Cuando surgen los primeros recuerdos de Luis Lira Campino en torno a la parroquia El Bosque, Fernando Batlle Lathrop, el más joven de los denunciantes de Fernando Karadima, no había nacido. Tampoco había llegado al mundo José Andrés Murillo, el filósofo y ex seminarista jesuita, que nació en 1975. Y James Hamilton y Juan Carlos Cruz apenas entraban al colegio Saint George, a principios de los setenta.
Aunque Luis Lira no presentó denuncia, concurrió voluntariamente a declarar como testigo ante el fiscal Xavier Armendáriz, cuando supo que Hamilton y Cruz habían planteado sus acusaciones. Por la misma razón, con el objetivo de aportar antecedentes sobre lo que él vio y vivió años antes, accedió a figurar en el programa Informe Especial de Televisión Nacional. Fue a partir de eso que conoció a los demás.
Simpático, abierto y con sentido del humor, pelo largo y canoso, Lucho Lira —como le dicen sus amigos—, hoy de cincuenta y tres años, evoca más la figura de un hippie de los años sesenta que de un ex seminarista formado en El Bosque. Él sabía de la existencia de Fernando Karadima «desde siempre».
Su abuela paterna, María Montt, vivía en el barrio, en la misma calle La Brabanzón, a una cuadra de la manzana que ocupa la iglesia colorada y su torreón. Los Lira Campino iban a almorzar todos los domingos donde la abuela y escuchaban hablar de Karadima, quien por ese entonces era vicario de la parroquia.
Cuenta que el fundador de El Bosque, monseñor Alejandro Huneeus, había sido «compañero de curso del padre Alberto Hurtado y de mi abuelo».
Hasta séptima preparatoria, Lucho estudió en el colegio San Ignacio, en la avenida El Bosque con Pocuro. Después, sus padres lo trasladaron al Tabancura, adonde entró a séptimo año. Perteneció así a la segunda generación de ese «liceo» —como se le llamó originalmente— ligado al Opus Dei, que partió con enseñanza media en 1970.
El país experimentaba en esa época cambios fundamentales: era el último año de la Presidencia de Eduardo Frei Montalva y en septiembre fue elegido el socialista Salvador Allende, quien asumió en noviembre. En los colegios particulares se vivían fuertes tensiones, debido a la posición progresista, comprometida con los cambios sociales adoptada por los obispos y la mayor parte de los movimientos católicos.
Aunque la familia de Luis Lira no pertenecía al Opus Dei, tampoco miraba con simpatía a las congregaciones más conocidas de aquellos tiempos. «A mi papá no le gustó la mezcla que hacían los jesuitas de traer alumnos de escasos recursos, ni el estilo “Machuca”1 que también instauró el Saint George», comenta Lira.
Llegó así al Tabancura, que se nutrió de alumnos que provenían precisamente del Saint George —donde se generó una división entre los padres de familia—, del San Ignacio, del Verbo Divino y de los Sagrados Corazones de Manquehue.
Su padre, Luis Lira Montt, es abogado y corredor de Bolsa, socio principal de la firma Luis Lira y Compañía, fundada por el abuelo Luis Lira Vergara. Y «mi madre, cuando le iba mal a mi papá en la Bolsa, hacía bufetes de matrimonios», cuenta el hijo. Él es el cuarto de seis hermanos. La mayor, María Josefina, ingeniera comercial, es hoy la gerenta de la corredora de Bolsa.
Según Lucho Lira, su papá y su familia «son muy momios. Para ellos Pinochet era estupendo. A mi casa llegaba solo El Mercurio y antes, El Diario Ilustrado, hasta que desapareció. Mis fuentes de información eran absolutamente sesgadas». Pero él no tenía conflicto con sus padres. Sí una profunda inquietud religiosa que lo hacía soñar con ser monje, quizás en algún lejano país.
En 1974, cuando cursaba tercero medio, se comenzó a acercar a El Bosque. Tenía dieciséis años. Iba solo, sin nadie de su curso. «No era un asunto de amigos ni invitaba yo a alguien a la parroquia, sino que me acerqué por mi cuenta. Otros iban del San Ignacio, del Verbo Divino y algunos del Saint George.»
Cuando egresó del Tabancura en 1975, «era una persona muy ignorante de lo que pasaba en el mundo, muy inmaduro, diría. Aunque afectivamente siempre he sido bastante independiente, muy autónomo», confiesa Lira hoy. En ese tiempo se acercó más a El Bosque. El párroco de la iglesia de El Sagrado Corazón era el padre Daniel Iglesias Beaumont, un cura «muy tradicional, muy callado, no se metía mucho». Fernando Karadima, como vicario parroquial, ya era un hombre fuerte en El Bosque.
Lucho Lira se entusiasmaba con las charlas de Karadima, «con el ambiente de oración que había en la parroquia, con las chiquillas que eran bien bonitas. Y todo eso me atraía».
En paralelo, entró a estudiar Ingeniería en la Universidad de Chile. Estuvo dos años en la facultad de la calle Beaucheff, pero no le gustó y se cambió a Diseño, en la misma universidad. Recuerda con cierta opresión el ambiente de fines de los setenta con la universidad intervenida. «Todo el mundo estudiaba, todos calladitos y nadie levantaba un lápiz, nada. Esa presencia intimidatoria era una cosa espantosa.»
Continuaban las dudas sobre lo que quería hacer de su vida. «Me daba cuenta de que no era mi vocación ni la ingeniería ni el diseño. Yo en primera instancia quería ser monje. Me atraía la espiritualidad, soy creyente hasta el día de hoy y confundí una religiosidad muy fuerte con una vocación sacerdotal.»
Fernando Karadima era su confesor y director espiritual desde 1977. «Yo me decía: a lo mejor tengo vocación de monje, más que de cura. Y se lo dije a Karadima.» Pero él le indicó: «No, ándate al Seminario mejor», cuenta Lira.
En esos tiempos en que las vocaciones sacerdotales habían disminuido en forma crítica, para Karadima era importante contribuir a su «producción». Dentro de su lógica, que lo llevó décadas después a la notable cifra de «cincuenta sacerdotes y cinco obispos», de los que se enorgullecía y con los que ostentaba poder, le interesaba más un cura que un monje. Por eso, no suenan extrañas las palabras que recuerda Lira. «Me respondió sin indagar ni reflexionar, sino que era como un hecho de la causa que no me podía ir a otro lugar sino al Seminario», comenta Lira, quien en ese momento aceptó sin chistar el veredicto de su director espiritual.
Dejó la carrera de Diseño y partió al Seminario Pontificio Mayor, cuyo rector era el sacerdote de Schoenstatt Benjamín Pereira.
Por esos años, Fernando Karadima mandaba a otros jóvenes al Seminario. Entre sus compañeros había varios de los que décadas después llegaron a ser «los obispos de El Bosque»: Andrés Arteaga, el obispo auxiliar de Santiago, estaba en su curso; lo mismo que el hoy párroco de Lo Barnechea, Cristóbal Lira. Y entre los mayores, unos cursos más arriba, estaban Juan Barros Madrid, el obispo castrense; Horacio Valenzuela, obispo de Talca; y Juan Debesa, actual párroco de la iglesia María Madre de la Misericordia, en La Dehesa. «Él era discriminado por Karadima, porque era gordito, con anteojos», afirma Lira.
Describe al cura como «una persona muy dominante». Insistía en «la obediencia como una virtud del alma, pero se trata de una obediencia hacia él, pues no toleraba que se le cuestionara, menos que se le contradijera». Y reitera lo que dejó escrito en su declaración ante el fiscal Armendáriz: «Solo se debía hacer lo que él disponía para no incurrir en su cólera»2.
—¿Cuándo empezaste a captar cosas raras?
—Es que yo era muy ingenuo. Hay cosas que pasaba por alto, que no las ponderaba, así es que no me daba cuenta de nada especial. De manera que cuando empecé a tener problemas con mi vocación, comenzaron las dificultades con el cura. Porque yo le decía que tenía dudas, que había cosas que para mí eran importantes y que yo no podía asumir, como era el tema del celibato.
Explica Lucho Lira que según el modo de pensar de Karadima, «yo no podía predicar la pureza sexual si es que no me la podía. Y eso me causaba un conflicto tremendo. ¿Cómo iba a estar predicando algo que ni siquiera yo era capaz de hacer? Y ese fue mi conflicto siempre».
—Te atraían sus prédicas. ¿De qué hablaba?
—Tiene mucha labia. Hablaba de acercarse a Dios, del padre Hurtado, de la nación, ese tipo de cosas. Pero, visto hoy, no tenía un compromiso social ni mucho menos.
—¿Nunca mostró nada en esa línea?
—No, nunca, jamás. Ni compromiso con los pobres, como ha dicho después. Cero. Yo creo que el padre Hurtado era su tarjeta de presentación, pero no debe haber tenido mayor vinculación con él.
Pero si hay dudas sobre los verdaderos alcances de la amistad de Fernando Karadima con el padre Hurtado, no las hay con otros personajes del escenario político-religioso chileno de los años setenta y ochenta. Entre los conspicuos feligreses y amigos de Karadima, destaca uno que desde el golpe militar tuvo un papel privilegiado como consejero civil del general Augusto Pinochet y que fue durante un largo período el encargado de las relaciones del gobierno militar con la Iglesia Católica: el abogado Sergio Rillón Romaní, hermano gemelo del que fuera actor, Andrés Rillón.
El 28 de junio de 2010, dos meses después de que estallaran las denuncias contra Fernando Karadima, y cuando ya avanzaban las investigaciones eclesiásticas y civiles, Sergio Rillón escribió una carta al director de El Mercurio que finaliza con una manifestación de incondicionalidad a toda prueba: «Soy parroquiano de la iglesia del Sagrado Corazón del Bosque desde 1976 y siempre he tenido gran admiración y afecto por el sacerdote hoy “en capilla”; siempre lo he tenido por un profundo varón de Dios e incondicional devoto de la Purísima Virgen. Esta convicción no la cambiaré, cualesquiera sean las resultas de los enjuiciamientos en marcha»3.
La adhesión que Rillón —marino y abogado— expresa hacia Karadima puede ser comparable a la que manifestó por el ex dictador, a quien conoció pocas horas después del golpe militar y acompañó hasta su muerte como consejero cercano.
«El 12 de septiembre de 1973, el almirante José Toribio Merino decidió hacer una pausa y almorzar en uno de los comedores del Ministerio de Defensa. Junto a Merino estaban el almirante Federico Vio Valdivieso, auditor general de la Armada, y otros seis oficiales. Entre ellos se encontraba Sergio Rillón, un abogado de cuarenta y tres años que por esos días ocupaba, con el grado de capitán de navío, el cargo de auditor de la Subsecretaría de Marina», relata un reportaje especial de La Tercera publicado en agosto de 2003, bajo el título «Diez episodios desconocidos del golpe»4.
En esa oportunidad, Rillón acometió la primera misión importante en el nuevo régimen. A lo largo del tiempo «se convertiría en el principal y más discreto consejero civil de Pinochet», señala el reportaje.
Ya años antes, en el libro La historia oculta del régimen militar, los periodistas Ascanio Cavallo, Óscar Sepúlveda y Manuel Salazar aludieron a esa reunión en la cual surgió la idea de levantar un acta de instalación del nuevo gobierno, y el almirante José Toribio Merino le encargó al auditor de la Armada, Rodolfo Vio, que redactara el borrador. El auditor a su vez «traspasó sobre la marcha el encargo al capitán de navío Sergio Rillón».
El texto de una carilla, elaborado directamente en una máquina de escribir por Rillón, incluía los considerandos y un artículo único por el cual «los comandantes en jefe se constituían como Junta para asumir el Mando Supremo de la Nación (“el poder total” fue la instrucción que recibió Rillón), con el compromiso de “restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantada”», como se lee en La historia oculta…5.
Pero esa tarea del abogado fue solo la primera de una larga lista. Tras el asesinato de Orlando Letelier en Washington en 1976, Sergio Rillón prestó su asesoría al Ministerio de Relaciones Exteriores ante la aguda polémica internacional por los atropellados derechos humanos en Chile.
Por ese entonces, Sergio Rillón frecuentaba ya la iglesia El Bosque. Poco tiempo después se convirtió en una pieza fundamental en las relaciones entre la dictadura chilena y el Vaticano. En 1977 llegó a Santiago el nuncio Angelo Sodano, quien estuvo en el país como embajador de la Santa Sede hasta 1987. Fueron diez años clave para generar un cambio en los altos mandos de la jerarquía católica chilena, como lo buscaba el gobierno militar.
Durante ese tiempo, las relaciones entre la Iglesia chilena y el gobierno eran tensas; sin embargo, las que sostenía Sergio Rillón con el nuncio Sodano eran cada vez más estrechas. Un gran logro para el abogado marino en momentos en que la Iglesia Católica, encabezada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, era «la voz de los sin voz» y defendía con energía los pisoteados derechos humanos.
Entre las iniciativas que emprendió Rillón estuvo el intento de instaurar el sistema de «patronato» para la designación de los obispos, esto significaba que las autoridades eclesiásticas contaran con el beneplácito del gobierno. Para ello, montó una operación que incluyó un dossier de cada uno de los obispos que llevó al Vaticano, como relatan Cavallo, Sepúlveda y Salazar en su libro. Aunque esa «moción» no fructificó, y poco a poco las designaciones episcopales fueron cambiando el perfil de la jerarquía chilena.
Angelo Sodano y Sergio Rillón solían reunirse con Fernando Karadima en la parroquia de El Bosque. Con el correr de los años, la presencia de Sodano fue tan constante, que sacerdotes y jóvenes de la Acción Católica conocían una de las habitaciones del lugar como «la salita del nuncio», precisamente porque allí recibía Karadima al representante del Papa.
James Hamilton, quien había llegado a El Bosque en 1980 y fue uno de los más cercanos a Karadima durante veinte años, fue testigo directo de esos encuentros. En más de una conversación, cuando hablamos del ambiente que se vivía y de figuras públicas que tenían nexos con el cuestionado sacerdote, el médico recordó a Rillón y al nuncio.
«Karadima era ultrapinochetista. Era amigo de Sergio Rillón, de Rodrigo Serrano, que había sido de Fiducia. Rillón se juntaba con Karadima y con el nuncio Angelo Sodano e iban definiendo qué obispos iban a ser los nuevos obispos de la Iglesia chilena. Ese nivel de influencia tenía», sostiene el médico.
—¿Te consta eso?
—Me consta, y de hecho había una salita dentro de la parroquia, que la llamábamos la «salita del nuncio». Hasta ahí llegaba Angelo Sodano a conversar con Karadima, quien le iba diciendo los «pecadillos» de ciertos sacerdotes para que no fueran nombrados obispos. Lo principal que hacía él era vetar personas.
Según Hamilton, durante todo el tiempo que Sodano fue nuncio existieron esas reuniones. «Por algo llamábamos así a la salita. Es la que está al lado de la capilla de adentro, en la casa parroquial. En ese mismo lugar Andrés Arteaga y todo el resto de los curas nos agarraban a nosotros para decirnos que estábamos con “la maña” y con el demonio, porque el padre alegaba que ya no rezábamos, que estábamos alejados», agrega.
En 1980 apareció por la parroquia de El Bosque Juan Carlos Cruz Chellew, un joven de dieciséis años, cuyo padre acababa de morir. Era el mayor de los tres hijos del economista Roberto Cruz Serrano, quien se casó con Lorraine Chellew Vergara, ambos de veintiún años. Tuvieron tres hijos: Juan Carlos, Felipe y Roberto. Y en tiempos de la Unidad Popular se fueron a vivir a España.
Desde España, los Cruz Chellew viajaron por toda Europa y después, ya en el régimen de Augusto Pinochet, el padre se vino de representante de lo que era en ese momento el Banco de Vizcaya —antecesor del actual Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, BBVA—, a abrir el banco en Argentina y Chile, «ayudado un poco por el gobierno de la época, en tiempos del boom económico, en 1978».
Los tres hijos volvieron al colegio Saint George, donde Juan Carlos había cursado kínder y primero básico. Al regreso, en el establecimiento particular intervenido —«aunque ya estaba Hugo Montes de rector, no el capitán de la FACH»— recuerda que «teníamos que hacer los actos cívicos a cada rato. Pero en ese tiempo, por influencia de mi casa, creía que Pinochet era la salvación de Chile. Mi familia es muy conservadora, muy de derecha», cuenta Juan Carlos. «Después, por mis propios medios me di cuenta de que no era así y fui antiPinochet y todo lo que representa», señala.
Periodista y hoy director de comunicaciones de la empresa Manpower, Juan Carlos Cruz vive en Milwaukee, sede de la compañía, pero ha estado viniendo a Chile periódicamente en los últimos meses. En estas visitas tuvimos varias oportunidades para conversar en profundidad sobre lo vivido por él en la parroquia de El Bosque y sobre ese submundo del que formó parte. Recuerda también haber visto a esas influyentes amistades de Karadima. «Cuando iban a cambiar al cardenal Raúl Silva Henríquez, estaba toda la pelea porque Pinochet quería un arzobispo momio. Por esos días, vi mucho a Rillón por El Bosque y se rumoreaba también que Rodrigo Serrano quería ser el embajador en el Vaticano», señala Cruz. «Por esa época, tenían mucho contacto con Sodano. El nuncio se confesaba con el padre Daniel Iglesias, que era el párroco anterior a Karadima.»
Juan Carlos Cruz recuerda a Rodrigo Serrano Bombal como visitante frecuente. «Era jefe de gabinete del entonces ministro de Justicia, Jaime del Valle, quien había sido vicerrector de la Universidad Católica, y después fue ministro de Relaciones Exteriores de Pinochet.»
A Serrano —cuenta— le decían «el rey pequeño, porque a Karadima le decían el santo o el rey. Tommy Koljatic, el actual obispo de Linares, le decía rey». Y, según Cruz, «se comentaba que “el rey pequeño” tenía unos contactos increíbles en el gobierno, y Karadima gozaba con eso, porque se encerraban a elucubrar tácticas».
De profesión psicólogo y licenciado en filosofía, Rodrigo Juan Serrano Bombal tiene sesenta y un años y es secretario general de la Bolsa de Comercio de Santiago. Conoce al padre Fernando Karadima «aproximadamente desde 1980, cuando participaba activamente en la Acción Católica de la parroquia, lo que hice durante unos veinte años», ratificó ante el fiscal Xavier Armendáriz cuando lo llamó a declarar en junio de 2010. Durante ese período iba varios días de la semana a misa y los miércoles a las reuniones de la Acción Católica, «en las cuales participaban unas ciento veinte personas», agregó6.
En muchas oportunidades —dice Serrano en su declaración—, después de la misa, «participaba de una cena que tenía lugar con un grupo más reducido del círculo más cercano al padre (unas diez personas). También asistían a estas cenas seminaristas de la misma parroquia. Los temas tratados variaban, ya que se trataba de reuniones de camaradería».
Confirma Rodrigo Serrano que «parte importante del discurso del padre se enfoca en la finalidad de obtener vocaciones». Aunque él se alejó de El Bosque —según expresa—, porque «mi intención era conocer otros enfoques pastorales». Afirma que «durante todo el período en que fui cercano al padre, jamás escuché, vi, y ni siquiera sospeché sobre alguna conducta indebida de él. Más aún, mi experiencia fue muy satisfactoria y enriquecedora en lo espiritual».
Admite sí que «el padre tenía un gran ascendiente en su comunidad religiosa, cosa que se reflejaba en su grupo más cercano, ya que gustaba de tener un control sobre ellos». Y agrega: «Quiero decir, que aun cuando yo no estaba de acuerdo con su sistema controlador, me parece que es un método legítimo para sus fines de conducir a sus dirigidos a Dios».
Por último —indica Serrano—, «debo decir que todo esto resulta para mí un gran misterio, ya que conozco a los señores Hamilton, Lira y al padre Kast, los cuales me parecen personas razonables, equilibradas y, por cierto, normales, y no puedo explicarme por qué actuarían injusta y arbitrariamente en un tema tan delicado como este».
En 1987, el mismo año de la visita de Juan Pablo II a Chile, el nuncio Angelo Sodano dejó el país para asumir en Roma como secretario de Estado Vaticano, el más alto cargo después del Papa.
La amistad de Karadima con Sodano y la proliferación de «vocaciones» fueron factores determinantes para afianzar la posición de Fernando Karadima en la parroquia de El Bosque y para explicar los nombramientos de obispos de la confianza del hoy acusado párroco. Cuando Sodano se fue de Chile, pasó a ser el hombre de máxima confianza de Juan Pablo II durante el resto su mandato. Diferentes testimonios de víctimas en diversos países del mundo católico lo señalan hoy como un personaje decisivo en la política de secretismo de Roma frente a los abusos sexuales de sacerdotes. Sin ir más lejos, el ex secretario del Vaticano aparece mencionado en el caso de Marcial Maciel en México7, como consigna la periodista mexicana Carmen Aristegui en su reciente libro Marcial Maciel. Historia de un criminal.
El trato especial que recibía Karadima de la jerarquía católica se manifestaba en diversas situaciones. El solo hecho de que nunca haya salido de El Bosque desde que se ordenó sacerdote en 1958, marca una diferencia notable con el resto de los diocesanos que constantemente son cambiados de destino.
La influencia de Rillón fue paralelamente en aumento en La Moneda durante la dictadura. En 1984, Pinochet le ofreció ser ministro secretario general de Gobierno, pero ante su negativa nombró en el cargo a un joven abogado considerado discípulo del marino: Francisco Javier Cuadra, quien después de dejar el gabinete fue enviado como embajador al Vaticano y estuvo en Roma hasta el término del régimen militar, entre noviembre de 1987 hasta marzo de 1990.
La oficina de Asuntos Especiales, encargada de las relaciones con la Iglesia que dirigía Sergio Rillón, funcionaba a mediados de los ochenta en La Moneda, al alero del Ministerio de la Presidencia, cuyo titular era el general Jorge Ballerino.
Otro de los grandes amigos de Sergio Rillón es Ricardo García Rodríguez, ministro del Interior de Pinochet entre 1985 y 1990, quien desde el inicio de la transición a la democracia en 1990 hasta hoy tiene uno de sus centros de operación en la presidencia de la privada Universidad Mayor.
Después de asumir Patricio Aylwin la Presidencia del país, Augusto Pinochet permaneció como comandante en jefe del Ejército y Sergio Rillón continuó como colaborador del comité asesor de la Comandancia en Jefe, que encabezaba Ballerino.
En agosto de 2000, La Tercera señalaba, refiriéndose a Rillón: «Es uno de los consejeros y amigos más cercanos al general (R) Pinochet, quien se ha caracterizado por el trabajo constante de mantener al tanto de la contingencia al senador vitalicio. Cuando este recién se encontraba detenido en Londres, Rillón asistía a las sesiones del Congreso y tomaba apuntes sobre la actividad parlamentaria para después enviárselos a Inglaterra. Tiene acceso “estratégico” a las oficinas de calle Málaga, lugar donde se toman algunas de las importantes decisiones del Ejército»8.
Muy cercano a Rillón, en la oficina de Asuntos Especiales, era el hoy obispo de San Bernardo Juan Ignacio González Errázuriz, en ese entonces abogado y numerario del Opus Dei, quien llegó en comisión de servicios desde la oficina de personal de Carabineros. Esa vinculación fue revisada en los últimos meses en El Vaticano, tras las críticas de sacerdotes y obispos chilenos que advirtieron lo que podría significar haber nombrado arzobispo de Santiago a alguien que colaboró tan estrechamente con el régimen militar y que parecía un candidato firme para suceder al cardenal Francisco Javier Errázuriz.
No obstante, tras estallar el escándalo en torno a Fernando Karadima, González Errázuriz fue una de las primeras figuras eclesiales que quiso separar aguas, a través de una declaración aparecida en el diario La Segunda: «No sé… no sé. Es re fuerte. Los testimonios eran verosímiles, creíbles»9, dijo aludiendo a las acusaciones de James Hamilton, Juan Carlos Cruz, Fernando Batlle y José Andrés Murillo, difundidas en el reportaje de Informe Especial de TVN. Algo muy diferente a la actitud de su antiguo jefe Sergio Rillón, quien ha defendido privada y públicamente a Karadima.
En la citada carta al director de El Mercurio, de junio de 2010, titulada «Dos evangelios», Sergio Rillón escribía al iniciar la defensa del cura acusado: «En los momentos en que la comunidad cristiana está afectada por desconciertos y múltiples reacciones frente al caso del padre Karadima, en la liturgia de la misa de estos mismos días se contienen dos Evangelios, que en lo pertinente, siento necesidad de resaltar como apoyo a una acertada meditación».
Recordó en su misiva diferentes citas de los apóstoles, haciendo gala de su amplio conocimiento del Nuevo Testamento: «No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros». «¿Por qué te fijas en el punto que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?» Tras una larga lista de citas bíblicas, incluye el versículo de San Mateo que señala: «Por sus frutos los conoceréis»… «Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos…».
Inspirado en esas sentencias, Sergio Rillón argumentó: «La obra apostólica del padre Karadima ha sido inmensa y muy admirable, especialmente en su capacidad para inspirar vocaciones sacerdotales, de las que se cuentan decenas y de cuyas filas ocupan hoy a lo menos cinco solios episcopales».
Sin embargo, al tenor de sus palabras, alguna duda debe haber pasado por la cabeza del marino-abogado mientras escribía: «Sea lo que fuere, nadie está exento de pecar. Recuérdese que a San Pedro, Jesús lo increpó:“Apártate de mí, Satanás”, por pretender modificar la voluntad de Dios; y que San Pablo, el arquetipo de Apóstol, sufrió fuertes embates de tentaciones en la carne».
Ya antes del 11 de septiembre de 1973, Fernando Karadima tenía en su registro algunas hazañas que él consideraba legendarias. «Protegió a Juan Luis Bulnes, uno de los involucrados en el asesinato del general Schneider, lo metió en la iglesia, lo escondió en el torreón…», afirma James Hamilton.
Juan Luis Bulnes Cerda, hermano de Juan Pablo, actual abogado y consejero de Karadima por décadas, efectivamente perteneció al grupo ultraderechista que, con el apoyo del gobierno de Richard Nixon y la CIA, en octubre de 1970 asesinó al entonces comandante en jefe del Ejército, René Schneider Chereau.
Dos días después del atentado que costó la vida al general, el fiscal militar Fernando Lyon inició un proceso que culminó con sentencia del juez militar general Orlando Urbina, el 16 de junio de 1972. Urbina condenó a cuarenta y dos personas, entre militares y civiles, encabezadas por el general de Ejército Roberto Viaux Marambio. Viaux había sido el cabecilla de la sublevación militar contra el gobierno de Eduardo Frei Montalva en el movimiento conocido como El Tacnazo.
Algunas de las órdenes de detención por el asesinato de Schneider no pudieron hacerse efectivas porque los reos ni siquiera concurrieron a declarar en el proceso y se fugaron del país. Fue el caso de Juan Luis Bulnes Cerda, condenado a diez años. Pero Bulnes volvió a Chile en 1974 y se le redujo la pena a siete, y al final no la cumplió gracias a la Ley de Amnistía dictada por Pinochet. Junto a él fueron prófugos de la justicia los hermanos Diego y Julio Izquierdo Menéndez —quien murió después en Perú—, integrantes del mismo grupo.
El diario electrónico El Mostrador recoge en un reportaje de abril de 2010 el testimonio del periodista René Schneider Aedo, hijo del general asesinado, quien en aquellos años escuchó comentarios sobre el ocultamiento. Recuerda que, tras el crimen de su padre, «los principales culpables desaparecen y se van de Chile». Y que oyó que en esa etapa fueron ocultados, «concretamente Bulnes, por el cura Karadima»10.
—Había escuchado lo del escondite y creía que sería un rumor —le comento a James Hamilton.
—No, no es ningún rumor. Schneider fue asesinado por un grupo vinculado a Patria y Libertad en el cual participó Juan Luis Bulnes. El grupo fue el que atentó. Quizá no deseaban la muerte de Schneider, pero lo mataron. ¿Qué ocurrió? Que Juan Luis se arrancó y se escondió en la iglesia El Bosque y lo protegió Karadima. Y después el cura se encargó de sacarlo al extranjero y lo ocultó en Paraguay. Tanto es así que Karadima lo iba a ver a Paraguay. Por eso hizo una serie de viajes por Latinoamérica, pasando por diferentes puntos y llegando allá.
—¿Cómo lo sabes tú?
—Porque me lo contó él personalmente.
—¿Lo contaba como gracia?
—Como gracia, obvio. «Mira cómo yo cuidé a Juan Lusito», decía. Lo impresionante es que una cosa tan delicada la contaba en ese tono dentro de su círculo privado.
—Además de Juan Pablo, también Karadima es muy amigo de los otros Bulnes Cerda… —le digo a James.
—Sí, claro, de Manuel, que es abogado, y era compañero de mi papá en la Universidad Católica; de Juan Carlos Dörr, casado con María Elena Bulnes, que lo invitaban a su fundo en Requinoa y han sido grandes benefactores.
Juan Carlos Cruz también recuerda haber escuchado la historia del «asilo» de Juan Luis Bulnes. «Karadima siempre decía que había escondido a Juan Luis Bulnes. Y que los Bulnes lo querían mucho, porque le debían mucho.»
Jimmy Hamilton confirma la estrecha relación existente entre Karadima y altos oficiales del Ejército que se veían frecuentemente en El Bosque. «Al que tenía como protector y contacto en la parte militar era a Eduardo Aldunate», dice refiriéndose al general retirado, que fue jefe de la misión en Haití, quien lo defendió en los primeros días después de las denuncias. «Desde sus tiempos de teniente y capitán, estuvo muy vinculado a Karadima. Y es íntimo amigo de Juan Pablo Bulnes, el abogado.»
«A su vez, Aldunate y Bulnes —prosigue Hamilton— son muy cercanos a Domingo Jiménez, el gerente de la empresa Coloso, quien también salió con declaraciones de apoyo irrestricto.» Jiménez está casado con la hermana de Francisco Javier Manterola Covarrubias, sacerdote de la Pía Unión, «que fue quien tramó toda esta cuestión de los doctores que firmaron esa carta en la que decían que yo era mayor cuando entré a El Bosque», señala Hamilton.
El error de los firmantes de la carta estuvo quizás en no recordar que Jimmy Hamilton —a los diecisiete años— estuvo en Tecnología Médica un año antes de entrar a Medicina, donde estaban ellos. La suscribieron «bajo juramento» los médicos Guillermo Eduardo Fabres Biggs, Antonio Becker Rencoret, Juan Carlos Márquez Nielsen, María del Pilar Covarrubias Ferreiro, José Fernando Matta Naranjo y Julio Marín Valenzuela.
Asegura Hamilton que uno de sus colegas habló posteriormente con él, «avergonzado por lo que había hecho. Y me mostró los e-mails en que Francisco Javier Manterola le pedía disculpas por haberlo engañado, por haber hecho toda esta artimaña, después que él lo increpó».
Desde hace años, Manterola ha tenido importantes responsabilidades en la Arquidiócesis de Santiago: fue secretario del cardenal Errázuriz y era el vicario de la zona centro cuando estalló el caso.
Otro militar amigo de toda la vida de Karadima era Santiago Sinclair, quien fue ministro vicecomandante en jefe del Ejército y secretario general de la Presidencia de Pinochet en dictadura y después senador designado al comienzo de los noventa. «Lo invitaba a comer e iban para acá o para allá», indica Hamilton.
—¿Ustedes lo veían?
—Sí. Todos los domingos que iba a misa a El Bosque, Santiago Sinclair iba a saludar a la sacristía a Karadima.
—¿Era el tiempo en que tenía cargo en el Ejército o en el gobierno de Pinochet?
—Siempre… durante todos esos períodos era íntimo amigo de Karadima.
En un reportaje de la revista El Periodista, publicado en junio de 2003, bajo el título «Lo que la Dina escribió sobre Jaime Guzmán», Francisco Martorell revela un informe de la Brigada Purén de la temida Dirección de Inteligencia Nacional, en que alude a Juan Luis Bulnes y a la iglesia El Bosque.
Señala Martorell que el director de la Dina, Manuel Contreras —hoy preso en Puntapeuco—, «consciente del peso de Jaime Guzmán en la derecha chilena, no escatimó esfuerzos para vigilar sus pasos, intervenir su teléfono, investigar a sus amistades y crear un perfil político de su principal adversario».
Aparecen en ese contexto Juan Luis Bulnes, Allan Leslie Cooper, y los hermanos Izquierdo Menéndez, citados en el informe de la Brigada Purén. Primero se refieren a Jaime Guzmán, en el tiempo en que militaba en Patria y Libertad, durante la Unidad Popular: «Si bien es cierto que no estuvo cerca del general Viaux (por su repulsa al nacionalismo), sí participó activamente con sus grupos de fanáticos religiosos que estaban en el gremialismo de FEUC, y se reúnen en el departamento de Guzmán, en la iglesia de El Bosque o en las sedes del Opus Dei: Juan Luis Bulnes Cerda, Allan Leslie Cooper, los Izquierdo Menéndez, todos estos eran del grupo de Jaime Guzmán»11.
Durante años, el líder del gremialismo vivió en un departamento en la plaza Las Lilas, a dos cuadras de la iglesia colorada, adonde acudía a misa de doce con frecuencia. Esa costumbre la mantuvo hasta su muerte en 1991.
En El Bosque, Fernando Karadima impuso un discurso conservador en lo religioso, en lo valórico y en lo político. Un espacio a la medida de los sectores conservadores que se sintieron «huérfanos» cuando la Iglesia posconciliar salía a las poblaciones y practicaba el compromiso con los pobres y con las víctimas de los derechos humanos.
Según James Hamilton, «era un discurso hecho por Karadima sobre la base de su nueva moralidad. Y esa nueva moralidad señalaba que Pinochet era un hombre enviado de Dios, porque la autoridad estaba puesta por Dios».
—¿Decía eso?
—Obvio, permanentemente. Y, además, indicaba claramente que todo lo que había pasado después del golpe y la gente que había muerto eran «bajas necesarias». Que el orden establecido era algo más importante, y que si Pinochet era la autoridad establecida por Dios, citaba la frase de Cristo de que «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y decía, por lo tanto, que había que respetar la autoridad y esa era una buena autoridad.
—¿Eran todos pinochetistas en El Bosque?
—Sí, claro. Éramos de derecha.
—¿Tú venías con esa mentalidad desde tu casa?
—Todos en mi casa estuvieron de acuerdo con el golpe. Después fueron cambiando un poco las cosas, pero había un manejo de información tal, que nosotros entre los jóvenes en el ambiente en que circulábamos nadie creía que estuvieran torturando ni asesinando personas. Se decía que todo era una maquinación del comunismo y del periodismo de izquierda.
Similar recuerdo tiene Juan Carlos Cruz, quien señala que él ha tenido una «evolución total». Como Jimmy Hamilton, en El Bosque era pinochetista. «Yo vengo de una familia de derecha. Mi mamá se ha puesto más conservadora con los años. Pero mis hermanos han evolucionado. Somos producto de la dictadura. Llegué a El Bosque y obviamente fui momio recalcitrante en términos de espiritualidad y de política», dice Cruz. Su cambio empezó en el Seminario y continuó en Estados Unidos.
—¿Y tú, en qué momento te divorciaste de esa manera de pensar pro Pinochet? —le pregunté a Jimmy Hamilton.
—En la onda política mi evolución se empezó a dar esencialmente cuando ganó el No, y después cuando se inició el gobierno de Aylwin. Descubrí que los de la Concertación no eran el lobo feroz, sino que actuaban en una protodemocracia con un respeto por la gente que no me había tocado ver. Internamente yo siempre fui un demócrata y hasta una especie de socialista educado en la Alianza Francesa; tenía una formación muy universal, muy tolerante. Pero el ambiente social de la época del círculo en que vivía era favorable a Pinochet y en El Bosque se me confirmó que Pinochet era la autoridad. ¡Si en las prédicas Karadima lo alababa!