El patio se deshizo al mediodía y no sólo se llevó algunas paredes, sino más de media casa de los Heredia (con ocupas y muebles diversos adentro), y una caravana entera que en ese momento descansaba junto al árbol de aguacate. Papá estaba en casa de la viuda Escobar desarmando una bicicleta para usar las llantas en el trineo de mamá. Emma estaba en la cocina limpiando y ahumando una rata que yo había encontrado más temprano escondida bajo la nevera. Yo estaba en la huerta mirando qué podría cosechar.
Lo primero que escuché fue el sonido amplificado de un crujido seco y corto, como un madero que se rompe bajo una presión insostenible. Luego un temblor leve. Un polvillo fino comenzó a llover del techo. Un rumor ronco se tomó el aire y, después, el estruendo definitivo del fin del mundo que se llevó consigo muros, ladrillos, tejas rotas, vidrios, rejas, tierra, machacando cuerpos, deshaciéndolos por la torsión y el impacto, arrastrando basura y desechos, como si todo estuviera siendo jalado hacia el gran río por una fuerza oscura que desde las entrañas del globo reclamaba compensación.
Yo me lancé al piso tratando de llegar al umbral de la puerta. Al cabo de un rato, no sabría decir cuánto tiempo (en mi confusión seguía oyendo ruidos y sintiendo la tierra temblar), todo cesó y lo único que llegaba hasta mí eran gemidos y gritos de dolor que surgían desde el fondo del barranco recién creado. Yo temí lo peor, por un momento pensé que había quedado solo en el mundo, que la vorágine se había llevado a mi familia y sólo esa huerta interior y yo habíamos sobrevivido, pero entonces entró mi hermana corriendo y se me lanzó encima. Lloramos abrazados un par de segundos hasta que recordé que mamá estaba sola en su cuarto y me paré con prisa a ver qué le había sucedido, Emma me siguió.
Desde el umbral de la puerta la vimos. Donde antes estaba la pared que daba al patio, mamá estaba sentada al borde del abismo con los pies colgando hacia fuera, mirando hacia abajo, nos daba la espalda, parecía una niña sentada en la orilla de una piscina, sólo que en lugar de agua sus pies se balanceaban en la nada, revolviendo el aire turbio que subía desde el fondo. Parte del techo había colapsado al perder el apoyo del muro. Una de las vigas de madera había caído contra el armario incrustándose en su parte más alta, otra había quedado recostada sobre el marco de la puerta que daba al baño (que también se había deslizado hacia el gran río). Gracias a estos soportes improvisados no toda la cubierta se vino abajo, si no mamá habría muerto bajo el peso del cemento, las tejas y los maderos. Yo quise lanzarme hacia ella y retenerla —me pareció que quería tirarse o dejarse caer, escurrirse hacia el acantilado—, pero me frené porque podía asustarla, y sin querer podía empujarla, así que, sin moverme, la llamé.
Ella volteó a mirar en nuestra dirección con los ojos hinchados, con una mirada confundida, como si no entendiera dónde estaba. Empujándose hacia atrás vino arrastrándose hasta donde nos encontrábamos, como un caracol gigante y maltrecho; dejando tras de sí un rastro húmedo se abrazó a mis pantorrillas. Yo la agarré de las axilas y mi hermana de las piernas, y entre los dos la cargamos hasta nuestra habitación y la posamos sobre el colchón. La pierna derecha, torcida, le sangraba. Papá entró corriendo —había escuchado el alud— y, haciéndonos a un lado, la revisó. Tenía múltiples raspaduras y un tobillo roto, seguramente un pedazo del techo se lo había aplastado, parte del hueso estaba expuesto. Él me ordenó que trajera dos trapos limpios y con alcohol y el líquido marrón, le limpió la herida y volvió a meter el hueso en la piel. Mamá alcanzó a gritar del dolor y luego perdió el conocimiento. Papá fue al cuarto de la leña, cortó dos tablillas iguales y se las puso a lado y lado de la pantorrilla. Las amarró en su lugar con retazos de tela. Por último, buscó dos pastillas entre las medicinas y me dijo que en cuanto despertara la obligara a tomarlas. Después salió sin decir a dónde iba.
Mi hermana y yo quedamos perplejos, sin saber qué hacer, sin decir nada, quietos como dos estatuas velando el sueño de mamá. Pasados diez minutos ella se despertó gimiendo. Emma fue por un vaso de agua a la cocina y yo le di los calmantes. Los tomó, pero temblaba, no decía mucho, no me soltaba la mano, la tenía aferrada como si fuera el último lazo que le impedía sucumbir sin retorno en el reino inclemente del dolor. Al cabo de unos quince minutos fue relajando la presión y se quedó dormida. Papá regresó con una especie de camilla que él llamaba trineo, hecho con maderos, cuero y llantas de bicicleta. La estructura principal era un marco de tablones de dos metros por uno atravesado por unas franjas de cuero que habían sido cosidas con cáñamo. Encima, dijo, amarraríamos una espuma para que no se lastimara la espalda. En un extremo del marco, a cada lado, había una rueda. En el otro, un par de correas para que el cargador las sujetara a su cintura y así tener las manos libres. Papá y yo la cargamos y la ubicamos por primera vez en su vehículo improvisado. Luego él lo fijó a su cadera y, maniobrando con cuidado, salió de nuestro cuarto. Nosotros salimos detrás, como una procesión triste y silenciosa.
A pesar de nuestras protestas, papá dijo que la casa ya no era un territorio seguro y que debíamos pasarnos a donde la viuda Escobar. Nunca olvidaré la última vez que entré al cuarto de mis padres. Fuimos, ya cargados, a pararnos al borde del abismo, como en un peregrinaje o una penitencia, a despedirnos de nuestra niñez, antes de ir a la otra casa. Abajo, donde acababa la pared y comenzaba la inclinación hacia el gran río, se apilaban los restos de la caravana, dispersos por un área de unos treinta metros, como un tapizado de retazos coloridos sobre la pendiente negra.
Nunca volvimos. Desde ese momento nuestra vida sería otra, y la casa de Cristales sería sólo un recuerdo, contradictorio y complejo, el vestigio evanescente de nuestra infancia.