Esa primera noche en la ruta la pasamos en una hostería conocida como La Ventana de Petronio, a cuatro kilómetros de los antiguos tanques del acueducto, derruidos a medias, convertidos en venta de frituras, punto de descanso para los caminantes y mirador sobre el gran río que había remplazado al Cauca. Llevábamos un poco menos de cinco horas de camino cuando llegamos, habíamos salido de Cristales al mediodía y mi hermana y yo ya no queríamos dar un paso más en ese suelo húmedo y engañoso. La luz del sol todavía permeaba el gris disparejo de la lluvia y, al desviarnos para entrar por un sendero angosto y liso, vimos al fondo, en la cima de una pequeña colina, una construcción cuadrada y enorme, al menos tres veces más grande que la de la viuda Escobar.
Aunque no se veía luz en su interior no lucía deshabitada, las paredes estaban limpias y la mayor parte de las ventanas conservaban enteros sus vidrios. Subimos en silencio hasta la entrada y una vez ahí Raúl, el líder de la caravana de romeros agnósticos con los que finalmente habíamos emprendido el viaje, informó a papá de las opciones: podíamos armar nuestra carpa junto a la suya en la explanada de atrás, pero dado el estado de mamá —su tobillo estaba hinchado y negro, sangraba poco pero de manera constante, y parecía que la herida comenzaba a supurar pus—, él recomendaba más bien que pagara una habitación dentro de la casa por esa noche. Raya, su novia, añadió que si Emma y yo queríamos dormir con ellos en su carpa éramos bienvenidos, tenían espacio de sobra y así saldría más económica nuestra estadía allí. Mi corazón se aceleró, la idea de pasar la noche con los líderes de la caravana me pareció una aventura atractiva como ninguna, pero mi hermana inmediatamente frunció el ceño y agarró con fuerza la mano de papá.
Entramos a un vestíbulo con un techo de dos pisos de alto que terminaba en una claraboya circular, amplia y limpia, la cual, a pesar de la hora, brindaba una claridad abundante. Nos recibió una señora vieja y bajita, quien dio una mirada larga y compasiva a mamá, y luego nos llevó a través de un corredor ancho hasta la cocina. Todo en aquella casa tenía un tamaño desmesurado, como una construcción hecha a una escala no humana, la residencia de una raza de gigantes. Raúl, Raya y los demás miembros de la caravana no entraron, rodearon la construcción y se instalaron en el terreno allanado de atrás que tenía vista hacia el pico de Cristo Rey por un lado y hacia el gran río por el otro.
—¿Le duele mucho? —preguntó la vieja a mi madre.
La observaba muy de cerca, como si pudiera escrutar en su mirada qué tan profundo era el dolor. Papá se había zafado el trineo de la cadera y, recostándolo en la pesada banca de madera donde estábamos sentados, había dejado a mamá ahí, cerca del fogón prendido para que se calentara. Sin esperar respuesta —que de todos modos no llegó—, la señora fue hasta una alacena y sacó algo que yo había visto muy pocas veces, pero que me gustaba mucho, una especie de ladrillo marrón: panela. Partió un bloque generoso, lo echó en una olla, la llenó con agua de un bidón de plástico rojo, echó algo más y la puso al fuego.
—Esto no le va a quitar el dolor, pero al menos la calentará un poquito.
La vieja era la dueña del lugar. Se llamaba doña Rosalía y lo manejaba en compañía de sus cuatro hijos. Lo más difícil, nos confesó, era evitar las peleas en el patio.
—Son unas bestias —dijo en nuestra dirección, como asumiendo que nosotros comprendíamos a quiénes se refería—, se matan por religiones que predican el amor, ¿quién los entiende?
Fuera de sus hijos, que siempre estaban vigilando el área del campamento, tenía contratados cuatro guardias para frenar los altercados. A pesar de eso era normal que hubiera por año uno o dos muertos de cuyos cuerpos tenía que hacerse cargo ella, añadió, y luego maldijo la intolerancia de los creyentes. Nos tomó cariño de inmediato. El hecho de que viajáramos con la caravana de romeros agnósticos de Raúl, a quien ella conocía bien, le brindaba confianza. Supongo también que la situación de mi padre, viajando con una esposa gravemente herida y dos niños relativamente chicos le produjo simpatía.
Después de que tomamos la aguapanela llamó a su hijo Néstor, un joven tan alto como papá, pero de una amabilidad extraordinaria, para que ayudara a subir a mamá al segundo piso. Entre los dos cargaron sin esfuerzo el trineo. Cuando entramos a nuestra habitación, lo primero que me sorprendió fue que la cama principal era circular. En la pared del frente, en fila, había un par de catres sencillos, bajo una ventana rectangular de unos dos metros de largo, y un poco más allá, una puerta que daba al baño. Mi hermana y yo nos tiramos de inmediato cada uno en una de las literas, mientras papá y Néstor, con cuidado, acostaban a mamá en aquella cama extraña. A pesar de que quería pararme y salir con Néstor a explorar los vericuetos de aquella mansión, el cansancio me apresó el cuerpo apenas me acosté sobre el colchón blando. Cerré los ojos y el mundo desapareció hasta la madrugada del otro día, cuando me desperté sin tener ni la menor idea de dónde me encontraba.
Las últimas dos noches las habíamos pasado en la fría casa de la señora Escobar y a duras penas había logrado conciliar un par de horas de sueño. Mi hermana y yo dormimos en el cuarto del hijo. Era tanto el terror de Emma apenas entramos que, tras acomodar nuestras pertenencias en un rincón, ni siquiera se emocionó cuando abrí unas cajas rotas donde un universo de juguetes se pudría sin remedio. Se quedó ahí sentada en la cama, estiró la comisura izquierda de la boca un poco, pero estaba claro que no tenía ganas de jugar en ese momento. Mamá no podía subir las escaleras con el tobillo roto, hinchándose más a cada segundo, así que ellos se quedaron también en el mismo piso, en la habitación del fondo que originalmente había sido el cuarto del servicio, a un costado de la cocina.
Esa primera noche cenamos en el comedor de ocho puestos de la viuda. A mi madre la ubicamos en su trineo junto a la mesa. Yo serví la carne, la acompañé con arroz y un par de tomates de nuestra huerta. Papá fue hasta una alacena en un cuarto contiguo y sacó una botella de vino. Se sirvió una cantidad generosa y, por primera vez en la vida, me sirvió un poco a mí. Emma pareció querer decir algo, pero finalmente fue a servirse un poco de agua y cuando regresó se sentó a comer en silencio. Papá obligó a mamá a tomar media copa de ron. Nadie dijo nada durante la comida, sólo mamá, cada tanto, emitía algún ruido como un gargarismo o una exclamación trunca. Los tres deteníamos nuestro masticar y volteábamos hacia ella, pero nada en su expresión parecía cambiar, así que retomábamos el deglutir pausado de los alimentos.
Un ciclo había terminado para nuestra familia, ya no volveríamos a la casa que nos vio nacer a mi hermana y a mí, la seguridad de aquel barrio circular había desaparecido, cada vez tendríamos menos salvaguardias entre nosotros y el mundo real del tiempo de en medio. Ahora tendríamos que salir y enfrentar los peligros que encontráramos en el camino sin más protección que nuestra inteligencia y nuestro olfato para anticiparnos a posibles amenazas.
Estuvimos tres días en esa casa odiosa. Papá salía temprano a interceptar caravanas mientras Emma y yo nos quedábamos cuidando de mamá y alistando todo para una posible partida súbita. Mi hermana se rehusaba a limpiar la herida de mi madre, así que cada mañana después de darle un par de analgésicos y un trago de ron, yo retiraba las tablillas, las vendas manchadas y malolientes y veía cómo un pedazo de su piel se iba pudriendo. Le pasaba un paño limpio, bañado en alcohol y yerbabuena, por esa pequeña falla geológica abierta en su tobillo, tratando casi de no tocarla, pues los gemidos y alaridos eran insoportables y despertaban mi percutir interno, una marcha de miles de soldaditos de madera sobre el tejido blando de mi cerebro. Ella, a pesar de los medicamentos y el licor, se desmayaba. Sólo cuando estaba seguro de haber limpiado bien la zona, la vendaba de nuevo con trapos limpios y amarraba las tablillas otra vez. Luego llevaba los retazos manchados y los dejaba en un platón con agua y jabón para poder usarlos de nuevo al otro día.
Yo todavía creía que papá nos dejaría solos, así que sin decir nada a Emma iba buscando cómo dividir las cargas entre su bulto y el mío, y trataba de complementar nuestras existencias con lo que había en la alacena para, llegado el momento, emprender sin él la marcha. Aquella casa, a diferencia de la nuestra, había sido mucho menos saqueada, así que conservaba no pocos muebles e, incluso, tenía algunos alimentos enlatados y un bar.
A pesar de mis temores, mi padre no nos abandonó y hacia el final de la mañana del tercer día entró corriendo a la casa acompañado de Raya, la novia de Raúl. Ella llevaba su pelo oscuro y rizado recogido atrás con un lápiz, sus ojos luminosos, la sonrisa constante; me enamoré en cuanto la vi. Sabía que no era posible, pero me pareció que teníamos la misma edad.
Raya entró y, sin decir nada, nos dio un beso a mi hermana y a mí, nos saludó por nuestros nombres, evaluó el estado de mamá, le hizo una breve caricia en la cabeza, buscó qué podía cargar para ayudarnos y, en menos de diez minutos, terminamos todos saliendo para siempre de aquel edificio húmedo y frío.
Raya no nos desamparó en todo el camino, conversaba con nosotros, no paraba de explicarnos cosas y sorprendernos con anécdotas sobre el paisaje que íbamos encontrando. Al interior de la caravana, compuesta por nueve, incluida nuestra familia, parecíamos un convoy aparte. Siempre los tres hablando —en realidad escuchando hablar a Raya—, preguntando una u otra cosa y asintiendo ante sus explicaciones. Emma la evaluaba, no sabía si podía confiar en su amabilidad.
Raúl era un tipo bajito, de la altura de mamá, un metro sesenta y cinco más o menos, pero fornido. Su cara la dividía en dos una nariz aguileña y protuberante que le daba un cierto aire de ave rapaz. A cada lado, las cejas finas parecían un par de pinceladas aguadas sobre dos ojos negros y seguros. La boca, casi oculta entre aquella cara lisa y morena, era sólo una línea un poco más oscura que el resto de la piel. A pesar de su escasa estatura entendí pronto que era un tipo de cuidado, no sólo por la vitalidad y autoridad que exudaba, sino por la manera como papá lo trataba, no digamos con respeto, pero sí con cautela. Raúl tendría en aquel entonces veinticinco años, dieciocho menos que mi padre, y desde el primer momento lo adoptó como una figura paterna. No creo que el líder de la caravana fuera dado a entenderse con la gente de una manera tan cercana, pero vio algo en papá que lo empujó a asumir el rol de hijo. Yo no entendía qué quería decir romero agnóstico, pero en mi cabeza esas palabras convocaban la imagen de Raúl: un tipo con un coraje y una fuerza a toda prueba.
Emma, Raya y yo viajábamos en la mitad del convoy. Adelante iban Raúl y Andrés —el Paisa—, después marchaba mi padre arrastrando el trineo que llevaba a mamá, detrás nuestro iba Mona, la novia de Andrés, y, por último, en la retaguardia caminaba Litro, un tipo algunos centímetros más bajo que papá, pero mucho más gordo y callado. Justo al pasar el sector conocido como el Madroñal, vimos a lo lejos otra caravana que marchaba en nuestra dirección. Raúl, sin titubear, le dijo a Raya que pasara a ocupar su lugar, mandó a Mona a la retaguardia, le dijo a Andrés que cuidara de nuestra familia, llamó a Litro para que lo acompañara y nos hizo detener la marcha. Él y el grandulón comenzaron a avanzar solos con los brazos en alto. Caminaban apuntando al cielo con sus manos abiertas, como si quisieran hacerse más grandes extendiendo los brazos.
La otra caravana también se detuvo y de su lado mandaron dos emisarios que bajaron caminando a encontrar a los nuestros. Ellos, sin embargo, no llevaban los brazos en alto. El primero portaba un estandarte —que ya había visto yo en muchas caravanas desde el patio—, una cruz alta de madera de la que colgaban peces muertos y podridos del travesaño.
—Es el báculo de mando de los cruzarios —respondió Andrés al escuchar a Emma preguntarle a mi padre por el extraño artefacto—. Es una podredumbre, son una gente asquerosa y oscurantista.
Ambos grupos de hombres se encontraron a unos veinte metros de donde habíamos parado. La lluvia, como controlada por alguien con una voluntad errática, incrementaba y disminuía su intensidad en ráfagas cortas. No era fácil distinguir qué sucedía. Los cuatro parecían hablar, intercambiar impresiones, como si fueran dos parejas de amigos en un día de campo. Papá había desenfundado su 45 y la tenía colgando a un costado. Andrés, Mona y Raya también estaban armados, los dos primeros cargaban 38 recortados; la otra, una Glock. Yo quise sacar mi calibre 22, pero no tenía balas, así que preferí tener a mano la cauchera lista; mi hermana me imitó. La otra caravana era mucho más numerosa que la nuestra, a lo lejos parecían un animal prehistórico aposentado sobre la carretera rota o una excrecencia oscura que le hubiera surgido al paisaje. Le pregunté a Andrés qué pasaría luego.
—Depende. Tenemos cuatro opciones: nos matan a todos, nos dejan pasar cobrándonos algo, nos hacen regresar o nos obligan a dispersarnos.
Yo miré a mi hermana, su cara de terror seguramente reflejaba la mía. No sabíamos qué pasaría, pero por la respuesta del Paisa entendimos que fuera lo que fuera no éramos nosotros los que teníamos el control de la situación. El desenlace dependía de la buena o mala voluntad del convoy de cruzarios.
—Pero ¿qué quieren? —inquirí yo.
—Algo de oro, probablemente; provisiones si están cortos, armas, lo que se les antoje pedirnos.
Justo entonces Raúl les dio la espalda a los otros tres y comenzó a regresar en nuestra dirección. Litro se quedó con los cruzarios. El líder de la caravana vino hasta donde papá.
—La situación es la siguiente —le dijo—, quieren que les entreguemos a la nena o al muchacho.
Papá nos miró.
—Buscan pedir algo imposible para asustarnos, no se preocupen —continuó Raúl—, si les ofrecemos suficiente oro y a lo mejor algo de víveres podremos seguir adelante sin problemas.
—¿Es la caravana de Fidel? —preguntó Andrés casi sin abrir la boca.
—Sí, más la de Isidoro. Viajan juntos. —Y luego se dirigió a mi padre—: Mire, la verdad es que si nosotros no estuviéramos con ustedes nos habríamos subido al monte y hubiéramos esperado a que pasaran, no les daríamos ni un gramo de nada. Pero con su esposa en ese estado no podemos escondernos. A mí me da pena, Julián, pero este peaje no lo vamos a pagar de las existencias nuestras, les toca responder a ustedes de las suyas, ¿sí me entiende?
Papá no le respondió, pero me pidió que lo relevara cargando a mamá, desamarró el trineo de su cadera y me lo pasó. Luego buscó entre su carga una bolsita de tela marrón —yo sabía que ahí guardaba el oro y las joyas—, hurgó en su interior, sacó algo pequeño y no muy pesado, y me pidió que le pasara mi revólver calibre 22. A pesar del temor que sentía me rehusé sin dudarlo, no estaba dispuesto a perder mi única arma real, así no tuviera balas. Él, para mi sorpresa, no insistió y buscó algo más entre su morral, una botella de aguardiente, luego fue directamente a negociar.
Raúl acompañó a papá. Mientras se alejaban, Emma se apretaba contra mí y me agarraba el brazo izquierdo. Yo la abracé y le dije que no se preocupara, que todo iba a salir bien. No sé qué tanta resistencia opuso el bando contrario. Alguna, me imagino, porque la charla tardó un poco más de diez minutos. La lluvia seguía cayendo en ráfagas cortas, pero ahora el viento era más fuerte. El golpe del agua en los ojos me dificultó la vista, pero no me impidió notar cómo mi padre, a manera de despedida o de sello del trato, le tomó ambas manos al líder de la otra caravana. Lo miraba directamente a su cara desde, al menos, una cabeza más de altura. Luego, casi con cariño, le dio un par de palmaditas en la mejilla derecha.
Los tres regresaron sin prisa, bajando con cuidado para no resbalar ni tropezar en el asfalto quebrado. Papá y Litro venían serios y pensativos, Raúl, en cambio, tenía una sonrisa que no podía ocultar, parecía orgulloso de su nuevo amigo, el viejo gigantón. La caravana de cruzarios siguió bajando, la nuestra subiendo, y al pasar la una al lado de la otra pude ver la cara de su líder mirando con rabia a papá, sintiéndose estafado, sólo había logrado en el negocio una botella de aguardiente y un dije barato, pero no dijo nada, siguieron su camino y nosotros el nuestro.
Al poco tiempo llegamos a los tanques del antiguo acueducto donde paramos a descansar unos quince minutos y a observar las ruinas de la ciudad de Cali emergiendo a medias de las oscuras aguas del gran río. Desde ahí retomamos el camino de subida hacia la inmensa construcción de La Ventana de Petronio, hostería para los caminantes y punto neurálgico en la red de caminos de la isla, en la que pasamos la primera noche por fuera de Cristales.