Jesús murió crucificado el día de la Pascua judía del año 30, que aquel año cayó en viernes. Después de pedir su cuerpo a Pilato, José de Arimatea lo enterró en un sepulcro de su propiedad, que se hallaba junto al Gólgota, poco antes de que comenzara el descanso sabático con la puesta del sol. Los relatos evangélicos nos informan escuetamente del sepelio de Jesús; he aquí, por ejemplo, la versión de Marcos:
«Cuando llegó el atardecer, puesto que era la preparación, que es el día anterior al sábado, José de Arimatea, miembro ilustre del sanhedrín, que también esperaba el reino de Dios, se atrevió a ir a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato se asombró de que ya hubiese muerto y haciendo llamar al centurión, le preguntó si hacía tiempo que había muerto; e informado por el centurión, otorgó el cadáver a José. Habiendo comprado una sábana, después de descolgarle, lo envolvió en la sábana y le colocó en un sepulcro que estaba excavado en roca, e hizo rodar una piedra en la puerta del sepulcro» (15,42-46).
Pero la narración evangélica no termina con la sepultura de Jesús. A renglón seguido, los evangelistas informan de un hecho sorprendente sucedido al amanecer del día después del sábado: unas mujeres fueron al sepulcro de Jesús, encontraron corrida la piedra que cerraba la entrada y la tumba vacía. Poco después narran la aparición de un ángel portador de la gran noticia: Jesús Nazareno, el crucificado, ha resucitado. Tras este relato, los evangelios refieren a continuación el testimonio de diferentes apariciones de Jesús a las mujeres y los discípulos que le habían acompañado durante sus años de predicación pública y habían sido testigos de su muerte en la cruz.
Los evangelios, entre los relatos de milagros, incluyen varias resurrecciones de muertos: la hija de Jairo (Mc 5,22-24.35-43), el hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-15) y Lázaro (Jn 11,1-44). En todos estos casos el relato evangélico, mediante algún detalle de la narración, expresa con claridad que se trata de una vuelta a esta vida temporal y, por tanto, sometida a la muerte. La resurrección de Jesús ¿es de la misma categoría? Ciertamente no, si nos atenemos a las expresiones que usan los autores del Nuevo Testamento para referirse a la resurrección de Jesús; estamos ante un hecho único en la historia. Con frecuencia lo denominan exaltación o glorificación; también hablan de sentarse a la diestra del Padre, ser constituido Señor de cielo y tierra, poseer la vida inmortal, etc. Todo ello nos está indicando que Jesús no vuelve a la vida de antes de su crucifixión; no se trata de una reanudación de la vida mortal, como sucede en aquellos que se beneficiaron de su poder de hacer resurgir a los muertos. Jesús, después de resucitar, ya no pertenece a este mundo, entra en el más allá. Esta realidad está expresada en el credo que rezan los cristianos del modo siguiente: «Resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre».
Esto significa que el acontecimiento de la resurrección de Jesús es un hecho real, pero por ser trascendente no puede ser objeto de investigación histórica. En sí mismo es inalcanzable para el ser humano. De hecho, los evangelistas no narran el acontecimiento de la resurrección, aluden solamente al hallazgo del sepulcro vacío y las apariciones; el acontecimiento en sí mismo permanece en el misterio. Es más, la resurrección de Jesús no es un hecho verificable por cualquiera, es decir, no basta tener ojos y oídos para llegar a ser testigo de su resurrección. Este hecho excede al conocimiento común de los hombres. El hombre no es capaz por sí mismo de descubrir y entender la naturaleza de aquel hecho irrepetible. Sólo una revelación de Dios posibilita su conocimiento humano, como dice Hch 10,40s: «A éste Dios resucitó en el tercer día y le concedió hacerse visible, no a todo el pueblo, sino a los testigos previamente designados por Dios». Por tanto, lo que ocurrió en la resurrección de Jesús no se descubre con los medios del conocimiento natural, es algo que pertenece a la esfera de Dios y sólo puede ser conocido por testimonio y acogido por la fe. Por ello, «al reflexionar sobre la resurrección de Jesús encontramos ciertos límites que nos impiden hablar estrictamente como de un «hecho histórico comprobable». Entramos en un acontecimiento escatológico del que los testigos hablan de él»174.
Ahora bien, este evento ha tenido lugar en un hombre; por tanto, necesariamente habrá dejado algunas huellas visibles. Estos indicios o fenómenos es lo único que puede estudiar el historiador. Justamente por suceder en nuestro mundo, por ser fenómenos empíricos, son accesibles a la investigación histórica; mientras que la resurrección de Jesús en sí misma, por ser un acontecimiento que pertenece al más allá, escapa a la lupa del historiador. «Que Jesús resucitado subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre es una afirmación cuyo lugar propio no es un libro de historia, sino un credo. Pero al mismo tiempo, la resurrección de Jesús es una obra de Dios en la historia humana. El Jesús glorioso en que desde los apóstoles cree la Iglesia es el Jesús crucificado por sentencia de Poncio Pilato en tiempo del emperador Tiberio. Unos personajes de la historia que conocemos también por documentos históricos, los apóstoles, dieron testimonio de que se les había aparecido después de su muerte y que unas piadosas mujeres encontraron su sepulcro vacío al tercer día. Por eso, en cierto modo, el historiador puede probar el hecho de la resurrección de Jesús: su análisis de los testimonios y los acontecimientos puede llevar a la conclusión de que sin el hecho real de la resurrección quedarían muchas cosas sin explicar»175.
Los dos principales indicios de la resurrección de Jesús que centrarán nuestra atención son el hallazgo del sepulcro vacío y las visiones del resucitado que tuvieron, según su testimonio, algunos de los seguidores de Jesús. Pero no son los únicos indicios. Aludimos brevemente a otros. En primer lugar tenemos la sorprendente predicación apostólica sobre Jesús después de la condena del tribunal supremo judío y su ignominiosa muerte en el suplicio de la cruz. Es necesario recordar que, para todo fiel judío, la condena del sanhedrín significa el juicio de Dios. Y este juicio había establecido que Jesús era un blasfemo, un impío, un maldito de Dios. ¿Cómo es posible que un grupo de judíos no aceptara como definitivo el juicio del sanhedrín? Es más, ¿cómo es posible que aquellos hombres, inmediatamente después de la muerte de su Maestro, se atrevieran a predicar que la plenitud de la vida humana se concedía al seguidor de Jesús? Es decir, ¿cómo se explica que propusieran públicamente a este condenado como el salvador de los hombres, como aquel que obtiene el perdón de los pecados y restablece la amistad con Dios? La única explicación posible es la resurrección de Jesús. Hecho inaudito que ellos consideran el verdadero juicio divino: Dios, al resucitarlo, se ha manifestado de acuerdo con la pretensión de Jesús y ha descalificado la condena del sanhedrín. El acontecimiento sorprendente de la resurrección de Jesús es la única razón verdaderamente explicativa de la existencia de la predicación cristiana.
De igual modo, la existencia de la Iglesia, su permanencia en la historia, exige el hecho de la resurrección de Jesús. «La Iglesia —afirma L. Giussani— se presenta en la historia ante todo como relación con Cristo vivo. Cualquier otra reflexión, cualquier otra consideración es consecuencia de esta actitud original [...]. Un recuerdo piadoso no habría podido mantener unido a aquel grupo en condiciones tan difíciles y hostiles, ni siquiera aunque hubiese alentado en ellos el deseo de difundir las enseñanzas del Maestro. Para aquellos hombres, la única enseñanza que no podía ponerse en cuestión era que el Maestro estaba presente, que Jesús estaba vivo y esto es exactamente lo que nos han transmitido: el testimonio de la presencia de un Hombre vivo. El comienzo de la Iglesia es precisamente este conjunto de discípulos, este pequeño grupo de amigos, que tras la muerte de Cristo sigue estando unido igualmente. ¿Por qué? Porque Cristo resucitado se hace presente en medio de ellos»176. Por eso, el verdadero fundamento de la comunidad cristiana es Jesús resucitado, su presencia viva. «Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que la Iglesia naciente es un edificio sostenido por la resurrección de Jesús como un imprescindible cimiento. Si no hubiese habido hombres que podían decir: ‘hemos visto al Señor’, y cuyas vidas quedaron transformadas por este hecho, no hubiese habido lo que llamamos cristianismo ni Iglesia»177.
Sin la resurrección de Jesús también sería un enigma la celebración del domingo desde los mismos albores del cristianismo178. Recuérdese que los primeros miembros de la Iglesia son todos judíos; éstos celebraban como día santo el sábado, conforme a lo establecido por la Ley mosaica. Si se prescinde del acontecimiento de la resurrección de Jesús, no existe ningún motivo para que este grupo judío cambiara la celebración del día santo, y en lugar del sábado prefirieran el día después, denominado «domingo» en honor de su Señor. En cambio, es perfectamente comprensible el cambio si en ese día tuvo lugar el hallazgo del sepulcro vacío y el comienzo de las apariciones, es decir, cuando tuvieron la evidencia de la resurrección de Jesús; acontecimiento único que será la clave interpretativa de la realidad y de la historia.
Dibujo 5: La reconstrucción del sepulcro.
Es frecuente leer en comentarios a los evangelios o monografías sobre la resurrección de Jesús que los relatos del hallazgo del sepulcro vacío son una creación literaria de las primeras comunidades cristianas con el fin de ofrecer una prueba tangible de la resurrección. No deja de sorprender que dichos cristianos intentaran hacer pasar como prueba algo que no lo fue para ellos mismos. En efecto, según los relatos evangélicos, ni las mujeres ni los apóstoles interpretaron el dato del sepulcro vacío como prueba irrefutable de la resurrección. Baste recordar aquí la expresión utilizada por María Magdalena cuando comunicó a los apóstoles el extraño descubrimiento que realizaron ella y sus compañeras al amanecer del primer día de la semana: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Ahora bien, si estos relatos no tienen una finalidad apologética, será necesario reconocer que la verdadera intención de los evangelistas al narrar este suceso es informar de lo que sucedió aquel día. Por lo demás, ateniéndonos a los relatos evangélicos, son muchos los indicios que van en esta dirección.
Según Mc 15,42-47, Jesús fue sepultado por José de Arimatea, «miembro ilustre del sanhedrín». Si estamos ante un relato inventado tardíamente, resulta sorprendente que se ofrezca un dato tan concreto, cuando el engaño forzosamente exigiría una información imprecisa, no fácil de constatar objetivamente. En la misma dirección se orienta la noticia precisa de la tumba singular de Jesús. Algunos estudiosos han considerado esta sepultura individual de Jesús como un indicio más del desconocimiento de las costumbres judías y, por tanto, un rasgo inequívoco de que el autor sagrado era un gentil de la segunda o tercera generación cristiana. Apelan estos especialistas a las normas judías que mandan enterrar a los ajusticiados en la sepultura común, como Sanh 6,5. En este texto se dice: «No se les enterraba en la sepultura de sus padres, sino que existían dos sepulturas que estaban dispuestas por el tribunal, una para decapitados y estrangulados, y otra para lapidados y quemados». Por tanto, sostienen estos autores, Jesús también debió ser enterrado en esta sepultura común. Sin embargo, arqueólogos israelíes, al excavar en 1968 unas tumbas en el norte de Jerusalén, descubrieron un osario con restos de un crucificado: los talones habían sido traspasados por un clavo de hierro, que seguía incrustado, y las tibias habían sido rotas deliberadamente. Algunos de los elementos encontrados en las tumbas, entre otros la cerámica, permitieron fechar la muerte del crucificado: contemporáneo de la época de Jesús o de los primeros años del cristianismo. Por tanto, no siempre los ajusticiados eran enterrados en la fosa común; si las familias o los amigos solicitaban los cuerpos, se les podía conceder una sepultura honrosa.
Es más, en el supuesto de que el relato del hallazgo del sepulcro vacío sea una pura invención cristiana, resultan incomprensibles dos peculiaridades del mismo. En primer lugar, la atribución del descubrimiento a unas mujeres. En el judaísmo de la época de Jesús, las mujeres no eran testigos válidos (cf. Lc 24,11). Si estamos ante un relato inventado, lo lógico habría sido identificar a sus protagonistas con hombres. Esta peculiaridad sólo es explicable en la hipótesis de que realmente fueron mujeres quienes, al visitar el sepulcro en la mañana de aquel día, lo encontraron vacío. En segundo lugar, están las indicaciones de tiempo que sirven para designar el momento en que tuvo lugar el sorprendente hallazgo. Aunque tenemos formulaciones diferentes, es llamativa la coincidencia total de los evangelistas: al tercer día después de su muerte en cruz. Algunos exegetas han pretendido explicar esta fórmula recurriendo a un texto profético del Antiguo Testamento, que dice así: «Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resucitar y en su presencia viviremos» (Os 6,2). Pero en este pasaje el profeta alude a la resurrección como figura poética para llamar al pueblo de Israel a la conversión: si los israelitas vuelven de nuevo a confiar en Yahvé, serán regenerados y sus heridas sanarán en poco tiempo. En este texto, por tanto, se anuncia la regeneración del pueblo de Israel, no la resurrección de Jesús. De hecho, ésta es la interpretación que ofrece siempre la tradición rabínica. A decir verdad ni éste ni ningún texto profético del Antiguo Testamento anuncian la resurrección de Jesús al tercer día. Los evangelistas repiten invariablemente este dato cronológico por fidelidad al suceso del hallazgo del sepulcro vacío, que tuvo lugar al tercer día de la muerte y sepultura de Jesús.
La mayoría de los escritos del Nuevo Testamento se hacen eco de la oposición que mantuvieron las autoridades judías frente a la predicación apostólica. Ciertamente el mejor modo de acabar con ella hubiera sido probar su falsedad mostrando que el cuerpo de Jesús permanecía en el sepulcro. Si no lo hicieron, fue sencillamente porque no pudieron. Durante todo el tiempo que intentaron impedir la difusión del cristianismo, los miembros del sanhedrín no negaron el dato del sepulcro vacío, simplemente lo explicaron apelando al infundio del robo del cuerpo de Jesús por los apóstoles. Téngase en cuenta que para la mentalidad judía del siglo I la resurrección de entre los muertos implicaba necesariamente la resurrección del cuerpo; habría sido imposible proclamar la resurrección de Jesús sin el dato de la tumba vacía. Por lo demás, es absurda la explicación que cierta crítica moderna ofrece de este hecho afirmando que Jesús no murió realmente, sino que fue enterrado vivo, lo que permitió una posterior reanimación de su cuerpo. Solamente la ignorancia o la infamia pueden crear una invención tan alejada de la realidad. Como señala acertadamente R.H. Fuller, la muerte real de Jesús ni siquiera fue puesta en duda por los adversarios judíos; la tesis de que Jesús no murió realmente fue introducida bastantes años después por la herejía doceta, apoyándose en razones dogmáticas equivocadas y en contra de los datos históricos179.
Por otra parte, si los discípulos robaron el cuerpo de Jesús, para explicar su desaparición, éstos no debían necesariamente recurrir a la difícil hipótesis de la resurrección; podían haber echado mano de la concepción judía del rapto corporal al cielo, como la tradición judía afirma de algunos de sus personajes; por ejemplo, Henoc, Elías, Esdras y Baruc. No obstante, los apóstoles afirmaron insistentemente que el cuerpo de Jesús desapareció del sepulcro a causa de su resurrección de entre los muertos. Y esto a pesar de que, recordémoslo de nuevo, el sepulcro vacío no era por sí mismo suficiente prueba del hecho de la resurrección180. La insistente afirmación apostólica sólo puede deberse a una lealtad con lo que realmente sucedió.
Todas las características señaladas nos obligan a concluir que la crítica histórica no puede negar la veracidad histórica del hallazgo del sepulcro vacío. A idéntica conclusión llega un conocido estudioso de estos relatos pascuales apoyándose en otros argumentos: «El domingo siguiente a la crucifixión, un grupo de mujeres seguidoras de Jesús encontró su sepulcro vacío. Diferentes razones han llevado a la mayor parte de los estudiosos a esta conclusión: a) El relato del sepulcro vacío es parte del material más antiguo que utilizó Marcos. b) La tradición antigua citada por Pablo en 1Corintios 15,3-5 implica el sepulcro vacío. c) El relato es simple y no tiene signos de embellecimiento propios de una leyenda. d) El hecho de que el testimonio femenino careciese de peso en la Palestina del primer siglo juega a favor de la historicidad de dicha información. e) La acusación inicial por parte de los judíos de que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús presupone que el cuerpo, de hecho, faltaba del sepulcro. Podría continuar pero pienso que ya se han citado suficientes evidencias que indican que, en palabras de Jacob Kremer, un austríaco especializado en la resurrección, ‘con mucho, la mayoría de los eruditos se mantiene firme en la fiabilidad de lo expuesto en la Biblia acerca del sepulcro vacío’»181.
Sin embargo, las diferencias y contradicciones que encontramos en estos relatos pascuales hacen poco fiable el testimonio de los evangelistas. A diferencia de los relatos de la pasión, que reflejan un esquema fijo y coherente, los evangelistas difieren entre sí en la narración pascual del hallazgo del sepulcro vacío, hasta el punto de resultar imposible su armonización. Para justificar estas divergencias se recurre normalmente a la intención teológica de los evangelistas, incluso se subraya que su objetivo no era narrar historia; por ello, no hay que esperar una información fidedigna. Pero ¿cómo es posible esta falta de curiosidad histórica por un suceso que se afirma como fundamento de la fe? Es más, si su intención no era informar acerca de acontecimientos reales sino solamente afirmar el dato de fe de la resurrección, ¿no habría sido mejor que se hubieran limitado a afirmar que Cristo resucitó de entre los muertos, sin ofrecer un contexto histórico? Pero comencemos señalando algunas de las dificultades que contienen los relatos del hallazgo del sepulcro vacío.
a) Según el relato de Marcos, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé descubrieron la tumba vacía (16,1); según Mateo fueron dos mujeres: María Magdalena y la otra María (28,1); la narración de Lucas, sin embargo, habla de tres, aunque atribuye a una de ellas un nombre distinto: María Magdalena, Juana y María la de Santiago, a las que agrega otro grupo indeterminado: «y las demás con ellas» (Lc 24,10); en Juan aparece solamente María Magdalena (20,1-2).
b) Marcos y Mateo, al narrar la aparición del ángel en el sepulcro, sostienen que fue uno solo (Mc 16,5; Mt 28,2-3); Lucas y Juan hablan de dos (Lc 24,4; Jn 20,12).
c) Marcos, al final de su relato, señala que las mujeres no dijeron nada de lo sucedido (Mc 16,8); afirmación totalmente contraria a la que se puede leer en los otros evangelistas (Mt 28,8; Lc 24,22-24). Ciertamente, como confirma la narración de los acontecimientos posteriores, los apóstoles se enteraron del hallazgo del sepulcro vacío por las mismas mujeres.
d) Mateo afirma que la tumba fue vigilada por guardias (Mt 27,62-66), mientras que esta noticia es desconocida por los otros evangelistas.
e) Existen otras discordancias menores, que nos limitamos a enunciar: la hora del hallazgo del sepulcro vacío, el motivo de la visita de las mujeres, el modo en que se corrió la piedra de la entrada.
Estas discrepancias han llevado a muchos estudiosos a considerar el testimonio de los evangelistas como poco fiable. Si los relatos evangélicos narran sucesos reales, ¿cómo es posible que contengan tantas diferencias e incluso contradicciones? Ciertamente la falta de armonía en un dato tan importante para el cristianismo resulta muy sorprendente. Por ello es comprensible que estas divergencias de los relatos sean consideradas una objeción de peso contra su valor histórico. H.S. Reimarus, apoyándose en estas anomalías, argumentaba: «Lector, tú que eres serio y amigo de la verdad, dime delante de Dios, ¿podrías aceptar como unánime y sincero un testimonio, respecto a una materia tan importante, que con tanta frecuencia y claridad se contradice en cuanto a las personas, el tiempo, el lugar, el modo, el fin, las palabras, el relato?»182.
Evidentemente la pregunta retórica de Reimarus exige una respuesta negativa. Este autor alemán, junto a otros estudiosos, se niega a dar credibilidad a los relatos pascuales sin haberlos estudiado atentamente desde una perspectiva lingüística. Creemos que el recurso al original semítico de la tradición evangélica permite aportar nueva luz para resolver estas dificultades. Así lo hemos intentado mostrar en algunas de nuestras publicaciones183. Como ilustración de este método de trabajo estudiaremos aquí el final del relato del hallazgo del sepulcro vacío de Marcos.
De todas las divergencias e incoherencias que existen entre los relatos del hallazgo del sepulcro vacío, sin duda alguna la más llamativa es la que tenemos en el último versículo del evangelio de Marcos. En él se afirma que las mujeres, después del encargo que el ángel les encomendó en el sepulcro, «a nadie dijeron nada, porque estaban llenas de temor (καὶ οὐδενὶ οὐδὲν εἴπαν ἐφοβοῦντο γάρ)» (16,8). La discrepancia con los otros evangelistas es evidente. Mateo dice que «partieron a toda prisa del sepulcro y corrieron a dar la noticia a los discípulos» (28,8); y Lucas, por su parte, informa sobre cómo las mujeres «anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás» (24,9). En otras palabras, tanto Mateo como Lucas, al igual que Juan (20,2), afirman explícitamente que los apóstoles tuvieron conocimiento del hallazgo del sepulcro vacío y de la resurrección de Jesús por el anuncio de las mujeres. Marcos, sin embargo, afirma todo lo contrario.
Si realmente no dijeron nada a nadie, surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo lo supo el narrador? En realidad, la información del mismo Marcos supone que el silencio no fue definitivo, sino solamente mientras duró la fuerte emoción. Una vez recobradas del temor, contaron todo. De este modo explican algunos traductores la frase de Marcos. Por ejemplo, en la versión de J.M. Bover se lee esta aclaración: «‘A nadie dijeron nada’ por entonces, más tarde, recobradas, cumplieron el encargo»; y Nácar-Colunga ofrecen esta nota a su traducción: «‘A nadie dijeron nada’, se entiende de los extraños que en el camino encontraban». Pero si fue así, ¿por qué no lo dijo el evangelista? ¿Por qué prefirió acabar su evangelio de una manera tan brusca y extraña? El único motivo de explicación sugerido por los estudiosos sería la intención teológica del evangelista. Incluso ha querido verse en esta noticia una huella de la ignorancia que tuvo la Iglesia primitiva durante los primeros años respecto al hallazgo del sepulcro vacío. Nuestro estudio pondrá en evidencia el poco fundamento de estas hipótesis.
Pero antes de ofrecer nuestra explicación, queremos llamar la atención sobre otra no pequeña extrañeza del relato de Marcos: en él se afirma que las mujeres huyeron del sepulcro después de haber recibido el mensaje de la resurrección de Jesús. No vemos absolutamente ningún motivo para ello, por mucho temblor y estupor que les hubiese entrado. Lo natural es que salieran del sepulcro y fueran aprisa adonde se hallaban los discípulos, pero no que huyeran. No se olvide que del espanto experimentado ante la presencia angélica habían sido recobradas por las palabras reconfortantes del ángel. La versión de Mateo evita utilizar este verbo: «Y partiendo a toda prisa del monumento, con temor y grande gozo corrieron a dar la nueva a sus discípulos».
A nuestro juicio, las informaciones extravagantes del relato de Marcos se han originado por una incorrecta traducción de un original arameo, que, en versión castellana, decía así:
Y ellas marcharon, apretándose (unas contra otras), del sepulcro, porque se había apoderado de ellas temblor y estupor y a nadie nada dijeron sin que fueran tenidas por perturbadas.
La inexplicable fuga del sepulcro después de la aparición angélica tiene fácil solución. El verbo «huir» en arameo se dice ‘araq. El traductor leyó aquí este verbo favorecido por la expresión que venía a continuación: «del sepulcro». Pero ya C.C. Torrey decía que las letras arameas dalet y resh eran confundibles entre sí a causa de su semejanza184. Pues bien, si leemos aquí el verbo ‘adaq, cuyo significado es «apretarse (unas contra otras), pegarse (unas a otras)», el evangelista no informaría aquí de ninguna huida, sino del modo como abandonaron las mujeres el sepulcro.
A nuestro juicio, la última frase, compuesta de dos palabras griegas, ἐφοβοῦντο γὰρ, es la que contiene la mayor dificultad. Para aclarar el misterio encerrado en este verbo y en esta partícula causativa, es necesario tener en cuenta las posibilidades significativas de la conjunción aramea que leyó el traductor, que muy probablemente fue min di, entre cuyos valores, además de «porque», se encuentra el privativo «sin que». Por lo que se refiere al verbo «estaban llenas de temor», es innegable que el traductor leyó la pasiva de la forma normal del verbo behal. Pero la forma intensiva de este verbo significa «perturbar», y su pasiva «ser o estar perturbado», cuya grafía consonántica es idéntica a la pasiva de la forma normal. Ahora bien, aquí la forma intensiva tenía un valor estimativo o de consideración; cuyo uso en hebreo y arameo, sin ser frecuente, tampoco es excesivamente raro. Este significado sólo puede hacerlo apreciar el contexto, no la grafía. Así el significado propio del verbo arameo en este versículo final de Marcos era: «ser tenido por perturbado, ser considerado perturbado».
Esta información de Marcos, que fue barrida por la mala traducción al griego, dice lo mismo que encontramos afirmado en Lucas. En 24,11, éste puntualiza que las palabras de las mujeres a los apóstoles les parecieron sin sentido, y no las creyeron; y poco más adelante, los de Emaús dicen a quien creen peregrino: «Es cierto que algunas mujeres de nosotros nos han causado estupor porque, yendo muy temprano al sepulcro y no encontrando su cuerpo, vinieron diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales dicen que vive». Y de nuevo es claro el poquísimo crédito que estos dos de Emaús dieron a las palabras de las mujeres, porque, a pesar de haberlas oído, creyendo que la causa de Jesús ha terminado para siempre con su muerte en el Calvario, marchan tristes a su aldea. Así pues, la información que tenemos en el final del evangelio de Marcos coincide con la que nos ofrece Lucas: que los apóstoles no creyeron a las mujeres, pues, al escuchar la magnitud del suceso que les estaban anunciando, pensaron que estaban fuera de sí. Tenemos en este relato el testimonio fiel de lo que sucedió tres días después de la muerte y la sepultura de Jesús, y leyéndolo hoy nos hace asistir a la nerviosa dramaticidad que sintieron sus protagonistas.