El tiempo de en medio fue una época de muerte y desgracias, de pérdidas irremediables, de alteraciones radicales del paisaje, de incertidumbres y errores. La humanidad, quizá más que nunca, fue una barca a la deriva, impotente ante un enemigo implacable que reveló que el progreso no sería para todos. Veinte años de precipitación constante fueron un túnel que tuvimos que atravesar, pero en ese momento nadie en este lado del mundo sospechaba que sería un periodo definido, una fase, y que, finalmente, llegaría otra época seca. Por eso todo parecía terminal. Y lo fue, sin duda, nadie salió indemne, cada uno perdió cosas, seres amados, relaciones, convicciones, creencias… muchos no llegaron a la otra orilla. Yo lo hice convertido en adulto, pero sólo después de abandonar las certezas de mi infancia en el terreno movedizo de aquel tiempo. Las primeras dos décadas de mi vida las pasé bajo la lluvia y, salvo en mis fantasías más alucinadas, no se me ocurrió que el orbe pudiera dejar de ser un blanco obtuso para las ráfagas de agua.
Fuera del terror a perderlo todo, de nuestra época en la casa conservo la idea de unos días largos que terminaban en algún juego alegre entre mi hermana y yo, en el colchón, a la luz de la antorcha. Ayudábamos a papá con la leña, a llevarla al cuarto de la madera, romperla, seleccionarla de acuerdo con el tamaño y almacenarla para el secado. Emma, al principio, cuando todavía era muy chica para hacerse útil, nos veía hacer y jugaba a apuñalar hormigas con las astillas. Me fastidiaba la tarea de buscar hongos en los palos pues había que preparar una tea pequeña que se pudiera manipular entre los maderos, luego mirar detenidamente pila por pila buscando las manchas verdosas, peludas, y al descubrirlas acercarles el fuego para negrearlas. Algunas veces surgían gusanos e insectos. Yo disfrutaba quemándolos y, a algunos pocos, los comía para hacer reír a mi hermana.
Cuando surgían alacranes hacíamos un pequeño ruedo con trozos muy finos de madera, casi hebras, los poníamos en el centro y les prendíamos fuego a las astillas. Mi hermana se entusiasmaba mucho, babeaba, el bicho comenzaba a girar buscando escapar, pero era imposible, estaba rodeado por llamas un poco más altas que él, ella aplaudía, le daba ánimos. Por último, el animal se azotaba a sí mismo con su aguijón, una y otra vez. Su deceso era progresivo, se ponía lento, los latigazos disminuían en frecuencia e intensidad, le costaba guardar el equilibrio, dejaban de funcionarle las patas de un lado y caía, se incorporaba de nuevo, le fallaba el lado contrario, se desplomaba, Emma lo volvía a aplaudir, extática, festejaba su lucha. Al final el animalito terminaba tieso y sin vida, y mi hermana lo llevaba entre sus manos hasta el patio y lo lanzaba hacia la avenida por encima del muro, en medio de los barrotes de la reja, para que cayera entre vidrios rotos, papeles hechos babaza y pelajes raídos.
También ayudábamos a mamá con la huerta, a cambiar la tierra, supervisar el compostaje, preparar el abono, sembrar las semillas, cosechar lo poco que se daba, arrancar las partes amarillas, viscosas, los frutos abortados (fetos arrugados y enjutos), tirar las malezas. Cada uno tenía áreas en la casa que eran suyas, la mía era la cocina. Ni mamá ni papá cocinaban, así que yo era el encargado de alimentar a la familia. También era mi responsabilidad prender el fogón, ordenar la despensa, mantener los alimentos fuera del alcance de las ratas, barrer el piso, lavar los platos, arrancar la humedad de las paredes y, en general, tener la cocina limpia y organizada. Mi hermana era responsable de nuestro cuarto, pero era tarea mía hacer y manipular las antorchas de la habitación. En nuestro tiempo libre jugábamos hasta el hartazgo y la mayoría de las veces nos dedicábamos a ver pasar los días, sentados en los escalones del patio, abrazados, sin decir palabra, con la mirada fija en un horizonte imaginario, como un par de piedras a la vera de una trocha, testigos inertes de la marcha de caminantes desahuciados.
Cornelio Heredia tenía un carro en su garaje, un carro de verdad, tamaño real. No funcionaba, pero yo lo quería como a una mascota tibia, para mí no era tanto la evidencia de otra época, sino la manifestación del misterio profundo, insondable de la vida, de una realidad que iba más allá de la que nuestros ojos podían ver, más allá de la lluvia y el hedor, de los huesos blanqueados en las cunetas, del llanto incontinente de mi madre, hacia una órbita de luz y belleza y cielos despejados, de aire transparente, cantos de pájaros y soles plenos. Era una máquina soberbia, un semicírculo rojo oscuro, casi café. Sobre el piso crema parecía un coágulo de sangre en una cama de gasa. Mi madre lo llamaba el carro del pueblo. Yo admiraba su forma, sus láminas fuertes, del metal más resistente que podía imaginarme, las curvas que caían naturalmente hacia el suelo, las luces pequeñas y redondas, los diminutos canales laterales del techo, el timón blanco, grande, brillante, a prueba de todo, liso y terso, la bolita negra sobre una palanca larga y elegante que al ser manipulada hacía sonar la maquinaria con un graznido.
En nuestros juegos, cada uno se hacía dueño de una parte del auto, Heredia asumía la dirección; mi hermana, la palanca de cambios; yo me acostaba en el asiento de atrás a oler el cuero falso del asiento, pasar la palma de la mano por esa superficie tersa e imaginar que el carro andaba, que existían calles donde no llovía y se podía observar directamente al sol, sin nubes de por medio, entre casas y edificios.
Los Heredia dejaron el barrio uno o dos meses antes de que nosotros lo hiciéramos, se fueron una mañana casi despejada, y mi hermana y yo los vimos partir desde la puerta: marcharon solos, envueltos en impermeables, cargando bultos pequeños, con prisa y temor. Papá salió a despedirse y habló un largo rato con ellos. A mí me pareció que Cornelio iba llorando, aunque no se acercó a nosotros para despedirse. Mamá predijo que no llegarían muy lejos, algún alud los arrastraría bajo metros de tierra hasta el gran río o los asaltantes les saldrían al paso y los asesinarían para robar sus pertenencias. Nunca volví a saber de ellos, pero años después, cerca de Dagua, mientras construía un muro de contención, vi a alguien parecido a mi amigo de infancia, parado en la popa de una canoa cargada, empujando una vara contra el fondo de un arroyo para alejar la embarcación de la orilla, yo saludé desde lejos con la mano y él saludó de vuelta.
El día en que abandonaron Cristales, Miguel, su papá, llevaba una escopeta en la mano y un revólver calibre 38 en el cinto para protegerse. Antes de irse intentaron repetidamente convencer a mis padres de partir juntos en una pequeña caravana de dos familias, pero papá ni siquiera lo consideró, sabía que eso sería un suicidio. Todos sabíamos que mamá, aunque no dijo nada ese día, no lo consentiría, no estaría dispuesta a viajar con Imelda, la madre de nuestro amigo, a quien no soportaba. Nunca supe a qué se debía su antipatía por la otra señora, sólo sé que una noche tuvieron un problema irreversible por culpa de las medicinas de mamá. Desde ese momento Imelda no volvió a nuestra casa ni mamá fue más a la suya.
Para papá la cosa fue insostenible una vez que ellos partieron. Tener dos casas desocupadas a lado y lado nos ponía en una situación de vulnerabilidad extrema, pues cada vez era más difícil atajar a la gente de Siloé que quería ocupar Cristales (ya habían colonizado dos o tres de las casas vacías). Él sabía que no era buena idea quedarse, pero tampoco quería partir sin planificar la huida, lo mejor sería —intentó desanimar inútilmente a Miguel— que las dos familias se fueran deshaciendo de sus pertenencias de manera calculada, intentando conseguir lo necesario para sobrevivir al viaje hasta el puerto, que esperaran alguna caravana que pareciera de confianza, con la cual pudieran negociar unas condiciones favorables, y unirse a ella. Heredia padre, sin embargo, vivía aterrorizado por la amenaza del barrio vecino y no aguantó más.
Un día, bien entrada la tarde, casi noche, la puerta del garaje se abrió de golpe y vimos a uno de los ocupas vecinos. Nosotros estábamos en nuestros puestos de siempre en el interior del carro. A mí desde niño me ha gustado inventar historias, así que el juego lo dirigía yo, los otros dos manejaban la máquina. Me acostaba atrás, mirando el techo liso, como en una cabina de mando, y les narraba por dónde íbamos. Recorríamos rutas que se clavaban en la tierra, túneles o avenidas al borde de un precipicio, con cuidado de no caer, pero sin mermar la velocidad; les señalaba hacia dónde dirigirse: un edificio rojo en la distancia, una montaña rota, un camión encallado en una autopista larga y recta. Heredia siempre se aburría primero y quería salir al parque, yo cambiaba entonces mis historias para retenerlos (introducía algunos de nuestros temas preferidos: muertos y accidentes, cadáveres aplastados por las ruedas, desmembrados, latas retorcidas, ratas pisadas por las llantas, vísceras esparcidas en el pavimento), hasta que mi hermana también perdía la concentración y me tocaba ir con ellos a buscar qué imaginar en esa rotonda que conocíamos de memoria y que, a mis ojos, no ofrecía ninguna inspiración después de haber viajado por el mundo en el carro del vecino.
Ese día, sin embargo, el chirrido de la puerta al abrirse de un tirón nos interrumpió la aventura. Yo me senté súbitamente y por el vidrio trasero vi a un joven, quizá de unos veinte años, cuyo rostro parecía cubierto por parches de sudor o aguasangre, un poco más oscuros que su piel, corriendo en dirección a nosotros. Justo detrás apareció Miguel. Con un salto certero se lanzó sobre su oponente y le propinó un golpe en la nuca con la culata de su escopeta. El muchacho fue arrojado hacia delante. Su cara se estrelló contra el vidrio trasero del carro, dejando una huella opaca, el mapa de una isla quebrada y rugosa. El dueño de casa se quedó de pie, con la respiración agitada, su arma en alto esperando para descargarle otro golpe al intruso, pero el chico no se movió. Detrás llegó mi padre y sin decir palabra tomó al joven por los pies y lo arrastró fuera del garaje, trazando un rastro turbio en el suelo; Heredia papá lo siguió y cerró la puerta. Fue después de ese episodio que Miguel no resistió más y decidió llevarse cuanto antes a su esposa e hijo. La premura lo llevó a tomar decisiones que, en opinión de papá, eran equivocadas. Para mí su única equivocación fue visitarnos por última vez, no ha debido hacerlo, no tenía sentido y todos quedamos muy afectados, Emma en particular.
El carro lo fueron desbaratando por partes. Durante la última semana de los Heredia en Cristales, mi hermana y yo salíamos todos los días a ver a un par de hombres bajitos y morenos sacar sus herramientas largas y retorcidas para desarmarlo mientras fumaban sin cesar. Nos acercábamos con sigilo hasta el garaje, temerosos de que Cornelio nos fuera a echar, y una vez ahí nos uníamos a él y los tres nos sentábamos en silencio a observar cómo desaparecían las ruedas, cómo le abrían su vientre para extirpar las diferentes piezas del motor, tubos gordos y curvos, tuercas, tornillos largos y delgados, una hélice, muchos cables, extrañas formas de plástico negro. Lo desarmaron en tres días más o menos. Mi hermana, quizá por pudor, se tapaba los ojos cuando aquellos hombres insertaban sus manos tiznadas en las entrañas del carro. Los mecánicos sólo dejaron la carrocería que, perdido su lustre, se había convertido en un desecho sin atractivo. Hasta un par de días después de la partida de los Heredia veíamos con desconsuelo, en el garaje ya sin puerta, la carcasa triste y vacía del carro, un fantasma desdentado y parapléjico.