Estimada María Olivia:
Sin duda debe ser una sorpresa el que le escriba pero en un ejercicio de asociación libre entre queridos recuerdos y derroteros de vida me he tomado esta libertad.
Me encantaría poder contactarla y conversar con usted acerca de vivencias que quisiera compartir.
Su búsqueda incesante de la verdad y la seriedad en su trabajo me dan la confianza para acudir a usted.
Muchos saludos y recuerdos,
JAMES HAMILTON SÁNCHEZ
No habría podido imaginar todo lo que vendría tras ese e-mail del 25 de marzo de 2010. El mensaje que llegó solo unas semanas después del terremoto, procedía de un pasado muy lejano, cargado de recuerdos. De amigos y gente cercana de épocas pretéritas. ¿Por qué me escribía?
Pensé que James quería saber algo de su propia historia o, mejor dicho, de la de sus padres, que yo tan bien conocía. De sus desencuentros y de la tragedia que afectó a su familia. Creí que podría preguntarme sobre los años jóvenes de su madre. De la separación de ellos… Casi medio siglo había pasado desde todo eso. Cuatro décadas hacía que no veía a ningún integrante de su familia. Les perdí la pista, inmersa en otros afanes. Solo sabía que este hijo mayor del abogado James Hamilton Donoso y de la paisajista Consuelo Sánchez Roig era un destacado médico cirujano. En efecto, la casilla del correo electrónico dejaba esa huella: «Doctor James Hamilton Sánchez».
Con cierta curiosidad mezclada con un lejano afecto por el niño que conocí desde la cuna y que de chico iba a los primeros cumpleaños de mis hijos, le respondí amistosamente, aunque el encuentro se atrasó. Intercambiamos más correos y pactamos una conversación que al final se concretó tres semanas después.
El mismo lunes 12 de abril, horas antes de que yo le confirmara la reunión, me encontré en mi computador con un texto que no alcancé a procesar. No concluí entonces que el firmante de este nuevo correo electrónico era una de las principales víctimas de esta cruda historia de poder, sometimiento y abuso psicológico y sexual que estremecería a la Iglesia Católica chilena y al país entero:
Estimada María Olivia:
Quisiera darte algunos antecedentes previos. Durante veinte años participé en una parroquia de Santiago donde su cura párroco de manera sistemática abusó de muchas personas, de manera física y psicológica, las edades fluctúan entre los cincuenta y algo más y adolescentes actuales.
Ya al menos cuatro personas hemos hecho denuncias repetidas de los hechos ante la Iglesia y, como es costumbre, sin respuesta; sin embargo, a raíz de un proceso canónico de nulidad se inició una investigación paralela, que por motivos a detallar en nuestra conversación, siguió adelante. Son estos algunos de los motivos que han hecho que Bertone esté en Chile y que están generando una crisis de magnitudes al centro de la Iglesia.
En este momento existen decenas de personas afectadas y parte de la Conferencia Episcopal está involucrada en el círculo de protección.
Sé que es de no creer, pero ya hemos acumulado algunas pruebas y sobre todo los testimonios de personas honestas que necesitan que esto se detenga para sanar y liberar a otros.
Un abrazo y gracias,
JIMMY
James Hamilton Sánchez me esperaba en mi casa el lunes 12 de abril cuando llegué de la universidad. Afectuoso, se levantó a saludar apenas me vio entrar. Buenmozo, rubio, grandes ojos azules de mirada intensa, ese hombre alto y amable me recordó de inmediato al niño que conocí. En la actualidad, tiene cuarenta y cinco años, la misma edad de mi hijo mayor, con quien fue compañero de curso cuando entraron al colegio Saint George en 1971, el año siguiente al asesinato del general René Schneider y a la llegada de Salvador Allende al gobierno.
Su bisabuelo, Charles Hamilton, fue el fundador de ese colegio, que traspasó después a la Congregación de Santa Cruz, la Holy Cross. La misma de la que el sacerdote Fermín Donoso, quien en 2009 se hizo cargo de la investigación canónica de este caso, fue superior en Chile hasta hace pocos años.
Pero James Hamilton no continuó sus estudios en el Saint George. En medio de las tormentas familiares, él y su hermano Philip fueron trasladados a la Alianza Francesa, donde continuó la enseñanza básica y media. Ya egresado, estudió un año de Tecnología Médica y luego Medicina en la Universidad de Chile, donde se tituló en los ochenta.
Esa tarde de abril, el doctor James Hamilton vestido de sport cargaba una mochila roja —en la que lleva su notebook— de la que no se suele desprender.
Desde el primer instante la conversación fue cordial. Me explicó por qué me había contactado. Era una mezcla —dijo— de esos recuerdos de su primera infancia, cuando me veía como amiga de sus padres, y de un aprecio profesional a la distancia. Le inspiraba confianza, me señaló. Puso su Blackberry en silencio, pero la miraba cada cierto rato. Cuatro pacientes operados entre ese día y el anterior podían requerir alguna consulta. Sin anestesia, el cirujano gástrico fue acercándose poco a poco a la confesión, motivo de su visita.
«Yo fui abusado… pertenecía a un movimiento religioso en una parroquia de Santiago y fui abusado por el cura», espetó. «De manera sistemática, abusó de muchas otras personas. Viví en ese infierno cerca de veinte años y no me atrevía a dejarlo.»
Quedé atónita. Mientras escuchaba sus primeras palabras de denuncia y la referencia al movimiento religioso en una parroquia de Santiago, una idea fugaz pasó por mi cabeza. Como un rayo, antes de que él lo pronunciara, se me cruzó el nombre del cura de El Bosque, del que tanto había escuchado hablar desde mi juventud. Tras recobrar el aliento, atiné a preguntar:
—¿Por qué no te atrevías a dejarlo?
—Por miedo…
—¿Quién es el abusador?
—Fernando Karadima.
Cuando Jimmy Hamilton lanzó el nombre, sentí una mezcla de estupor y coherencia. Desde el primer momento tuve una fuerte percepción de que la acusación tenía sentido.
Siendo estudiante de colegio, en varias ocasiones concurrí a la misa de las once o doce los domingos a esa iglesia colorada con su característico torreón. Otras tantas, pasé frente a su fachada o la divisé a lo lejos. Me tocó asistir después a matrimonios y ceremonias fúnebres, y desde hace décadas escuché versiones que con entusiasmo hablaban de la oratoria y el carisma del cura Karadima. Sobre todo entre la gente de derecha. Desde otra mirada, ya hacia fines de los sesenta se veía a esa iglesia como un enclave conservador, en tiempos en que los aires progresistas posteriores al Concilio Vaticano II impregnaban a la Iglesia Católica chilena.
Interesada en los nexos entre los movimientos religiosos y el poder económico y político, observé más adelante el crecimiento de ese grupo que llegó a manifestarse en la existencia de medio centenar de sacerdotes y cinco obispos integrantes de la Pía Unión del Sagrado Corazón. Así es conocida la red sacerdotal constituida en torno a Fernando Karadima y la iglesia El Bosque, que tras el veredicto del Vaticano formulado por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 16 de enero y conocido el 18 de febrero, sería sometida a «visita apostólica», lo que equivale a una investigación especial.
Todos los miembros de la Pía Unión integran al clero diocesano y pertenecían —y pertenecen— a diversas parroquias de la Región Metropolitana. Algunos incluso tienen altos cargos en la curia. Este movimiento no tenía réplica en otros países como las demás congregaciones.
Más de alguna vez conversé con sacerdotes conocidos sobre este curioso movimiento distinto de otros grupos conservadores como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, pero que se percibía cada vez más fuerte en la Iglesia chilena o, más precisamente, santiaguina. Sin duda, Karadima era un personaje influyente desde hace muchos años, que proyectaba un innegable poder en la sociedad local. Y su fama como «forjador de vocaciones» llegaba hasta el Vaticano, donde tuvo los suficientes contactos para que sus discípulos fueran consagrados obispos.
El rostro de Jimmy Hamilton refleja una mezcla de impotencia y fuerza. Asegura que son muchas las personas que han sufrido de abuso físico y psicológico en las últimas cuatro décadas. Y por miedo seguramente no lo confesarán. Las víctimas serían desde niños de doce o quince años hasta hombres de algo más de cincuenta, reitera. «¡Y eso sigue ocurriendo hasta hoy!» Esto es posible, a su juicio, porque «un grupo influyente del episcopado está involucrado en el círculo de protección».
En esa primera oportunidad, Jimmy Hamilton me relató algunos escabrosos detalles de lo vivido mientras estaba «embrujado» por el cura, aunque en esa conversación surgieron solo algunos de los titulares de su dramática historia. Me habló del abuso experimentado, de su matrimonio dominado por el «director espiritual», que también absorbió bajo su influencia a su mujer, de su proceso de nulidad religiosa, de las denuncias y de sus inquietudes del presente.
Tras más de dos horas de conversación, quedé tan impactada que ni siquiera era capaz de hacer preguntas. Durante días y noches rondaban por mi cabeza todas las interrogantes que no formulé.
Los casi cuarenta años de experiencia periodística y los horrores conocidos en dictadura no fueron suficientes para atenuar la impresión que me provocó esta conversación. Era uno de los testimonios más brutales que me había tocado escuchar.
Aunque había leído sobre abusos sexuales de curas en diferentes países, era distinto saber que estas cosas ocurrían aquí en Chile, en Santiago, en la tradicional parroquia de El Bosque. Y que una persona que está sentada frente a ti, a quien conociste de niño, haya sido ¡durante veinte años! víctima de abusos por parte de un poderoso cura que dentro de los círculos católicos era admirado y entre sus amigos proclamado «santo», con cientos de seguidores... Que este personaje fuera a la vez el principal impulsor de «vocaciones religiosas» en el país, en tiempos en que estas habían menguado en forma considerable... Todo era inaudito.
El gran predicador, el carismático y convincente orador, el famosísimo sacerdote forjador de obispos y de medio centenar de curas, el que abogaba por una moral rígida, era un hombre de doble vida, un abusador.
¿Dudas? Debo reconocer que no las tuve. Desde aquel primer momento en que conversé con Jimmy Hamilton sentí que mi interlocutor era veraz. Su tono de voz y su forma de mirar directo a los ojos. La expresión corporal, el movimiento de sus manos y los gestos que acompañan su hablar. La emoción y la firmeza, todo a la vez hacía verosímil el insólito relato. Las preguntas y las contrapreguntas que fui haciendo en las sucesivas conversaciones que tuvimos me llevaron a la convicción de que decía la verdad. ¿Con qué fin alguien podría aparecer con una historia de esta índole? El doctor James Hamilton, un médico prestigioso, padre de tres hijos, con una buena posición económica y respetado en su medio, solo podría tener mucho que perder y nada que ganar en lo personal con este brutal testimonio.
Después fui conociendo a los otros acusadores y a una serie de personas con las que he conversado directamente, con muchos de ellos más de una vez. Tras los chequeos y verificaciones de antecedentes, no he percibido ni detectado mentiras, contradicciones ni exageraciones. Solo las voces —cada vez menos y con menos fuerza— de los defensores más cercanos al ex cura párroco de El Bosque, sostienen que los hechos denunciados nunca ocurrieron. Y que todo sería una maquinación o una versión antojadiza motivada por extraños fundamentos.
Las semanas y los meses de investigación periodística, y el seguimiento de los pasos dados por el fiscal regional Xavier Armendáriz, así como las indagaciones canónicas, respaldaban esta percepción inicial después de conocer los testimonios de las víctimas.
Ya antes de conocer el fallo del Vaticano, al leer, revisar, cruzar y analizar los testimonios entregados a la justicia civil y algunos documentos vinculados a la causa religiosa que han logrado traspasar las cortinas del silencio eclesial, mi conclusión era nítida: Karadima es un personaje perverso que hizo de su vida sacerdotal una historia de mentiras y abusos. Las víctimas son muchas y los daños que les ha provocado, profundos. Todo apuntaba en la misma línea. Salvo, claro, cuestiones jurídicas que aparecían más bien formales, como la eventual prescripción de los hechos denunciados por haber sucedido en tiempo pasado. O el precipitado cierre del proceso por parte del juez suplente del Décimo Juzgado del Crimen, Leonardo Valdivieso, sin que siquiera aceptara carear a Karadima con los acusadores. O las tensiones internas, dudas y demoras que tuvo la jerarquía de la Iglesia Católica para investigar y dar a conocer el resultado de sus investigaciones.
Hubo signos elocuentes que fueron dando progresivamente más respaldo a las denuncias iniciales: el testimonio del canciller del Arzobispado, Hans Kast, ex integrante de la Pía Unión de El Bosque, que marcó un hito en la investigación del fiscal Xavier Armendáriz; las declaraciones de otros sacerdotes, como Eugenio de la Fuente, anterior vicario de la parroquia El Bosque, y los hermanos Andrés y Fernando Ferrada, integrantes de la Pía Unión; la división generada dentro de esa organización sacerdotal; la posterior intervención de la parroquia y de la asociación por parte del Arzobispado de Santiago, mientras el ex cardenal Francisco Javier Errázuriz —después de casi siete años— enviaba en 2010 los antecedentes sobre Karadima al Vaticano; el desenlace del juicio de nulidad matrimonial de James Hamilton que consideró atendible el argumento del «abuso por parte de su director espiritual». Todo eso formaba una cadena de hechos irrefutables. Un puzle donde todo encajaba.
Y cuando ya los querellantes parecían perder la paciencia y la esperanza ante la justicia antigua, tras el sobreseimiento decretado por parte del joven juez Leonardo Valdivieso en noviembre de 2010, apareció, en pleno febrero recién pasado, la voz de María Loreto Gutiérrez, la fiscal de la Corte de Apelaciones, que en la misma línea argumental de Xavier Armendáriz recomendaba a la Corte de Apelaciones proseguir la investigación en la justicia criminal.
El informe de la fiscal solicitaba todo lo que hasta ese momento se le había negado al fiscal regional cuando debió dejar sus indagaciones.
Tras un concienzudo análisis de la documentación, María Loreto Gutiérrez planteó a la Corte una amplia serie de catorce diligencias que incluyen acceso al proceso de la Iglesia, nuevos interrogatorios, careos, citaciones al tribunal para los obispos de la Pía Unión y al abogado del defensor Juan Pablo Bulnes, y hasta pedir a la brigada de delitos sexuales de la Policía de Investigaciones (PDI) que tome cartas en el asunto. En otras palabras, la rapidez del sobreseimiento dictaminado por Valdivieso, que parecía ser uno de los pocos signos contradictorios en un caso que cada vez tomaba más cuerpo, quedaba en entredicho dentro de la propia Corte.
Pero la gran sorpresa vino a la semana siguiente, cuando en conferencia de prensa el 18 de febrero de 2011, el nuevo arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, con voz solemne y acento italiano, leyó el fallo del Vaticano: «Sobre la base de las pruebas adquiridas, el reverendo Fernando Karadima Fariña es culpable de los delitos mencionados en precedencia, y en modo particular, del delito de abuso de menor en contra de más víctimas, del delito contra el sexto precepto del Decálogo cometido con violencia, y de abuso de ministerio a norma canon 1389 del CIC [Catecismo de la Iglesia Católica]».
Más adelante, Ezzati indicó que «en consideración a la edad y del estado de salud del reverendo Fernando Karadima Fariña se considera oportuno imponer al inculpado retirarse a una vida de oración y de penitencia, también en reparación a las víctimas de abusos». Puntualizó también que el arzobispo de Santiago evaluaría el lugar de residencia «dentro o fuera de la diócesis, de tal modo de evitar absolutamente el contacto con sus ex parroquianos o con miembros de la Unión Sacerdotal o con personas que se hayan dirigido espiritualmente por él».
El arzobispo Ezzati especificó, asimismo, que se imponía a Karadima «la pena expiatoria de prohibición perpetua del ejercicio público de cualquier acto de ministerio, en particular la confesión y la dirección espiritual de toda categoría de personas». Además se le impuso la «prohibición de asumir cualquier encargo en la Unión Sacerdotal del Sagrado Corazón». Y advirtió el arzobispo que «en caso de no observar las medidas indicadas, el inculpado podría recibir penas más graves, no excluida la dimisión del estado clerical».
Aunque Karadima siga negando todo, pocos argumentos le quedan incluso a sus más fanáticos y fieles seguidores para continuar defendiendo su inocencia. La apelación que decidieron presentar parece poco más que un «saludo a la bandera» en esta hora de la verdad.
Ese lunes de abril, cuando sostuve la primera de una larga serie de conversaciones con James Hamilton, estaba en Chile el secretario de Estado del Vaticano Tarcisio Bertone1. El día antes, Bertone había pronunciado las quemantes palabras que daban vuelta al mundo, al relacionar la pedofilia con la homosexualidad, en medio de las denuncias sobre abusos de curas en diferentes partes de Europa y Estados Unidos. «Han demostrado muchos psicólogos, muchos siquiatras, que no hay relación entre celibato y pedofilia, pero muchos otros han demostrado, y me han dicho recientemente, que hay relación entre homosexualidad y pedofilia. Esto es verdad, este es el problema», sentenció Bertone, el hombre más importante del Papado después de Benedicto XVI, en conferencia de prensa en Santiago2.
Mientras sus afirmaciones eran rebatidas por amplios sectores tanto en Chile como en Europa, sus dichos eran relativizados incluso en diversos sectores de la Iglesia Católica que, sumida en la ola de denuncias en el mundo, tenía que admitir que la relación efectuada por el secretario de Estado había sido desafortunada.
Según James Hamilton, uno de los motivos principales de la visita de Bertone habrían sido las acusaciones que pesaban sobre Fernando Karadima. El médico había denunciado en 2009 el abuso por parte de su director espiritual como causal en el juicio de su nulidad de matrimonio religioso. Esto se sumaba a las denuncias efectuadas ante la Iglesia por su ex mujer Verónica Miranda, por el mismo Hamilton, por Juan Carlos Cruz y antes por José Andrés Murillo.
El caso Karadima explotó en Chile cuando el escenario internacional estaba cargado de acusaciones por abusos de sacerdotes católicos y cuando desde la cúpula romana se empezaban a pronunciar palabras de sentencia seguidas de algún mea culpa en un tono diferente al «histórico». Se anunciaban nuevas formas de encarar los abusos, con más preocupación por las víctimas.
Los ánimos estaban sensibles. El caso del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, y su escandalosa doble vida ocultada por años, había despertado interés en Chile, donde esa congregación mantiene colegios, una universidad y estrechas conexiones con el empresariado y sectores políticos de derecha. Al entonces arzobispo de Concepción y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, el salesiano Ricardo Ezzati, le había caído la responsabilidad, encomendada por Roma, de ser uno de los investigadores del caso del cura mexicano.
Poco a poco —globalización mediante— se abrían las compuertas del secretismo de la Iglesia Católica y las experiencias ocurridas en otros lugares eran conocidas en Chile. Acusaciones y reacciones corrían por el mundo en forma instantánea.
El año 2010 se había iniciado con la manifestación de una fuerte preocupación del Vaticano por los abusos de sacerdotes en distintos países. La ola de denuncias ocurrida en Estados Unidos y después en Irlanda, Alemania, España, Austria, Holanda y Bélgica, llevó al Vaticano a difundir por primera vez un documento en el que modificó sus directrices sobre el tratamiento de estas situaciones.
El 19 de marzo de 2010, el papa Benedicto XVI dirigió una carta a la Iglesia de Irlanda que fue leída en las misas de Dublín. Era el primer escrito pontificio dedicado en forma exclusiva a la pedofilia, la candente palabra que alude a los abusos sexuales contra menores. El texto incluyó una guía de «tolerancia cero» frente a estos casos, como ya se había instaurado años antes en Estados Unidos. La carta se orientó, además, a otros países europeos, donde durante los últimos años se han venido destapando situaciones de abuso que involucran incluso a obispos.
No obstante, mientras el Papa mostraba inéditos signos de preocupación, circuló también en los medios de todo el planeta una carta escrita en 1985 por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, a quien se le responsabilizaba por haber defendido a un sacerdote acusado en la década de los ochenta en California. La Santa Sede reclamó al respecto, argumentando que la misiva había sido sacada de contexto, y precisó que la suspensión de un sacerdote cuestionado es competencia del obispo local y no de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger antes de ser Papa.
Un mes después de la carta a los irlandeses, el 17 de abril, cuando cumplía cinco años como máximo jefe de la Iglesia Católica, Benedicto XVI lloró en un encuentro en la isla de Malta ante ocho personas que le relataron sus traumáticas experiencias. Aunque no usó el término «abuso», les dijo sentir «vergüenza y pena», y les prometió justicia3.
El otro motivo que se le atribuye a la visita de Bertone es el análisis de la situación antes de designar al nuevo arzobispo de Santiago. Originalmente se preveía que ese nombramiento sería para junio, dado que el cardenal Francisco Javier Errázuriz ya había sobrepasado los setenta y cinco años. Sin embargo, pasó julio y agosto, y también septiembre, octubre y noviembre, hasta que solo en diciembre se anunció el nombre del nuevo arzobispo, el salesiano Ricardo Ezzati, quien poco antes había sido elegido por los obispos presidente de la Conferencia Episcopal.
Monseñor Ezzati nació en Italia y pertenece a la congregación salesiana, tal como el cardenal Raúl Silva Henríquez, quien fue uno de sus maestros, y como el propio Tarcisio Bertone. Tiene sesenta y dos años y es una de las figuras gravitantes de la jerarquía chilena. Hasta ese momento estaba a cargo de la Arquidiócesis de Concepción y asumió en Santiago el 15 de enero de 2011. Sobre sus manos cayó al día siguiente —según se supo después— el quemante fallo de la Congregación de la Doctrina de la Fe, basado en las investigaciones de los procuradores eclesiásticos Eliseo Escudero y Fermín Donoso.
La demora en la designación del nuevo titular, el reconocimiento eclesiástico a la causal de presentación del juicio de nulidad matrimonial de Hamilton, así como la investigación efectuada por el procurador eclesiástico Fermín Donoso que fue enviada finalmente por el cardenal Errázuriz al Vaticano, son muestras elocuentes de que Roma había puesto el foco en lo ocurrido en torno a Fernando Karadima. La importancia que el ex párroco de El Bosque tenía en la Iglesia chilena justifica tan alta preocupación.
Justo después de la visita del secretario de Estado Vaticano, Tarcisio Bertone, la Conferencia Episcopal chilena —que hasta ese momento nada había dicho sobre este asunto— preparó su propia declaración: «Reconstruir desde Cristo la mesa para todos».
En el documento elaborado en la 99ª Asamblea Plenaria realizada la semana anterior en Punta de Tralca, en una casa de retiro junto al mar, los obispos señalaron que «existen cinco sacerdotes condenados, otros cinco son investigados y diez con denuncias». El entonces presidente de la Conferencia Episcopal Alejandro Goic, al dar a conocer el documento, llamó a la ciudadanía «a denunciar con responsabilidad los abusos frente al promotor de justicia». Y afirmó: «No hay lugar en el sacerdocio para quienes abusan de menores, y no hay pretexto alguno que pueda justificar este delito (…) Es total nuestro compromiso de velar incesantemente porque estos graves delitos no se repitan».
Agregaron los obispos: «Sobre el complejo y delicado tema de los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes, queremos adherir a las claras y firmes orientaciones del Papa, a quien expresamos nuestra adhesión ante las injustas y falsas acusaciones que ha recibido».
Más adelante, el texto expresa: «Los obispos hemos meditado acerca del modo en que hemos enfrentado, como pastores y como Iglesia, los casos que se han denunciado en nuestro país. También hemos analizado la forma en que estos delitos nos desafían a valorar aún más la fidelidad de los presbíteros y consagrados a su misión apostólica, los procesos de discernimiento vocacional y de acompañamiento espiritual a los sacerdotes. En esta reunión hemos actualizado nuestra manera de aplicar la normativa canónica, que nos obliga a actuar con rigor frente a eventuales denuncias, aplicación que ya habíamos establecido en mayo de 2003»4.
Cinco de los obispos integrantes de la Conferencia Episcopal habían sido formados por Fernando Karadima. El texto no menciona al ex párroco de El Bosque, pero por esas extrañas coincidencias, justo el 21 de abril, cuando en los diarios apareció el documento episcopal, reventó en los medios el caso Karadima.
Que la jerarquía de la Iglesia Católica chilena tomara cartas en el asunto no había sido un proceso fácil. Por lo que se ha podido establecer, las primeras señales de que algo extraño ocurría en El Bosque las dio en 1983 un grupo de jóvenes, entre los que estaba Francisco Javier Gómez Barroilhet, hoy publicista de cuarenta y ocho años. En una carta dirigida al entonces arzobispo de Santiago, Francisco Javier Fresno, los firmantes hablaban de anomalías en el trato del cura de El Bosque. Pero sus palabras fueron a dar al canasto de los papeles. Según supo años después Gómez, el hoy obispo castrense Juan Barros Madrid, integrante de la Pía Unión Sacerdotal, era el secretario de Fresno. Y él se habría encargado de hacer desaparecer la acusación.
Más de veinte años después —en 2005—, José Andrés Murillo, angustiado por lo que había vivido en la década del noventa, recurrió al arzobispo y cardenal Francisco Javier Errázuriz. Tampoco sus palabras tuvieron acogida. Incluso posteriormente visitó al actual arzobispo Ricardo Ezzati en 2005 y al obispo auxiliar de Santiago Andrés Arteaga Manieu. Las denuncias continuaron en años siguientes por parte de James Hamilton y su ex mujer Verónica Miranda. Más tarde, hizo lo propio Juan Carlos Cruz Chellew. Los oídos de la jerarquía seguían sordos. Al menos, no había ninguna señal que dijera lo contrario.
Tras esperar por un largo tiempo el resultado de la investigación eclesiástica y ante la falta de acción del ex arzobispo de Santiago, cardenal Francisco Javier Errázuriz, el médico James Hamilton, el periodista Juan Carlos Cruz, el filósofo José Andrés Murillo y el abogado Fernando Batlle se pusieron en contacto con el abogado Juan Pablo Hermosilla para evaluar las posibilidades de iniciar algún tipo de acción legal.
En la primera conversación que sostuvimos, Jimmy Hamilton me habló de su escepticismo frente a la acción de la Iglesia y me contó de una primera reunión «de diagnóstico» con Hermosilla. También me anticipó que se estaba elaborando un reportaje para el programa Informe Especial de Televisión Nacional para la temporada que se iniciaría en junio. Pero él aún no había sido entrevistado. Antes de hacerlo, quería conversar con sus tres hijos —los dos mayores, ya adolescentes— para explicarles lo vivido y prepararlos para su aparición en la televisión. Tampoco había certeza de que el canal difundiera el reportaje.
Durante abril continuamos el contacto por e-mail y teléfono. Quedamos de vernos de nuevo la semana siguiente. El encuentro sería el miércoles 21. Pero ese día, una filtración, en apariencia de fuentes cercanas al propio Arzobispado, publicada a través del diario La Tercera, cambió de manera abrupta la agenda de los denunciantes. Los acontecimientos se anticiparon.
Esa mañana, La Tercera fue la primera en sacar al ruedo el caso Karadima: el sacerdote aparecía acusado por abusos, pero no se identificaba a las víctimas. Fue una gigantesca sorpresa para quienes nada sabían de esta historia. La información bajo el título «Iglesia investiga a ex párroco de El Bosque por abusos reiterados», venía al lado de la referida al documento episcopal: «Obispos piden perdón y llaman a denunciar abusos de sacerdotes». La noticia señalaba que en la visita de Tarcisio Bertone —entre el 6 y el 14 de abril— se había abordado la situación de Karadima y que el representante del Papa había conversado el asunto con algunos obispos.
En la tarde, La Segunda dedicó en su portada un titular en el que Juan Pablo Bulnes Cerda, abogado del cura, sostenía: «La denuncia no tiene fundamento». Una fotografía de Fernando Karadima ilustraba el llamado. Y adentro un artículo a dos páginas donde, con nombre y apellido, se mostraba al doctor James Hamilton, también con foto a todo color. Y añadía una serie de descalificativos sin fuentes, intentando anular su denuncia. «Creo que detrás de esto hay un interés de esta persona en un lavado de su imagen, porque él ha tenido otros problemas, varios problemas», sostenía Bulnes Cerda.
En el interior, el vespertino sumaba voces de apoyo a Karadima. «En la misa de El Bosque algunos feligreses lo defendieron a viva voz», destacaba en otro titular. Mientras Juan Esteban Morales Mena, el párroco y discípulo del acusado, hacía una férrea defensa de su mentor: «Él es un hombre de Iglesia, conoció personalmente al padre Hurtado5, toda su vida ha sido de trabajo y fidelidad a la voz del Papa; una vida muy transparente, todos sabemos quién es, dónde está y qué hace», alegaba. «Estoy con él absolutamente», concluía6.
La Segunda recogió también la opinión del diputado de la Unión Demócrata Independiente (UDI), Alejandro García Huidobro, quien, según el diario, «se formó espiritualmente al lado del sacerdote» y lo conocía hace más de cuarenta años. «Simplemente no lo puedo creer… Es nuestro padre espiritual. Es una persona que lo único que nos inculcaba eran valores (…) Para mí es algo imposible de creer. Acá puede haber otro tipo de intenciones… desprestigiar a la Iglesia», comentó el atónito parlamentario.
Su testimonio se sumaba al del general de Ejército en retiro Eduardo Aldunate, quien también aseguró al vespertino de Agustín Edwards que conoció a Karadima hace cuarenta años, cuando estaba en la Escuela Militar. «Me casó a mí, conoce a mi familia, ha generado un movimiento de mucho cariño a la Iglesia.» Por lo mismo, reiteró Aldunate: «Me ha causado mucho dolor y extrañeza esta acusación. Es un sacerdote tremendamente dedicado a su vocación. Insisto, jamás vi en todos los años que lo conozco, nada».
La reacción no se hizo esperar y el abogado Juan Pablo Hermosilla concurrió hasta la Fiscalía Oriente esa misma tarde para presentar ante la justicia civil las denuncias del doctor James Hamilton Sánchez, el periodista Juan Carlos Cruz Chellew, el filósofo José Andrés Murillo y el abogado Fernando Batlle. El caso quedó en manos del fiscal regional Xavier Armendáriz, quien asumió la investigación en persona.
Dos días después, el diario The New York Times impactaba desde Estados Unidos con un reportaje donde aparecían entrevistados Hamilton y Juan Carlos Cruz. Ambos acusaron al influyente sacerdote de abuso sexual y psicológico. Sus palabras recorrieron el mundo y rebotaron en Chile.
El martes siguiente, Televisión Nacional, tras un intenso trabajo de una semana para poner al día su investigación iniciada unos meses antes, difundió uno de los más impactantes programas periodísticos que se hayan visto en el país. El entonces director de prensa Jorge Cabezas y la editora Pilar Rodríguez apoyaron el reportaje realizado por la periodista Paulina de Allende Salazar y lograron difundirlo antes de que las presiones se hicieran sentir.
El abogado Luis Ortiz Quiroga, connotado penalista de la plaza, quien ese mismo día asumió la defensa del sacerdote, intentó evitar la transmisión del programa a través de un recurso de protección. Pero mientras el requerimiento legal cumplía su trámite, ya el programa estaba en el aire.
Es posible especular que si todo eso no hubiera sucedido, distinta sería la suerte que correría Fernando Miguel Salvador Karadima Fariña. La valentía y decisión de las víctimas fue acompañada del golpe del diario estadounidense que por cierto logró romper barreras que hasta ese momento parecían inexpugnables para los acusadores. La magnitud del impacto generado por el reportaje de TVN con sólidas entrevistas e impecables imágenes, provocó una fuerte reacción entre los chilenos. La verosimilitud de los testimonios hizo posible ganar una batalla contra los muchos intentos por ocultar los hechos.
Esa noche, la vida de los denunciantes empezó a cambiar. Al comienzo fue el desconcierto por encontrarse al desnudo ante miles y millones de personas. Fueron días tremendamente difíciles, aseguran, mientras algunos cercanos a Karadima los descalificaban bajo variados argumentos.
«Jimmy Hamilton es un gran actor, debería irse a Hollywood», fue la reacción ante las cámaras de Canal 13 de Pilar Capdevila, la señora de Eliodoro Matte, el dueño de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, uno de los principales benefactores del cuestionado cura de El Bosque.
A la salida de la misa de doce, al día siguiente del programa Informe Especial, el sucesor de Karadima en la parroquia El Bosque, Juan Esteban Morales, manifestó: «Estoy con él absolutamente. Esta es una cosa infundada, nosotros lo vamos a apoyar y creemos que esto va a esclarecerse con el favor de Dios, por mientras rezamos por él (…) Nunca recibí una presión de mi padre espiritual, nunca recibí una presión para que fuera sacerdote ni lo contrario, de manera que estoy con él».
La incondicionalidad de Morales se ha mantenido desde entonces tanto en los medios como en sus declaraciones en el proceso judicial. Cuando tras el fallo del Vaticano, Karadima fue confinado en el convento de las Siervas de Jesús de la Caridad, en la calle Bustamante, logró un permiso del arzobispo para visitarlo. Y de su boca no ha salido, al menos en términos públicos, ni una palabra de duda.
El empresario José Said, accionista principal de la Embotelladora Andina, del Parque Arauco y la Isapre Cruz Blanca, alegaba: «Me parece inconcebible que se desprestigie a un sacerdote que ha hecho tanto por la Iglesia, sin haber concluido las investigaciones y sin un juicio justo»7.
Más lejos llegó el alcalde de Puente Alto y vicepresidente de Renovación Nacional, Manuel José Ossandón, también asiduo feligrés de El Bosque, quien no trepidó en aseverar: «Acá hay manos negras que pretenden lavar la imagen de alguna parte de la Iglesia a costa de un hombre inocente, que más encima no puede defenderse».
Incluso en ese primer momento, Ossandón se mostró enojado con el cardenal arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz, por haber decidido al final efectuar una investigación canónica, pese a que para muchos —y desde luego para las víctimas— esto había sido demasiado tarde.
Dos meses después, cuando Errázuriz envió los antecedentes ante el Vaticano, el alcalde Ossandón se arrepintió de sus dichos. Y en esa oportunidad, tras respaldar al cardenal, admitió: «Si existiera alguna víctima y se sintió atacada o poco comprendida por mí, yo le pido disculpas, porque no era mi idea, yo dije y he dicho siempre que voy a ser el más duro si es culpable»8.
Tras el fallo de Roma, Ossandón fue consecuente con sus palabras anteriores, y suspendió sus vacaciones en la carretera Austral para pronunciarse: «Estoy satisfecho, porque fue un juicio justo y que marcará un precedente para este caso y para el futuro de la investigación criminal. Lo único claro y lo que me tiene tranquilo es que Karadima empezará a pagar sus delitos», dijo a La Tercera9. Incluso agregó que debería dimitir de su cargo de sacerdote porque «él es una vergüenza para la Iglesia y para quienes confiaron en él. Y me refiero a toda la gente que fue engañada por una persona que mostraba una cara amable, pero que en el fondo estaba escondiendo uno de los peores delitos de la humanidad».
Y cuando le preguntaron si el caso debía verse en la justicia civil, su respuesta fue: «Por supuesto, una pena de delito sexual debe ser pagada con cárcel. Por eso, digo que la justicia civil debe reabrir este caso con los elementos que la Iglesia ya recabó. Hablar de prescripción cuando hay menores involucrados es una falta de respeto».
Las denuncias se conocieron públicamente menos de un mes después de que el cardenal Errázuriz afirmara que en Chile solo había «poquitos casos» de abuso sexual por parte de sacerdotes. No muchos se habrían imaginado que entre esos «poquitos» había uno de tal envergadura.
Pero la habitual cautela del cardenal Errázuriz se mantuvo durante 2010, exasperando los ánimos de quienes seguían el caso, pero muy en particular de las víctimas que no sentían ningún gesto de aproximación por parte de las autoridades eclesiásticas. Incluso, cuando el 21 de abril el entonces arzobispo admitió que había decidido iniciar una investigación eclesiástica, se preocupó de aclarar: «Muchas veces [las investigaciones] pueden tocar a un sacerdote que se le conoce como una persona muy meritoria, que ha formado a muchos. Entonces hay que proceder con cuidado. (…) Teniendo presente que una persona, desde su dolor, le parece necesario hacer una denuncia y teniendo el cuidado de no herir el buen nombre de otra persona de la cual nadie supone que podría haber sido causante de ese dolor»10, señalaba el prelado.
Pero mientras el cardenal Errázuriz reconocía la existencia de una investigación, uno de sus lugartenientes, el obispo auxiliar de Santiago y vicegrancanciller de la Pontificia Universidad Católica, Andrés Arteaga, manifestó con hechos y palabras su total respaldo al cuestionado cura. Arteaga, desde 1989 director de la Pía Unión Sacerdotal, acompañó a Karadima junto al párroco de El Bosque Juan Esteban Morales en la misa de la tarde ese miércoles 21. Y ante el templo repleto de feligreses, Arteaga expresó rotundo: «El padre Karadima tiene toda mi confianza».
El sacerdote jesuita Antonio Delfau, director de la revista Mensaje, manifestaba en alusión a las expresiones del obispo Arteaga: «Me parece de la máxima gravedad que el vicegrancanciller de la Universidad Católica, que de alguna manera representa al Papa, tome esta postura tan fuerte, antes de que el proceso siga su curso. El hecho de que un grupo de obispos blinde al padre Fernando Karadima, incluso si es inocente, a mí me parece de la máxima gravedad».
Algo más tenue en su apoyo, el obispo de Talca, Horacio Valenzuela, también integrante de la Pía Unión y discípulo de Karadima, declaraba: «Nunca he visto nada extraño. Espero que sea una gravísima equivocación»11.
Otro de los integrantes de la Pía Unión, el ex rector del Seminario Mayor y actual vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad Católica (UC), Rodrigo Polanco, juzgó duramente a los denunciantes con palabras que dieron el título a una entrevista en El Mercurio: «Es una calumnia sin fundamento y grosera»12.
Polanco, quien vivió con el sacerdote acusado en la parroquia El Bosque, y fue su vicario entre 1990 y 1994, argumentaba: «Conozco al padre Karadima hace treinta y cinco años. También mis padres, hermanos, primos y sobrinos, y jamás vi u oí algo siquiera sospechoso».
Según el vicedecano de Teología de la UC, «todo en su vida es transparente. La casa parroquial es abierta y a él le gusta que todos la sientan como su casa. No hay puertas con llave, es una comunidad, una fuente de mucha vida espiritual y oración». Con posterioridad al fallo del Vaticano, el incondicional Polanco guardó silencio.
El mismo día aparecía en el matutino una carta firmada por el abogado Andrés Söchting Herrera, quien indicaba que fue contactado por uno de los denunciantes para incorporarse al grupo que acusaría a Karadima. Ex miembro de la Acción Católica y cercano al hoy castigado sacerdote, Söchting aparece mencionado en otros testimonios y fue citado a declarar en la indagatoria del fiscal Xavier Armendáriz, donde negó cualquier situación anómala.
Indica Söchting en su carta pública que hizo ver a los otros denunciantes «las graves consecuencias morales y jurídicas que una calumnia de esa naturaleza comportaba». Y en alusión a James Hamilton, escribió: «Por el conocimiento personal que tengo del denunciante principal, llego a la conclusión de que esta acusación persigue otros fines, como por ejemplo, lavar su imagen, ya que su alejamiento de la parroquia se debió a graves problemas personales»13.
Agrega el hoy abogado del BBVA: «Soy testigo de cómo el padre Fernando vivió su vocación de manera ejemplar, de cara a Dios y a todos los jóvenes que lo acompañábamos. Fue siempre muy delicado en su trato, cuidándose de nunca estar solo, sino acompañado de dos o más personas (nunca niños)». Söchting tiene un hermano sacerdote ligado a la parroquia El Bosque, que vivía junto a Karadima, a Juan Esteban Morales y a Diego Ossa Errázuriz, cuando estalló el escándalo.
Con el correr de los días, más voces se sumaron a un debate que se daba en diferentes espacios privados y públicos. «Los sacerdotes autores de abusos sexuales deben ser de inmediato expulsados. Los procedimientos para juzgarlos al interior de la Iglesia deben ser rápidos y transparentes. El secreto pontificio dispuesto el 2001 constituye una evidente aberración», reclamaba en carta a El Mercurio el abogado y ex diputado Hernán Bosselin.
Y agregaba: «Las autoridades eclesiásticas deben actuar sin temor de ninguna especie, exponiendo los hechos a la opinión pública. Los católicos debemos ver que las autoridades eclesiásticas verdaderamente han dado un golpe de timón. Los infractores deben ser sancionados. Los laicos no podemos guardar silencio. Este, en materias de tanta trascendencia, se convierte en complicidad».
Las cartas a los diarios y los blogs se transformaron en una sutil vitrina de la inédita polémica que se suscitaba en el país. La Iglesia Católica, tan dura en sus juicios morales hacia los laicos en los denominados «temas valóricos», aparecía envuelta en un escándalo mayúsculo, donde el eje del conflicto detonaba en medio de la elite conservadora. Y el protagonista era uno de los sacerdotes más influyentes de ese sector.
El mismo cardenal Errázuriz, en la esperada carta que se leyó en las iglesias el fin de semana del 24 y 25 de abril, destacó la labor «fecunda y generosa» de Karadima en la parroquia El Bosque: «Dios se ha valido del padre Karadima para despertar numerosas vocaciones al sacerdocio, al episcopado y a la vida consagrada».
«Una acusación contra su persona tenía que remecer a la Iglesia», admitió Errázuriz, y justificando la demora del proceso eclesial, señaló: «Casos de esta naturaleza son tan excepcionales, que consideramos necesario consultar a peritos de la Santa Sede en este campo».
«Un prócer de la Iglesia, tentado por el demonio», como diría meses después la ex directora de la Junta de Jardines Infantiles (Junji), Ximena Ossandón. La frase, lanzada por el twitter de la supernumeraria del Opus Dei y hermana del alcalde de Puente Alto, fue una de las famosas creaciones verbales de quien debió dejar el gobierno de Sebastián Piñera en diciembre de 2010 tras calificar de «reguleque» su sueldo de más de tres millones setecientos mil pesos. Pero, en el fondo, Ximena Ossandón dijo lo que muchos de quienes seguían a Karadima sentían y quizás algunos sigan sintiendo: Karadima había sido una figura gravitante, un personaje central en las vidas de generaciones de católicos desde que se instaló en 1958 en El Bosque. Y, como el mismo cura les enseñó, «hay que cuidarse del demonio porque está siempre al acecho y mete su cola en los lugares más insospechados». ¿Por qué no en la propia parroquia El Bosque?
Lo que no les dijo Karadima en ese entonces, es que si había que imaginar una representación viva del «señor de los infiernos», la mejor era él mismo.