La arquitectura del templo resulta imponente. Fue construido en piedra amarilla y rodeado de jardines, arriba, entre los cerros del sector Los Trapenses en Barnechea. Al parecer, el dinero de los feligreses de ese sector en La Dehesa ha hecho posible levantar esa construcción, tan impresionante que es conocida como «el mall de la fe».
El padre Juan Debesa, párroco desde 2008 de Nuestra Señora Madre de la Misericordia, como se llama formalmente la iglesia, tiene un largo currículo en parroquias y cátedras en sus más de cincuenta años de vida y veintisiete de sacerdocio. Antes fue párroco de la Inmaculada Concepción de Vitacura y vicario de Santa Elena, de Santo Tomás Moro y de Nuestra Señora del Carmen de Ñuñoa. Ha sido profesor del Seminario y es especialista en Patrística, la disciplina dedicada a estudiar a los padres de la Iglesia, además de colaborar en la Pastoral de la Universidad Católica en el campus El Comendador.
De mediana estatura, grueso y semicalvo, aparece en mangas de camisa entre los corredores de su espectacular parroquia, la tarde del 29 de diciembre de 2010. Le había pedido a su secretaria una hora para conversar con él. Llegué puntualmente a la cita a las seis de la tarde. En un comienzo, me recibió muy atento y me hizo pasar a su oficina, tal vez pensando que sería una feligresa con algún problema que consultarle.
Al presentarme y contarle el objetivo de mi visita, su actitud cambió radicalmente. Nos encontrábamos sentados en sendos sillones. Yo sabía —le comenté— que de joven él había pertenecido a la «Acción Católica de El Bosque» y después se había alejado de Fernando Karadima. Quería que me contara sobre esos tiempos de los años setenta, cuando él estudiaba Historia y luego entró al Seminario Mayor. Pero no alcancé a formular más interrogantes sobre el controvertido cura.
—No le voy a hablar de eso. Yo di mi informe escrito al cardenal Francisco Javier Errázuriz y él me dijo que con eso bastaba. No tengo nada más que decir —señaló seco el padre Debesa.
—Usted participó de la parroquia El Bosque en su juventud, quería que me contara de esa época…
—Me fui en 1978 y nunca más volví ni tuve nada que ver con El Bosque —me dijo en tono cortante.
A insistirle, se puso nervioso y me espetó:
—Si hubiera sabido que usted es periodista, no la habría recibido. No voy a hablar.
—¿Y por qué tanto secretismo, padre? Conversemos off the record, por último…
—No, ya le dije que no voy a hablar, y estoy bajo secreto de confesión.
—¿Cómo es eso, padre? El secreto de confesión no tiene nada que ver con lo que usted me está diciendo. El secreto de confesión es el que le debe guardar como sacerdote a una persona que se confiesa con usted. Si yo le estuviera contando un pecado en busca de la absolución, podría ampararse en el secreto de confesión, pero no se trata de eso —le argumenté.
Más tenso aún, cambiando incluso de color y francamente molesto, me reiteró:
—No voy a hablar con usted y menos para un libro. —Y agregó incómodo—: No me siento libre con su actitud, me siento presionado.
Tras decir esas palabras se levantó del asiento, con ademán de dar por terminada la frustrada entrevista, mientras yo permanecía sentada. Le pregunté:
—¿Me está echando?
—No, no la estoy echando, pero no me interesa hablar de esto. Tengo cosas más importantes que hacer.
—¿Más importantes que los abusos cometidos por Fernando Karadima que tienen estremecida a la Iglesia chilena?
La pregunta quedó en el aire. Avanzó por la puerta y me hizo pasar hacia afuera. Fue la despedida, y con un escueto «Que le vaya bien» cerró el áspero diálogo.
Al bajar, detuve el auto antes de tomar de vuelta el Camino Real —así se llama la calle donde está la parroquia— para hilar el episodio vivido con otras referencias que tenía de este sacerdote. Me habían contado que en sus tiempos de joven seguidor de Karadima el cura de El Bosque lo trataba mal, era casi como un «negrito de Harvard» entre los jóvenes rubios de ojos claros que siempre lo han rodeado. Recordé que Luis Lira me había hablado de él con mucho aprecio. Y que otra persona me dijo que Debesa debía saber «mucho de otros tiempos». Trataba de imaginar por qué tanta inquietud, tanto temor de hablar sobre su antiguo guía, por qué tanto silencio. ¿Qué sabía? ¿Qué ocultaba? ¿Qué había declarado al promotor de justicia eclesiástica? ¿Sobre qué le pidió silencio el cardenal? ¿Sería que en realidad guardaba un importante secreto de confesión en torno al caso?
Después he sabido que la ruptura de Juan Debesa con El Bosque fue fuerte, que su familia era asidua a la parroquia por años, pero que como con muchos otros que «desaparecieron» de la iglesia colorada y se alejaron de la Pía Unión, las razones quedaron en el misterio. Uno de los tantos misterios de esta Iglesia Católica que hizo posible que existiera un Karadima dueño y señor de voluntades durante medio siglo.
Cuando James Hamilton lanzó en televisión su impactante afirmación sobre el ex arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz —«el cardenal es un criminal»— era la culminación de un proceso, más que una expresión que se hubiera arrancado de los labios del médico sin meditar.
Muchas veces, durante el transcurso del año que ha pasado desde que llegó a mi casa el 12 de abril de 2010 a contarme su historia, Jimmy me habló de la complicidad culpable de la jerarquía eclesiástica católica y de grupos de interés que protegían a Fernando Karadima. Conocí en detalle las inquietudes de estas víctimas que se atrevieron a dar la cara, supe de las numerosas puertas que golpearon, de los e-mails que intercambiaron, de los trámites y los silencios. Del dolor y la angustia que les provocaban las descalificaciones ante sus testimonios y, en particular, las palabras severas de algunos conspicuos sacerdotes.
En muchas oportunidades, James Hamilton me insistió sobre la «complicidad» de importantes dignatarios que no hicieron nada. Porque no les creían, por conveniencia o por simple desidia. O por todo eso y porque el secretismo ha sido una característica milenaria en la Santa Iglesia Católica.
Jimmy Hamilton me reiteró hace unas semanas, cuando el caso Karadima tenía convulsionada a la Iglesia chilena, lo que me había planteado en más de una ocasión desde el comienzo: «El encubrimiento nos ha traído un inmenso dolor y el riesgo evidente de que hechos como los denunciados se sigan repitiendo».
El médico habla de «el doble pecado». Lo define como «una situación de gravedad extrema, porque la conducta de quien comete el abuso está en una especie de límite difícil de definir entre enfermedad y maldad. Sin embargo, el ambiente de encubrimiento no está en una disyuntiva moral. Ellos no tienen “una enfermedad” aparentemente. Ni tienen un trastorno o algún tipo de pasión desordenada. Están en su sano juicio y con todos sus poderes. Tienen todas las posibilidades de actuar, sancionar, evaluar, pero por sobre todo de acoger al que ha sido dañado en lo más profundo de la telaraña del alma».
«El secretismo es el gran pecado de personas que tienen todas las posibilidades, un razonamiento lógico, que tienen “una formación moral” y ética, que son «pastores» que están para velar por «las ovejas», enfatiza el médico. «Su omisión es culpable — argumenta— porque crea situaciones de dolor y de pecado permanente. Y la víctima, al no tener el apellido de víctima, queda como acusador o “hipotético” acusador de “hipotéticas” acciones. Por lo tanto, no se le puede dar la atención que le corresponde y necesita. Por eso, son culpables.»
—¿A quién te refieres concretamente? —le pregunté en aquella ocasión.
—A la autoridad de la Iglesia.
Y fundamenta sus juicios: «Puedo decirlo con conocimiento de causa de manera absoluta. Porque cada vez que yo he intentado acercarme al cardenal Errázuriz, que sería como “la” persona indicada, dado su carácter de arzobispo e investido cardenal por el Papa, lo único que he recibido es silencio. Es más, delante de mí, el padre Percival Cowley, de los Sagrados Corazones, solicitó una entrevista para acompañarme a conversar con el cardenal, y el secretario de Errázuriz le dijo que no tenía tiempo».
Agrega Jimmy Hamilton: «Percival para mí ha sido una persona fundamental, porque fue el primer sacerdote a quien le conté todo esto, aparte de las denuncias. Fue al primero a quien abrí mi corazón. Y lo más lindo fue que me acogió como un pastor. Y me dijo “en todo esto yo no encuentro culpa”. Y yo le iba a contar mi culpa, mi pecado».
—¿Por qué se te ocurrió llegar adonde Percival?
—Porque mi querido amigo, el doctor Carlos Trejo, que trabajó en la Comisión de Derechos Humanos del Colegio Médico, un hombre sumamente honorable y gran médico, es muy amigo de Percival, y me sugirió que lo hiciera. En algún momento conversé con él y le conté que había tenido algunos problemas y violencias de este tipo. Carlos Trejo lo llamó y Percival me recibió. De hecho, hasta el día de hoy me ha ofrecido celebrar una misa privada para nosotros, como una forma de acogernos. De mostrarnos otro Cristo.
—¿En qué etapa estabas respecto de los otros procesos cuando acudiste a Percival Cowley?
—Desde el punto de vista eclesiástico se habían establecido las denuncias que se hicieron en 2004 por mi ex mujer, y en 2005 por ella y por mí. Ella renovó su denuncia y yo hice la mía de manera formal, como corresponde, ante el promotor de justicia, firmada, notariada, sin embargo no nos dieron copia. No sé por qué motivo misterioso, Verónica se pudo conseguir después que alguien le pasara una copia que ella tiene de esa primera declaración suya, que fue en 2004.
Dice Jimmy Hamilton que en esa época estaba «en una condición de harapo humano». Lo único que le salvaba la vida —dice— «era la satisfacción que tenía de poder operar pacientes en el hospital, a gente muy pobre que estaba muy agradecida y que yo sabía que todo lo que hiciera iba a ser sin ninguna retribución material. Era totalmente gratuito. Sentía que estaba pagando mis pecados atendiendo a esa gente con una abnegación total, de lunes a domingo, a la hora que fuera. Recuerdo haber tenido que partir a las cuatro de la mañana porque habían baleado a una chiquilla de quince años y tenía que llegar a operarla».
—¿Esto era en el Hospital Padre Hurtado?
—Sí, en el Padre Hurtado, que es un hospital público que se vinculó después con la Universidad del Desarrollo y la Clínica Alemana. Fui jefe de servicio durante ocho años y fundé el Servicio de Cirugía.
Su realización profesional le permitía mantenerse a flote y no desmayar. Sus logros como médico y profesor universitario contrapesaban en parte su profunda desolación en esos años durísimos. «Mi primera generación de alumnos en el examen nacional de Medicina sacó el primer lugar en cirugía y segundo lugar en el examen general. Participé en la comisión curricular, hice clase en primer año de Introducción a la Medicina, de Investigación en segundo año, así es que mi carrera absorbía gran parte de mi energía», cuenta.
«Pero desde el punto de vista humano sentía un sufrimiento constante que no tenía alivio, pensaba que ya no tenía remedio. Sentía una sensación de daño profundo, estaba destruido. Uno siente que no se puede recuperar.»
—¿En qué momento decidiste hacer un psicoanálisis?
—Cuando me fui de la parroquia en 2004 y me fui de mi casa, contándole a mi ex mujer que había pasado todo esto. Primero fui a hacer psicoterapia con Ignacio Ilabaca, un súper buen psicoterapeuta que me apoyó mucho y que logró que no me muriera en vida. Me lo recomendaron el doctor Trejo y el jefe de Psiquiatría del Hospital Padre Hurtado, Francisco Aliste, quienes me apoyaron en ese tiempo. Estuve un año en terapia.
Después, Jimmy Hamilton creyó que estaba en condiciones de batírselas por sí mismo, pero al poco tiempo volvió a sentir la «sensación de estar dañado internamente». Eso —relata— «me hizo buscar la posibilidad del psicoanálisis como una última opción. Conceptualmente, no sabía mucho de qué se trataba, pero sabía que si había algo que podía enfrentarme a mí mismo, a mis terrores y mis daños, dados mis falencias y mi destrucción interna, no me quedaba otra que asumir ese camino. Es como si yo fuera una ciudad terremoteada o bombardeada, como Hiroshima; si la quiero reconstruir no me queda otra que ir a mirar a todos los muertos, toda la destrucción, todo lo que hay, porque sobre la base de algo tenía que volver a construir».
Le seguía repercutiendo algo que le decía siempre Karadima cuando él trataba de alejarse: «Mi gran angustia era que se me confirmaba algo que incluso me repetía el cura: “que yo era un hombre frío, sin sentimientos”».
Mantiene silencio unos segundos. Y reflexiona en voz alta: «En esa parroquia me perdí a mí mismo. El psicoanálisis fue la opción de tratar de ver si mi corazón existía todavía en alguna parte».
El peregrinaje por oficinas del Arzobispado partió en 2004 con la declaración que hizo Verónica Miranda Taulis, su ex mujer. Lo que ella quería era denunciar lo que le habían hecho a su marido. Ya estaban separados de hecho. «Ahí se inició la primera denuncia formal frente a un promotor de justicia», recuerda.
—¿Cuándo supiste que ella había hecho esa presentación?
—Lo supe hace tres días —me dijo el 30 de abril de 2010. Tenemos una copia del testimonio que se consiguió Verónica.
A finales de 2005 presentó su propia denuncia. La patrocinó el obispo auxiliar Cristián Contreras a pedido de Jimmy Hamilton. «Patrocinó mi declaración y una nueva declaración de Verónica ante el mismo monseñor Eliseo Escudero, y el notario eclesiástico. Se redactó un documento de denuncia que yo leí y firmé. Verónica hizo lo mismo por separado. En ese momento había ya dos denuncias.»
Antes de eso existió la carta de José Andrés Murillo a monseñor Ricardo Ezzati, en ese entonces obispo auxiliar de Santiago. «La hizo a través del vicario de Educación de esa época, Juan Díaz. Murillo también redactó desde Francia una declaración jurada, que le envió al cardenal Francisco Javier Errázuriz. De manera breve, en una página, resume los hechos y cuenta que se había ido a entrevistar también con monseñor Andrés Arteaga, quien no le había dado ninguna fe a sus relatos», señala Hamilton.
—Entonces ya estaba Murillo en la historia… —le comento.
—Sí, Murillo y las dos declaraciones de Verónica Miranda, más la mía. Así, en 2005 y comienzos de 2006 ya había por lo menos tres declaraciones a tres obispos: Ezzati, Contreras —que escuchó todo esto—, y el cardenal Errázuriz, a quien le llegaron los testimonios formales firmados, de los cuales no nos dieron copia.
»Después de estas declaraciones volví a llamar a Contreras para preguntarle en qué iba mi proceso y el obispo me dijo que no sabía nada —señala Jimmy Hamilton—. Me dijo que era un proceso interno del cual no me podía informar. Entonces llamé directamente a monseñor Escudero, quien me dijo que no tenía ninguna información que darme. Sin embargo, Contreras me hizo una infidencia y me dijo que Escudero comentó, no sé si por escrito, que los testimonios eran creíbles. Hasta ese extremo se limita y se contiene el proceso eclesiástico de denuncia.
En una entrevista al cardenal Errázuriz publicada en la revista Qué Pasa en febrero de 2011, tras dejar el cargo de arzobispo y pocos días después de que Ezzati diera a conocer el fallo del Vaticano, la periodista Ana María Sanhueza preguntó a Errázuriz:
—En ese momento, a mediados de 2005, usted detuvo la investigación, ¿por qué lo hizo si ya había dos testimonios?
—Por una parte, me pareció necesario recibir más antecedentes. Por otra, cometí una equivocación: pedí y sobrevaloré el parecer de una persona muy cercana al acusado y al acusador. Mientras el promotor de justicia pensaba que era verosímil la acusación, esta otra persona afirmaba justamente lo contrario.1
—¿Qué persona? —inquirió la periodista.
—No voy a dar nunca su nombre. Porque en el fondo es responsabilidad mía, primero haber pedido ese parecer y, segundo, haberle creído. Me quedó la duda, naturalmente, y por eso mismo dejé en suspenso la investigación, y no cerré la causa.
En la oportunidad, el cardenal reconoció que en 2003 «llegó una primera denuncia, y lamentó no haber creído que era fidedigna». Era la de José Andrés Murillo.
Y a modo de justificación, explicó: «En mis años de experiencia sacerdotal han sido varios los episodios en los que he comprobado calumnias graves. También he conocido acusaciones a partir de las alucinaciones que sufría una persona. Por eso, no creo de inmediato las acusaciones que llegan. Por otra parte, estaba la fama que tenía el padre Karadima, tanto por la formación de innumerables jóvenes que le guardaban gratitud, como por la cantidad de vocaciones que habían partido al Seminario después de haberlo tenido a él como director espiritual. También, todo el círculo más cercano a él decía que era una persona sabia y santa. En verdad, cuando alguien tiene esa fama es muy difícil creer una acusación tan fuerte».
Agregó el ex arzobispo: «Esa acusación, escrita por don Andrés Murillo, decía expresamente que no quería un procedimiento eclesiástico. Las cosas cambiaron cuando en agosto del 2009 llegó una tercera acusación con denuncias similares».
Para el sacerdote jesuita Antonio Delfau, refiriéndose a los dichos de Errázuriz, «hacer excepción de personas, decir que era una persona de bastante prestigio, va totalmente en contra del Evangelio». Por eso, en las entrevistas posteriores —dice— el cardenal «no va quedando muy bien, lamentablemente».
Otro punto que molesta a Delfau de los argumentos del ex arzobispo es «esta distinción entre cosas que podría haber hecho mal, pero la gran labor que hizo, este empate permanente». Se refiere a la «carta famosa que tuvimos que leer en abril de 2010, que tuve que leer yo en misa. Esa carta de la misa es horrorosa, es un empate permanente y Jesús no es de empatar. Lo siento en el alma, pero no es así. Esa carta refleja un punto de derecho y uno del revés, un punto para María y uno para José, es no perder nunca, y en la vida hay que perder, hay que jugársela. ¡No, es una cosa increíble, increíble!».
En posteriores entrevistas el cardenal Errázuriz fue más explícito en reconocer errores, en especial tras los calificativos de Jimmy Hamilton. A través del diario La Segunda defendió que «No es criminal el que sabe buscar la verdad con ponderación y serenidad». Y agregó: «En primer lugar, no creo que hayan seguido ocurriendo abusos [por parte de Karadima]. Yo tomé algunas providencias de modo que eso no ocurriera»2.
No había que ser muy osado en las conjeturas para imaginar que la «persona muy cercana al acusado» que consultó Errázuriz era su obispo auxiliar Andrés Arteaga, el ex director de la Pía Unión Sacerdotal. La suposición quedó confirmada después de filtrarse una parte de los documentos del Vaticano que incluyen un informe del ex arzobispo, a través del diario La Tercera3. De acuerdo a la versión publicada por ese diario, el 3 de abril, «Arteaga hizo llegar su opinión sobre el religioso y los denunciantes en junio de 2006».
La versión de Arteaga —consigna el matutino— está incluida en las casi doscientas cincuenta páginas que tiene la investigación eclesiástica realizada en Chile en contra de Karadima. Agrega que para la elaboración de su informe, Arteaga tuvo acceso al testimonio de James Hamilton y de José Andrés Murillo. En el documento, indica el artículo, «el obispo auxiliar expresó que conocía a Karadima por más de treinta y cinco años de manera muy estrecha. Aseguró que este tenía una vida pública intachable, que era un modelo estimulante como sacerdote católico y que, desde su punto de vista, el párroco estaba entregado a su misión de fe».
Arteaga añadió que «muchos fieles, laicos, sacerdotes y obispos podían entregar el mismo testimonio que él estaba dando», agrega La Tercera. Junto con señalar que Karadima había sido «extremadamente prudente en el trato con las personas», intentó descalificar a las víctimas.
Cuando Jimmy Hamilton me habló de Percival Cowley me impresionó que justo fuera ese sacerdote el que lo había acogido. Lo conocía en persona desde hace muchos años. Casi medio siglo saqué la cuenta. Al comenzar los años sesenta, él era un joven y estudioso sacerdote de los Sagrados Corazones —Padres Franceses—, proveniente de Valparaíso. Entre otras actividades, era asesor espiritual de las comunidades de los Sagrados Corazones, un movimiento en el que participaban ex alumnos laicos de los colegios de la congregación.
A través de la vida nos seguimos encontrando y hemos mantenido algún contacto. Lo recuerdo en la Universidad Católica de principios de los setenta, cuando él era profesor en la Facultad de Teología y encabezaba el Frente Cristiano de la Reforma; lo seguí viendo bajo la dictadura en la Parroquia Universitaria de Pedro de Valdivia en los setenta; me lo encontré en alguna ceremonia en los ochenta, los noventa o en las más recientes de este siglo.
Más de alguna vez lo había ido a ver a su sencilla casa de madera al lado del colegio de Manquehue, en la calle Padre Damián de Veuster. Comparte esa vivienda con Fernando Vives Fernández, el vicario de la zona cordillera, de la misma congregación, quien desde agosto de 2010 ha actuado como interventor de la Pía Unión Sacerdotal de El Bosque.
Percival Cowley es estudioso y reflexivo. Sin estridencias y con argumentos sólidos, no trepida en poner a las cosas el nombre que considera pertinente. No se censura cuando algo le parece inadecuado o incorrecto.
El ex capellán de La Moneda de los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet me recibe en su pequeña salita, la tarde del 11 de marzo de 2011. Ya nos habíamos reunido meses antes y me había reiterado la solidaridad con las víctimas que expresó desde que estallaron las acusaciones contra Karadima a través de medios de comunicación.
Percival Cowley ratifica que él supo de lo ocurrido con James Hamilton hace ya un tiempo. «Se produjo a raíz de una confidencia que Jimmy hizo a Carlos Trejo, un médico mayor que él, con quien somos muy amigos. Carlos me habló de esto y le mandé decir a Jimmy que viniera a verme si quería conversar. Llegó aquí y ese fue el primer contacto que tuvimos. Yo no lo conocía, y ahí me contó todo esto.»
—¿Te contó la situación en detalle?
—Sí, lo suficiente.
—¿Le creíste de inmediato?
—¿A Jimmy? ¡Pero desde luego! Estas cuestiones son tan tremendas que nadie las cuenta si no son verdaderas. Nadie inventa estas historias.
«Esto debe haber sido en 2005 ó 2006. Yo pesqué el teléfono e hice una pregunta, a un obispo muy amigo, de mucha confianza. Le pregunté con quién había que hablar sobre este asunto en el Arzobispado de Santiago, y que me diera seguridad, dada la gravedad del tema… Este obispo me dijo que llamara a Ricardo Ezzati, que era obispo auxiliar de Santiago.»
—Cuando llamé a Ezzati, me dijo textual —o casi—, que iba a tratar ese mismo día de hacer algo, porque iba a estar con el arzobispo Errázuriz. «Le voy a decir lo que tú me estás diciendo», me respondió. Yo sentí que había cumplido con la tarea encomendada. Pero pasó el tiempo y alguna vez hablamos por teléfono con Jimmy y en otro momento él volvió, y cuando le pregunté en qué estaban las cosas, me dijo que no había pasado nada.
»Delante de él tomé el teléfono, llamé a la casa del arzobispo, hablé con el secretario, quien en todo su derecho me preguntó cuál era el tema de la entrevista que yo estaba pidiendo. En todos los años que él estuvo de arzobispo, yo nunca pedí una audiencia, nunca le quité un minuto de su tiempo al cardenal…
—¿Tú estabas de capellán de La Moneda en ese momento?
—Sí, claro. Y cuando el secretario me preguntó sobre el asunto, le respondí: «es un tema grave y urgente». Bien, ahí quedamos. Pasó el tiempo y no ocurría nada.
Años después, Percival Cowley se encontró con el arzobispo Errázuriz en el funeral del padre Ignacio Ortúzar, en junio de 2009. «En ese momento yo me acerqué a él y le dije: “¡Pero Francisco Javier, ¿qué pasa con esto? Te llamé y no pasó nada!”. Y cuando le dije eso, ¿sabes cuál fue la respuesta del arzobispo? Enfurecido, me contestó:“Eso es mentira”. No sé si me estaba diciendo que yo era un mentiroso, que lo que yo le estaba diciendo era mentira, no sé, pero esa fue la forma en que me trató y me tapó la boca, furioso.»
Todavía Percival Cowley se molesta al recordar la reacción del cardenal Errázuriz. Para él, hijo de inglés, formado en la cultura sajona, el tema de faltar a la verdad es crítico. Y por cierto no era el caso.
El sacerdote manifiesta otro motivo de enojo con el cardenal Errázuriz. El hecho de que el procurador de justicia Eliseo Escudero haya quedado como responsable de no hacer nada, según Percival Cowley «no tiene nombre». Y comenta: «Yo me enteré por la entrevista publicada en Ciper4 de las cosas que hizo Eliseo. Pesqué el teléfono y lo llamé: «Te estoy llamando porque estoy en falta contigo, porque tú fuiste nombrado promotor de justicia, y pasaba el tiempo y no ocurría nada, y yo decía “Eliseo debe ser dejado, pasivo, no toma estas cuestiones en serio, ¡cómo es posible…!”».
Percival Cowley concluyó entonces que Escudero no era el responsable de demorar la investigación eclesiástica sobre Karadima. En la aludida entrevista, el promotor de justicia precisó que había tomado el caso por encargo del cardenal Errázuriz en mayo de 2004 y lo dejó a comienzos de 2006, cuando culminaba su período. En el intertanto, elaboró tres informes para el cardenal, en los que le advertía sobre la verosimilitud de los hechos.
En la declaración ante el fiscal Xavier Armendáriz efectuada por Escudero el 18 de junio de 2010, ya daba pistas en el mismo sentido. El ex promotor de justicia de la Iglesia señaló que había recibido las denuncias de Verónica Miranda, James Hamilton, José Andrés Murillo y «al final de mi período, en septiembre del año pasado —se refiere a 2009—, recibí por escrito otra del señor Juan Carlos Cruz»5.
Indicó Escudero a Armendáriz: «Sobre la base de estas declaraciones y actuaciones le envié algunos informes al señor cardenal, que eran una valoración de ellos, indicando que yo les otorgaba credibilidad a los denunciantes». Agregó el ex promotor de justicia que en esos informes él sugirió «algunos cursos de acción, dado que las decisiones sobre ello debía tomarlas el señor cardenal».
Cuando el fiscal le preguntó por Fernando Karadima, Eliseo Escudero indicó: «Se trata de un sacerdote muy carismático, capaz de ejercer una muy poderosa influencia en sus fieles y que ha llevado adelante una labor pastoral de la cual han surgido unos cincuenta sacerdotes, varios de ellos hoy obispos. El padre Karadima es una figura central de la parroquia El Bosque y sin duda que le ha impreso un sello muy marcado a todo el grupo que ha formado en sus años de trabajo. Por otro lado, el grupo de sacerdotes y obispos es claro que tiene un peso de importancia en la Iglesia chilena de hoy».
En esa declaración, Escudero mencionó que su nombramiento como promotor de justicia caducó en septiembre de 2009 y continuó la labor el padre Fermín Donoso.
Intenté conversar con Escudero en los días previos a Navidad de 2010. Pero fue imposible pasar la barrera de su secretaria que, con voz asustada y cortante, me dijo por teléfono que ya el padre no quería saber nada más con periodistas ni menos hablar de Fernando Karadima. Los velos de silencio solo se descorrían en forma excepcional para volver a cerrarse.
Eliseo Escudero Herrera, de nacionalidad española, radicado en Chile, fue por muchos años el presidente del Tribunal Eclesiástico y después de dejar ese cargo pasó a ser el promotor de justicia. Antes había sido decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC) y el primer rector de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, entre 1991 y 1996, cuando esta nació como «hija» de la PUC. Más tarde fue vicegrancanciller de la Universidad Católica, hasta que lo reemplazó Andrés Arteaga.
En marzo de 2008, Escudero celebró cincuenta años de vida sacerdotal en la misma ceremonia que Fernando Karadima. A esa fecha, era párroco de Santo Toribio, donde su vicario era el sacerdote de la Pía Unión y ex decano de Teología, Samuel Fernández. Ambos sacerdotes vivían en la misma casa parroquial, lo que aumentaba las sospechas de «filtraciones». Percival Cowley conoció a Escudero cuando era profesor de Teología y Escudero era decano de la facultad.
Cuenta Percival Cowley que cuando lo llamó en diciembre, le dijo: «“Estoy en culpa contigo porque hemos pensado estas cosas de ti y me doy cuenta de que estaba equivocado yo, tengo que pedirte disculpas”». Y Eliseo me contestó: «“Tú comprendes que yo tenía este encargo, no podía defenderme, no podía decir nada”».
«La impresión que quedó —señala Percival Cowley— es que Eliseo continuó con esta investigación hasta el minuto en que nombraron a Fermín Donoso. Entonces, yo decía: en todos estos años no ha hecho nada. Y Eliseo me contó que en 2006 había entregado el tercer informe mostrando la verosimilitud de las denuncias. Percibo esto como una falta de respeto con Eliseo, a quien se le pidió una misión de confianza y frente a quien se es desleal, porque se lo dejó en la peor situación.»
Según Percival Cowley, «el poco interés» que le puso el ex arzobispo a la situación que se vivía en El Bosque se refleja en otro hecho: «Fernando Vives, que ya era vicario de la zona oeste, supo del problema por mí. Le tocó asistir al cambio de párroco en 2006 —cuando Karadima dejó el cargo aunque mantuvo su poder—, con la parafernalia que aquello significó y que se reflejó en la publicación de El Mercurio. Y Fernando Vives hizo esto a nombre del arzobispo, que sabía todo y no le dijo ni una sílaba. Un vicario es el que representa al obispo, es su hombre de confianza. Tiene que tener toda la información para poder moverse, para no hacer el ridículo y Fernando no tenía idea.
Percival Cowley agrega: «Y después [Errázuriz] dice en la revista Qué Pasa que no podía recibir a los cuatro [querellantes] porque él era pastor, pero juez también. Pero habla con Karadima, y ahí deja de ser juez. ¿Por qué recibe a uno y no a los otros? Y luego, esta frase “brillante”, donde dice que él no creyó en las denuncias porque estaba tan cerca de aquella persona que todo el mundo conocía… Tiene que ser Arteaga, pues».
—Sí, es Arteaga, pero lo más insólito es que existieron dos promotores: Escudero en la primera etapa y luego Fermín Donoso, que vieron lo que ocurría… —le digo.
—Fermín despachó la investigación en poco tiempo. Pero cuando se dice que la Iglesia va tan rápido en relación a los tribunales civiles, no es tan así, porque la situación en la Iglesia se sabía hacía mucho tiempo —señala Percival Cowley.
Más allá de las omisiones del «anterior arzobispo» —como dice Cowley—, el sacerdote se refiere a otro aspecto relativo a los silencios y las inercias de la Iglesia: «Yo trabajé un tiempo en la Conferencia Episcopal, hace veinticinco años, y ya entonces planteaba que había que hacer un estudio de sociología religiosa de la parroquia El Bosque, porque había estado ahí concelebrando misa dos o tres veces con Karadima, en algún funeral o lo que fuere… ¡Y carisma tenía cero! La prédica y lo demás eran frases aprendidas, cosas repetidas. Y uno veía a estos muchachos de pelito corto, la chaquetita azul, camisa blanca, la corbata, los pantalones, y uno los comparaba con los cabros en otros lados, entonces, uno decía:“¿Qué está pasando aquí?”. La palabra epíscopo en griego significa vigilante; es el pastor que está vigilando la unidad, la armonía, el amor, la caridad. ¿Qué pasó con Gómez? ¿Quién rompió la carta?
—Se dice que fue Juan Barros, aunque él lo niega —le comento.
—Eso es lo que dicen, que la carta no habría llegado a don Pancho —Cowley se refiere a Fresno—, y si hubiese sido Juan Barros, bueno, él venía también de ahí —indica Percival Cowley.
—Las víctimas aseguran que Karadima lo puso ahí como secretario para blindar en su momento al arzobispo Fresno, seguramente en alguna negociación implícita o explícita por tantas vocaciones que proveía… —le planteo.
—No sé, pero en Punta de Tralca, estando en un retiro, entré a una de las capillas que hay y me senté al fondo a rezar. De repente, entró don Pancho con Juanito Barros; se pusieron adelante y empezaron a rezar en voz alta, y lo hacían por situaciones complejas que estaban ocurriendo. Y yo reflexioné: “qué complicado que el arzobispo de Santiago ponga a un cura recién ordenado, cabrito joven, sin experiencia, de secretario”.
—Incluso asumió ese cargo meses antes de que se ordenara —le menciono.
—Lo cual, en términos objetivos —de lo contrario sería un juicio sobre don Pancho que no me corresponde— es imprudente. El secretario del arzobispo de Santiago tiene que ser un hombre de cierta experiencia, no puede ser un niño —sostiene Percival Cowley.
Un día, hace unos doce o trece años, Antonio Delfau fue a El Bosque a un funeral, «que yo presidía. A la salida, casualmente me encontré con el padre Fernando Karadima en el claustro. Y lo saludé: “Padre cómo está usted, qué es de su vida”, me contestó: “bien, Antonio”… Y me impresionó porque me dijo:“Oye, Antonio, tú me conoces a mí de toda la vida. Mira, te quiero decir una cosa: hay un chiquillo que estuvo aquí en la Acción Católica, medio rarito, su familia es bien disfuncional. Bueno, este chiquillo he escuchado que quiere entrar a la Compañía de Jesús y yo no quiero llamar a tu provincial, porque van a creer que estoy tratando de interferir, pero tú me conoces a mí, Antonio —me dijo—, y yo te quiero poner en alerta porque este cabro es un cabro loquito, loquito —usó esa expresión: ‘loquito’—, y yo te pido, por favor, que tengas mucho cuidado con él. No vayas a pensar que es por rivalidades, o porque yo quisiera que fuera sacerdote acá, porque no quiero que sea sacerdote”, me dijo algo así. “Ya, Padre, le dije yo, muchas gracias.” Me dio el nombre, evidentemente, porque si no, no lo habría sabido».
Después del encuentro, Antonio Delfau fue directamente a hablar con su provincial, que era el padre Juan Díaz, y le dijo: «¿Sabes?, el padre Fernando Karadima me advirtió que teníamos que tener cuidado con un cabro que está postulando a los jesuitas».
—¿Y transmitiste el recado creyéndole a Karadima?
—Totalmente. Lo curioso es que yo era uno de los entrevistadores de los candidatos en la Compañía, quizá por ser psicólogo, no sé, pero yo he entrevistado a candidatos hace muchos años. Entonces me tocó entrevistar a José Andrés Murillo, que era el aludido.
Visto con ojos de hoy, dice Delfau, «creo que cometí un error en la entrevista, porque él me contó que había estado en El Bosque y yo le dije “ah, yo también estuve y tengo buenos recuerdos”, o algo así. Y creo que eso puede haber hecho que Murillo se inhibiera de contarme lo que había vivido. Entretanto, yo había dado mi recado al provincial, y lo que sigue lo supe hace poco: el provincial a su vez le advirtió al maestro de novicios y al encargado de las vocaciones, que yo había dicho que había que tener cuidado con él».
»Ahora, recuerdo también la reunión que tuvimos para decidir si entraba o no Murillo a la Compañía. Yo era parte de esa reunión por ser uno de los entrevistadores, y en la entrevista Murillo me pareció impecable y no encontré ninguna razón para que no ingresara. Pero esperamos de todas maneras el informe psicológico, que hacía un psicoanalista famoso, laico externo a nosotros, y la opinión de mis otros hermanos sacerdotes. En general, las opiniones fueron bastante buenas para Murillo. Yo recuerdo que el único “pero” que señalé fue que le encontraba una mirada un poco triste y me preguntaba si no podía tener un poco de “depre”», recuerda el director de Mensaje.
José Andrés Murillo entró a la Compañía de Jesús y «a mí se me olvidó todo este cuento», dice Antonio Delfau. Pasaron los años y un día Rodrigo García Monje, un sacerdote jesuita, a hablar con Delfau para preguntarle qué podía hacer porque «había ido un chiquillo a decirle que Karadima había abusado de él, y que él había mandado una carta al cardenal y Errázuriz no había hecho nada. De repente hice el link que no había hecho nunca antes».
—Tenías todas las variables… —le señalé.
—Tenía todas las variables, pero no el nombre del personaje, aunque sabía que el cabro había salido de la Compañía, que había salido bien, porque había comprendido que no era su vocación, pero era bien querido y se había ido a estudiar a Francia un doctorado en Filosofía. Y por algunos datos que me dijo Rodrigo, quien no me dio el nombre, hice la relación. ¡Qué malo, qué malo! Concluí: Karadima por protegerse me usó a mí, para que nosotros no lo admitiéramos en la Compañía de Jesús.
»Ahí supe por primera vez algo; debe haber sido en 2005 —dice Antonio Delfau—. Todavía no conocía yo a Murillo, ni Murillo me había contado nada. Mucho después vine a conocerlo, cuando me ofreció un artículo para la revista Mensaje, y al final me contó… Recuerdo haberle dicho: «Esto es muy grave y tú tienes que seguir insistiendo». Yo encontraba increíble que no se investigara.
Hasta ahí Antonio Delfau sabía lo de José Andrés Murillo. Pero en otro funeral que tuvo que oficiar en una parroquia de Santiago, ató un nuevo cabo de esta historia… «Conocía hacía tiempo al cura de esa iglesia, porque habíamos sido compañeros de colegio, y yo sabía que había dejado El Bosque hace muchos años. Le pregunté si había escuchado alguna vez de abuso por parte del padre Karadima, porque para mí era una novedad absoluta. Y me sorprendió, porque me dijo:“Sí”. Pero no me entregó detalles.»
Antonio Delfau prefirió guardarse el nombre del sacerdote y no sabía si había declarado en la investigación enviada al Vaticano.
En esa época de la que habla Delfau, José Andrés Murillo había conversado con el maestro de novicios de entonces —hoy superior— Eugenio Valenzuela y con el padre Juan Díaz. Le había escrito al cardenal Errázuriz y se había reunido en julio de 2005 con el obispo auxiliar Ricardo Ezzati. Pero nada sucedía. Nada.
A las denuncias de Verónica Miranda y James Hamilton ante el promotor de justicia se sumó por esos años otra situación. Hacia 2007, convencidos de que su matrimonio había fracasado, decidieron iniciar el proceso de nulidad eclesiástica. Y el motivo —o dubio, como se denomina en derecho canónico— fue el de abusos cometidos por el director espiritual a Jimmy.
«Frente a este juicio, el cardenal Errázuriz pidió a un investigador especial. El caso recayó en el padre Eugenio Zúñiga del Opus Dei, quien tenía la labor de hacer un proceso rápido y acelerado y sumamente secreto. Y los testimonios que empezaron a llegar comenzaron a avalar de manera fuerte y de primera fuente los abusos cometidos por el cura», explica Jimmy Hamilton. «Estos entregan no solo hechos concretos sobre el abuso que yo viví, sino que también aportan datos sobre el contexto de abusos que existía», agrega.
»Y ocurre que este proceso de nulidad se filtró desde el principio», acusa.
—¿Cómo fue esa filtración? ¿Adónde habías presentado la solicitud de nulidad?
—Yo llamé a mi mamá que se había anulado y ella me dijo que su abogada estaba con mucho trabajo, pero que podía recomendar a otra persona. Recomendó a Valeria López, abogada estable del Tribunal Eclesiástico. Tiene la oficina en el Tribunal, al lado de la Catedral. Ella es uno de los «patronos estables», como se les llama a los abogados en el Tribunal Eclesiástico. Son quienes asisten a las parejas que tratan de anularse.
Se juntó con ella por primera vez en 2008. «Ese año solo conversé con la abogada Valeria López, quien me orientó con todos los datos y papeles que yo necesitaba. En ese momento no tuve ánimo para escribir mi “biografía”. No fui capaz de remover de nuevo todo el dolor. Sentía que me estaba liberando de todo esto y no quería volver a vivir la experiencia. Entonces, aunque fuera escribir diez o doce páginas, me costaba. Por eso, me mantuve en suspenso hasta marzo de 2009.»
Cuenta que en la Semana Santa de ese año, en Vichuquén, «un día de lluvia, con la chimenea prendida, mirando al lago, me armé de fuerza, tomé mi computador y me puse a escribir mi relato». Pensaba —dice Jimmy Hamilton— juntarse con la abogada Valeria López con todos los papeles para reiniciar su proceso de nulidad. «Intercambiamos e-mails y se estableció el vínculo de secreto profesional. Le entregué a Valeria el resumen. Ella lo recibió, lo leyó y me mandó de vuelta un e-mail donde destaca que le parece que hay causales de nulidad y que sería muy importante que nos juntáramos para editar, ponerle nombre y conceptualizarlo. Se trataba de entregar un documento que hablara de falta de libertad o de falta de madurez, que serían las causales, según me explicó.»
Se encontraba Jimmy Hamilton a la espera de esa reunión con la abogada eclesiástica, cuando de pronto un día, en la Clínica Santa María, la secretaria le anunció: «El presbítero Juan Esteban Morales desea hablar con usted», y le pasó la llamada.
Al otro lado de la línea, Morales lo saludó «con mucho afecto», recuerda Jimmy Hamilton. «Me preguntó cómo estaba y tras las típicas palabras formales, me dijo que necesitaba hablar un tema personal conmigo.» El médico gastroenterólogo le preguntó al párroco de El Bosque, que también es doctor: «¿Cómo? ¿Problema personal tuyo, de salud?».
Morales le respondió afirmativamente. Era un lunes en la tarde y estaba con la consulta llena. Lo citó para el día siguiente en la Fundación Médica San Cristóbal, en Vitacura, donde también atiende.
«En realidad —comenta— preferí que fuese algo más bien formal para que hubiera testigos. De hecho, mi secretaria y todo el mundo lo vio. Primera vez que iba un sacerdote a verme, así es que les llamó mucho la atención.» Esto fue el 28 de abril de 2009, en la fundación ubicada en la avenida Luis Pasteur. «Ahí se dio este diálogo en el que en vez de conversarme de un problema personal de salud, como había dicho, me planteó otra cosa.»
Aunque Morales es algo mayor que Hamilton, fueron muy cercanos en El Bosque. «Y en esa conversación me llevé la sorpresa de que este mismo sacerdote, que había sido muy amigo mío, que estaba junto con nosotros y que es el que yo menciono cuando me ocurrieron todas estas cosas, este hombre en quien yo buscaba apoyo, me iba ahora a visitar por este asunto… Juan Esteban me indicó que había recibido mi testimonio a través del padre Francisco Javier Walker, presidente del Tribunal Eclesiástico y párroco de la iglesia Cristo Crucificado de Renca. Era integrante de la Pía Unión, después dejó el cargo y luego fue uno de los firmantes de la carta que dio credibilidad [al fallo del Vaticano]».
—¿Cómo le llegó tu testimonio a Morales?
—Acuérdate de que estaba Valeria López, la abogada, y nos íbamos a reunir para trabajar los documentos. Pero entremedio, antes de que yo pudiera juntarme con ella para trabajar los testimonios, apareció Morales.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo que él había tenido en sus manos el testimonio, que se lo había entregado Francisco Walker Vicuña, que era el jefe de Valeria López. Ella le entregó el testimonio a Juan Esteban y él se lo pasó al presidente de la Pía Unión Sacerdotal, Andrés Arteaga, después de una misa de la Pía Unión.
—¿Cómo era tu relación con Morales cuando estaban en El Bosque?
—Juan Esteban Morales siempre tenía una actitud de contención conmigo. Después descubrí que lo que trataba era que yo no me espantara y probablemente me mantuviera ahí cerca del círculo.
Se acuerda de otra anécdota: «Hace tres o cuatro años me tocó operar a la señora de un doctor muy prestigioso, a quien yo quiero mucho, de algo bastante grave. Ella estuvo en su recuperación en la UTI de la Clínica Alemana y pidió la comunión, y fue el padre Juan Esteban Morales. Y cuando me vio ahí, mientras yo estaba terminando de escribir las anotaciones médicas, Juan Esteban se acercó y en un gesto notable, que lo encontré de película, pescó un rosario y me lo puso en el pecho. Y me dijo “¡Reza el Rosario!”, “¡reza el Rosario!”, así como diciendo: “Te exorcizo, Satanás”. Eso fue dos años antes de que me llamara tan amable para este asunto personal».
—Y cuando te fue a ver a la Fundación San Cristóbal, ¿te pidió misericordia?
—Claro, con todos esos antecedentes que había conocido, Juan Esteban me indicó que me venía a pedir por misericordia, porque el padre Karadima estaba muy enfermo, que por favor desistiera de hacer este proceso de nulidad y de involucrar a gente que pudiera ser afectada. Que en particular evitara hacer comentarios sobre la persona del padre —se refiere a Karadima— porque se podría producir mucho daño. Y que el padre no lo podría resistir dada su salud.
—¿Qué le respondiste tú a Morales en esa ocasión?
—Le dije: «Tú estuviste adentro igual que yo y sabes todo lo que pasa. Estoy abismado que en lugar de tener una actitud solidaria conmigo, habiendo sido yo una víctima, estés más preocupado de la imagen de alguien, cuando tú debes ser el pastor que cuida el rebaño. Y me impresiona que no me creas». Ante eso, él me dijo una frase para el bronce —que yo dije en Informe Especial—: «Porque te creo, te pido misericordia».
—Pero después Morales negó esa frase.
—La niega. Pero estos curas se van de perjurio… Imagínate que tratan de decir que yo soy el mentiroso… Ese día que me fue a ver Juan Esteban comprendí su estrategia, aquello que siempre había vivido: echarme la culpa y responsabilizarme a mí. Quería hacerme responsable de los actos del cura para protegerlo. Después de todo el psicoanálisis que he hecho me di cuenta de lo que estaba haciendo y le manifesté a Juan Esteban que no iba a ceder y no dejaría mis derechos básicos como cristiano y seguiría adelante con el proceso.
—¿Crees que a Karadima lo van a declarar enfermo como a Pinochet…? —le pregunté.
—Sí, seguro, para que no dé testimonio y no sea juzgado.
—¿Ustedes captaban algo especial entre Karadima y Morales?
—Veíamos que era el más cercano al cura y se quedaba en las noches más que nadie.
Después de esa especial visita, Jimmy Hamilton de inmediato llamó a la abogada Valeria López para contarle lo que había pasado. «Ella me dijo que, dado lo delicado del caso, en realidad se vio en la obligación de entregarle toda la información al presidente del Tribunal. Ante eso, le respondí: “Te entiendo, te voy a mandar un e-mail en el que te narraré esto que pasó y no seguiré naturalmente contigo en el proceso y buscaré otro abogado eclesiástico”. Ella me contestó por e-mail, de manera lacónica, que informó al presidente del Tribunal Eclesiástico. Me escribió: “Entiendo tu decisión y espero que te vaya bien en todo”. Con esas palabras tácitamente me reconoció todo lo que yo le decía.»
—¿Y qué hiciste entonces? —le pregunto.
—Tomé como abogado eclesiástico a Francisco —Paco— García de Vinuesa, religioso marianista, que fue profesor de derecho canónico de todos estos, incluso de los obispos. Entonces empezó el proceso con él.
Mantenía, así, dos procesos ante la Iglesia: uno por la nulidad y el otro por las denuncias por abuso. En el de nulidad matrimonial testificaron el médico Alfonso Díaz; su mamá, Consuelo Sánchez; Juan Carlos Cruz y Andrés Murillo. Sería ese el punto de partida para lo que vendría después. Juan Carlos Cruz, después de declarar como testigo, se decidió también a hacer su propia denuncia ante la Iglesia.
Entretanto, la inquietud cundía en el círculo cerrado de El Bosque. Una muestra de ello fue que, «un día, el obispo Andrés Arteaga le planteó al sacerdote Eugenio Zúñiga, que llevaba la causa de nulidad, que acogiera la declaración del párroco Juan Esteban Morales», relata Jimmy Hamilton. La Pía Unión se ponía en acción como una red de apoyo a Karadima.
Al final, más de un año después de iniciado el proceso, en octubre de 2010, el tribunal interdiocesano del Arzobispado de Santiago concedió la nulidad religiosa a James Hamilton y Verónica Miranda, tras estimar que los abusos existieron. El veredicto del tribunal estableció que el matrimonio no existió por «falta a la debida libertad para ingresar en el matrimonio por haber sido abusado sexual y psicológicamente por su director espiritual, antes y después del matrimonio», según el dictamen del tribunal.
Consignó el documento el «impacto destructor profundo que la situación de abuso produjo en la persona» de Hamilton, «hasta el punto de perder la claridad para distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto (…), y de no saber si él era el inductor o el inducido, el culpable o la víctima».
El defensor del vínculo se abstuvo de alegar. No tenía argumentos para defender su postura. Los testimonios de Verónica Miranda, de Cruz y Murillo fueron clave. Además, Hamilton fue sometido a informes psiquiátricos por el médico Ramón Florenzano y por la psicóloga Beatriz Zegers, los que avalaron su veracidad.
Como en otras oportunidades, el abogado del ex párroco Juan Pablo Bulnes trató de relativizar el irrefutable fallo: «La defensa canónica del padre Karadima declara que, de existir una sentencia de la Iglesia de Santiago confirmando las acusaciones contra el mencionado sacerdote, ésta aún no se encuentra a firme y está sujeta a revisión de parte del Tribunal de Apelación. El fallo al cual se refiere la información publicada tendría el único alcance de dilucidar la validez o invalidez del matrimonio del señor Hamilton, por lo que de ninguna manera permitiría establecer la veracidad de las acusaciones que él ha formulado»6.
Asimismo, alegó que la defensa del padre Karadima no sabe de la sentencia aludida, «pero conociendo el derecho común y el de la Iglesia, tiene certeza de que las conclusiones de la sentencia de nulidad solo alcanzan a las partes que han participado del juicio y no pueden extenderse a quien no ha participado, de ninguna manera, en él». Y agregó: «El padre Karadima no fue citado a declarar ni ha participado en forma alguna en el proceso aludido, por lo que ningún juez podría establecer una responsabilidad sin, al menos, escuchar a quien se inculpa».
Ese fallo sobre el proceso de nulidad matrimonial sería la antesala de lo que vendría cuatro meses después, cuando el obispo Ezzati dio a conocer, en febrero, el veredicto del Vaticano sobre los abusos. Pero entretanto los denunciantes —todavía no se les llamaba «víctimas»— tuvieron que soportar el cierre del proceso legal dispuesto con prisa por el juez suplente Leonardo Valdivieso, después de que el fiscal Xavier Armendáriz se vio obligado a dejar la causa.
Antes de que se conociera ese fallo, conversando con el abogado Juan Pablo Hermosilla en su oficina de calle Miraflores, a fines de diciembre de 2010, este comentó: «Es fuerte mirar la cantidad de acciones y omisiones que permitieron que esto durara en forma sistemática tantos años. No solo es la jerarquía que descartaba denuncias, sino también gente de alrededor que prefirió mirar para el lado, o personas que se anduvieron volviendo loquitas y que estiman que es normal que un sacerdote anduviera agarrando a un cabro adolescente, a un mocetón de quince o dieciséis años, tocándole los genitales o pasándole la lengua por la cara. Y esto muchos lo vieron, porque lo hacía en público».
Como indica Hermosilla, «una cosa que ha quedado clara es que no fueron casos puntuales reiterados en el tiempo, sino que responden a un patrón de conducta establecido y afianzado durante décadas». Probablemente —dice el abogado— «este patrón se empezó a instalar en los años sesenta y quedó ya firme a partir de los setenta, comienzos de los ochenta y de ahí no se movió hasta hace pocos meses».
«Numerosas personas han sido víctimas. Por eso uno se acuerda de los atentados a los derechos humanos, no solo por los abusos de poder, sino también por lo masivo. Aquí, fácilmente son varios cientos de cabros abusados, en veinte o treinta años. No es que se hayan juntado los únicos cuatro casos. ¡No! Estos fueron los más valientes, pero los abusos pueden ser enormes.»
Agrega Hermosilla: «Una de las cuestiones pendientes es saber cuál es la verdadera razón por la cual las denuncias que se hicieron en la Iglesia desde hace treinta años no se consideraron. Tiene que haber una razón precisa».
El abogado señala su extrañeza ante la actitud de las autoridades eclesiásticas. Refiriéndose al episodio de la carta de comienzos de los ochenta, cuando era arzobispo Juan Francisco Fresno, señala: «Incluso si boto al tarro de la basura la denuncia, me acerco a Karadima y le digo “te voy a aguantar esta, no lo voy a investigar, pero no lo hagas más”. Hubiera bastado que el arzobispo hubiera hecho eso, para evitar que numerosos jóvenes hubieran tenido estos impactos en sus vidas, que les han significado costos emocionales y personales inmensos».
«No me compro la versión de que Fresno fuera una mala persona o que el cardenal Errázuriz fuera frívolo en el tema de las denuncias. No creo», señala Hermosilla. «Pienso que hay algo de fondo. Y no lo digo en términos jurídicos, sino de las dinámicas más bien sociales. Aquí hay una especie de coautoría de quienes supieron y miraron para el lado. Alguien le garantizaba la impunidad a este señor.»
—¿Tiene que ver con la estructura propia de la Iglesia Católica?
—Sí, esto ha sido muy desfachatado. Porque en casos como el del obispo Francisco José Cox, hace unos años, hubo una persona que apareció y no alcanzó a hacer la denuncia formal y se llegó al pacto que permitió sacarlo del país. Pero hubo una reacción al menos para contener. Y aunque fuera mal hecha, hubo una suerte de medida para tomar el control. Acá no ha habido eso. Y ese es el dato que puede llevar a sospechar: ¿habrá mucho tejado de vidrio? ¿Habrá otras informaciones?
—Y como la Iglesia es tan jerarquizada, los que saben tienen miedo de hablar… —le digo.
—Efectivamente es miedo. Da la impresión de que es por el manejo de poder del cual se escribía mucho en la Ilustración, pero hoy ya no se escribe al respecto. La Iglesia simuló como que se democratizaba, pero no lo ha hecho, y tiene problemas, no solo con el tema sexual. El tema de las platas, el tema del manejo ideológico. En este caso, los que nos han entregado información lo hacen con un cuidado enorme, juntándose conmigo de incógnito, haciendo «puntos», como en los tiempos de Pinochet, evitando hablar por celulares, aterrados.
Antonio Delfau manifiesta también que «este abuso de poder permanente de Karadima, que ahora veo muy nítido a la luz de los hechos, no puede haber sido solo producto de su mente afiebrada, enferma o lo que sea, tiene que haber tenido algún soporte».
—¿En qué sentido?
—¿Cómo puede ser que una persona durante cuarenta años expulse gente a su capricho, seduzca a algunos, torture psicológicamente a otros, los mantenga a todos unidos obedientes en esta unión sacerdotal, todos los lunes ahí rindiéndole pleitesía, todos siendo dirigidos espirituales? Y han pasado todos por el Seminario. ¿Y los rectores del Seminario? ¿Y los padres espirituales del Seminario? ¿Y los obispos de Santiago? ¿Y los otros obispos que mandaban a sus seminaristas ahí? ¿Y el nuncio apostólico?
A Delfau le preocupa que la Iglesia no investigue a fondo «todas las repercusiones y ramificaciones del caso, y se circunscriba a aislar al culpable. Yo creo que esto amerita una indagación a fondo», insiste.
El sacerdote jesuita ve que «hay un modo de proceder enfermo que no se puede aislar del resto de la actividad que ejerció Karadima… A mí me llama mucho la atención que haya personas que crean que las vocaciones sacerdotales, los rosarios, las misas, los matrimonios, los bautizos se puedan separar estrictamente de un modus operandi muy, muy, muy dañino, enfermo, poco evangélico, nada de cristiano, cruel, de abuso de poder, de abuso psicológico, de culto de la personalidad, de dependencia afectiva».
Recuerda que los discípulos de Karadima «han tenido muchos de los cargos importantes de la Iglesia en Santiago por bastantes años», y están los obispos «creados» por él.
«Cualquier cristiano se puede preguntar perfectamente “¿qué garantías tengo en una diócesis dirigida por un obispo de que si existe algún tipo de abuso va a ser acogido, investigado y sancionado? ¿Qué garantías hay para los católicos de debidos procesos si en la Arquidiócesis de Santiago hubo todas las arbitrariedades que hubo y todas las dilataciones y todas las demoras y todas las luchas intestinas que nosotros sospechamos que hubo, porque no nos consta?»
—¿A qué atribuyes la demora y las arbitrariedades?
—Me da la impresión de que es una lucha de poderes. Las razones específicas habría que preguntárselas al cardenal Errázuriz, que parece un gran Hamlet titubeante.