SALVACIÓN DE SEÑORITAS

Todo plazer del mundo e todo buen doñear

solaz de mucho sabor e el falaguero jugar;

todo es en las monjas más que en otro lugar:

provadlo esta vegada, e quered ya sossegar.

—Juan Ruiz Arcipreste de Hita, Libro de buen amor

La primera vez que las vio Aurora sintió la urgencia de salvarlas. Salían por la puerta de la casona frente a su ventanal, en uniformes grises con camisas blancas. Ansió saber si sufrían con resignación o con rebeldía, si aspiraban a ser monjas coronadas o si esa era solo la ilusión de las hermanas que presidían esa hermética casa de tres pisos. Desde ese momento, Aurora quiso creer que las niñas se comían las uñas hasta martirizarse los dedos, que arrancaban con los dientes los borradores de los lápices, que tramaban con ansias el momento de quitarse el suéter que les vendaba el cuerpo y escapar de allí. Pero ni esa docena de niñas (¿sería más apropiado llamarlas señoritas?) caminando calle abajo, ni el letrero que rezaba «Hogar Femenino Santa Teresa» en el patio delantero de la casa, eran prueba suficiente para su fe.

Durante los primeros días de estancia en el apartamento amoblado que había alquilado en Teusaquillo, Aurora buscó a las señoritas desde su ventanal a diferentes horas. Pero solo detectó a una monja saliendo de la casa una mañana. Notó que en las noches la cortina del segundo piso dejaba pasar una luz rojiza que intuyó era un adorno del Sagrado Corazón alimentado por la corriente eléctrica. Una flor se asomaba entre una vasija por la ventanita del altillo del tercer piso. Azucenas bordeaban la reja del jardín delantero de baldosas. La mezquindad de esa gran casa vieja al estilo inglés atizaba su convicción de que adentro reposaba algún exceso. Aurora recordó esas casas de las noticias gringas, donde aparecían mujeres que llevaban años encerradas por parejas siniestras sin que los vecinos hubiesen sospechado nada nunca. Luego supuso que este no sería el caso, pero presintió que su guardia atenta revelaría el fugaz momento en que aparecieran las señoritas por la puerta, en que miraran por la ventana hacia afuera, para ella poder detectar qué tan alto era que se subían las medias y qué tipo de frustración, apatía o apetito emanaba de sus gestos. Para poder descifrar sus estigmas. Para poder deducir qué hacer para curarlos.

En las primeras dos semanas de vigilancia no afloró rastro alguno de ellas. Hasta que una mañana la puerta enrejada de vidrio de la casa se abrió, revelando una entrada austera presidida por una estatua que debía de ser de Santa Teresa, la mística, flotando sobre una bola plateada. Detrás de una monja decrépita salieron cuatro señoritas con uniformes de paño que iban de los pechos hasta la pantorrilla, buscando disimular sus carnes sin triunfo. Llevaban bufanda compañera. Al constatar las redondeces que emanaban de sus cuerpos Aurora concluyó que se encontraban en ese momento voraz en que las niñas quieren tragar todo lo que aparece en su plato. Esa época de apetito angustioso que no logra consumarse con el alimento. A esa edad de ansias abstractas que se condensan en el cuerpo y lo nublan, recién llegada a vivir a los Estados Unidos con sus padres, Aurora solía raspar ávidamente el fondo del vaso del yogurt con la cuchara, avergonzada de su deseo de querer mucho más cuando era evidente que se había acabado, intuyendo que su perturbación por esa finitud significaba algo más, algo abyecto y necesario que no podía articular. Supuso que ellas andarían chupándose las boronas del pan del desayuno con ansiedad, conscientes, a la vez, de la necesidad de esconder esos afanes, de simular austeridad frente a las demás y frente a las monjas. ¿Se comprarían de vez en cuando un chocolate empalagoso en la tienda de la esquina? Quizás lo lamerían disfrutando de un gozo sin testigos. ¿Robarían algo de la despensa a escondidas? ¿Se embutirían algún sobrado de la cocina cuando no había ojos vigilando? Quiso creer que sí. Las imaginó al momento de correr la cortina de la ducha en las mañanas frías de Bogotá para darle el turno a la siguiente. Quiso saber si se miraban con deseo. ¿Quizás con envidia deseosa? Intuía que las coreografías íntimas de esa casa pasaban por los dominios siempre cargados de la mirada.

Las señoritas se despidieron de la monja joven que les abrió los candados de la reja con un entusiasmo desmesurado que Aurora no asociaba con esa vida de recogimiento. Dos de ellas se abrazaron brevemente, como para probarle al vecindario, incluida a la que las rondaba desde lo alto sin que ellas lo supieran, que aún conservaban esa intimidad relajada de las niñas que prometen su amistad con el tacto. Aurora supuso que allí transpiraba algo más que los reductos de la niñez, que ellas se resistían a los ritos del cuerpo solitario y circunscrito de la adultez, a las demandas del cuerpo soberano que se le impone a toda señorita. Las cuatro se encaminaron cuadra abajo, apretando los libros contra sus pezones, soportando con estoicismo las bufandas que las hacían sudar bajo el sol contaminado de la tarde. Se rozaban. ¿Qué razones tenían para sonreír con semejante certeza? Aurora se preguntó si cuando se sentaban a orinar sentían el placer del paso calientito de la orina por regiones poco exploradas. Si lo reconocían. Si preferían ignorarlo.

 

Cuando no estaba caminando por el centro de Bogotá, Aurora pasaba su tiempo sentada en la mesa del comedor que daba al ventanal, intentando revisar una novela que había escrito y reescrito en el poco tiempo libre que le quedaba del trabajo que acababa de terminar en Nueva York. Durante cuatro años había trabajado con desgana en una compañía que producía fotografías genéricas para anuncios, revistas, periódicos y vallas publicitarias. Estaba encargada de producir la escenografía para todo tipo de fotos. Un ejecutivo sosteniendo un globo terráqueo en sus manos, una mujer extasiada saltando en medio de una calle llena de gente, un niño abrazando a un cachorro debajo de un árbol centenario, una familia de padre blanco, madre negra e hijos mestizos celebrando algo en un parque, ejecutivos negociando en la oficina de un rascacielos, una mujer al borde de la crisis mirando al horizonte desde la mesa de su casa, una niña haciendo pucheros de aburrición en un salón de clase, un pato amarillo de tina flotando sobre un lago verdadero. Había llegado a Bogotá con todos los ahorros de su accidentada vida laboral un mes después de que la echaran del trabajo por andar saboteando las fotos con detalles inquietantes que dejaba en cada escenario. Tenía la ilusión infundada de que en la ciudad en la que no vivía desde los catorce años encontraría la inspiración para terminar ese manuscrito marchito que acumulaba moho entre los circuitos de su computador, y que era lo único que tenía. Si le gustaba Bogotá quizás también buscaría un trabajo. Contemplaría quedarse.

Pero las señoritas le habían quitado el sosiego que buscaba para enfrentarse a la hoja escrita. Sentía que le estaba pasando como a esa tía abuela suya que vivía cerca de Armenia, una ornitóloga fetichista que se pasaba la vida mirando pájaros y ponderando los sentimientos que ellos albergarían sobre los ruidajos del hombre. Mientras tanto a la finca donde vivía se la iban comiendo el gorgojo y los hongos, y se le pudrían los cimientos. Y la tía alimentando una pulmonía crónica por pasarse las noches afuera buscando a los pájaros que migran en la penumbra en ciertos momentos del año. Aurora tampoco quería perderse la oportunidad de capturar el movimiento excepcional de los cuerpos esquivos afuera de su casa. Evadiendo la carnicería a la que tendría que someter unas páginas ya escritas, buscaba cada noche algún resquicio de desorden o descontento entre la oscuridad de la Casa, convencida de que pronto descubriría la travesía de alguna díscola con insomnio. Pero el único detalle nuevo que se le reveló en esas primeras semanas de espionaje, detrás del velo de la ventana del segundo piso, fue un cuarto convertido en oratorio que se iluminaba cada tarde donde las señoritas y las monjas parecían ir a finalizar sus súplicas antes de acostarse.

 

A medida que pasaron las semanas, el sosiego de la casa de señoritas fue acentuando cada vez más el movimiento que había en el edificio de seis pisos que irrumpía detrás suyo, en la cuadra siguiente, con terrazas de barandas pintadas de rojo. Desde los primeros días en el apartamento Aurora había notado que los balcones de ese edificio siempre estaban poblados de hombres jóvenes que oteaban hacia fuera, como ella, sin importar la hora. Detrás del vigor de esos cuerpos musculosos y forrados transpiraba una leve aburrición, o eso creía percibir Aurora cuando los estudiaba a la luz del día. Una impaciencia contenida tras andar raspando el tiempo, una certeza de que aquello que acechaban desde allí ni era tan fácil de conseguir, ni llegaría. Cuando los espiaba desde su ventana sentía la emoción desconcertante de estar viendo una serie de televisión sin volumen, donde todo va revelando de forma demasiado patente e incómoda su impostura. Pero luego le llegaba el sonido del vallenato y las rancheras que retumbaba desde esas terrazas, y entonces todo se hacía más real y contundente. Y comenzaba a inquietarla.

Aurora sorprendió una tarde a dos de esos hombres casi adolescentes (¿cómo llamarlos? ¿señoritos?) acechando con grandes binóculos las casas del barrio desde una de las terrazas más altas de su edificio. Hasta que dieron con ella, que debía de ser la única que no usaba cortinas y deambulaba por el apartamento hasta la madrugada. Parada frente a la ventana, Aurora les hizo un no contundente con el dedo antes de alejarse de allí, censurándose por esa valentía torpe y falsa. Se había enterado por el periódico que el gobierno había escogido el barrio para crear lo que llamaban «Hogares de paz», que eran albergues colectivos de antiguos paramilitares y guerrilleros que habían decidido dejar los uniformes, las armas y las órdenes militares de otros tipos, en otras montañas, en busca de una nueva vida en la capital. Los vecinos se quejaban ante la alcaldía por la «conglomeración de reinsertados sin nada que hacer que pueden inducir al desorden en nuestro preciado e histórico barrio», según decía el periódico. Un petardo había estallado frente a uno de los albergues meses atrás y los vecinos habían organizado una manifestación de protesta por la inseguridad. Aurora tenía la certeza de que el edificio de terrazas rojas era uno de esos albergues, aunque no había placa ni aviso que lo anunciara. Desde ese momento había investigado con mayor atención a los señoritos que se pasaban la vida aguardando algo desde lo alto, y se preguntaba a qué gente y a qué animales habrían matado en sus guerras del campo. Luego sentía gran culpa. ¿No era necesario acoger, hospedar? Tal vez no había nada más que hacer en una guerra sino eso. Y entonces se atragantaba la furia cuando iba por la calle y ellos le gritaban piropos desde sus terrazas. Censuraba su desasosiego y fingía ser una ciudadana tolerante. Pero a veces no se podía contener y les ordenaba que se callaran mientras arreciaba el paso.

Por un tiempo breve, mientras las señoritas seguían atrincheradas detrás de muros, rejas y velos, esos señoritos, siempre tan tangibles desde su edificio poroso y abierto, suplieron las ansias de espionaje de Aurora. Pero después de compartir ambas pesquisas, Aurora se aburrió de la compasión que se obligaba a sentir por ellos. Y así fue como ellas, ariscas y elusivas, ganaron la batalla. Aurora siempre había sentido un deslumbramiento nervioso frente al cinismo clarividente y lúcido de las niñas adolescentes. En esa época de su propia infancia había querido aferrarse a la bondad oscura de las cosas, a la observación detenida y ecuánime del mundo, mientras las otras niñas peregrinaban hacia la sorna y la indocilidad sin obstáculos. Buscando un camino distinto, Aurora se había quedado sola con sus libros en el jardín de su casa, sin poder conocer bien a las demás pero fascinada con las grietas por las que sucumbían. «Me verás caer por la ciudad de la furia», cantaban ellas en coro en el recreo del colegio. Y Aurora sin saber cómo se caía hasta allá, pero deseándolo.

 

Una semana después de los primeros atisbos de las señoritas, Aurora aprovechó el momento en que cuatro de ellas se despedían de la monja que administraba sus bisagras y se alejaban de la mansión para bajar a encararlas. El pelo largo les protegía el corazón por la espalda. Las medias subían tensas hasta sus rodillas. Eran voluptuosidad y orden. Profusión contenida. Aurora cruzó la calle con pasos rápidos para encontrarlas en el cruce donde esperaban a que cambiara el semáforo. La más flaca de las cuatro, que era quizás la más joven, se quitó el suéter y se desordenó el pelo apenas la monja regresó al encierro. Contaba algo que las demás escuchaban con gran atención.

Aurora se acercó a ellas a la altura del semáforo y se apuró a interrumpirlas.

—Hola. ¿Ustedes viven en esa casa?

Hubo una afirmación colectiva pero reticente.

—Mucho gusto, yo soy Aurora. Vivo en el edificio del frente, en el cuarto piso. Y tenía curiosidad. Es que acabo de llegar a vivir a Bogotá y hasta ahora estoy conociendo el barrio. ¿Qué hacen allá?

La del pelo desordenado viró un poco la cabeza para detallar bien a Aurora y bajó los ojos claros hacia las botas que ella llevaba puestas ese día, auscultándola.

—Estudiamos de internas con las monjas. A las que quieren las preparan para el noviciado.

Sus compañeras dieron un paso hacia adelante, revelando la desconfianza atávica con las cosas de la calle que les impregnan a los niños bogotanos desde la infancia. Al ver que las demás le llevaban unos pasos de ventaja la única que respondió apuró el ritmo hasta encajar en el vaivén colectivo de zapatos amarrados a doble nudo. A medida que la dejaban atrás, Aurora detalló las cinturas ceñidas de las señoritas desbordándose por sus uniformes. Era evidente que estaban a punto de enterarse de la fascinación que producían. Se quedó parada en la calle observando sus pasos sincronizados hasta que doblaron la esquina y dejaron de verse. Ninguna volteó la cabeza para mirarla, como ella hubiera querido. Quiso ignorar los silbidos coquetos que salían del edificio de los reinsertados y no supo bien si iban dirigidos a ella, a las señoritas o a todas. De regreso al apartamento se topó con los ojos milenarios y altivos de la perra callejera que frecuentaba la cuadra, la que se pasaba sus mañanas en el barrio buscando sobrados y huesos de todo tipo, portando su dignidad extrahumana en el lomo. Siempre que la saludaba o le bajaba sobrados Aurora sentía una leve perturbación, pero no había querido averiguar por qué.

 

Pasaron dos días sin que se revelara novedad alguna en el hogar de señoritas, excepto el paso de ciertos pordioseros que timbraban para recibir un plato que les sacaba una cocinera de ropas apretadas, poco dignas de la beatitud que allí regía. Con cada timbrazo aparecía la cara de una señorita tras el velo del segundo piso sin que Aurora tuviera tiempo de memorizarla. Le molestaba el silencio que cubría toda la casa, la quietud interrumpida por las ocasionales risas de las internas en el garaje, por los golpes de un balón que rebotaba en un patio interior o por algún cuerpo que pasaba por una ventana sin dejar rastro. De vez en cuando una mancha de movimiento interrumpía la calma de la puerta de vidrio cuando se suponía que todas dormían. Era demasiado fugaz. No delataba nada.

 

Un jueves en la noche, mientras ejercitaba el simulacro de revisar la novela, Aurora vio una silueta detrás del velo de la ventanita del tercer piso donde calculaba que quedaba uno de los dormitorios de la casa. A medida que caminó hacia el ventanal, la señorita del frente apartó el velo de la cortina, revelando la cara de la única que había querido hablarle unos días atrás en el semáforo. Levantó la mano en señal de saludo y Aurora mandó uno de vuelta. Entonces la atacó una vergüenza descomunal de que sus piernas estuvieran desnudas frente a los pelos, velos, ropajes y rejas de la otra. La señorita se quedó mirándola, cómoda desde su distancia vidriosa, y Aurora, perturbada por ese desparpajo, caminó de vuelta al sofá, dobló las piernas, escondió los pies debajo de los cojines y tomó unos papeles simulando que leía. Subió varias veces los ojos del papel en dirección a la Casa y notó que allí seguía ella con la frente pegada a su ventana, vigilándola sin pudor. Hasta que bajó el velo y no dejó verse más.

 

A la semana siguiente, luego de buscar a la señorita sin éxito desde el ventanal a distintas horas de la noche, Aurora encontró en el correo un sobre con bordes rojos y corazones amarillos que flotaban en relieve.

 

Señora Aurora

Edificio El Zipa, 4to piso

E.S.M.

 

Las monjas le habrían enseñado a escribir cartas correctamente, tal vez como preparación para una vida retirada del mundo. Quizás por eso había recordado indicar al remitente con letra clara.

 

Jessica Sofía Hinestroza (su vecina)

H.F.S.T.

Bogotá

 

Querida Vecina:

A lo mejor lo que escribo es una llave hacia un cofre que no puedo abrir. No tuve tiempo de decirte mi nombre el otro día que nos encontramos pero yo fui la que te respondió. Las demás son unas mojigatas desconfiadas que no le hablan a nadie a veces ni siquiera a mi. Me llamo Jessica aunque aquí me llaman Sofía que es mi segundo nombre porque las monjas dicen que ese nombre es más bonito y tiene santa cristiana. Tu puedes llamarme como más te guste, la verdad es que prefiero Jessica. Hace cantidades que estoy de interna aquí, desde hace un año y ocho meses y eso que parece más. Desde que mi papá fallesió de cáncer. Yo lo cuidé hasta que ya no le dio más el cuerpito, por lo menos pude acompañarlo hasta el último respiro. ¿Sabes? el ultimo libro que nos leímos juntos fue la biografía de Abraham Lincon pero no alcanzamos a acabarla. El ya va a cumplir los dos años de fallesido y ahorita estoy terminado de leerla en su honor. La noche que te busqué por la ventana estaba haciendo eso pero ¿sabes? no me gusta mucho. En verdad me aburre aunque el señor haya sido tan bueno y famoso y todo. Cuando fallesió mi papá mi mamá decidió vender la ferretería que él tenía y nos cambiamos de barrio. Después le dio disque porque se iba para Barranquilla con un nuevo novio que es banderillero de toros uno de esos amargados que nunca llegaron a ser toreros un mantenido en verdad. Mi hermanito no tuvo de otra que irse con ella porque está pequeño pero yo le dije que ni loca que fuera a irme con ese señor. Mis tíos le recomendaron que me dejara de interna aquí porque aquí terminó mi prima mayor claro que como castigo porque un día llegó a la casa rapada y con un tatuaje y le descubrieron que se estaba mandando cartas de amor con una amiga. Pero ella ya no estudia aquí lástima porque habría sido muy chevere su compañía. Yo de verdad pensé que iba a ser mejor esto que seguir viviendo con mi mamá y empezar la vida en otra ciudad, es que es una persona muy conflictiva. Cuando las monjas nos dan salida yo voy siempre a donde mi abuela. Me la llevo muy bien con ella la verdad y afortunadamente.

No se bien por que te escribo. Creo que solo quiero contarte un poco de mi vida. Cuando te vi el otro día en la ventana me dieron ganas de conocerte porque las que viven aquí son buena gente solo cuando se les da la gana. Ayer la preferida de la monja que es una lambona me insultó cuando esperaba el turno para el baño y me dieron ganas de quitarle la toalla para que se pusiera bien roja frente a todas pero al final no fui capaz. Que pesar, ja ja. Aquí me he dado cuenta de que los amigos poco a poco se transforman en enemigos o acaban convirtiéndose en seres de los cuales solo salen dagas de su boca, palabras demasiado afiladas para un corazón tan desgarrado. Ya me estoy cansando de vivir con tanta gente amargada y peliona. A veces siento como si estuviera pagando una condena en la cárcel, como un pecado de otra vida o de alguien más.

Bueno debes de estar ocupada con tus cosas no te molesto más. Si me quieres escribir dale tus cartas a la casera que se llama Gilma que ella es amiga mia no vaya y sea que piensen que estoy recibiendo cartas de amor de alguien claro que ya quisiera yo para que estas abusivas se sintieran celosas pero mejor mantener las cosas secretas.

Bueno entonces chao.

Que Dios te bendiga,

Jessica

 

Debajo del nombre sonreía una cara feliz dibujada en marcador rosado. Aurora volvió a leer las tres hojas y se fijó en las letras gordas y pesadas. Pensó en el corazón desgarrado de Jessica pero solo logró imaginárselo como un corazón de plástico eléctrico.

 

Esa noche, Aurora volvió a esperar a que Jessica se apareciera por la ventana pero concluyó que había vencido el insomnio y eso la alegró. Al otro día estuvo a punto de bajar a timbrar en la casa pero desistió porque no supo qué decir cuando le abrieran. Al siguiente detectó a varias señoritas agrupadas en la puerta con guitarras en mano y se apresuró a bajar a la calle para presenciar su salida. Se alegró de que las monjas no sospecharan nada de su embeleso. Ya habrían depositado todas sus paranoias en los hombres de la cuadra contigua que afilaban sus piropos agresivos contra las señoritas cuando ellas pasaban silenciosas cerca de su dominio.

—Juiciosas, ¿no? Vuelven puntuales.

La monja se apresuró a entrar a la mansión. Aurora se percató de que Jessica la había visto y cruzó la calle para acercarse al grupo. Jessica rompió la hilera de uniformadas y la esperó mientras las otras continuaban su camino. Intercambiaron saludos.

—Oye, gracias por tu carta. Cuando quieras puedes timbrarme y pasar un rato. Vivo en el 401.

Jessica sonrió un poco, contrariando su boca tensa y controlada. Miró a las otras que se habían volteado a esperarla. Aurora se fijó en los pelitos transparentes que le bordeaban los labios.

—En mi casa eres bienvenida. Vivo solo yo.

Intentó sonreír para ver si la boca de Jessica se desarrugaba un poco, pero se contuvo. Siempre la atacaba la sensación de que su sonrisa solo revelaba una estela de impostura, que delataba su dificultad de cumplir toda la bondad que prometía. Quiso preguntarle a Jessica algo prosaico para debilitar la fuerza de su invitación, pero no se le ocurrió nada a tiempo.

—No, pues por ahora como que no se va a poder. Pero gracias. Chao, nos vemos, que me están dejando atrás.

Jessica aceleró el paso. Su calculada arruga de frialdad, la manera de esconder la mirada curiosa bajo unos ojos esquivos, su coqueteo con el cinismo, anunciaban, quizás, el destierro de la niñez. Aurora se preguntó qué tan fácil hubiera sido salvarla si aún fuera una niña.

 

A la mañana siguiente Gilma timbró en el apartamento de Aurora para entregarle una nueva carta de Jessica. Venía en un sobre con bordes floreados. Adentro había una tarjeta con una foto de dos cachorros suplicantes en un tapete rojo en forma de corazón. Sus miradas eran más lánguidas y menos perturbadoras que los perritos que ella visitaba de vez en cuando en las vitrinas de las tiendas de mascotas de la Caracas, que ignoraban a los transeúntes con ojos medio abiertos y pelo grasoso de hollín de bus destartalado. Poco antes de que la despidieran del trabajo, Aurora había tenido que organizar el escenario para una foto similar de varios cachorros sobre un sofá que debía suscitar ternura y alegría.

 

Hola veci:

No se si te va a gustar esta tarjeta. Mi abuela siempre me tiene de regalo tarjetas que se compra en las papelerías, va y las mira por un rato no porque tenga alguna razón o persona para darla sino por que le parece que sirven para el futuro o para entretenerse en el momento o porque le parecen bonitas para mi. Colecciona de amor, humor, de amistad, de aniversarios, de noviasgo y también compra tarjetas de pesame aunque no se haya muerto nadie ja ja. Cuando yo voy a visitarla se sienta y me muestra cada una y se muere de la risa. Yo a veces me río con ella pero otras veces me parece que está reloca. Siempre me regala la que más me gusta, esta me la regaló para que pudiera mandarsela a alguien y pensé en ti. Gracias por hablarme hoy, les dije a las demás que te conosco de antes. Tengo unas preguntas para ti:

¿Por que vives sola, tienes novio, te gusta el rock y en que trabajas?

Chao!

Jessica

 

 

Querida Jessica,

Gracias por tu tarjeta. Ayer te vi jugando pelota con las demás niñas en el jardín delantero y te hice señas desde mi ventana, pero creo que no me viste. Yo paso mucho tiempo en la casa así que si cuando salgas te fijas de pronto me ves aquí. Vivo en Bogotá desde hace casi un mes. Vivo sola. Mis papás y mis hermanos viven en Estados Unidos. Estoy buscando trabajo pues hace poco me fui de uno aburridísimo que tenía allá y decidí venir a buscarme la vida aquí, que fue donde pasé mi infancia.

Me gusta mucho el rock. Hasta hace poco tuve un novio que era baterista en una banda de punk así que salíamos mucho a bailar. ¿A ti qué grupos te gustan? ¿Me recomiendas alguno de aquí?

Me pregunto cómo hacer para que puedas salir de ahí. ¿Cuánto tiempo te falta para que se acabe la temporada que vas a pasar allá? ¿En qué curso vas? He pensado que si quieres irte de ahí puedes venir a quedarte en mi casa el tiempo que necesites. Tengo un cuarto extra con cama. Podrías escaparte cuando quieras, como por ejemplo cuando salen a la calle con tus compañeras. (Aprovecho para preguntarte: ¿a dónde van?) Podríamos ir un día a un concierto de rock o simplemente charlar.

Mi teléfono es 2452912 y puedes llamarme cuando quieras.

Abrazos,

Aurora

 

Cuando Aurora releyó la carta en la pantalla decidió que era mejor copiarla a mano para que se viera menos formal. Pensó añadir en el primer párrafo que había venido a Bogotá a terminar una novela. Pero temió que eso la hiciera demasiado extraña ante los ojos de Jessica. Sospechosa, incluso. Entonces desistió. Al final borró «escaparte» y puso «salirte». Quitó la palabra «abrazos» y puso «Chao» para que la carta no sonara tan íntima y más juvenil. Consideró omitir el detalle del exnovio, que era inventado (alguna vez estuvo obsesionada con una guitarrista de una banda de rock que estudiaba con ella), pero decidió dejarlo. Tuvo la sensación de que la carta era muy sosa, pero sintió que su aridez mental, esa planicie práctica en la que se encontraba después de mudarse de país, no le permitiría escribir nada mejor que esas frases directas y descriptivas. Dibujó unas flores en el borde del papel (le quedaron bastante mal) y dobló la hoja en un rectángulo pequeño. La pegó sobre una caja de chocolates en forma de rosas con rellenos de licor de frutas que recién había comprado pensando en regalárselos a Jessica, si se presentaba la oportunidad. Cuando por fin se atrevió a timbrar en la Casa esa mañana, se aferró al paquete unos segundos mientras Gilma lo recibía por entre la reja. Se imaginó a Jessica escondiendo la caja de chocolates en su sección asignada del armario o debajo de la cama. Tal vez se comería un chocolate cada noche, encuevada entre las cobijas, o se embutiría uno durante alguna escapada fugaz al tercer piso antes del rosario de las seis. Partiría la rosa en dos con los dientes delanteros para acceder al centro dulce y pegachento del elíxir. Chuparía con la lengua la cavidad de la rosa agrietada. Quedaría contenta a pesar de lo efímero que era el licor y dormiría plácidamente. Entones evadiría por un momento la frustración que irradiaba de sus cartas. Aunque nunca le habían gustado los chocolates rellenos, Aurora también se había comprado una caja para ella. Así cada vez que se comiera uno podría imaginar a Jessica, como por simultaneidad divina, engullendo rosas chorreantes a la par que ella.

 

Aurora se sentó varias noches más frente al ventanal buscando la cara de Jessica detrás o frente al velo. Una vez vio un cuerpo envuelto entre lo que debía de ser una toalla ir y venir algunas veces por la ventanita decorada con la flor. Pensó que Jessica desfilaba por ahí con su cuerpo listo para una ducha y se la imaginó sabiendo que Aurora la buscaba desde la distancia. Pero su cara nunca se reveló con nitidez en la ventana.

 

A la semana siguiente, Aurora salía del edificio en medio de un aguacero con rayos cuando vio a Jessica y a otras cuatro señoritas corriendo hacia la casa. Lanzaban gritos de emoción con cada trueno revelando esa exaltación que siempre producen las tormentas en los niños. Se tapaban la cabeza con libros para evitar los estragos del agua sobre sus peinados. El resplandor de un rayo las hizo refugiarse debajo del techo de la tienda de la esquina. Jessica alcanzó a llegar al edificio de Aurora en el momento en que retumbó un trueno.

—Esto está tenaz. Un rayo mató a un futbolista famoso el otro día en pleno partido y lo dejó todo chamuscado. Hay que tenerles respeto. Vea, estoy emparamada.

Le faltaba el aire. Se pasó las manos por los ojos para deshacerse de las gotas de agua que le recogían las pestañas. Clavó la mirada hacia la reja de todos sus días evitando que su pupila rozara la de Aurora.

—¿Ah, sí? No sabía.

—Sí, era del Deportivo Cali, el equipo de mi papá, que en paz descanse.

Aurora se acercó un poco más a ella, como ofreciéndole taparla con su paraguas abierto, aunque el techo ya las estuviera protegiendo de la lluvia. Atajó con su dedo una gota de agua que se escurría por la mandíbula de Jessica, y que le magnificaba la piel. Sorprendida por el roce invasor, la señorita dobló el cuello para alejar su cabeza de la mano de Aurora, dejando que sus cachetes sonrojados revelaran un temblor tenue, y clavó la mirada en el piso. Al ver a las demás acercándose a la mansión salió corriendo, como librada. Soltó varios gritos de emoción en el trayecto hasta llegar a la reja donde las esperaba Gilma con un gran paraguas.

 

En los días que siguieron a ese roce inoportuno, Aurora contestó varias veces el timbre de la calle, ilusionada de que vibrara la voz ronca de Jessica en la bocina. Pero siempre era otra gente vendiendo o pidiendo cosas (comida, plata, su espíritu) que ella no podía dar. Esperó en vano una nueva tarjeta en el buzón. Durante varias mañanas se abstuvo de salir a caminar al centro para estar pendiente de la actividad del hogar de señoritas. Hasta que un día paró frente a la Casa un bus de colegio y Aurora vio salir a quince señoritas por la puerta cargando cajas y unas pancartas en forma de oveja decoradas con algodón. Supuso que representaban al Cordero de Dios (¿o quizás a los rebaños dóciles del evangelio? No había tiempo ahora para ponderar la diferencia entre ser un simple discípulo pastoreado y ser el objeto principal del sacrificio). Le inquietaron los abrazos genuinos que las dos monjas que presidían la puerta, convencidas de su rol pastoril, les impartían a todas al salir. Sintió desazón de no poder imaginar a quién irían a evangelizar las señoritas. Buscó a Jessica entre la multitud y notó que ahora llevaba el pelo corto hasta los hombros. ¿Se lo había cortado para imitarla? Justo antes de subir al bus Jessica miró hacia el ventanal de Aurora. Ambas se hicieron una señal del saludo. Aurora quiso hacer algún gesto para invitarla a que subiera pero no fue capaz y se censuró por ser tan pusilánime. Cuando todas las señoritas entraron, una monja vieja que empujaba su cuerpo ancho con lentitud puso fin a la procesión escalando el bus con dificultad. La puerta se cerró y el bus partió. Jessica no buscó a Aurora desde su ventana como ella hubiera querido.

 

La semana siguiente, Aurora timbró en la pensión con una carta donde le preguntaba a Jessica qué había pensado de su propuesta y la invitaba a pasar a visitarla para que charlaran un rato. Allí le proponía un sistema de comunicación nocturno por señas que podían hacer desde sus respectivas ventanas, para acordar un día y una hora de encuentro. Terminaba citando la primera estrofa del famoso poema de San Juan de la Cruz, que supuso que las monjas ya le habían enseñado a Jessica.

En una noche oscura

con ansias, en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

Pero cuando le abrió una monja densa y pequeña (¿se irían volviendo todas así con el tiempo?), Aurora fingió ser una representante de la asociación de vecinos que venía a anunciar la futura realización de una encuesta sobre los reinsertados de los Hogares de paz. Pensó reescribir la carta para borrarle los versos, pero al final decidió dejarla así. Al día siguiente, después de una constante vigilancia, aprovechó la salida de Gilma al patio delantero para correr escaleras abajo y entregarle la carta.

 

Jessica no se apareció por la ventana en las noches que siguieron. Por lo menos no en las horas que duraron las vigilias nocturnas de Aurora, que terminaban cuando ya no podía resistir más el sueño y sucumbía a la noche oscura.

 

Una tarde de lluvia ligera con sol un taxi paró frente a la casa. El pitazo del carro inauguró una procesión de señoritas que salieron a recoger decenas de bolsas de mercado que traía una monja joven. Entre entradas y salidas Jessica se secreteaba con una pelilarga de crespos que parecía mucho mayor que ella. Aurora nunca la había visto. Era muy alta, tenía aire de percherón y unas cejas muy pobladas que le añadían gravedad a su cara. Sudaba una suficiencia que chocaba con la ligereza alegre de las demás. Cuando inclinó la cabeza para mirar hacia el apartamento de Aurora, los ojos de ambas se tropezaron. Aurora no pudo destilar nada de esa mirada neutra que escondía deliberadamente todo gesto. Entonces sostuvo los ojos sobre la señorita con esfuerzo, tratando de emular su indiferencia tenaz. Las dos dejaron de mirarse cuando Jessica le haló el brazo a su confidente y entraron juntas a la mansión.

La mirada desconcertante de la compañera de secretos de Jessica mermó la obsesiva investigación de Aurora en los días que siguieron. Volvió a observar el edificio de los hombres con hastío y descubrió que ahora algunas mujeres los acompañaban de vez cuando en los balcones. Le pareció aburrido el hallazgo. Guardó otra carta que le había escrito a Jessica con la ilusión de que un día pudiera leerla escondida en la cueva de su cama. Allí le avisaba que se iba un tiempo a la casa de su tía en Armenia a pasar la navidad y el año nuevo, a ver si recuperaba el sueño y la cordura. Pero regresaría. ¿Se iría ella de vacaciones a donde su abuela? ¿A donde su mamá? Si no quería regresar más a la Casa podía llamarla o mandarle un correo electrónico y ella iría a buscarla donde estuviera. Terminaba diciendo que no sabía cuántos meses más iba a quedarse en Bogotá y que deberían aprovechar la cercanía antes de que ella partiera. Después de días de guardar la carta cerrada sin decidirse a enviarla, Aurora la llevó a una compañía de correos para que Jessica la recibiera oficialmente y sin sospechas.

 

Al regresar en enero Aurora encontró en el buzón las facturas de la luz y el gas y una invitación a una reunión de vecinos para discutir «el exabrupto de los Hogares de paz». Nada de Jessica. La mansión parecía cerrada, como en un hiato singular.

 

Una tarde, cuando regresaba al apartamento, Aurora avistó por primera vez en mucho tiempo a cinco señoritas alejándose de la casa con los brazos enganchados. Jessica caminaba entrelazada con aquella pelilarga que había buscado a Aurora desde la calle. El pelo le había crecido un poco. La nueva amiga iba forrada entre el suéter con orgullo, apuntando los pezones hacia arriba, ejerciendo el poder de padecer una pubertad más avanzada que la de las demás. Ambas se secreteaban entre risas camino al semáforo. Aurora apuró el paso desde el otro lado de la calle y llamó a Jessica. Ella giró pero no respondió a la mano que la saludaba. Luego volteó la cabeza de nuevo, intentando ignorar la vergüenza que le causaba esa señal. Buscando regresar a la plenitud anterior, apretó un poco más el brazo de su amiga, dejándose halar por el impulso de sus pasos. Continuaron caminando, cerciorándose de no desencajar el ritmo con los pies. Aurora arreció la marcha para cruzar la calle y alcanzarlas. Jessica acercó su boca a la oreja de la amiga para decirle algo que culminó en una gran carcajada. Aurora pensó en los secretos entre otras niñas que más de una década atrás había padecido en el colegio y odió que todavía eso la perturbara. Las señoritas doblaron la esquina y dejaron de verse.

—¡Flaca! ¡Piroba!

Aurora sintió que aquel grito sin fuente iba dirigido a ella. Se machucó el dedo con la primera chapa cuando intentó abrir la puerta del edificio. Subió los escalones revisando la cuenta del agua, como para quitarle peso al grito con la contundencia de un reporte en centímetros cúbicos. Entró al apartamento y caminó hacia la ventana pero no vio a las señoritas. Se topó con el edificio de los reinsertados, con otros techos de otras casas, y con las montañas de Bogotá, que subían altísimas con la entereza de su verdor oscuro, rozándose sin mucha lógica pero con gran atracción. La gravidez arcaica de esos cerros volvió a anunciarle a Aurora la insignificancia de los edificios enclenques que alfombraban la ciudad. Cuanto más pensaba en lo breve que podría ser su visita, más la conmovían esos montes perpetuos. Frente a ellos su paso se revelaba fugaz, como la chupada del elíxir del chocolate de Jessica.

 

Ese sábado los velos tupidos de la casa se recogieron a cada lado de las ventanas, revelando una mesa de planchar en el oratorio del segundo piso. Emocionada, Aurora pensó que así sería de ahora en adelante, que, tras una epifanía decembrina, las monjas habían decidido anunciar sus labores sin más escondrijos, sin nublarle la vista a nadie. ¿O eran las señoritas las que se estaban rebelando contra tanta interferencia? Los cuerpos de varias de ellas se balanceaban sobre la mesa con planchas que restregaban sobre telas blancas, ayudadas por el peso de su vientre. De la pared colgaban uniformes y hábitos de monja. Envuelta en su toalla, Aurora se quedó mirándolas un rato. La nueva amiga de Jessica, quizás ilusionada por un futuro como jefa autoritaria, puso la plancha sobre la mesa, miró hacia el cuarto piso del Edificio El Zipa y se acercó a la ventana. Jessica la siguió y ambas se pararon allí mirando a Aurora, con la misma imparcialidad ensayada que velaba deliberadamente todo gesto o emoción. Luego la amiga cerró el velo con un jalón contundente y veloz. Aurora corrió su cortina recién instalada y se alejó de la ventana. Tendría que entender mejor la salvación y sus misterios.

Supuso que caminar un poco atenuaría esa sensación de nevera vieja de sonido agudo y destemplado que le reverberaba entre el pecho. Entonces vio a la perra. Acompañaba al lavador de carros del barrio. Él la había apodado Capricho aunque no fuera suya y sabía respetar sus misterios. Capricho desaparecía cada noche, sin ser notada, sin revelar nunca su morada, pero siempre regresaba a la alborada. Aurora sentía un alivio ¿o era agradecimiento? al confirmar que la perra volvía casi todos los días, con su orgullo y su decoro, a echarse en los andenes de la cuadra.

¿Y si se dejara adoptar? Abriría para ella su casa. Le daría el cuarto desocupado para que pasara las noches sosegada, en piso o cama, como ella prefiriera. Le cocinaría sopas con el hueso más ancho que encontrara en la carnicería. Acariciaría su pecho florido. Batallaría contra sus pulgas. Pero no enseguida, claro, que no se fuera a asustar con esa avalancha de hospitalidad repentina. La dejaría salir sola varias veces al día, respetaría su temple arisco y solitario, confiando en que este se le iría erosionando con el tiempo, en que poco a poco dejaría de extrañar el hueso añejo, la colina aleatoria de cualquier parque, el cruce intuitivo de la calle, el parásito convertido en huésped. Apelaría a su nobleza. Y ya cuando Capricho estuviera lista, se la llevaría con ella a un nuevo destino, inventándole un origen certero avalado por algún veterinario crédulo. Esta vez planearía mejor la invitación. Seguro que la perra sería hospitalaria. ¿No era el huésped también un anfitrión?

Estando ya en su casa sosegada Aurora prendió el computador y echó la novela vieja a la papelera (aunque dudó que eso fuera igual de contundente que botar algo al basurero real).

 

A la mañana siguiente Aurora vio a varias señoritas charlando en el jardín delantero, resguardadas en su cárcel de amor mientras deshierbaban los arbustos, regaban las azucenas y barrían la mugre de su acera. La perturbaba, la desesperaba, que todas estuvieran tan felices, que asumieran sus misterios sin mayor conmoción. Allí no estaba Jessica, pero sí la otra. Entonces echó varios huesos de pollo entre una bolsa, cogió una cuerda y caminó cuadra abajo esforzándose por no mirar hacia la Casa, ponderando cómo haría para convencer a Capricho, que descansaba en su lúcida y alegre soledad, de que no había mejor idea que ser salvada.