El periodista Juan Carlos Cruz Chellew, director corporativo de Manpower Internacional, no trepida en calificar la historia de Fernando Karadima como «la mayor red de poder y abuso que hemos visto en la Iglesia Católica chilena». Por eso, cuando ya no esperaba mucho de su Iglesia —de la que sigue sintiéndose parte— se emocionó al conocer el fallo del Vaticano, el 18 de febrero. Su voz se quebró a través del teléfono cuando Canal 13 lo entrevistó ese día. Y no era para menos.
El solo hecho de que lo contactaran desde el canal que hasta mediados del año pasado controlaba la Pontificia Universidad y que apenas daba informaciones sobre este caso, marcaba una diferencia. Era su amiga de toda la vida, Pilar Rodríguez, la editora que se trasladó de Televisión Nacional al Trece después de la compra del grupo Luksic, junto al director de Prensa, Jorge Cabezas, quienes trataron de tomar el primer contacto con él, y lo lograron. Ya el peso de Andrés Arteaga, su antiguo conocido, que además de obispo auxiliar fue hasta el 7 de marzo vicegrancanciller de la Pontificia Universidad Católica, había disminuido. Esta vez no habría lugar para la censura en el denominado «canal católico», donde la universidad mantiene un 30 por ciento de las acciones. La voz de Roma era clara.
Su entereza y la necesidad de terminar con los abusos llevó un año antes a Juan Carlos Cruz a contactarse en Estados Unidos con organizaciones que ayudan a las víctimas en este tipo de situaciones y a aceptar entregar su testimonio en el New York Times, la CNN y a Televisión Nacional de Chile. Sus amistades y contactos fueron decisivos para que su caso y el de los otros acusadores de Karadima salieran a la luz pública.
«El abuso sexual que se ha dado en mayor o menor grado en las distintas personas es espantoso y no tiene nombre. Pero también hay otro asunto que puede no advertirse, porque uno se queda impactado por el abuso, los toqueteos y toda esa cosa, pero la red de poder que se ha establecido es astronómica», me decía Juan Carlos Cruz hace unos meses.
Contra todo eso ha batallado este ejecutivo de la importante transnacional que, tras la abrumadora pesadilla vivida en Chile, decidió tomar otros rumbos y se fue a vivir a Estados Unidos. Pero debieron pasar años antes de que se decidiera a dar los pasos que lo han llevado a ser la persona que es hoy, tanto en lo humano como en lo profesional.
Juan Carlos Cruz calcula que Jimmy Hamilton llegó a El Bosque un año y medio o dos después que él, al comenzar los ochenta. En la parroquia se toparon y «nos caímos súper bien desde el principio. Jimmy, con sus estudios de Medicina, estaba muy ocupado durante el día y lo veía en las noches y los fines de semana. Él tenía más cercanía con el cura», cuenta.
—¿De todos ustedes era el más cercano?
—De los cuatro que presentamos las denuncias, sí, claro, porque fue presidente de la Acción Católica, porque estuvo tantos años y porque yo me fui al Seminario. Los otros estuvieron por períodos más cortos.
—¿Qué captabas tú en ese tiempo?
—Yo captaba bastante. Cachaba lo que me pasaba a mí y que a ellos algo les pasaba, porque los golpecitos en los genitales eran públicos y nos ocurrían a todos; los besos más «cuneteados», como los definió el fiscal —porque tú le dabas un beso y corría la cara—, y los más privados, como cuando decía «saca la lengüita», se daban cuando uno se quedaba solo en la pieza con él. Yo veía las cosas que veíamos todos, pero a Jimmy lo veía quedarse solo con él en la pieza.
Según Juan Carlos Cruz había otros predilectos que han estado entre los incondicionales de Karadima. «Pasaba mucho con Gonzalo Tocornal, que se quedaba solo con él, o con Juan Esteban Morales, el actual párroco de El Bosque, para qué decir…»
—¿Morales estaba entre los favoritos desde ese tiempo?
—Absolutamente. Él estudiaba Medicina y le tomaba la presión a cada rato. Siempre le han gustado mucho los médicos.
—¿Y cómo era esto de que le decían «santo» a Karadima?
—Uno a él le decía «santo» o «santito». No solo se hablaba de él como «el santo dijo» o «el santo quiere», sino que muchos le decían «oiga, santo, lo llaman por teléfono». Y, como te he contado, algunos le decían «rey». Y él nos decía a nosotros «ustedes son mis regalías».
—¿Mis «regalías»?
—Sí, «mis regalías». Nos decía: «¿Cómo están mis regalías?». O «ven, regalía». Ese tipo de cosas. Y él tenía sus «regalías máximas».
—¿Quiénes eran?
—La máxima «regalía» a nuestros ojos en esa época era Juan Esteban Morales. Antes había sido Jorge Álvarez, médico pediatra, pero fue menos, aunque retomaba su sitio cuando llegaba. El cura lo endiosaba absolutamente y él lo sabía. También era un tipo buenmozo, rubio, de ojos azules.
—Era bastante usual ese perfil entre sus «regalías»…
—Sí, a él le gustan los rubios con ojos azules. Es su target, pero también había entre los preferidos algunos morenos, como Diego Ossa o Juan Esteban. Si llegaba Juan Esteban, su regalía máxima, nos teníamos que ir todos de la pieza. El mismo cura nos echaba y se quedaba solo con él.
—¿Decía que tenía que conversar con él?
—Es que era tan normal ya, que no necesitaba decir nada.
—¿Morales era su regalía máxima incluso cuando estaba Jimmy?
—Jimmy también era de las regalías máximas, lo mismo que Gonzalo Tocornal y Jorge Álvarez.
Recuerda Juan Carlos Cruz que «dentro de los más encumbrados y más cercanos miembros de la Acción Católica» había todo tipo de rangos: «Los que entraban a la pieza, los que salían con él por el fin de semana o los que viajaban con él».
Y en esa «organización» cada uno sabía dónde estaba ubicado y lo que le correspondía hacer en el día a día. No todo era rezar ni ayudar misas.
Dentro del séquito que siempre rodeaba a Fernando Karadima, sus jóvenes discípulos realizaban diferentes funciones, según el rango que les asignaba. «Estaban los que se iban después de la reunión, los que llegaban a tomar té, los que se quedaban a comer, los que entraban a la casa de su mamá —que vivía en una casa pegada a la parroquia—, los que entraban a su pieza, los que le hacían su cama, los que le daban los remedios, los que se iban un poco más temprano, los que se quedaban hasta que se dormía y los que llegaban al día siguiente temprano, y empezaba todo de nuevo», describe Juan Carlos Cruz.
Karadima salía de su pieza tipo nueve y media de la mañana y lo tenían que estar esperando a la salida de su habitación, cuenta. «Normalmente éramos desde uno hasta tres. Corríamos con él por los pasillos de la parte interior de la parroquia hasta llegar a la puerta trasera de la casa de su mamá», señala. El cura acostumbraba tomar desayuno con su madre y los jóvenes debían esperarlo de nuevo para «volver a su pieza corriendo tras él», y decidía «quién lo acompañaría a hacer las compras de música, al doctor, a ver a algún sacerdote o a esperarlo mientras iba a la reunión de decanato. Los de más confianza íbamos con él o nos quedábamos haciéndole la pieza, ordenando, haciendo la cama, barriendo, limpiando».
Juan Carlos Cruz indica que entre las costumbres de la parroquia era fundamental el reconocimiento explícito que debían dar los discípulos a su director espiritual.
Cada vez que iba un sacerdote de la diócesis a dar una charla a El Bosque, «había que hacer un ensayo general y se determinaba quién hablaba». Era habitual que Karadima invitara a sacerdotes «que criticaban a la parroquia para que escucharan de primera mano las maravillas contadas por los mismos jóvenes. ¡Para qué decir cuando venía un obispo o el propio arzobispo! Los ensayos generales eran brutales y pobre del que dijese algo estúpido o se le olvidase mencionar al padre», cuenta Cruz.
Recuerda que «siempre había que decir que el padre se quedaba hasta altas horas de la noche confesando y dirigiendo espiritualmente. Que estaba solo y que, sin embargo, lo hacía sin ninguna queja y un sinfín de maravillas más».
Con la mirada de hoy, Juan Carlos anota: «Yo no sé por qué no me chocó tanta mentira. El padre no se quedaba nunca confesando hasta tarde, después de las reuniones se iba a comer a la casa de alguien o comía con todos en el comedor gigante de la parroquia, y después él y solo los elegidos subían a su pieza a ver televisión».
Afirma el periodista que vio caer en desgracia a mucha gente por no cumplir los designios del cura. «En muchos casos esto era para siempre, y en El Bosque decían que “estaba con el demonio”. Si se trataba de uno de los preferidos, se te aplicaba la ley del hielo por unos días para que te sintieras muy mal. Las palabras que todos temíamos del padre Karadima, eran: “Te quiero mucho m’hijito, pero te he perdido la confianza”. Eso era peor que la condena al Infierno».
«Uno luchaba por mantener la cercanía con el padre y cosas como esa te hacían descender en el escalafón», indica Juan Carlos Cruz. «Además, como estabas en desgracia, todos tus amigos te trataban como tal. Era verdaderamente terrorífico vivir algo así, porque todo lo que uno buscaba lograr se destruía. Sin embargo, después de salir de ese estado, se te decía que esto ayudaba a la humildad».
El extraño ambiente que se vivía en El Bosque producía inquietantes sensaciones. Para Juan Carlos Cruz, después de los toqueteos y los besos «cuneteados» que empezaron en 1981, las cosas fueron de mal en peor.
Confundido entre su afán por ser sacerdote, sus dudas sobre su sexualidad y el amor que creyó sentir por una niña que frecuentaba la parroquia, el joven confiaba sus problemas a Karadima en busca de orientación.
«María Angélica Errázuriz Gubbins era preciosa, un año menor que yo. Ella estaba en tercero medio en Las Ursulinas y yo en cuarto medio en el Saint George. A mí me encantaba, me moría por ella. De ahí mi confusión», cuenta Juan Carlos Cruz.
«Era obvio que los dos nos queríamos, pasábamos juntos. Yo le pregunté al padre, mi director espiritual, su opinión, porque yo quería pololear con la Angélica y estaba seguro que ella me iba a decir que sí.» Pero —dice— «era tan increíble la manipulación que ejercía Karadima que me respondió que no era la voluntad de Dios, que yo tenía que conservar mi vocación sacerdotal». Por su parte, María Angélica le dijo al cura que ella quería pololear con Juan Carlos. «Pero él, a su vez, le señaló que no era la voluntad de Dios para mí ni para ella. Y le propuso que pololeara con Diego Ossa, mi mejor amigo en ese momento.»
—¿Manejaba a ese nivel las relaciones de ustedes?
—Todo, absolutamente. Dentro del grupo íntimo comentaba, por ejemplo, «la Angélica creo que quiere a Diego…» y para mí era un dolor grande, porque a mí me gustaba y él sabía que a ella yo le gustaba, pero insistía en que «no era la voluntad de Dios».
Pero como a María Angélica tampoco le gustaba Diego, no pololeó con él. «Después se la presentaron a Enrique Uribe, un abogado, amigo de Roberto Ossandón, de Juan Pablo Bulnes, como doce años mayor. Y a los diecinueve años se casó. Estuvo veinte años casada y tiene unos hijos maravillosos. Después se separó y se anuló», relata Juan Carlos.
Dice el periodista que Karadima lo confundía, lo dominaba y le ponía trabas a su relación con Angélica, pero a la vez lo amenazaba con el tejado de vidrio por su posible homosexualidad. «Para mí habría sido bien sano pololear y experimentar como cualquier adolescente, pero él no me autorizaba. Y después, confesándome en su pieza, seguía con sus prácticas…»
Hoy Angélica Errázuriz es una de las mejores amigas de Juan Carlos. La ve cuando viene a Chile y ella, que conoció El Bosque por dentro en sus años adolescentes, le dio todo su respaldo en la denuncia contra el ex párroco.
—¿En qué momento te diste cuenta de que eras homosexual?
—Hasta el momento de mi amor por la Angélica no había hecho nada gay, pero tenía pensamientos en ese sentido. Vine a salir del clóset el año 1995. Era un conflicto espantoso para mí. Fue de las cosas más difíciles de mi vida. Desde la época de Karadima tenía algunas dudas y profundos conflictos. Estaba asustado y eso me sobrepasaba. Le conté a él cosas que las usaba en contra mía. Y me decía que tenía «tejado de vidrio». Él siempre usaba eso, pero cuando se puso peor el asunto fue después de una situación que ocurrió cuando yo tenía unos dieciocho años.
No recuerda si había terminado el colegio o estaba por salir, cuando una noche en 1981 estaba con otro joven —de nombre Guillermo—, quien «tenía por lo menos doce años más que yo. Era muy cercano al cura, un tipo de buena pinta, alto, de buena familia, y el cura se fue a comer con tres integrantes de la Acción Católica, como hacía siempre. Y como yo ya estaba en el círculo interno, me dijo: “Tú y el Guille me van a buscar a la comida”. Él siempre hacía eso; llegaban dos o tres a comer y cuatro o cinco a buscarlo. Entonces las dueñas de casa sabían que debían tener algo para darle al séquito que llegaba después».
—¿Siempre eran jóvenes los del séquito?
—Sí, en su tiempo lo formaban Andrés Arteaga, Juan Barros, todos ellos actualmente obispos o curas, y en mi época, Juan Esteban Morales, Diego Ossa, Gonzalo Tocornal y yo, entre otros.
Karadima había arreglado dentro de la casa parroquial una de las piezas que usaban los curas, con un baño, para que dispusieran de ella los jóvenes. «Me quedé con Guillermo en esa pieza. Creo que no había televisión, pero estábamos echados conversando. Yo era trece años menor que él, lleno de dudas, y él me empezó como a hacer cariño, a manosear... Nunca me había pasado nada parecido y se me vinieron las culpas más horribles. Para mí esto significaba las penas del Infierno. Y le pedí que nunca le contara a nadie.»
A los pocos días, sin embargo, el joven se sintió traicionado cuando Guillermo le dijo: «Le conté todo al padre y él ya me dio la absolución, pero quiere que tú te confieses con él». Juan Carlos no paraba de llorar. Angustiado, se fue a confesar con el cura. «Me preguntó: “¿Pero Carlitos, qué pasó?”. Yo seguía llorando, con hipo. Y le decía: “Espero que esto no afecte mi vocación”. Él me respondía:“Cuéntame cómo lo hicieron”, y me hacía preguntas para averiguar detalles:“¿Y derramaste tú? ¿Y Guillermo derramó?”. Yo quedé para adentro. Después de decirme que lo que habíamos hecho era una “falta a la pureza”, me dio la absolución. Pero yo me quería morir.»
—¿No siguió la historia con Guillermo?
—No, yo me alejé totalmente. Él se casó, ya más viejo.
Después de ese episodio, «la vida siguió normal, pero muchas veces me ocurrió que mientras estaba yo conversando con alguien, Karadima con Guillermo me miraban y se reían burlonamente. Incluso el cura gritaba en voz alta de un lado a otro del comedor, “¿Carlitos, qué pasó?”, y Guillermo lo celebraba», cuenta Juan Carlos Cruz, quien con esa alusión se sentía humillado y muy extrañado de que su secreto de confesión fuera ventilado de esa forma.
En su declaración ante el fiscal Xavier Armendáriz, Guillermo Ovalle Chadwick, agricultor de 56 años, afirma que frecuentó la parroquia El Bosque entre 1976 y 1993, cuando se fue a vivir fuera de Santiago, «pero hasta hoy asisto esporádicamente y tengo buenos amigos allá»1.
Defensor acérrimo del «padre Fernando», a quien caracteriza como «una persona muy correcta, que ejerce en una buena forma su ministerio sacerdotal», asegura que no puede creer las acusaciones «que se han levantado en su contra». Su experiencia con Karadima ha sido totalmente distinta, según manifestó al fiscal. Lo percibe —asegura— como «un hombre de bien y que ha despertado muchas vocaciones debido a la intensidad con que se ha entregado todos estos años a su labor sacerdotal».
Niega que el ambiente de El Bosque haya sido de «gente sometida o privada de voluntad». Y, por el contrario —señala en su declaración—, «toda persona que va allá puede ejercer su libertad y seguir los caminos que libremente elija».
Indica Guillermo Ovalle que conoce a James Hamilton, y no entiende su comportamiento. «Ha tenido problemas en su vida y eso puede explicar su actitud de levantar las acusaciones que ha hecho», mencionó. No obstante, ante la pregunta del fiscal respecto de si lo consideraba una persona mentirosa cuando lo conoció, respondió que no.
En su declaración, Guillermo Ovalle admite haber conocido a Juan Carlos Cruz, y a continuación intenta una explicación que parece poco sostenible, considerando la diferencia de edad entre los protagonistas del episodio vivido en El Bosque: «Una vez se me “tiró al dulce”, lo que le conté al padre Karadima». Lo curioso es que agrega: «Tampoco, aparte de esto, tenía de él una imagen de una persona mentirosa».
Un tiempo después, a fines de 1982 y comienzos de 1983, Cruz vivió en El Bosque otra historia que contribuyó a hacer más frágil «el tejado de vidrio» aludido por Karadima.
Juan Carlos Cruz se hizo muy amigo de Gonzalo Tocornal Vial, el presidente de la Acción Católica de entonces. «Como Gonzalo tenía problemas en su casa, porque lo fregaban porque pasaba todo el día en la parroquia, Karadima lo mandaba a “hacer el teatrito”. Gonzalo y yo nos empezamos a acercar, me pedía que lo acompañara a Buin, a su campo, y yo lo acompañaba», cuenta Juan Carlos.
Y confiesa que «me empecé a dar cuenta de que nos gustaba estar juntos. Yo lo esperaba que saliera de la pieza del cura a las dos de la mañana y él me llevaba a mi casa, porque vivíamos al lado. Hasta que el padre me convidó a ir a Europa con él».
El asunto continuó durante unos meses, pero «nos provocaba conflicto lo que nos estaba pasando. Y, a la vez, pensábamos ser curas. Tenía una tremenda confusión y Karadima me confundía aún más. Hasta que un día Gonzalo me dijo:“Me confesé y le conté todo al padre Fernando”. Si lo de Guillermo había sido horrible, para mí esto lo superaba aún más. Sentía que se acababa mi vida. Fui donde el cura otra vez angustiado. Y me empezó a preguntar de nuevo las mismas cosas y qué hacíamos. Después me señaló:“Esto es muy grave, Carlitos, pero continúa siendo humilde y obediente, y creo que por ahí a lo mejor se solucionará”, y me dio la absolución».
Juan Carlos se sentía desesperado. Yo dije: «Ah, aquí me echaron de la parroquia, que era mi vida y mi razón de ser en esa época». Karadima no lo echó, pero cada vez que podía le recordaba que tenía «tejado de vidrio». Pasó a ser este secreto de confesión el arma de chantaje para someter al joven de diecinueve años que aún soñaba con ser sacerdote.
Nieto del connotado empresario Carlos Vial Espantoso, Gonzalo Tocornal era uno de los preferidos de Karadima. Presidió durante varios años la Acción Católica y hasta hoy se mantiene cercano a la parroquia. Su hermano Jaime —sacerdote de la Pía Unión— estaba en esa época en el Seminario. Gonzalo Tocornal, Juan Esteban Morales y Jorge Álvarez eran considerados «rango número uno» en el entorno de Karadima al comenzar los ochenta.
Ingeniero agrónomo, casado y domiciliado en Vitacura, Gonzalo Alejandro Tocornal Vial, hoy de 49 años, declaró el 5 de mayo de 2010 ante el fiscal Xavier Armendáriz. En la oportunidad afirmó que desde que tenía diecisiete, a fines de los setenta, está vinculado a la parroquia El Bosque y «hasta el día de hoy voy a misa allá y a otras actividades como reuniones de matrimonios» 2.
En su declaración fue tajante: «Definitivamente no creo que sean ciertas las acusaciones que se hacen en contra del padre Karadima, dado que en todos estos años no he visto ni oído de nadie ningún comentario o circunstancia que me pueda llevar a pensar en interacciones sexuales del padre con nadie». Además, argumentó, «a la parroquia va mucha gente, él constantemente anda con varias personas y no es de encerrarse en privado con nadie». Y agrega que «cuando participaba más, iba a su pieza sin avisar y nunca vi nada inapropiado o que se pueda relacionar con lo que se investiga».
Declaró que a quien más conocía de los denunciantes «es a James Hamilton, que le decimos Jimmy. Yo fui presidente de la Acción Católica antes que él, fuimos bastante cercanos, aunque hemos perdido contacto hace unos años», señaló Tocornal ante el fiscal.
Sin embargo, afirmó que su testimonio no le parecía creíble: «No me logro terminar de explicar por qué él puede haber inventado algo así; me lo explico porque Jimmy es de personalidad fuerte, manipuladora, bastante temperamental; lo relaciono con conflictos de él relacionados con el tema o la historia de su padre, su fracaso matrimonial, el hecho de que no fue sacerdote u otros conflictos semejantes». Aunque admite que «en todo caso, para ser exacto, nunca vi que fuera una persona mentirosa ni tampoco creo que lo mueva un interés económico, lo veo como conflictos personales de él».
El párrafo dedicado a su antiguo amigo Juan Carlos Cruz apunta en el mismo sentido: «Lo conozco, iba a la parroquia y trató de ser sacerdote, fuimos amigos un par de años». Lo calificó de «algo infantil» y «de poco carácter». Y agregó:«No sé por qué habrá dicho lo que señala como abusado por Karadima, aunque no era mentiroso, ni tampoco veo que busque dinero con esto. Él se fue a vivir a Estados Unidos, donde entiendo se siente más cómodo para hacer su vida. No me parece que haya sido amigo de Hamilton».
Nada dice de la historia relatada por Cruz en su declaración referido al «tejado de vidrio» con que Karadima lo amedrentaba. Tampoco quedó registrada alguna referencia en el careo sostenido entre ambos el 11 de mayo de 2010 ante el fiscal Armendáriz. En la ocasión, Tocornal ratificó su declaración anterior: «Jamás he visto una conducta indebida del padre Karadima, ni alguna conmigo, menos que él diese golpecitos en los genitales a los jóvenes ni que diese besos indebidos o lo hiciese conmigo».
Juan Carlos Cruz, sin embargo, confirmó lo que ya había denunciado el 7 de mayo de 2010 ante el fiscal: «La costumbre del padre Karadima de tocar a los jóvenes en los genitales por encima de la ropa, incluso en público, era frecuente, y de dar besos medio “cuneteados”. Eso vi personalmente que lo hizo con Juan Esteban Morales Mena —hoy párroco de El Bosque—, Diego Ossa Errázuriz, Jimmy Hamilton Sánchez, Gonzalo Tocornal Vial, Guillermo Ovalle Chadwick, Francisco Prochaska, Samuel Fernández Eyzaguirre y Hans Kast Rist. Lo que yo vi, lo hacía con jóvenes de su círculo más íntimo».
Esa mañana, horas antes de ir a declarar ante el fiscal Xavier Armendáriz, Juan Carlos Cruz me aseguró: «Yo lo vi besando a Juan Esteban y a Diego Ossa, y lo voy a declarar hoy en el proceso». Y así lo hizo.
En esa declaración menciona también Juan Carlos Cruz que a algunos los «regaloneaba», en el sentido de que «ponían la cabeza en el pecho de Karadima». Los aludidos son dos altas autoridades de la Iglesia chilena: Tomislav Koljatic Maroevic, obispo de Linares, y Juan Barros Madrid, actual obispo castrense.
«Tales conductas del padre Karadima efectivamente ocurrieron, era una costumbre suya, incluso con Gonzalo Tocornal acá presente», reafirmó el periodista en el careo3 efectuado ante Armendáriz.
Gonzalo Tocornal replicó en esa oportunidad: «No es efectivo lo que escucho, respecto de golpecitos en los genitales ni a mí, ni a nadie que yo sepa. A lo más, el padre, en una situación de grupo, para apurarnos o algo semejante, me habrá dado un golpecito en el trasero, pero nada que fuese ni remotamente relevante».
Entre dudas y conflictos, y a pesar de su «tejado de vidrio», Juan Carlos Cruz logró finalmente entrar al Seminario Mayor de Los Santos Ángeles Custodios en Santiago.
Para Fernando Karadima, la designación del arzobispo Juan Francisco Fresno Larraín por Juan Pablo II, en mayo de 1983, fue motivo de alegría4. «Al nuevo arzobispo, un hombre bonachón y manipulable, se le consideraba “amigo de El Bosque”. Y tras diversas reuniones y horas de politiquería se logró nombrar a uno de los discípulos de Karadima, Juan Barros Madrid, como su secretario personal», recuerda Juan Carlos Cruz.
«Juan Barros era uno de los cercanos a Karadima, no el preferido, pero bastante próximo y muy manejable», puntualiza Cruz. «Con eso, El Bosque adquirió acceso directo a todas las decisiones de la Iglesia de Santiago.»
Hacia 1984 —relata— había un grupo de unos seis jóvenes «que estábamos listos para entrar al Seminario. Karadima nos decía todo a último minuto, nadie podía hacer planes a futuro porque nuestro ingreso dependía de cuando “Dios lo dispusiese”. Ese sería el día de nuestra entrada».
El grupo lo constituían Hans Kast Rist, Samuel Fernández Eyzaguirre, Javier Barros Bascuñán, Diego Ossa Errázuriz, Salvador Gutiérrez Isensee y Juan Carlos Cruz Chellew.
Karadima continuamente invitaba a la parroquia a sacerdotes y «les mostraba a todos estos jóvenes listos, como él decía, estudiando carreras universitarias, de buenas familias… Le encantaba decir eso a todo el mundo. Sin embargo, nos seguía usando como un yo-yo político. Es decir, nos mostraba y decía todo eso, insinuaba que éramos increíbles vocaciones, pero que no nos mandaría al Seminario a no ser que cambiara todo. Se habló incluso de armar un Seminario nuevo, pero la idea fracasó».
Finalmente —cuenta— «nos invitaron a la casa del cardenal, donde nos presentó y le dijo a monseñor Fresno que ese sería el regalo de El Bosque a la Iglesia y al nuevo arzobispo. Pero, al mismo tiempo, le planteaba que había mucho que cambiar. El cardenal le aseguró que las cosas cambiarían. Había un nuevo rector, el padre Juan de Castro, a quien Karadima no quería nada, pero lo consideraba mejor que a Pereira».
En esa época entró como formador del Seminario Rodrigo Polanco, quien aún no se ordenaba sacerdote. «Polanco es desde ese tiempo uno de los cerebros detrás de la máquina de Karadima», según Juan Carlos Cruz, quien recuerda que Andrés Arteaga, otro de sus más significativos hombres de confianza, también se desempeñaba en esa función pedagógica.
Juan Carlos Cruz estaba feliz de que lo hubieran aceptado en el Seminario, «que Dios me hubiese llamado a algo tan grande. Sentía que tenía la vida por delante y una pasión increíble por entregarme a Dios, a la Iglesia. Me sentía seguro, pensaba que el padre Fernando velaría siempre por mí y que era cosa de echarle adelante y caminar hacia Dios».
En ese estado de ánimo, no tuvo espacio para una mirada más crítica. No le pareció extraño que le dieran instrucciones precisas para seguir en su nueva etapa. «Empezamos todo nuestro adoctrinamiento preSeminario. Se nos dijo que íbamos a estar controlados por Rodrigo Polanco, ya que él iba a vivir con nosotros como formador de todos los seminaristas de primer año en la casa del Propedéutico en Las Rosas. Se nos advirtió que la fidelidad a El Bosque y al padre Fernando debía ser incorruptible.»
Agrega que Karadima les explicó que tenían que escoger a un director espiritual en el Seminario. «Había cuatro opciones, pero nos dijo que solo podíamos elegir entre dos. Nos indicó que hablásemos con ellos solo de cosas generales de espiritualidad, pero nada sobre El Bosque, ni del padre Fernando, ni de nuestras cosas íntimas. Todo eso quedaba para los domingos, cuando fuéramos del Seminario directo a la parroquia y nos confesáramos con él.»
El ingreso de Juan Carlos Cruz y los otros cinco seminaristas al recinto de La Florida, en Walker Martínez 2020, fue finalmente el 3 de marzo de 1985. Esa tarde, cuando un terremoto sacudió la zona central de Chile, los jóvenes salieron corriendo de la Iglesia. Los vidrios rotos traspasaban como flechas los bancos de madera. Una nueva etapa se iniciaba así, enmarcada con extraños signos, en la vida de Juan Carlos Cruz.