos a una persona importante para nuestra propia vida, siempre hay un primer momento en que lo presentimos, algo en nuestro interior se ve obligado por la evidencia a un reconocimiento ineludible: ‘es él’, ‘es ella’. Pero sólo el espacio que damos a que esta constatación se repita carga la impresión de peso existencial. Es decir, sólo la convivencia la hace entrar cada vez más radical y profundamente en nosotros, hasta que, en un momento determinado, se convierte en certeza. Y este camino de ‘conocimiento’ recibirá en el Evangelio otras muchas confirmaciones, esto es, necesitará mucho apoyo; tanto es así que esa fórmula, ‘y creyeron en él sus discípulos’, se repite muchas veces y hasta el final. El conocimiento consistirá en una persuasión que tendrá lugar lentamente, donde ningún paso posterior desmentirá los anteriores: antes también habían creído. De la convivencia irá brotando una confirmación de ese carácter excepcional, de esa diferencia que desde el primer momento les había conmovido. Con la convivencia dicha confirmación se acrecienta.
»Así pues, en el Evangelio queda registrado que el creer abarca la trayectoria de una convicción que se va produciendo en un sucesivo repetirse de reconocimientos, a los que hay que dar espacio y tiempo para que tengan lugar. Volvemos a encontrar aquí, encarnado en el testimonio evangélico, ese requisito de método que ya recordamos en el capítulo anterior. Y ya que es cierto que el conocimiento de un objeto requiere espacio y tiempo, con mayor razón esta ley no podía ser contradicha por un objeto que pretende ser único».
Para que podamos reconocer repetidamente quién es Jesús y que nuestra certeza sea sólida se exige por nuestra parte, como afirma Giussani, que demos espacio y tiempo para adquirirla. Pero, ¿cómo se puede convivir con alguien que no está presente? Es absolutamente necesario que Jesús esté entre nosotros. Él ha asegurado su presencia: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Se hace presente en su Iglesia. Su excepcionalidad se manifiesta en medio de aquellos que le siguen y forman la comunidad cristiana. Allí él sigue vivo y operante, allí manifiesta quién es, allí puede ser conocido.
* * *
Dibujo 2: Mapa de Palestina.
En el año 63 a. de C. Pompeyo ocupa Jerusalén, lo que supone el final de la dinastía de los Asmoneos y la independencia judía. Bajo la influencia romana se hacen con el poder Antipatro y sus dos hijos Fasael y Herodes, de origen idumeo; este último obtiene de los romanos el poder real en el año 39 a. de C. Herodes el Grande fue odiado por el pueblo judío porque era extranjero y colaborador de Roma; además su gobierno fue poco respetuoso con las normas de la Ley judaica. A este rey se deben construcciones grandiosas; entre ellas destacan la ciudad de Sebaste, las grandes construcciones de Cesarea Marítima, varias fortalezas en todo el país y la mejora sustancial del Templo de Jerusalén junto a la construcción de la torre-fortaleza Antonia, en las inmediaciones de la explanada del Templo. A su muerte, ocurrida en el año 4 a. de C. después de una larga y dolorosa enfermedad, le sucedieron sus hijos: Arquelao, Filipo y Herodes Antipas. El primero gobernó los territorios de Judea, Samaria e Idumea; el segundo, los territorios al este del Jordán: Traconítide, Galaunítide, Batanea, Auranítide e Iturea; y el tercero, Galilea y Perea. Todos ellos estuvieron sometidos al poder del gobernador romano de Siria.
En el año 6 d. de C., Augusto depuso a Arquelao y lo desterró a las Galias. A partir de ese momento Judea y Samaria se convirtieron en una provincia senatorial, gobernada por un prefecto. Flavio Josefo informa de este cambio de gobierno en su libro La guerra de los judíos: «El territorio de Arquelao fue convertido en provincia y fue enviado como procurador Coponio, que pertenecía a la clase ecuestre de los romanos, y recibió de César todos los poderes, hasta el condenar a muerte» (Bell 2,117)82. En la época del ministerio público de Jesús gobernó esta región Poncio Pilato. Tras la muerte de Filipo (año 34), su región pasó también a ser gobernada directamente por los romanos. Herodes Antipas gobernó hasta su destitución y exilio en el año 39 por mandato del emperador Calígula; por tanto, es el que gobernaba Galilea en tiempos de Jesús. De todos ellos nos ha dejado noticias Lucas en su evangelio: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de la Galilea, y Filipo, su hermano, tetrarca de la Iturea y de la Traconítide, y Lisanias tetrarca de la Abilina...» (Lc 3,1).
Palestina volvió a tener un gobierno propio durante algunos años, cuando un nieto del rey Herodes el Grande, conocido como Herodes Agripa I, consiguió ser nombrado rey por el emperador. Al vivir durante varios años en Roma, llegó a ser amigo personal de Calígula. Nombrado emperador, Calígula le concedió en el año 37 el territorio que Filipo había gobernado, y dos años más tarde el de Herodes Antipas. En el año 41 d. de C., al conseguir el dominio de Judea, de Samaria y de Idumea, Herodes Agripa I unificó bajo su poder todo el territorio del reino de su abuelo durante los años 41-44. A su muerte repentina, el pueblo judío fue sometido al gobierno directo del poder romano.
Prefectos de Judea
Coponio (6-9), Marco Antípulo (9-12), Annio Rufo (12-15), Valerio Grato (15-26), Pilato (26-36), Marcelo (36-37), Marulo (37-41), Cuspio Fado (44-46), Tiberio Alejandro (46-48), Ventidio Cumano (48-52), Antonio Felix (52-60?), Porcio Festo (60?-62), Albino (62-64), y Gesio Floro (64-66) |