Papá y yo habíamos quedado vetados de por vida en aquellos caminos, nos acabarían, nos masacrarían, comerían de nuestros cadáveres, no nos enterrarían, nos dejarían a la vera de la carretera para que nos picotearan los buitres… Esa fue la salmodia del maese todo el trayecto. Nos quedó claro que tendríamos que evadirnos de la Isla Occidental, pues si no lo hacíamos, nos perseguirían hasta encontrarnos y entonces seríamos ejecutados por algún cruzario inmisericorde. Yo estaba tranquilo en un principio, tal vez era la fatiga y el dolor en el cuerpo que me hacían indiferente a las amenazas de Hipólito. Él recitaba su letanía mientras los demás lo seguíamos, paso a paso, en la oscuridad de la noche, ascendiendo hacia Felidia, poniendo distancia entre nosotros y la caravana que, sin su guía, había quedado huérfana. Pero luego comencé a entender sus palabras. Me sería imposible unirme al grupo de Raúl, no podría vivir más en aquella isla que había sido mi hogar durante toda la vida. Me sentí desterrado por segunda vez en pocos días, ya no era sólo cuestión de dejar la casa, ahora también tendría que abandonar el cayo montañoso que pisaba. Entonces el miedo comenzó a apoderarse de mí. Mi única esperanza era que más adelante nos encontráramos a los romeros agnósticos y ellos estuvieran dispuestos a brindarnos protección y compañía. Me sentí tentado a apretar el gatillo. No sólo porque quería callar al líder religioso, sino porque por momentos creía que si él desaparecía también se desvanecería la amenaza que pesaba sobre nosotros.
Con la caída en la grieta el trineo de mamá se rompió y papá desamarró los maderos quebrados, los dejó caer al piso y sin doblar las piernas se agachó hasta casi tocar el piso con la palma de las manos. Estaba estirando los músculos de la espalda mientras mi madre yacía despatarrada en el suelo mojado y áspero. Mi hermana y yo lo miramos aterrados. Incluso maese Hipólito calló y observó la escena con curiosidad. Sin levantarse, todavía doblado sobre sí mismo, mi padre me ordenó que le diera la pistola a Emma para que apuntara al cruzario, me dijo que cogiera el machete y que buscara por ahí cerca, en la ladera, un lugar donde la tierra no fuera muy compacta para cavar un hoyo en el que cupiera mamá. Por supuesto yo no moví ni un músculo. Emma —estoy seguro de que muy a su pesar— dejó salir un breve quejido y luego empezó a berrear. Yo volteé el cañón del arma en dirección a mi padre y, con la voz temblorosa por la ira y el temor, le ordené que recogiera a mamá y reparara el trineo de inmediato. Él no se movió. Entonces todos escuchamos los pasos apurados del maese que en lugar de escapar por el camino hacia Felidia se dirigió hasta el borde de la trocha que daba al barranco y se resbaló pendiente abajo. La visibilidad era casi nula y podría ocultarse en alguna saliente hasta que el peligro pasara. Papá se dirigió hasta el borde, sacó su Colt 45 y le hizo dos disparos a la espesura del abismo. Yo no dejé de apuntarle en ningún momento y repetí mi exigencia.
—Está muerta, Jerónimo, vos sabés —dijo—. Hay que enterrarla rápido y seguir nuestro camino, no tenemos opción.
Yo levanté el arma hacia el cielo y apreté el gatillo. Entonces volví a apuntar hacia su cuerpo y le repetí por tercera vez que levantara a mamá y reparara su vehículo. Él, sin mirarme, fue hasta el trineo donde tenía el machete, lo sacó y se dirigió a la ladera para buscar un lugar donde cavar la tumba de mi madre. Yo, en parte de manera involuntaria, sin apuntar mucho, disparé en su dirección. La bala le arrancó el machete de la mano y, me parece, le rozó algún dedo. Sin quejarse, con una velocidad portentosa, se volteó en mi dirección y apuntando ligeramente por encima de mi cabeza soltó un proyectil cuyo silbido escuché muy cerca. Emma se lanzó hacia él gritando e interponiéndose en mi línea de tiro. De un salto lo apercolló y envolvió sus piernas alrededor de su cintura. No sé qué intentaba hacer, si someterlo o protegerlo. Él, con calma, la rodeó con sus brazos y la cargó en ellos como si fuera una niña pequeña. Yo seguía con la pistola levantada y el corazón dando tumbos de una pared de la caja torácica a la otra.
—¿Qué estás buscando, Jerónimo? ¿Que nos matemos a balazos y dejemos sola a Emma? ¿Eso es lo que querés? —Hizo una pausa y luego prosiguió—: Tomale el pulso, buscale la respiración y si sigue con vida yo arreglo el trineo.
Miré hacia donde estaba mamá, a quien había olvidado por completo en la angustia del momento. Seguía en la misma posición, con la cara en los restos del asfalto, el torso de lado, las piernas abiertas, un brazo volteado hacia dentro y el otro hacia fuera. Me acerqué a ella despacio, le di la vuelta y puse mi cabeza en su pecho. Nada.
Aunque tal vez en el fondo…
Con cuidado volteé a mi madre bocarriba. Ella no reaccionó. La lluvia caía sobre su rostro y se le metía por las fosas nasales y la boca entreabierta, así que decidí levantarla de las axilas y arrastrarla hasta la cuneta donde la dejé sentada con la espalda apoyada contra la pared de barro rojo. Tenía la cabeza desgonzada hacia delante como si estuviera inspeccionándose los muslos. Emma y mi padre me veían hacer sin decir nada. Yo regresé hasta el trineo y evalué el daño; uno de los maderos longitudinales se había quebrado. Tenía dos posibilidades, remplazarlo por otro similar o buscar un par de tablillas para remendarlo mientras llegábamos a Felidia. Lo más rápido sería lo segundo, así que me dirigí hacia la ladera y, no sin cierta prevención, comencé a ascender la montaña.
Había arbustos por doquier, pero ninguno tenía un material lo suficientemente fuerte como para aguantar las tensiones y torsiones del trineo en el trayecto. Caminaba por una trocha angosta y resbalosa. Temí perderme si no encontraba un árbol pronto, pero sólo había avanzado algo más de cien metros cuando vi uno a mi derecha a unos quince o veinte pasos. No era muy alto, aunque parecía firme y ancho. Con el machete me abrí paso a través de la vegetación baja hasta alcanzar su base. La oscuridad era densa y se me dificultaba su inspección. Me comenzó a faltar el aire. La mayoría de las ramas que a mi altura se desprendían del tronco eran muy delgadas. Por fin alcancé una que parecía sólida. Paré para respirar, abrí los brazos tratando de ampliar mi capacidad pulmonar y luego, con algunos golpes de machete en su base, la corté. Calculé el trozo que necesitaría y lo cercené del resto. Justo cuando volteé para regresar me di cuenta de que había perdido la orientación, ¿en qué dirección estaba la pequeña trocha por donde había subido?
No era grave, quise pensar. La inclinación de la montaña me indicaba la dirección general hacia donde debía caminar, tenía que descender, pero la respiración… me parecía que algo había en la parte trasera de mi nariz que evanescía el aire que inhalaba y no llegaba a mis pulmones. Los matorrales bajos y tupidos no me permitían avanzar en línea recta. Porciones de la vegetación eran como nudos vegetales impenetrables, tenía que bordearlos, tanteándolos con el madero o directamente dando un par de sablazos con el machete (cuyo golpe al chocar con los guijarros me destemplaba los dientes). Al segundo o tercero de aquellos escollos que contorneé comencé a pensar que algo extraño había pasado, me sentí como si hubieran invertido la dirección de mi cerebro, como si arriba fuera abajo, y abajo, arriba. ¿Por qué no llegaba al borde de la carretera? La inclinación de la montaña se había suavizado hasta tal punto que ya no sabía si descendía o ascendía, la oscuridad era total, me pareció entrar en otro universo, regido por otras leyes, la lluvia casi había cesado, sentí que mi cabeza estaba siendo jalada por algún magnetismo incomprensible hacia un lado y tuve que sentarme. Luego recosté mi espalda en el suelo, dejándome caer hacia atrás. El mundo daba vueltas a mi alrededor y no había nada que pudiera hacer para detenerlo. Lo poco que había comido hizo el camino de regreso, de mis entrañas al mundo exterior. Vomité hasta que las arcadas ya no producían sonidos. El espasmo muscular de mi vientre, sin embargo, seguía pulsando, intentando expulsar hasta la última gota de lo que hubiera en mi estómago. Mis lágrimas caían al suelo formando un oasis de lluvia fina entre otra más burda. Finalmente, mi cuerpo se detuvo. Yo quedé allí, casi tieso sobre el piso empapado, doblado sobre mí mismo con la cara pegada a la greda y los granos babosos de arroz.
—¡Jero! ¡Jero!
Mi hermana.
Pero su voz llegaba hasta mí después de atravesar un trecho largo. Sabía que era ella. Tal vez no estaba lejos. Sin embargo, entre el mundo y mi conciencia estaba aquella maldita capa de algodón que hacía que todo tardara, aquel intermediario que era brecha y casco.
—¡Jero!
Tenía que hacer algo. Reaccionar. ¿Qué estaba tratando de decirme? ¿Estaba pidiendo auxilio? ¿Estaba buscándome? No sé. No me pude mover. Me quedé allí. Doblado en un matorral. Tal vez estaba muerto. Como mamá, que ya no estaba de este lado del tiempo, en medio de él como nosotros, que ya no estaba entre los vivos. Pensé que quizá papá me había matado, que el tiro no había pasado silbando, sino que realmente me había impactado y que, al intentar huir, había logrado caminar hasta ahí.
Emma llamó una vez más. Esta vez me quedó claro que ahora sí estaba lejos, que había cada vez más distancia entre los dos. Intenté pararme. Creo. No lo logré. Cerré los ojos y —aunque hubiera querido que todo acabara de otra manera— ese fue el final, esa fue la última vez que escuché su voz, ese fue el gesto que definió el adiós de nuestra familia: un llamado sin respuesta en una noche lluviosa con un cadáver de por medio.
No sé cuántas horas estuve allí, entrando y saliendo de distintos cuartos de la conciencia. Cuando abrí los ojos y me puse de pie ya había luz en el cielo, un manto grisáceo y sucio que cubría el firmamento. Temblaba de frío. Sin buscar mucho encontré la trocha y bajé hasta la carretera. El trineo roto estaba todavía atravesado en el centro de la vía y a un costado, bajo un plástico negro, mi madre yacía tendida en la cuneta. Fui hasta ella, estaba tiesa. La tomé de las axilas, la arrastré hasta el borde del precipicio y cuando iba a ponerla a rodar montaña abajo vi al maese que estaba sentado en una saliente observando el vacío en frente de él. Posé a mi madre con cuidado en el filo, saqué el arma, apunté a la coronilla del cruzario y disparé. La bala le dio en un hombro, pero el impacto lo zarandeó de tal manera que casi cae de su plataforma. Disparé de nuevo y esta vez vi primero cómo su cabeza se reventaba, y luego observé su cuerpo cayendo en el abismo sin oponer resistencia. Las nubes y el vapor no me dejaron ver la trayectoria completa, no sé si alcanzó a llegar al gran río o si quedó enredado en la vegetación del acantilado.
Respiré aliviado. Fui hasta donde mi madre y la arrastré unos metros más allá procurando que al ponerla a rodar no cayera cerca del cruzario, no quería que aquel embustero estuviera cerca de ella ni en la muerte. Luego puse mis manos en su cabeza, la peiné un poco, su rostro ya tenía un color plomizo, parecido al cielo sobre nosotros. El ojo derecho estaba semiabierto, lo dejé así. Me parecía que el único sonido del mundo era el de mis sollozos (o quizá ellos impedían que oyera nada más). Le di un beso en la frente y la empujé barranco abajo. No vi dónde cayó. Hubiera querido enterrarla, pero sabía que no tenía tiempo, tenía que huir cuanto antes. Al menos en el barranco nadie la alcanzaría, nadie podría dañar su cuerpo, tocarla, y si llegaba hasta las aguas se hundiría y su carne serviría de alimento para los peces.
Me puse de pie, fui hasta la cuneta, busqué cuáles cosas de mi bulto se habían llevado mi padre y mi hermana; todo estaba en su lugar. Habían decidido dejarme la comida. Cargué mi fardo, pensé en seguir por la vía a Felidia, pero eso habría sido un suicidio. Pensé en la chica de la garita de vigilancia; regresar a La Ventana de Petronio tampoco era una opción. La recordé en su impermeable rojo, cerré los ojos para fijar su imagen y, más como amuleto que como destino, invoqué su valentía, su arrojo a prueba del fin del mundo. Con el revólver en la mano izquierda y el machete en la derecha comencé a subir la montaña, abriéndome paso entre la vegetación baja y densa, cada vez más adentro de aquella malla vegetal, cada vez más lejos de la ruta, haciendo mi propio camino a golpes de acero.