Yo nací el último año de la época seca. A mi madre la atendió mi abuelo, el parto fue en una clínica de Cali, ignoro cuánto tiempo estuvo ahí; luego nos dieron de alta y regresamos a nuestro hogar en el barrio de Cristales. Cuando mi hermana nació, cuatro años después, ya el mundo había emprendido su largo periplo hacia el naufragio, mi abuelo había muerto, y ella vio la lluvia por primera vez desde la cama de mamá, recibida por papá, mientras yo jugaba en un rincón del cuarto, caminando entre las piernas de los adultos, esquivando sus movimientos rápidos y bruscos, riendo por debajo de los gritos y gemidos. Imelda, como era enfermera y todavía no se había enemistado con mi madre, ayudó a mi padre y dirigió la maniobra que él insistió en ejecutar.
Emma nació bien, nació sana, con una capacidad pulmonar que fue evidente tan pronto surgió de la entrepierna de mamá con un alarido que me hizo llorar a mí también. Imelda se la llevó a lavarla y yo me quedé llorando. Cuando la trajeron de vuelta, antes de entregársela a mamá, Imelda me la mostró de cerca, me la presentó, y le vi la cara por primera vez, arrugada y roja, con la cabeza cubierta de pelo negro viscoso, como si la hubieran metido en un tarro de grasa; la naricita parecía una alverja de carne en el centro del óvalo y tenía unos ojos entrecerrados, tranquilos, de un color casi azul, que miraron más allá de los míos. Papá me dejó dormir en su cama esa noche, junto a mamá y Emma, y él intentó descansar en un rincón del cuarto en una poltrona. Desde ese día mi vida nunca fue igual, tuve menos espacio para mí y menos atención de mis padres, pero no volví a sentirme solo.
Encima de nuestra habitación había una buhardilla, a la que se llegaba por una escalera empotrada en la pared de nuestro baño, que en la época seca había sido utilizada como depósito. El lugar se fue vaciando y Emma lo fue colonizando. Su juego preferido era guardar cosas pequeñas en sus bolsillos: una mosca muerta, una hoja, un trozo de vidrio, un tacón roto, la tecla borrada de un computador. Por las tardes, cuando yo me sentaba en los escalones del patio a ver caer la lluvia, ella me acompañaba un rato, pero al pasar la primera caravana decidía partir a refugiarse en su ático. Allá almacenaba sus pequeños tesoros. Los organizaba en el piso, en hileras perfectas, en grupos de uno a diez objetos, luego dejaba un espacio, después armaba otro, un espacio más y así sucesivamente. Los conjuntos eran palabras; las filas, renglones. Emma había inventado un alfabeto de cosas rotas y escribía con ellas largas cartas en el suelo.
A veces me invitaba a que adivinara qué decían las misivas. La primera vez que lo intenté pensé haber descifrado su método, pero estaba equivocado. El sistema era mucho más complicado del que yo había intuido. Nunca lo comprendí a cabalidad, era de una complejidad imposible, compuesto por una larga cadena de asociaciones que sólo tenían sentido para ella. Para colmo, ningún elemento tenía un valor en sí mismo, sino que este dependía de los objetos que lo rodeaban, cada signo cambiaba de acuerdo con los signos que lo siguieran y lo antecedieran. Cuando yo cambiaba un objeto de lugar y le preguntaba qué palabra surgía, ella contestaba de inmediato, sin titubear: «sol», «basura», «hueso» o a veces reía y me decía que no me hiciera el chistoso, que ese objeto ahí no significaba nada.
El alfabeto de retazos era su pasatiempo preferido. A mí, en cambio, me obsesionaban las caravanas. Cuando no estaba ocupado, ni jugando con mi hermana, me sentaba en los escalones a ver pasar aquellas figuras empapadas que resistían el desánimo cuidando su andar en el piso resbaloso. Me hacía a la idea de que algún día yo sería uno de ellos, los observaba, quería saberlo todo, cómo se comportaban, cómo se relacionaban entre ellos, qué armas llevaban, hacia dónde iban, cómo eran sus formaciones, quién era el líder y si iba o no adelante, quién cuidaba la retaguardia. Emma, por el contrario, siempre se resistió a aceptar ese destino, así que muchas tardes las pasamos separados, yo reflexionando sobre los viajeros, ella armando universos posibles e infinitos con fragmentos y desechos. Un día, hacia el final de nuestra vida en la casa, uno de sus juegos hizo que por poco papá nos moliera a golpes a los dos. Aprovechando que nuestra madre se encerraba horas enteras en el baño a llorar frente al espejo, ella fue hasta el armario, buscó entre los remedios de mamá las píldoras que más tomaba y escondió las pocas que quedaban entre los calzoncillos de papá.
La comida transcurrió con relativa normalidad. Nuestra madre hacía ya algún tiempo había dejado de cenar con nosotros. Cada vez comía menos y lo hacía sólo porque yo me sentaba a su lado, en su colchón, y con paciencia, como si fuera una niña pequeña, le daba arroz y, con menos frecuencia, uno o dos bocados de carne. Esa noche mi hermana estuvo particularmente locuaz. A mi padre le gustaba que ella le contara historias durante la cena, así que era frecuente que preparara algún cuento delirante sobre mujeres opacas que estaban a la vez vivas y muertas, o sobre espacios donde no existía el sol ni la lluvia ni el aire, pero crecían perros rabiosos que ladraban colores. Casi no probó bocado porque no paró de hablar, enlazaba un relato con otro, respiraba apenas, y las anécdotas se fueron volviendo cada vez más confusas hasta deshilacharse en mero ruido, sílabas sueltas lanzadas en un tono dulce y nasal. Al final de la cena ya era imposible seguir la lógica de los acontecimientos que narraba. Cuando las palabras se le agotaban, tomaba un trago largo de agua y retomaba su listado incoherente. Yo pensé que le estaba haciendo una demostración a papá, un alarde de su vocabulario. Él sonreía y la miraba sin verla, la escuchaba sin registrar lo que decía; sumido en sus propias cavilaciones asentía cada tanto.
Después de la cena mi hermana y yo fuimos a lavar los platos y a organizar la cocina, nuestro padre partió hacia la oscuridad de su cuarto. Emma no quiso responder a mi juego. Primero le lancé un par de manotadas de agua grasienta a la cara, pero no respondió, se secó con un trapo y continuó su labor de organizar los platos en la alacena. Entonces aproveché un espagueti mojado, enroscado en el sifón, para lanzárselo a la cabeza, le quedó colgando como una cana lustrosa e hipertrofiada. Al quitárselo tuvo el impulso de lanzármelo de vuelta, pero logró resistir la tentación de entrar en el juego y lo botó a la basura. Mis ganas de fastidiarla sólo aumentaban.
Estaba pensando en cómo más irritarla, pero un intercambio de palabras gritadas por mis padres desde su habitación interrumpió mi cavilación. Después llegó el estruendo del espejo de medio cuerpo del armario, desgranándose en un enjambre de astillas. Yo no reaccioné. Mi hermana, por el contrario, dando un paso largo quedó al lado mío, me agarró con fuerza del brazo, hincando sus dedos en mis bíceps y antebrazo, y pegó su cara a mi hombro.
Entonces escuché el bramido de mi padre pronunciando al galope las cuatro sílabas de mi nombre, «Je-ró-ni-mo», y sus zancadas de mastodonte viniendo hacia nosotros. Por primera vez, no obstante, mi rabia fue mayor que el miedo, y empujando a mi hermana tomé el cuchillo más grande, el de destajar la carne. De un salto me subí al mesón de granito y lo esperé dispuesto a lanzármele encima si se acercaba mucho. Cuando entró, vi que un hilillo de sangre bajaba por su piel blanca como una lombriz saliendo de su guarida. Al verme armado se detuvo en seco. Parecía genuinamente sorprendido de que hubiera decidido defenderme. Emma berreaba y gritaba que me dejara en paz que había sido ella, que los remedios los había escondido ella, que yo no sabía nada. Papá la miró en silencio, incapaz de decir nada, luego dio vuelta, marchó por el corredor de salida de la casa y, azotando la puerta, fue a pasar la noche afuera. Emma quiso ir tras él, pero yo la retuve; entonces, en silencio, fue hasta nuestro cuarto y se acostó en el colchón a oscuras.