Una vez terminé de arreglar la cocina fui a ver cómo estaba mamá. Pasé una buena parte de la noche recogiendo los trozos del espejo, escuchándola balbucear incoherencias y lanzar maldiciones sin destinatario. Acusaba a papá, pero a veces lo confundía conmigo y a veces con alguien llamado Genaro. Cuando creía descifrar de quién se trataba, entonces se dirigía a mi hermana y profería ofensas con el nombre de mi abuelo. Acostada con medio cuerpo en el colchón y medio cuerpo sobre las baldosas frías, desnuda excepto por unos calzones crema y la pañoleta blanca de flores rojas amarrada a su cuello, lanzaba amenazas a diestra y siniestra. Se había comido muchas de las pastillas que le quedaban para que nadie volviera a ocultárselas.
Primero recogí los trozos de vidrio brillante alrededor de ella y los puse encima de una toalla sobre el suelo. Luego, con algo de temor a recibir una patada, la tomé de ambos tobillos y con un solo movimiento la levanté y le di la vuelta hasta dejarla acostada bocabajo sobre el colchón. Ella, sin interrumpir su perorata, se dejó hacer como un tronco seco. Tal como lo imaginaba, sus muslos y pantorrillas estaban surcados por lánguidas acequias de sangre fresca. En algunos lugares las esquirlas del espejo todavía estaban clavadas en el pellejo. Con una pinza que encontré en el baño extirpé una a una cada astilla y limpié sus cortadas con un líquido espeso, marrón amarillento, que ella usaba sobre nuestras heridas. Luego saqué al patio la toalla con los pedazos de vidrio y, sacudiéndola entre los barrotes de la reja, los tiré a la avenida quebrada. Antes de regresar a barrer bajo el armario y trapear el piso me senté exhausto en los escalones a observar la noche.
La lluvia no era espesa, y al otro lado del gran río, en la Isla Central, a muchos kilómetros de distancia, se podían ver incendios aislados, grandes fuegos que empujaban hacia el cielo una claridad rojiza en cuyo centro trepaba una espiral negra y densa hacia el infinito. Nunca los había visto. Muy pocas veces podía salir tan tarde a sentarme afuera. Abajo, sobre las aguas del valle, reflejadas entre las ruinas de Cali, los fulgores de la montaña lejana parecían luminosos seres subacuáticos agitándose con un mensaje urgente. Me parecía ver figuras humanas danzando alrededor de esos fuegos, como si estuvieran celebrando algo o como si quisieran lanzarse a su interior para ser devoradas por las llamas. Entrecerraba los ojos, tratando de aguzar la vista, pero entonces los danzantes desaparecían y no veía más que chispas y lenguaradas rojizas traspasando la oscuridad.
Alguien me llamó con un sonido gutural, pensé que se trataba de un animal, luego supuse que era mi hermana, pero no había nadie en el corredor. El corazón se me aceleró y creí que algún intruso estaría escondido en un rincón del patio, me paré de un salto, pero justo antes de cerrar la puerta vi la cara tiznada de un hombre que extendía una botella hacia mí a través de la reja. Estaba afuera, al otro lado del muro, parado sobre la avenida. Queriendo tranquilizarme pronunció unas palabras que para mí fueron un enigma:
—Soy un chasqui —dijo.
La fascinación que ejercía sobre mí aquel rostro despreocupado, manchado y oscurecido, silente, el brazo estirado en mi dirección y una tensión en la comisura izquierda del labio, casi una sonrisa, me tenía perplejo. No sabía qué hacer, por educación y por instinto estaba preparado para cerrar la puerta y luego trancarla con el pasador de hierro, pero algo en su manera de mirarme, con franqueza y lástima, como si la figura sedienta y fatigada fuera yo y no él, me hacía resistirme a mi primer impulso. Sin decir nada bajé los dos escalones que me separaban del patio y me quedé ahí, sobre la hierba húmeda, mirándolo con temor y reverencia. Él, en silencio también, lanzó la botella en mi dirección, cayó a unos pocos pasos de donde me encontraba. Casi corriendo la recogí, salté hasta el rellano del corredor, cerré la puerta, y fui hasta la cocina. La llené hasta arriba en uno de los tanques recolectores de agua lluvia y tomé una de las pechugas de paloma que había ahumado y salado hacía un par de días para dársela. Luego salí corriendo, abrí la puerta alzándola un poco para que no chirriara contra las baldosas y una vez en los escalones paré en seco. No había nadie.
Algunos de los fuegos de la montaña al otro lado del gran río se habían extinguido, pero habían sido remplazados por otros de similar intensidad en ciertos lugares de la isla. Sin saber a ciencia cierta qué hacer, traté de imitar el llamado gutural que él había hecho. Entonces vi su cabeza surgir al otro lado del muro, seguramente se había sentado a descansar mientras yo regresaba, la espalda recostada contra la pared, mirando hacia los incendios del otro lado.
La charla no fue muy larga, pero después, cuando puse la cabeza en la almohada, sentí que habíamos hablado hasta hinchar mi cerebro. Me sentía distinto, me parecía que el Jerónimo que estaba ahí acostado era otro, uno diferente al que sólo horas antes había recogido los trozos de vidrio en el cuarto de mamá. No entendí gran parte de la conversación, muchas palabras me eran nuevas e incomprensibles —burguesía, Jehová, anarquista, eucaristía, cruzarios, romeros agnósticos—, y el volumen del chasqui siempre fue el necesario para hacerse oír nada más, parecía un hombre acostumbrado a hablar en voz baja. Yo pegaba el costado de mi cabeza contra las varillas, con la oreja afuera, escuchando atento para no perderme ni una sílaba de lo que decía «el mensajero del Señor», como él mismo se denominaba o «el corredor de la jota mayúscula» y «la prisa de Jehová» también. Su sentido del humor pasaba para mí completamente desapercibido.
Por primera vez intuí algo que pude corroborar tan pronto abandonamos la casa para siempre: nuestra familia representaba a una clase despreciada por muchos. A pesar de que las lluvias nivelaron la rígida verticalidad social de antes, para un buen número de personas la gente que vivía en barrios como Cristales todavía era el símbolo del privilegio, como si fuera posible que alguien llevara una vida libre de las dificultades que aplacaban al resto. El chasqui nunca manifestó su repulsa abiertamente, pero había algo en la condescendencia con la que me trataba, ciertas ideas escandalosas que lanzaba buscando una reacción de mi parte, que me hicieron saber la distancia insalvable e invisible que nos separaba a los dos, algo indescifrable pero real, como el agua oscura del gran río que mantenía lejos a una montaña de la otra.
Manifestaba su superioridad jactándose constantemente de proezas que yo no podía entender. Según él, por ejemplo, cubría el trayecto entre los dos puertos principales de la Isla Occidental en la que nos encontrábamos, Argelia y Dagua, en siete días (los mismos que se demoró el Señor en crear el mundo, dijo). Hoy, sabiendo lo que sé, entiendo que es imposible recorrer esa ruta en ese tiempo. Quería impresionarme o ponerme por debajo de sus capacidades, pero no necesitaba inventar una mentira como esa para lograr ninguna de las dos cosas, finalmente yo nunca había salido de Cristales. De todas las falsedades y engaños que me dijo esa noche, sin embargo, esa fue la menos importante, tan sólo uno de sus muchos alardes que cayó en saco roto. Él no había tenido demasiados encuentros con niños criados en barrios cerrados, así que no sabía cómo tratarme. La charla fue una mezcla de malentendidos y callejones sin salida.
Viajaba hacia el sur, dijo, venía de Dagua y se dirigía a El Tambo, donde cruzaría el gran río hasta Popayán, en la isla central; allá nadie lo conocía y podría iniciar de cero una nueva vida, lejos de envidiosos y malquerientes. Se había cansado de correr, me dijo, era su última ruta, Dios lo estaba llamando para ingresar a su servicio. Pensaba ir a buscar suerte como pastor, ya había aprendido lo suficiente, conocía los milagros del Señor, había visto en muchas ocasiones el testimonio de su grandeza y omnipotencia. Como si me estuviera brindando la oportunidad de ver por mí mismo los prodigios en los que creía, dio vuelta y se levantó la camiseta. Ahí en la cuasipenumbra su espalda parecía un mapa en relieve, protuberancias aquí y allá surgían como pequeñas falanges levantadas hacia el cielo nocturno, creando valles entre ellas donde se asentaba el tizne y la mugre. Pensé que había sufrido un accidente y quería demostrarme que su dios lo había salvado, pero inspeccionando mejor aquella topografía descubrí que las cicatrices formaban leyendas: «salvador», «hijo», «Jn 2:20», «Gloria», y que sobre su columna vertebral había sido marcada una gran ancla rodeada por dos peces. Yo no supe qué decir, así que guardé un silencio respetuoso.
Él fue el primero en explicarme que el objetivo de las caravanas era dirigirse hacia el puerto de Dagua para embarcarse a los Estados Unidos, donde, dijo con algo parecido al asco, se hablaba de ciudades con energía eléctrica.
—Eso son ideas estúpidas de la gente que lo tuvo todo y lo perdió en las lluvias, gente que ganaba a costa de otra gente, a costa del trabajo de otros, de la pobreza de los demás. Esa gente lo perdió todo porque las lluvias nivelaron el paisaje, nos recordaron que a los ojos de Jehová es lo mismo ser amo que labriego, liebre que águila. El agua vino para compensar las cargas y borrar inequidades y linderos. Hay que aceptar los tiempos en lugar de querer vivir en el pasado, en el pecado, revolcándonos como cerdos en el fango de la desigualdad y los privilegios. La cuerda se reventó, el Señor se hartó de la brutalidad humana y repitió el diluvio —su voz se emocionaba—, pero esta vez no mandó arca y los que dicen que los Estados Unidos son la nave de Noé mienten —vociferaba en la noche densa—, detrás del muro lo que existe es el imperio de Satán, la soberbia humana que intentó adueñarse del mundo y perdió la apuesta, no hay barca salvadora porque estamos en el éscaton, en el final de los tiempos, más cerca que nunca de la luz divina, la que brilla sin fronteras ni muros, no como su parodia: la luz eléctrica.
Hizo una pausa después de su monólogo febril y luego me informó que el camino a Dagua nos tomaría unos diez días. Lo importante era que nos uniéramos a un convoy de cruzarios como él, pues los de los ateos se dispersaban a la primera dificultad, librando a sus miembros a un destino incierto; los de los católicos, cada vez más escasos, eran presa fácil de los asaltantes; los judíos y los musulmanes sólo aceptaban correligionarios; los de los romeros agnósticos eran los menos frecuentes y los más erráticos en su comportamiento, y los evangélicos —los peores a su parecer— estaban llenos de demonios disfrazados de corderos, listos a abusar del más débil a la menor oportunidad.
El trayecto estaba plagado de peligros, pero los puntos más difíciles eran el alto de Cristo Rey, donde se había establecido una comunidad de gente descreída que había profanado el monumento (una escultura blanca de treinta metros de un hombre barbudo y crucificado), y un punto llamado El Limonar, en el que la trocha se adentraba en un cañón bajo, propicio para las emboscadas. Los balnearios o descansaderos (donde las caravanas paraban a pernoctar) eran buenos en su mayoría, pero no estaba de más mantener un ojo avizor ante algún extraño de manos largas o algún avivato de dobles intenciones. Había una herramienta infalible, sin embargo, para sobrevivir al camino, me dijo con una sonrisa maligna: la oración. Y entonces cruzó el dedo del corazón sobre el índice, los llevó a los labios, los besó y con las puntas me tocó la frente (el mismo gesto que había hecho la niña de la retaguardia de la caravana extraña que había visto hacía poco). Después desapareció en la oscuridad de la noche, dejándome la cabeza llena de interrogantes; a lo lejos oí algunos murmullos y algo parecido a una carcajada o un bufido.
Como un autómata subí uno a uno los escalones, cerré la puerta, puse la tranca de hierro, fui a la cocina, busqué el trapeador y la escoba y me dirigí al cuarto de mis padres. Mamá seguía en la posición en que la había dejado, ya no hacía ruido, su cabeza estaba rodeada por un charco de babas, como un nimbo dibujado por sus propios fluidos, las piernas de una blancura amarillenta cubiertas por erráticos senderos marrones que iban, venían y se cruzaban. Comprobé que respiraba y luego, con la cabeza todavía en la conversación con el chasqui, limpié el piso, apagué la antorcha y me fui al cuarto a intentar descansar.