Entre sus compañeros del Verbo Divino, José Andrés Murillo Urrutia era conocido al comenzar los años noventa por su simpatía, su carácter inquieto y sociable, además de un físico que lo hacía tener éxito entre las niñas. Pero al terminar el colegio y, sobre todo, después de egresar, El Flaco experimentó un cambio evidente. Se alejó de los amigos de antes y se le veía más reservado. Incluso triste. Dejó atrás las fiestas y los paseos, y los reemplazó por misas, oraciones y hasta un tono «como de sermón», cuando alguno de los conocidos se topaba con él. Era otro. Algo le había pasado.
«Con mucho dolor es que debo comunicarles que dentro de los acusadores de Karadima está mi hijo José Andrés», señala Ana María Urrutia, su madre, en una impactante carta «a sus amigas», que circuló por Internet días antes de que la voz firme de José Andrés Murillo Urrutia se escuchara por Televisión Nacional, el 26 de abril de 2010. Ella misma se sorprende hasta hoy de la circulación que tuvieron esas líneas donde decía: «Él es el filósofo que vive en París. Les contaré que, siendo colegial, en el Verbo Divino, mi hijo empezó a acercarse a la Iglesia a través del cura Cristóbal Lira en Los Castaños. Luego a este curita lo trasladaron a Maipú. José Andrés se acercó a El Bosque, pues tenía mucha inquietud por saber si tenía o no vocación de sacerdocio. Y le habían comentado de lo espectacular que era Karadima».
Desde París, José Andrés prefirió leer una declaración escrita en lugar de aparecer en cámara en el programa Informe Especial. Tal vez, porque todavía no se sentía preparado para encarar públicamente al acusado ni a los televidentes que esa noche verían el programa. O, como dijo después ante el fiscal, porque no estaba muy de acuerdo con esa aparición, ya que la encontraba «exhibicionista». Lo cierto es que en esa ocasión solo desde lejos llegó su voz.
Con el transcurso del tiempo, la actitud de José Andrés, hoy de treinta y seis años, ha sido cada día más firme, y sus agudos análisis sobre poder y dominación no dan tregua. «El filósofo», como se le ha conocido, después de haber pasado por el noviciado jesuita —donde estuvo dos años—, cuando abandonó El Bosque, se concentró en sus estudios de Filosofía.
Estaba terminando su doctorado en la Universidad de París VII Denis Diderot, cuando reventó el caso. Tras dar sus exámenes en Francia y en la Universidad de Chile, y recibir el grado de doctor en Filosofía por ambas universidades, ha hecho del tema del poder y el sometimiento una causa. Creó la Fundación para la Confianza, precisamente con el objetivo de ayudar a evitar situaciones como las de El Bosque, y como él mismo reconoce, no hay artículo, ensayo ni clase que haga donde el tema de la dominación no esté presente.
Su voz volvió a resonar, emocionada pero contundente, el viernes 18 de febrero de 2011, poco rato después de que el arzobispo de Santiago Ricardo Ezzati diera a conocer el veredicto del Vaticano que condenó como culpable a Fernando Karadima Fariña de cometer abusos contra menores, de transgredir el sexto precepto del Decálogo y abusar de su ministerio sacerdotal.
José Andrés Murillo recibió el fallo eclesial con emoción y reconocimiento hacia Ezzati, quien —a diferencia de su antecesor, el cardenal Francisco Javier Errázuriz— manifestó desde el primer momento su especial preocupación por el dolor de las víctimas. Todavía nervioso, pero claro en sus conceptos, el ex novicio jesuita mostró su satisfacción por el «cambio de mano» en la Iglesia chilena. Seis años antes, él había sido recibido por Ezzati, a quien envió una carta a través de Juan Díaz, ex vicario de Educación.
Desde el comienzo, la acusación pública de José Andrés Murillo contó con el apoyo de su familia, en particular, de su madre Ana María Urrutia, quien en su carta anticipó las acusaciones que haría su hijo sobre Fernando Karadima. «Después de dos o tres años y de un día para otro no quiso ir más y se fue a los jesuitas, donde entró como novicio.»
En esa época —relata Ana María— «nos contó, a mi marido y a mí, que se había ido de El Bosque porque no soportó más a Karadima, quien constantemente lo acosaba sexualmente».
José Andrés «consideró que Karadima estaba haciendo un tremendo daño a otros muchachos de la comunidad con sus desvíos sexuales» —indica Ana María Urrutia— y que como pertenecían a familias tradicionales, de colegios cercanos a la Iglesia, «no eran capaces de hacer denuncia alguna. Por lo tanto, decidió hacer él la denuncia, acercándose al Arzobispado». Pero la Iglesia —señala— «guardó la denuncia en un cajón».
Orgullosa de su hijo, pues «ha actuado de acuerdo a lo que es correcto, y no ha temido exponerse, sobre todo ahora que el tema está tan candente», la madre de José Andrés Murillo señala: «Pero es mejor vivir tranquilo consigo mismo que con una tranquilidad aparente, en respuesta a lo que es política y socialmente correcto».
Y aunque preveía que José Andrés pasaría por una muy dura experiencia, manifestaba su seguridad en que «saldrá fortalecido, tranquilo y más grande como persona». Antes de despedirse con cariños a sus amigas, concluye: «Este es mi hijo José Andrés Murillo Urrutia, nombre que saldrá al público seguramente muy luego, ya que él llega desde Francia el lunes. Quería que ustedes lo supieran por mí, puesto que, de todos modos, sabrán que es mi hijo. Y les reitero que me siento enormemente orgullosa de él, por ser tan íntegro y tan valiente».
Tuve la oportunidad de conocer a Ana María Urrutia, destacada golfista, ex campeona sudamericana en categoría senior, el 6 de marzo, el día siguiente al nacimiento de su nieta Juana, la primera hija de José Andrés y Antonia Pellegrini. Feliz con la buena nueva, Ana María se quedó acompañando a Antonia y a la recién nacida, mientras en una cafetería de la Clínica Santa María sosteníamos con José Andrés una de las últimas conversaciones para este libro. Tres días después sería el alegato en la Cuarta Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago para pedir la reapertura del caso.
José Andrés Murillo egresó del colegio del Verbo Divino en 1993. En ese tiempo participaba en actividades de la parroquia Los Castaños de Vitacura, a cargo del sacerdote Cristóbal Lira, discípulo de Karadima. Cuando Lira fue trasladado a Maipú, en 1994, un grupo de jóvenes emigró a El Bosque. Junto a Murillo llegó, entre otros, Francisco Costabal González, quien hasta marzo de 2011 presidía la Acción Católica.
«Tenía dieciocho años. Estaba en la Universidad Católica, y me acerqué a El Bosque para preguntarme sobre mi vocación», cuenta Murillo. Llegó «atraído por la fama de Fernando Karadima. Lo había conocido cuando era estudiante del Verbo Divino y el cura fue a dar una charla al colegio».
—¿Qué actividad tenías en Los Castaños? —le pregunto.
—Yo me dedicaba sobre todo a ir al Hogar de Cristo dos veces a la semana. Y seguía la figura del padre Hurtado. Leí sus obras completas, me lo sabía todo, me encantaba. A pesar de que yo había escuchado por Cristóbal Lira, el párroco, que los jesuitas eran tipos malos, que habían tergiversado al padre Hurtado.
—¿Lira hablaba de que los jesuitas eran «malos»?
—Era como una megalomanía de los de El Bosque, porque los veían como adversarios demasiado grandes para ellos. Pero, a la vez, nos decían que Fernando Karadima era discípulo del padre Hurtado, su discípulo espiritual, contaba él.
Durante su estadía junto a Karadima, las personas más próximas a Murillo fueron Francisco Costabal, Francisco Prochaska e Ignacio Correa, según declaró ante el fiscal Xavier Armendáriz.
«Siento mucho pudor por esto. No estoy de acuerdo con aparecer. Como que no quiero hacer historia sobre mí», me dijo con cierta timidez en su departamento, poco después de iniciada la primera entrevista, una tarde de mayo de 2010. Poco a poco, entró en confianza y la conversación surgió fluida. Después nos reunimos otras veces.
Cuenta que en El Bosque se fue involucrando en las actividades de la parroquia y muy pronto empezó a ir todos los días. Ingresó al círculo más cercano de Karadima, quien fue su director espiritual hasta marzo de 1997.
—¿Cuánto tiempo llevabas cuando empezaste a estar más cerca?
—Fue bastante rápido. Además, yo estudiaba Filosofía y ellos tenían una muy buena biblioteca en El Bosque. Y me quedaba entre la universidad y la casa. Después de la universidad me iba a la biblioteca y me quedaba hasta la noche. Era bien buena la biblioteca. Una sala maravillosa, muy bonita. Tenían, por ejemplo, las obras completas de Plotino, en griego y francés.
—¿Pero Karadima leía?
—No, no leía nada. Nunca lo vi leyendo.
—¿En qué se inspiraba para sus prédicas?
—Sus prédicas no tenían ninguna inspiración. Simplemente era una alabanza a algunas cosas. Yo después me di cuenta. «¡Oh cuántas gracias caerán sobre esta gente, porque hay tres sacerdotes celebrando esta Eucaristía…», decía, y me he dado cuenta de que algunos curas jóvenes están repitiendo exactamente lo mismo.
—El Bosque era una fábrica productora de sacerdotes…
—Claro, además de una exaltación, una divinización muy fuerte de los sacerdotes.
Karadima le decía a José Andrés Murillo «El Pinteado» y mostraba gestos de particular simpatía hacia él.
Tan cerca estuvo desde el comienzo, que poco después de llegar a la parroquia fue a un viaje a Europa con Karadima. «No había sentido ningún acoso todavía ni nada. Fuimos a la beatificación del padre Hurtado en 1994. Yo me pagué el pasaje, pero lo pasé muy mal. Sentí que había sido el peor viaje de mi vida y se lo dije al cura.»
—¿Por qué lo pasaste tan mal?
—Porque yo quería hacer un viaje más bien espiritual y el padre Karadima andaba buscando relojes. Se compraba relojes y aparatos, radios. Era muy fetichista con esas cosas. Una vez me regaló un reloj de oro, no sé lo que hice con él. Era un reloj de bolsillo. Creo que lo boté, no tengo idea dónde quedó —comenta con cierto desprecio.
En su declaración ante el fiscal regional Xavier Armendáriz, José Andrés Murillo mencionó un hecho curioso que sucedió en ese viaje: «En una ocasión, nos bajamos a la vera de un camino a orinar. Karadima me dijo que mirara cómo él lo hacía sin tocarse el miembro, lo que me negué a hacer, pese a que él insistió».
Ingeniero civil de la Universidad Católica, soltero, de treinta y siete años, incondicional de Karadima, Francisco Costabal González fue quien en febrero de 2011 se ocupó de hacer la mudanza de las pertenencias del cura en vísperas de que el arzobispo Ezzati diera a conocer públicamente el veredicto del Vaticano. Costabal había acompañado a Karadima en su periplo por los diferentes fundos antes de ser confinado en el hogar de las Siervas de Jesús de la Caridad.
El presidente de la Acción Católica había participado de niño en El Bosque, estudió en el colegio Tabancura del Opus Dei y empezó a ir a Los Castaños con compañeros de colegio desde diciembre de 1993. Ahí conoció a José Andrés Murillo, aunque no eran amigos. Dice Costabal, en la declaración ante Armendáriz, que a Murillo «lo ubicaba de saludarlo en la parroquia Los Castaños», y empezó «una amistad con él, ya que los dos éramos nuevos en la parroquia de El Bosque». Costabal menciona también a Fernando Batlle como otro de sus nuevos amigos.
Describió ante el fiscal Xavier Armendáriz la época en que llegó desde Los Castaños a El Bosque: «Los días miércoles participábamos después de la misa en una charla que organizaba el padre Fernando Karadima con un sacerdote invitado, no recuerdo los nombres. Eran meditaciones en que se hablaba de la vida espiritual, del aporte a la sociedad que nosotros podíamos hacer como católicos y se hacían comentarios de actualidad. A esas reuniones asistían trescientos jóvenes, dentro de un salón, duraban unos veinte minutos, media hora. La asistencia era voluntaria, no había lista. Al término de estas reuniones, la gente se quedaba conversando, y luego cada uno hacía lo que tenía que hacer».
«Varios nos quedábamos a cenar», dice Costabal en su testimonio ante la justicia. «Éramos unos quince y permanecíamos para conversar de diversos temas junto al padre Karadima y los otros sacerdotes», agrega.
En el documento quedaron estampados los «recuerdos» que Costabal hizo ante el fiscal sobre su amigo de entonces, José Andrés Murillo: «A muchas de las niñas del Villa María les gustaba, por lo que iban a verlo a las reuniones de los miércoles, y Murillo era bastante coqueto, pero no concretaba con ninguna. Eso a mí me molestó, porque sentí que jugaba con las niñas y alguna vez se lo dije».
Costabal consideró interesante mencionar algo más: «Otra cosa que me llamó la atención de Murillo es que era el único que ocupaba chaqueta café, de tweed, como para distinguirse del grupo, que usaba chaqueta azul para dar la comunión».
Según Francisco Costabal, después del viaje que Murillo hizo a Europa para la beatificación del padre Hurtado, «se empezó a alejar de la parroquia», y añade que «él tuvo siempre muchas amistades extraparroquiales».
En su declaración, agrega que en 1995 «Murillo empezó a trabajar con el padre Felipe Berríos, del Infocap, en un lugar que se llamaba La Casita. Iban a dormir allí para vivir con los pobres. José Andrés Murillo empezó a asistir, siempre en paralelo de las actividades de El Bosque, hasta que empezó a imitar al padre Berríos en su vestimenta, bototos, chaqueta. Supe que después entró al noviciado jesuita».
Costabal mencionó en su declaración que el padre Eugenio Valenzuela1 llamó a Karadima «para pedirle referencias de Murillo. Yo estaba en la parroquia. Escuché que el padre Karadima le dijo que no le encontraba vocación de sacerdocio, agregando que a lo mejor para los jesuitas pudiese tenerla. El último dato que supe de Murillo es que se salió de los jesuitas».
Cuenta José Andrés Murillo que antes de llegar a El Bosque tuvo una experiencia a la que no le dio importancia en su momento: «Otro cura discípulo de Karadima, Cristóbal Lira, una vez me pegó un roce así como en “el paquete”. Yo encontré esto medio raro».
—¿Esto era en Lo Barnechea, donde está de párroco actualmente?
—No, en Maipú. Yo lo había conocido en Los Castaños y un día estábamos en Maipú y me pegó un roce. Después he relacionado los hechos. Y me di cuenta de que Cristóbal Lira tenía el mismo procedimiento que Karadima. Los toqueteos en las manos que me hacía, que antes creía súper paternales, eran parte de esto.
—¿A qué llamas el toqueteo en las manos?
—Ahora uno se da cuenta de la intención, igual que el toqueteo en la cara, si te hacen así [y hace un gesto de caricia]… Cuando estás en un momento en que quieres buscar tu vocación y no sabes para dónde te está llamando Dios, y una persona te dice «Yo sé lo que Dios quiere para ti»… Y nunca nadie te enseñó antes cómo se busca la voluntad de Dios, tú le crees.
—¿Y a lo de Lira no le diste importancia?
—Claro, no caché. Después me di cuenta de que era eso.
—¿Fue una conducta reiterada?
—No, porque lo veía muy poco. Esto lo dije a la Iglesia, en el marco del proceso.
Pero —dice Murillo— esto «es más fuerte cuando se trata de un tipo como Karadima, que tiene un grupo de gente a su alrededor, que hace llenar la iglesia, y tú crees que vas al mejor. A mí me pasó eso. Creía que estaba yendo donde el mejor; además, tenía cincuenta curas que lo rodeaban y muchas familias con gente casada que lo frecuentaba».
—¿Cuándo empezó Karadima a ser un problema para ti?
—La primera conversación que tuve con él fue acerca del Infierno. Me ofreció ser su secretario. Y me habló sobre la posibilidad del Infierno. Esas imágenes eran terroríficas. Yo me creí el cuento con mucha fuerza, y él te sugería además que tenía las llaves para sacarte de ahí.
—¿Era un Infierno con diablos y llamas?
—Él lo explicaba como una especie de habitación vacía con un reloj que decía: «Para siempre jamás, para siempre jamás...». Era un reloj de péndulo.
—¿Y cuándo comenzaron las aproximaciones más erotizadas hacia ti?
—Uno no se da cuenta exactamente cuándo, porque de pronto empieza con unos toqueteos, como diciéndote cuídate, porque eso es importante. Y tú no le das importancia, aunque es un poco incómodo, pero no te cabe en la cabeza que tenga alguna connotación distinta, porque, además, hay, de su parte, un discurso homofóbico muy fuerte.
—¿Sí?
—Sí, muy fuerte. Me acuerdo de un tipo amigo mío que es gay y este cura o Andrés Arteaga, no recuerdo cuál de los dos, le decía: «Tú tienes el demonio adentro». El tipo llegó a una obsesión tal, que se trató de suicidar, porque él sentía que tenía el demonio dentro de sí, por su condición de homosexual.
—¿Otro amigo, además de Juan Carlos Cruz?
—Sí, otro. El discurso de El Bosque era muy homofóbico.
—¿Y con las mujeres era misógino y machista…?
—Sí, las mujeres ni siquiera podían entrar a la parte del comedor.
«De inmediato accedió a ayudarme y aconsejarme. Para eso me dijo que tenía que confiar plenamente en él, puesto que él sería como la luz en el camino, que si no seguía sus consejos me podría perder y condenar», relata José Andrés Murillo en su denuncia ante Armendáriz2.
«Vi que había tanta gente que lo seguía, sacerdotes, jóvenes, parejas, todos lo consideraban un santo, que me pareció que podía ser un buen guía.» Después de poco tiempo, de acuerdo a su tradicional modo de actuar, el cura le pidió que guardara el secreto de su vocación solo para él. «Me dijo que no conversara con nadie más acerca de un tema tan delicado como la vocación, por mi propio bien. Sobre todo, nada con mi familia, pues esta estaría totalmente en contra», señala.
El ritual continuó. Lo invitó a ayudarlo en la misa. «Siempre había un grupo esperándolo y elegía a dos para que lo ayudaran. Era una actitud de manifestación de poder muy fuerte, pero estábamos enceguecidos, o al menos yo lo estaba, porque se trataba de mi vocación y no quería equivocarme en la vida», señala José Andrés Murillo.
—¿Nada te parecía raro en ese ambiente?
—No me cuestionaba las cosas que ocurrían, aunque a veces eran muy extrañas…
—¿Por ejemplo…?
—Pasaba al lado de los jóvenes y les daba un golpecito en los genitales, diciendo que había que cuidarse o algo así. Era muy molesto e invasivo. De pronto, sin que te dieras cuenta, te hacía esa maniobra y todos los que lo veían se reían. Lo consideraban una gracia y él también.
Cuenta José Andrés Murillo que a veces le pedía que lo llevara en auto. «Y, más de alguna vez, trató de tocarme los genitales mientras manejaba, lo que me causaba mucha confusión y le sacaba la mano sin decir nada, pero muy avergonzado. Estaba totalmente confundido. Me decía que él era mi director espiritual y que yo le debía absoluta obediencia, bajo amenazas fuertes de condenación.»
En una ocasión —recuerda— le dijo que «no me parecía bien su forma de tratar a la gente y se enojó muchísimo. Llamó al padre Andrés Arteaga, y ambos en una sala de reuniones me retaron fuertemente. Yo tenía diecinueve o veinte años. Me humillaron. Arteaga que era doctor en Teología y posible obispo, y a quien yo consideraba muy inteligente, me trató muy mal, cuestionó mi inteligencia y me dijo que yo debía dejar la filosofía y dedicarme al teatro, que debía escuchar a Karadima».
En una oportunidad, en la pieza del ex párroco —señaló Murillo en su declaración ante Armendáriz— «estábamos de pie frente a frente y trató de meterme la mano por debajo del pantalón, lo que no permití y me retiré».
La decisión de dejar El Bosque llegó poco tiempo después.
—¿Qué gatilló tu ida?
—Primero, una situación cuando me estaba confesando con él… Yo ya estaba más alerta. Él ya me había hecho esos toqueteos, como golpes que me incomodaban muchísimo. Y el tipo me trató de masturbar cuando estaba confesándome. Estábamos sentados los dos y de repente me tomó la mano.
—¿Dónde fue eso?
—En su pieza. Yo quería tomar una decisión sobre mi vida, quería saber si podría ser cura o no. Tenía sueños de irme a África y ser misionero. De estudiar filosofía y enseñar en una universidad en África. Pero necesitaba consejo. Le dije que quería confesarme y me contestó «quédate después de la misa, después de comida, y conversamos».
Jimmy Hamilton me había contado que cuando se reencontraron con José Andrés Murillo en 2009, le impresionó el relato que él le hizo por la similitud que tuvo con su «inicio» en ese departamento de Viña del Mar, diez años antes.
«José Andrés cuenta una escena en la pieza de Karadima, con Tommy Koljatic, el actual obispo de Linares», me dijo Jimmy Hamilton. «Estaban tarde en la pieza ellos tres y el cura Fernando sacó una botella de whisky que tenía medio escondida, porque se ponían a ver tele en dos silloncitos uno al lado del otro. Además, guardaba entre unos parlantes unas revistas Cosas, donde aparecían mujeres en bikini o semidesnudas. Decía que las tenía ahí para mandarle una carta a la directora, para reclamarle por publicar esas fotografías. Lo curioso es que las revistas estaban escondidas. A mí me las mostraba y me decía “Mírala, mírala”, obviamente con el objeto de excitarme. En el caso de Murillo, sacó la botella de whisky. Y en ese momento, ocurrió una situación muy terrible y es que Tommy Koljatic, sabiendo seguramente lo que venía, se mandó cambiar. Le dijo:“Santito, sabe que me tengo que ir”. A lo que Karadima le contestó:“Sí, sí, m’hijito, ándate nomás”.»
En su denuncia escrita ante la Fiscalía, José Andrés Murillo recuerda: «Todo cambió cuando yo quería confesarme y me pidió que lo acompañara a su habitación. Había un obispo. Karadima saca una botella de whisky. El obispo se puso muy nervioso y se fue de la habitación. A mí no me pareció normal, pero yo quería confesarme y me quedé. Me dio un vaso de whisky y me dijo: “Para que te relajes”. Entonces comienzo a contarle de mi vida y Karadima me toca la pierna y luego rápidamente me toca los genitales… Quedé paralizado y no supe qué hacer. Él abrió el cierre de mi pantalón e intentó comenzar a masturbarme. Cuando pude reaccionar lo detuve y huí llorando del lugar».
Cuando José Andrés Murillo me ratificó en persona este episodio, evitó detalles. Pero reiteró la indignación que le produjo y me contó que se fue de inmediato a su casa, donde se duchó durante más de una hora.
Al día siguiente —recuerda— «fui donde Karadima con el texto del padre Hurtado que era un libro lindísimo donde habla de la dirección espiritual, que destaca la importancia de la libertad, y le dije: “Esta cuestión no tiene nada que ver con lo que usted hace y estoy totalmente en desacuerdo con usted”».
—¿Qué te respondió?
—«Mira, lo importante en la vida es el perdón», me dijo. «Sería bueno que te confesaras con el padre Francisco Javier Errázuriz, que era un viejito, que había ahí, por lo que «habíamos hecho». No le hice caso, no me confesé y me fui. Eso ocurrió en marzo de 1997. No hablé de eso durante mucho tiempo. Una vez, más adelante, lo llamé porque quería confrontarlo, pero después no me atreví.
Jimmy Hamilton retoma su comentario: «Al escuchar a José Andrés me di cuenta de cómo empezó con el mismo sistema con el que abusó de mí en Viña. Y cuando ya estaba empezando a masturbarlo, ante el estupor de Karadima, José Andrés, probablemente con una estructura familiar y montón de otras cosas más sólidas que las mías, se paró, le dijo que eso no podía ser y se fue. Cuando fue a hablar con él, lo mandó a confesarse con el padre Panchi. Y Murillo lo mandó a freír monos y se fue. Ante eso, Karadima le dijo:“¿Quién te va a creer a ti? ¿Te van a creer a ti o al padre Fernando?”».
—Eso ocurrió cuando tú todavía estabas en El Bosque… —le comento a Jimmy.
—Sí. Me acuerdo de José Andrés. Él duró como dos años en El Bosque. Y terminó con este evento. Y cuando leí su relato me cayó la teja de la realidad más violenta, de la perversión, del abuso sistemático. La dominación y el abuso es la pasión del tipo. Es un perverso. Uno se enfrenta a la maldad sistemática. Un hombre que a diferencia de Maciel no se drogaba, no usaba alcohol, no fumaba.
—¿Y el whisky?
—No lo tomaba él, era para ablandarnos a nosotros. De repente como que creaba el ambiente.
—¿No habías captado antes que se podía producir algo así? —le pregunto a José Andrés Murillo.
—Era como una normalización. Muy sutil, muy suave, hasta que estás adentro. Yo siento que algo así puede haberle pasado a los nazis en los campos de concentración, cuando hablan de que unos eran buenos, padres de familia, y a los tipos se les hace normal una situación que no lo era. Y él va creando el ambiente, suavizándolo para hacer que parezca normal lo que no lo es. Y sobre todo, con el tema de que «ustedes lo comprenden porque están cerca de mí, porque conocen la verdad. Los que están afuera no lo van a comprender, así es que no lo conversen». Entonces se arma toda una cúpula dentro de la cual se pueden hablar algunas cosas y fuera de la cual no se puede hablar de eso.
Una característica de El Bosque es que «había nombres para todo. Incluso los que estaban afuera se llamaban “los coptos”», señala Murillo. Al parecer, Karadima se inspiró en los antiguos cristianos coptos originarios del Antiguo Egipto, cuyo origen se remonta al siglo I después de Cristo. Los coptos hasta hoy utilizan un idioma y un calendario litúrgico diferente al católico3.
—¿Qué otros nombres recuerdas?
—El sheol, que en arameo era el Infierno. «Estoy en el sheol», decía uno, porque el padre me mandó al Infierno. Me acuerdo también de los «cuetos». Los cuetos referían a lo sexual. Se le decía así porque había un tipo, un español, que hablaba de sexualidad y se llamaba Cueto.
Murillo recuerda que se encontró con Hans Kast en Alemania y «me dijo “ojo, ten cuidado con los cuetos”. Y el año pasado le agradecí, porque lo que hizo fue precaverme, me dio una llamada de alerta».
—¿Y tú, cómo le decías a Karadima?
—Padre, curita, le decían muchos. Nunca le dije «santo», como lo llamaban los mayores. Creía que era talla.
El tema de la tesis doctoral de José Andrés Murillo es sobre la manipulación de países y personas en nombre de creencias e ideologías. Por eso, su voz es especialmente interesante al analizar lo que ha ocurrido en los últimos treinta o cuarenta años en la iglesia El Bosque.
«Sí, es una secta. Se reúnen todos los miércoles y su discurso no tiene ningún contenido, solo ritos, exaltar la Biblia y a Karadima. No existe reflexión, no cuestionan ni manifiestan la posibilidad de dudar», respondió José Andrés Murillo a la periodista Lenka Carvallo de revista Caras en una entrevista publicada en junio de 20104.»
En la misma ocasión, comentó: «Él creaba una realidad paralela. Representaba el Bien y todo lo demás era el Mal». Por el contrario, Murillo sentencia: «Si existe el Mal, está aquí. Por eso, hay tanta gente temerosa».
Así como en su conversación James Hamilton evoca Colonia Dignidad y habla de que El Bosque sería una «colonia virtual», José Andrés Murillo recurre a imágenes similares para caracterizar otros aspectos del dominio de Karadima, rodeado de «unas rejas imaginarias».
—¿En qué consisten esas rejas?
—Se hace muy evidente quién está adentro y quién está afuera. Los que están en la calle, en la universidad o los que van y no entran al círculo, están fuera. Está muy bien determinado. Cuando tú entras, hay como dos o tres premisas que son incuestionables. Y para poder aceptarlas, interviene el miedo. El miedo al Infierno fue para mí muy fuerte. Si yo no le achuntaba a la vida, me iría al Infierno y, además, sería un fracasado, un infeliz.
«El cura contaba la historia de un tipo que entraba y decía “yo soy un infeliz, porque tenía vocación y no seguí los consejos de mi director espiritual y siempre fui un fracasado en la vida”. La primera premisa de ese discurso es que tú puedes ser un fracasado. Que hay una persona que tiene la verdad sobre ti. Que tú puedes, además, condenarte y que si tú le haces caso en términos absolutos a tu director espiritual vas a encontrar el camino verdadero, porque Dios se lo revela a tu director espiritual —no a ti—, y por lo tanto vas a tener éxito en la búsqueda del sentido de la vida.»
Según Murillo, un rol central dentro de El Bosque lo jugaba el hoy obispo auxiliar de Santiago Andrés Arteaga que, además, era director de la Pía Unión. «Él hacía que nos sintiéramos tontos, que no teníamos la capacidad para distinguir la realidad.»
De vuelta del viaje a Europa con Karadima, con motivo de la beatificación del padre Hurtado, Murillo recuerda que Arteaga comenzó a decirle que no estaba capacitado para «comprender ciertas cosas de la parroquia». Y señala: «Él estaba muy en contra de que yo hubiera ido al viaje, por ejemplo. Y cuando empecé a ver los toqueteos, las cosas raras que ocurrían y unas complicidades muy extrañas, quise hablar con él. En la parroquia se decía que Arteaga era el tipo inteligente y a mí también me lo parecía».
Según explica Murillo, El Bosque «funcionaba como una sociedad, con un círculo donde hay una frontera muy precisa entre lo que está adentro y lo de afuera. En el centro estaba Karadima y rodeando la frontera estaba Andrés Arteaga, para que todo aquel que quisiera salir, fuera empujado hacia adentro».
Pero en definitiva Murillo no pudo comunicarle a Arteaga lo que estaba sucediendo. «Cuando fui a hablar con Arteaga, le dije:“Padre, esto no está bien”. Y de nuevo me dijo:“Tú te adelantaste, hay cosas que no comprendes de la parroquia, y por lo tanto, no estás capacitado para estar en este círculo”. Me insistió también:“Murillo, tú no eres un tipo muy inteligente, eso tengo que decírtelo, por lo tanto te recomiendo que dejes la filosofía”. Y ahí como que todo lo que yo le quería decir dejaba de tener valor. Así es que me despedí.
En realidad —comenta Murillo—, «yo siempre tenía una pata afuera de la parroquia y eso me salvó. Tenía amigos afuera, tanto así, que de hecho en el proceso ante el fiscal Armendáriz uno me acusa de tener “amistades extraparroquia”, lo que es un delirio», dice refiriéndose a la declaración de Francisco Costabal.
José Andrés Murillo estudiaba en esa época Derecho y Filosofía en la Universidad Católica. «Además, tenía un cargo en la Federación de Estudiantes, un cargo público para el que fui elegido, por lo que tenía muchas actividades además de la parroquia. Esa vida que tenía afuera me salvó», dice hoy con alivio.
—¿Cuándo entraste a los jesuitas?
—En 1998. Estuve dos años. Por suerte pasé por los jesuitas para darme cuenta de que existía un Dios muy distinto. Un Dios que no competía con la vida. Entendí que Dios está a mi favor y no se opone a mi felicidad. Para mí, fue la clave de la vida.
Pero Karadima no se quedó tranquilo y, como en otras oportunidades, fue más allá: «Cuando decidí entrar a los jesuitas en 1998, él se enteró. Los llamó y les pidió que no me aceptaran. Supongo que porque sabía que una vez allí yo contaría mi historia en la parroquia de El Bosque».
—Te costó llegar a contar esta historia…
—Sí, y yo no sabía que era un delito. Simplemente pensé que el cura estaba loco y muy mal. Y por eso fui a la Iglesia para decir «ojo que tienen un cura que hace cosas que no están bien».
—¿Y a quién se lo dijiste?
—Al cardenal Errázuriz. Antes lo conversé con los jesuitas, con Eugenio Valenzuela, que era mi maestro de novicios, y después con Juan Díaz. Y él me dijo que le escribiera una carta al cardenal. Que se la entregara a él para que se la pasara por mano, porque el secretario del cardenal era de El Bosque, incondicional a Karadima, creo que era Francisco Javier Manterola. Así lo hice.
—¿Y no pasó nada…?
—Nada. Después hablé con Ricardo Ezzati, también de manera directa.
—¿Cómo fue eso?
—Él era obispo auxiliar de Santiago y se mostró muy interesado, dijo que era muy grave… Esto fue julio de 2005.
El actual arzobispo le dijo en esa oportunidad que «haría lo necesario», según consignó Murillo en su denuncia ante el fiscal Armendáriz.
De acuerdo al expediente eclesiástico, la primera vez que el actual arzobispo de Santiago supo de esta denuncia fue el 12 de mayo de 2005, a través del sacerdote jesuita. El relato consigna que «el 21 de junio de ese año recibió una declaración jurada de Murillo» en la que desde París, donde vivía, acusaba a Karadima. «Al día siguiente Ezzati remitió los antecedentes al cardenal Errázuriz, quien varios meses después se los entregó al promotor Escudero». El 25 de julio de 2005, Ezzati se reunió con José Andrés Murillo en su oficina. «De acuerdo a su testimonio —según consignó el diario La Tercera el 27 de marzo, cuando dio a conocer una parte de los expedientes eclesiásticos—, Ezzati le habría dicho a Murillo que “estaba disponible para investigar su acusación, y que para ello existía un promotor de justicia encargado de investigar los hechos de que daba cuenta»5.
Después de conversar con Ezzati, José Andrés Murillo no se quedó tranquilo. Consideró que sería positivo contactar a Andrés Arteaga, quien presidía la Pía Unión y ya era obispo auxiliar de Santiago. «Después, le escribí un e-mail a Arteaga para pedirle conversar con él. Pensé que si era inteligente y justo, podría yo enfrentarlo y él ayudarme, ofrecerme su apoyo.» No fue precisamente esa la respuesta que encontró.
Andrés Arteaga recibió a José Andrés Murillo en diciembre de 2005, en su oficina de vicegrancanciller de la Universidad Católica, en el segundo piso del edificio de la Alameda. Murillo recuerda esa conversación. «Arteaga me llamó por teléfono y me citó a su oficina en la universidad, un espacio muy bonito, de madera. Hacía mucho calor y él tenía un aire acondicionado último modelo. Fue muy impresionante, porque yo le hablaba del poder de la Iglesia y él me contestaba “sí, es verdad que tiene poder, pero es para servir a los demás”. Y yo lo observaba a él manipulando el control remoto del aire acondicionado.»
En esa época, José Andrés Murillo trabajaba en la Fundación Cerro Navia, «para contribuir a superar la pobreza. Yo pensaba que la Iglesia debía tener un compromiso en ese sentido. Ver a este sujeto hablándome del poder y del servicio mientras apretaba el botón del aire en su oficina de madera, me pareció muy contradictorio», comenta.
Pero lo más insólito para Murillo fue lo que le dijo después: «Andrés Arteaga me dijo “tú estás haciendo mucho daño a la Iglesia con esto. Además, lo que has escrito crea un antecedente contra el padre Fernando, insinuándome que no podría abrirse un proceso de beatificación ¡por mi culpa!».
—¿Te lo planteó así…?
—Así, porque el tipo realmente creía que era un santo. O era un santo o se podía abrir un proceso, lo que los validaría a todos ellos.
El obispo le recomendó «que fuera al psicólogo, que todo era un malentendido mío, que yo no siguiera diciendo esas cosas, pues ellos tenían muy buenos abogados. Me dijo que había leído la carta que yo le había mandado a monseñor Ezzati». Y según Murillo, Arteaga le reiteró que «no siguiera hablando cosas» y que estaba «haciendo mucho daño».
—¿Cómo ves tú la relación psicológica que estableció Andrés Arteaga con Karadima?
—No sé hasta qué punto el poder de Karadima entró en el espíritu de Arteaga hasta hechizarlo. No entiendo cómo. Y creo que ese fue un gran triunfo para él. En el fondo, la pregunta ya no tiene que ver solo con el abuso, sino con el hechizo que Karadima logró ejercer sobre algunos personajes. Y estos no son unos pánfilos. Son tipos con familias más o menos armadas, con estudios universitarios, posgrados, viajes y recursos.
Agrega José Andrés Murillo: «La pregunta es cómo un personaje evidentemente menos inteligente —como es Karadima—, que tenía una plataforma social educacional cultural más frágil, es capaz de imponerse sobre Arteaga en todos los planos».
Según Murillo, la «teoría que anda dando vueltas de que todas las situaciones de abuso se originaron por la falta de una figura paterna en las víctimas, no se sostiene. Probablemente en algunos casos esto haya tenido influencia, como en Juan Carlos Cruz o Jimmy Hamilton, pero no es solo eso».
—Y como Arteaga hay otros…
—Tomás Koljatic, Francisco Costabal… han caído en ese «hechizo».
—Algunos de los testimonios de los empleados hablan de «la nana de Karadima» por Costabal.
—No sabía… La verdad es que a Costabal lo quiero mucho, pero esto no lo puedo entender. Estudió ingeniería, fue súper buen estudiante, muy simpático, lleno de vida. Pero...
—¿Sigue siendo soltero?
—Sí, y vivía con Karadima.
—¿Has leído las declaraciones de Costabal ante la justicia?
—He leído que declaró que yo usaba una chaqueta distinta, que tenía amistades extraparroquiales… ¡Pero eso lo dice un loco! Perdona que te lo diga así, y con respeto por El Camión, [como lo llama a Costabal] pero es insólito.
—¿El Camión era compañero tuyo del Verbo Divino?
—No, era del Tabancura. Que diga que uno de los pecados míos era tener amigos fuera de la parroquia es como que estuviera hablando un personaje del KGB o de la SS. Y que me acusara de usar una chaqueta con cuadritos de tweed… ¡Era la chaqueta que yo tenía! Esto me hacía distinto, más rebelde. ¡Realmente insólito!
Para José Andrés Murillo, la eventualidad de que se sigan repitiendo abusos como los que él experimentó y peores, está latente. Señala que por cada denuncia que se hace a nivel mundial ocho quedan sin salir a la luz. Por eso, unos días antes de conocerse el fallo del Vaticano comentaba que le «impresiona que algunos curas, conociendo las denuncias y debiendo razonablemente sospechar que son verosímiles, permitan que jóvenes, incluso sus sobrinos, sigan yendo donde Karadima, viviendo con él… Esto se llama complicidad en cualquier parte del mundo».
—¿Te refieres a jóvenes de la Acción Católica?
—Sí, de veinticinco a veintiséis años. No los conozco, pero si hay 0,1 por ciento de posibilidad de que a mi hijo le estén «comiendo el coco», yo no solo lo saco de ahí, sino que, además, dejo la embarrada. Pero este es un tema del que no se habla, la gente tiene mucha vergüenza. Chile está tejido con vergüenza, sobre todo en los estratos sociales que se sienten más aristocráticos, donde se intenta ocultar todo y que la ropa sucia se lave en casa. Y el gran cómplice, la piedra angular del abuso es el secreto.
«Cuando nosotros abrimos este tema y el secreto se rompió, poco a poco algunas personas fueron hablando. Al comienzo, no lo hizo casi nadie. Al tercer mes, habló Hans Kast, después otras personas. Es la ruptura del hechizo. A mí se me ha acercado gente y me ha dicho:“Yo vi cómo Karadima le corría mano a un joven y no me di cuenta de que era algo absolutamente inapropiado hasta ahora que ustedes lo hicieron público”. Eso es el hechizo. Eso hacía que vieran algo y creyeran estar viendo otra cosa», señala.
—¿A ti también te pasó eso?
—Me pasó. Y quizá por eso me he dedicado ahora a la Fundación para la Confianza6, que ya tiene personalidad jurídica, y en términos académicos me he abocado, entre otras cosas, a analizar cómo el cuerpo incomoda en situaciones de abuso de la intimidad, de vulneración, y uno no siempre lo escucha. La incomodidad es una bocina. Pero si no nos enseñan a hacernos cargo del cuerpo, no nos damos cuenta. En la tradición occidental —no solo medieval, también moderna—, el cuerpo ha sido un impedimento, no un elemento de discernimiento.
José Andrés Murillo recalca que lo sucedido con Karadima y sus víctimas se relaciona con ese sometimiento y el hechizo que ejercía: «Como maquinaria perversa y abusiva de eliminación de una personalidad, de eliminación del poder de lucidez, lo que busca no es solo acabar con el ego sino también con la posibilidad de discernimiento. Cuando a una persona le has arrebatado su capacidad para discernir la realidad, eres capaz de inocularle cualquier idea. Cualquiera. Es muy fácil ver a una persona ideologizada, ya sea en la parroquia de El Bosque, en el nazismo de los años treinta, en el comunismo de los años cincuenta o en cualquier secta, defendiendo ideas absurdas, porque está ideologizada».
Radicado desde septiembre en Chile, tras obtener máxima distinción en su tesis doctoral tanto en la Universidad de París como en la Universidad de Chile, José Andrés Murillo sigue trabajando a fondo en estos temas. Ahora está dedicado a su Fundación. Además, en marzo partió con clases en la Universidad Alberto Hurtado.
Murillo ha hecho del tema del abuso un objeto de sus estudios. Lee y analiza los últimos libros publicados. En las conversaciones y en sus artículos cita, entre otros, a la psicoanalista estadounidense Mary Gail Frawley, autora de El abuso sexual en la Iglesia Católica. La perversión del poder.
Y comenta: «Desde las estructuras de la Iglesia pareciera que el abuso sexual está por lo menos naturalizado». Agrega Murillo que las consecuencias psicológicas y los traumas que eso provoca son inconmensurables. «El de Mary Gail Frawley es un libro potentísimo que se apoya en casos que la autora ha seguido. Ella ha acompañado a muchísimos abusados y explica cómo puede llegar a suceder. En otro de sus libros, Curas predadores y víctimas silenciadas, una serie de sacerdotes, psicoanalistas y otros especialistas analizan el problema.»
Desde su propia experiencia y habiendo racionalizado y profundizado en estos temas, José Andrés Murillo intenta ayudar a otras posibles víctimas y a que la sociedad en su conjunto advierta el peligro y el daño que pueden provocar conductas como las de Karadima.
Ha «reciclado» lo vivido, como él dice. «Tanto mi tesis doctoral como mi tesis de magíster tienen en alguna parte una referencia a esto. Todos los artículos que he escrito, cada una de las clases que he hecho apuntan en alguna medida, aunque indirectamente a veces, a tratar de hacer que los alumnos cobren conciencia de su corporalidad, de su vida, de su libertad, y que Dios no puede ser un argumento para someter a nadie.»
—¿Cómo vives lo que ha pasado con el caso Karadima? ¿Qué sientes? —le pregunté un mes antes de que se supiera el fallo del Vaticano.
—Es bien extraño, porque siento que rompí un espacio de secreto o vergüenza que yo creía que me protegía a mí, pero que en realidad protegía al abusador. Y la ruptura fue muy sanadora. Porque siento que la gente es mucho más empática. La cantidad de personas que se me ha acercado para decirme que ha vivido cosas parecidas es impresionante.
—¿Con otros personajes o con el mismo?
—Con otros personajes, y algunos con este mismo cura. Gente que no ha querido aparecer en los medios. Pero tienen una empatía muy grande con estos casos, porque el tema del abuso está mucho más presente de lo que uno podría imaginar. En el fondo, son los abusos a la intimidad. Y el problema de esos abusos no es solo que entren en tu intimidad, sino que te exijan una confianza ciega o se presenten como personajes confiables. Y ante esos personajes uno baja las defensas y entonces tienen todas las posibilidades de entrar en tus lugares más íntimos, en tu esfera personal.
—Después de lo que has vivido, ¿cuál es tu relación con la religión, crees en Dios?
—Soy creyente, creo en Dios. Y pienso que una persona que encubre abusos sexuales no puede creer en Dios. Si eso es Dios, pienso que es una figura triste y terrible. Es una ideología más que una religión. Mi idea principal es que la Iglesia es una institución que puede hacer mucho bien y mucho daño. Y quiero que haga el bien, aunque yo no me siento parte de ella. Sentí que traicionaba el bien y la verdad que predicaba, y eso no puedo tolerarlo.
El veredicto del Vaticano que condenó a Karadima es un signo distinto a lo que se venía manifestando en la Iglesia.
José Andrés Murillo fue el primero en mostrar satisfacción por el «cambio de mano», como él mismo definió la actitud del arzobispo Ricardo Ezzati, quien aludió a las víctimas y los daños que han experimentado, cuando dio a conocer la resolución del Vaticano el 18 de febrero.
No obstante, pasada la emoción inicial, con algo más de calma, mostró su malestar cuando supo que el fallo había permanecido un mes en manos de la autoridad eclesiástica sin que se hiciera público. Para las víctimas, la demora no tiene explicación válida después de todo lo sucedido.
«Cada día que pasaba en que nuestra palabra era puesta en duda era una agresión para nosotros. Entonces, que haya pasado un mes en que se sabía la sentencia y no se daba a conocer, era un abuso hacia nosotros», manifestó José Andrés Murillo a La Tercera7.
—Entre las frases curiosas que se han dicho, la ex directora de la Junji, Ximena Ossandón, parece haberse arrepentido del cuento del diablo y de haber dicho que Karadima era un «prócer de la Iglesia». Y en entrevista a La Tercera en enero pasado8, antes de conocerse el veredicto del Vaticano, señaló que Karadima no es un prócer, sino que «lo fue». Incluso calificó de «muy verosímiles» las acusaciones —le comento a Murillo.
—Eso no contradice lo que dijo antes, lo que es muy grave. En la misma línea recuerdo que el filósofo Juan de Dios Vial Larraín, que fue rector delegado de la Universidad de Chile, escribió en una carta a El Mercurio, refiriéndose a Marcial Maciel, una de las cosas más absurdas que he leído. Dijo que los santos mientras más santos, son más tentados por el demonio para probarlos. Alguien hasta podría meterle una querella por promover el abuso como camino a la santidad. ¡Es lo más estúpido que he leído!
Según el doctor en Filosofía, es importante que la justicia indague a fondo al ex párroco de El Bosque, «ya que todo da para que este personaje haya seguido con sus prácticas abusivas y es necesario que se investigue, que se esclarezca, se muestre y se juzgue». Por eso Murillo fue enfático también en señalar desde el primer momento, cuando le tocó asumir el rol de «vocero de las víctimas», que era «absolutamente pertinente la designación de un ministro en visita». En los alegatos del 8 de marzo recién pasado, en la Corte de Apelaciones, cuando el abogado Juan Pablo Hermosilla dio las razones por las que era necesaria la inminente reapertura del proceso ante la justicia criminal, José Andrés Murillo, con una chaqueta a cuadros y pantalón de sport, escuchaba atento, sentado al lado del doctor James Hamilton.
Desde su asiento, Murillo observaba los gestos y las palabras del abogado defensor de Karadima, Luis Ortiz Quiroga. Tras manifestar que las investigaciones estaban agotadas y que —en todo caso— los hechos denunciados habían prescrito, el penalista habló de «destemplanzas» para referirse a los abusos del ex párroco.
«¡Ahí está la base de la perversión! Ortiz cree en las acusaciones, pero les baja el perfil, cree que se trata de actos “destemplados” de Karadima, a lo más pecados, pero no delitos», comenta José Andrés Murillo, molesto con las expresiones del penalista, días después.
«Vivimos en una cultura que comienza a darse cuenta de que los abusos sexuales, la violencia intrafamiliar, el maltrato infantil no son algo natural, aunque hay personas que luchan por mantener esta naturalización. Esa fue la defensa del abogado de Karadima», sostiene.
Según Murillo, el alegato de Ortiz Quiroga «es de manual: se trata de cómo transformar el abuso sexual en algo natural. Y en esa perspectiva no es que no sea algo reprochable, sino que no es delito; esos hechos no son algo tan malo, son meras destemplanzas. Y la procesión va por dentro».
Agrega José Andrés Murillo: «Un abuso sexual de este tipo es, en algún sentido, peor que un asesinato, porque destruye el alma, destruye la capacidad de distinguir la realidad. Son muchísimos los casos de suicidios de personas que han sido abusadas y sus cercanos solo se dieron cuenta después. Hay muchos psicólogos que cuentan de estos casos. Leí un libro una vez de una monja que en el primer capítulo ¡les explicaba a los curas abusadores el daño que hacían! Porque para ellos no se trataba de algo tan malo, sino de mera destemplanza. El caso Karadima es un signo de un cambio de cultura. Es por eso que hemos decidido crear una fundación que luche no solo contra el abuso, sino por algo más básico: por lo que algunos llaman la desnaturalización del abuso».
En el ambiente expectante del fallo de la Corte, José Andrés Murillo se sintió interpretado en su esperanza de cambio y especialmente emocionado con las palabras que el periodista Juan Carlos Cruz dejó estampadas en el sitio El Post, el 8 de marzo: «Al bajarme ayer de un avión en Nueva York, donde fui a unas reuniones, instintivamente prendí mi teléfono para revisar correos. Me fui directo al e-mail que me mandó José Andrés Murillo donde me escribía:“¡Nació la Juana!”. Y adentro, una foto de una niñita preciosa —su hija— recién nacida».
«Dentro de la locura del aeropuerto, me senté y me quedé mirando esta foto que me sobrecogió», escribió Juan Carlos Cruz. «Pensé que la Juana llegaba al mundo como una verdadera promesa de esperanza y que no pudo elegir un mejor momento para llenar de alegría muchos corazones que lo necesitaban. También pensé que llega a un mundo mejor, donde los hechos de los últimos días le permitirán vivir una vida más feliz, donde temas que no se hablaban, ahora no solo se hablan sino que se castigan.»
El veredicto de la Tercera Sala de la Corte de Apelaciones el 14 de marzo, se sumó a las señales positivas que llegaron en 2011. La investigación sería reabierta.