Las montañas, la casa cueva, vivir con Baba Bozorg y Maman Bozorg… esta se convirtió en nuestra nueva vida.
Al irnos acostumbrando a la vida en el pueblo vimos que las conversaciones de las montañas tendían a gravitar hacia dos temas clave: la salud y bienestar de ovejas y cabras, en primer lugar y principalmente, y ya después, susurrado en la plaza, en el pozo, en rumores que circulaban de casa en casa, el tema de los jóvenes hombres airados que querían implantar un nuevo orden en el país. La gente decía que los muyahidines estaban yendo demasiado lejos, que el país se estaba corrompiendo. Ahora que los soviéticos se habían ido, necesitaban a otro a quien culpar. Llegaban murmuraciones y rumores sobre nuevas ideas, sobre jóvenes que estudiaban en las madrasas de Pakistán y en las establecidas por toda la frontera, que traían una nueva forma de pensar, nuevas maneras de restaurar la paz y la seguridad.
En el pueblo había división de opiniones entre quienes veían el cambio con buenos ojos y quienes sentían que no podía traer más que nuevas desdichas.
Cuando Baba mencionaba a estos jóvenes, los llamados talibanes, y sus ideas, Madar ponía los ojos en blanco. «¿Qué sabrán esos, un atajo de escolares analfabetos con kalashnikovs?», decía. Al principio se reía, pero luego, con el paso del tiempo, empezó a tener más cuidado, como si percibiera mucha lengua suelta por ahí. Madar y Baba ya no hablaban de los soviéticos o de su joven amor comunista. Todo eso había quedado abandonado en la casa amarilla, todas sus esperanzas se oxidaban como las carcasas del revés de los camiones y tanques rusos que salpicaban los desfiladeros de montaña. Aquí en el valle los soviéticos encontraron más apoyo, menos resistencia, al parecer, que en otros lugares. Eso colegí de lo que escuché a los hombres en la plaza, cuando se preguntaban qué traerían los talibanes. Con todo era mejor no decir nada, fingir que estos temas no podían afectar a nuestra vida.
Lo cierto es que al principio nada de esto me importaba gran cosa. Era demasiado pequeña como para que figurara en mi mente como algo que me cambiaría la vida. Y qué me importaba a mí con lo divertido que era perseguir a las cabras, ver cómo se lanzaban balando por la escarpada ladera, ansiosas por poner distancia entre ellas y yo. Me pasaba horas simplemente echada sobre la hierba del Pamir contemplando los dibujos que hacían las nubes en el cielo. Jugaba con las niñas de mi edad del pueblo, íbamos corriendo arriba y abajo de los barrancos de las laderas gritándonos unas a otras, provocando el eco del valle. Yo era demasiado pequeña como para echar Kabul de menos, como le pasaba a Ara.
—¡Ven a jugar…! —le grité a Ara antes de echar a correr. Ella se quedó de pie frotándose una mejilla, viendo cómo me convertía en un puntito en la ladera.
—¿No ves que estoy ocupada? —me gritó ella a mí.
Era verdad. Yo veía que estaba ocupaba en su infelicidad, así que la dejaba estar. Siguió siendo, en aquella primera época, una figura perdida, solitaria, la mayor parte del tiempo, reticente al principio a buscar amistades, sin querer admitir que esta era nuestra nueva casa, que no podía permanecer aislada, sentada a solas, pensando en sus antiguos compañeros de clase y su antigua forma de vida.
—¿Por qué es tan orgullosa tu hermana? —me preguntó un día una de las niñas, que era más alta que las demás y tenía un destello cruel en los ojos. Yo no sabía qué decir. El orgullo tenía que ser un pecado. Me encogí de hombros y la chica me sonrió, triunfante. Al no decir nada había permitido que fuera cierto. Ara, cuya belleza desconcertaba a los chicos y a los hombres del pueblo y provocaba envidia en los corazones de las chicas, se quedaba cuidando de Pequeño Arsalan, desterrada de nuestros juegos en la ladera.
Todos fuimos entrando en una rutina. Disfrutábamos de la paz de dormir en lo alto de la aldea después de los bombardeos y los disparos constantes de los alrededores de Kabul. Aquí en la montaña los únicos ruidos nocturnos eran los de los animales. Javad intentaba asustarme con historias de lobos, leopardos de la nieve y osos hambrientos, pero yo ya no oía los combates y no me creía las trolas de Javad, así que volví a sentirme segura una vez más. Pasaba por alto las acaloradas discusiones que mantenían mis padres, o las que se producían entre Baba y Baba Bozorg. Era fácil desconectar de los rumores que llegaban de la plaza del mercado. Me permití, en cambio, ser feliz.
Las nieves invernales se derritieron. Las montañas se cubrieron de flores silvestres y el canto de las oropéndolas, que emigraban al norte, llenó el cielo. Baba Bozorg solía llevarnos a Javad y a mí por los senderos de montaña para señalarnos muchas aves y flores, y nos enseñaba cosas sobre las plantas y las estaciones, y compartía historias sobre las calamidades que se pasan cultivando una tierra tan dura y tan seca, ya que las sequías eran cada año más largas. «Pero está todo bien», nos decía al ver que se nos abrían los ojos como platos. «Al fin y al cabo, seguimos aquí».
Pero esa época pacífica, sin problemas, no duraría mucho.
En los meses que quedaban por delante llegarían noticias de combates más duros entre los muyahidines y estos nuevos combatientes; noticias de partes del país, en el sur, que caían bajo mando talibán, que proclamaban nuevas leyes y edictos; noticias de las maneras en las que los talibanes estaban cambiando ya las vidas de la gente. Estaban bien armados, entrenados, concentrados. Sabían lo que querían conseguir, cómo lograrían el control del país e impondrían de nuevo el orden.
Viéndolo desde la actualidad parece que fuera de la noche a la mañana, pero claro, es que estaba todo el tiempo a nuestro alrededor, y nosotros estábamos demasiado ocupados o demasiado ciegos como para verlo, o fingíamos que no estaba pasando porque ya habíamos tenido bastante. Baba y Omar hablaban en voz queda, dándonos la espalda a Javad y a mí cuando nos marchábamos con Baba Bozorg, en las luminosas mañanas de verano, a pastorear las ovejas. Madar también estaba vigilante, expectante. Ara se afanaba cuidando a Pequeño Arsalan y ayudando a Maman Bozorg, prefiriendo la oscuridad de la casa cueva a la mirada inquisitiva de los aldeanos.
—¿Quiénes son estos talibanes? —preguntó Javad a Baba Bozorg un día, sentados sobre unos pedruscos en lo alto de las montañas. Estábamos vigilando a las ovejas, que deambulaban por la ladera buscando comida en el suelo duro y pedregoso. Baba Bozorg dio unos golpecitos en la tierra con una rama de sauce que llevaba para guiar a las ovejas de vuelta al pueblo.
—No es asunto tuyo —dijo Baba Bozorg, con los ojos clavados en Javad—. No tienen nada, así que quieren cogerlo todo. Tu camino no es el de ellos, Javad. Mira… —Extendió los brazos sobre el valle—. Lo tienes todo. Todo aquí mismo. —Baba Bozorg se llevó la mano al corazón. Javad no dijo nada más y estuvo callado el resto de la mañana.
Pero Baba Bozorg no tenía razón y pronto aquello fue asunto de todos nosotros.
Al principio parecía que eran unos pocos jóvenes descontentos que buscaban un cambio; que no era más que el pensamiento fanático de unos chavales al borde de la edad adulta. La mayor parte de la gente pensaba que irían perdiendo fuelle. Pero no fue así. Crecieron en número y con eso llegó una nueva oleada de combates, y con estos combates llegaron castigos nuevos y espantosos: amputaciones de miembros, ejecuciones, humillaciones públicas. Los hombres empezaron a dejarse crecer la barba; las mujeres tenían que empezar a cubrirse de la cabeza a los pies, y los burkas de color azul cielo empezaron a puntear el paisaje. A medida que las nuevas leyes se hacían fuertes, creció el pánico y por fin se extendió por todo Afganistán, donde hombres, mujeres y niños, familias como la nuestra, empezaron a correr para escapar de los combates, de lo que venía. La esperanza se había convertido en miedo, y el miedo en espanto.
Mucha gente estaba tan desesperada por escapar que prefería vivir una existencia precaria en uno de los campamentos de refugiados de la frontera, dejando atrás sus casas y todas sus pertenencias, con tal de escapar de estos jóvenes y de su ira. Baba y Baba Bozorg hablaban del tema entre ellos, de cómo había comenzado un éxodo que se sumaba al de todos los que habían huido de los soviéticos. La gente se marchaba una vez más. Por las noches también oíamos hablar de esto, cuando escuchábamos en el transistor de Baba las voces extranjeras, que llegaban por el aire llenas de crujidos, explicándonos lo que estaba sucediendo en nuestro país. Madar nos traducía y nosotros, sentados junto a la titilante luz de la lámpara de keroseno, nos maravillábamos ante nuestra buena fortuna, por estar tan lejos de los combates, por estar a salvo aquí en las montañas, en la cima del mundo.
Me alegraba de que eso no fuera nuestra vida. Estábamos juntos, aunque hubiéramos tenido que venir a las montañas para alejarnos de las principales ciudades y de los combates. Incluso aunque supusiese vivir en estas cuevas, al menos éramos libres y estábamos a salvo.
—¿Por qué no luchamos contra ellos? —preguntaba Omar.
Los hombres se encogían de hombros y se removían inquietos. Por aquel entonces, Omar ya se había unido a todos los hombres del pueblo en su reunión diaria en casa de alguno de los ancianos del lugar. Omar volvía lleno de ideas y de palabras encendidas. Baba lo contemplaba orgulloso: su hijo el guerrero.
—¿Qué haces cuando te atacan? O te sometes o te defiendes. Tenemos que defendernos. No podemos echar a correr más rápido que nuestros problemas. No podemos escaparnos del problema, no podemos escaparnos de ellos. —Omar defendía su punto de vista y Baba asentía dándole la razón, pero luego hacía un gesto con el brazo extendido que nos incluía a todos.
—Y no puedes poner a los demás en peligro.
Esto era lo único que replicaba a las protestas de Omar, y los dos se fueron distanciando. Omar empezó a pasar más y más tiempo fuera de casa, hablando con los hombres, sus nuevos amigos. Ya no tenía tanto tiempo para sentarse y hablar o jugar, ni conmigo ni con ninguno de nosotros. Antes, nos hubiéramos sentado juntos a mirar los libros que Madar y Baba habían traído de la ciudad. Había uno de flores y plantas que me gustaba a mí. A Omar le interesaba más uno sobre Rusia.
—Mira, Samar. —Solía enseñarme imágenes de un tren que cruzaba un puente alto sobre un lago—. Imagínate construir algo como esto.
Le intrigaban los puentes y la ingeniería, cómo hacer que el mundo funcionara como él quería.
—Un día te llevaré a hacer este viaje; iremos todos juntos en el ferrocarril transiberiano.
Sus ojos brillaban mientras reía, y yo sonreí, pensando que mi hermano era todo un soñador, capaz de imaginarnos a todos tan lejos de casa. Sus dedos recorrían el dibujo de la ruta del tren y le preguntaba a Ara, que leía ruso mejor que los demás, por los nombres de las estaciones del viaje. Ulan-Ude, Irkutsk, Krasnoyarsk, Novosibirsk, Yekaterinburgo. Aquellos lugares nos maravillaban. Omar hacía planes para un nuevo mundo. Un mundo que quería que todos compartiésemos.
Pero ahora, a medida que se intensificaban las conversaciones sobre los combates, empezó a afanarse con nuevos planes y sueños, aunque decidió no compartirlos con nosotros.
Los días de mercado solía plantarse en la plaza, fumando cuando Baba no le veía. Le producía amargura la injusticia del mundo. Javad y él reñían más de lo normal, y Madar decidió que era hora de que todos fuéramos al colegio.
—Estate quieta, Samar. —Me tironeó de la ropa y me recogió el pelo—. Ahora presta atención al maestro. No hagas caso de los chicos si se burlan de ti. Aprende, Samar. —Me dirigió una mirada severa. El primer día de clase le di un beso de despedida antes de bajar tranquilamente hacia la plaza. Cuando eché la vista atrás seguía allí de pie en la ladera de la montaña, mirándome marchar.
Nuestros días adquirieron una nueva forma. En lugar de jugar en el patio de la casa amarilla todo el día, aquí se esperaba de mí que fuera con los niños mayores a la escuela. De hecho, era poco más que la reunión de todos los niños del pueblo, los que no trabajaban ni en el valle ni en la ladera, más chicos que chicas, pero todos estirándose para ver al profesor, Nayib, un hombre joven y agradable vestido con su salwar kameez blanco, que escribía en una pizarra de tiza durante unas cuantas horas todos los días. Nos sentábamos en alfombrillas, los más jóvenes y bajitos delante, los mayores detrás. Nos enseñaba a leer y escribir, matemáticas, historia e idiomas. Había estudiado en la Universidad de Kabul, como Baba y Madar, y sabía muchas cosas. A Nayib enseñar le daba alegría, impartir conocimientos y observarnos aprender a todos, enorgulleciéndose de su trabajo. No creía que solo porque viviéramos en las montañas, lejos de la vida de la ciudad, debiéramos quedarnos sin educación. A mí se me estaban abriendo mundos nuevos y me encantaba recorrer los trazos de las letras recién aprendidas con un palo en la tierra, siguiendo como en trance las curvas de las formas. Al menos hasta que Javad o uno de los chavales del pueblo venían a darle patadas al polvo, borrando las palabras que con tanto esfuerzo había escrito en el suelo. Yo luego empezaba otra vez, ansiosa por saber. Una vez más los chicos pateaban mis marcas, riéndose de mí, de cómo arrastraba el gran palo por el polvo. Uno me tiró al suelo de un empujón al correr a mi lado.
—¡Dejadla en paz! —Levanté la vista de la polvareda. Una de las niñas, recién llegada al pueblo, que vivía en la casa de al lado, estaba allí con los brazos en jarras, la mirada fija en los chicos—. ¡Vamos! —gritó, persiguiéndoles, y los chicos se marcharon riéndose de esa chica feroz de ojos oscuros—. Naseebah —me dijo, levantándome del suelo.
Yo me sacudí el polvo de la ropa.
—Samar —contesté.
—Esta es mi hermana Robina. —Había una niña guapa sonriendo detrás de ella—. Vivíamos allí abajo —Naseebah señaló el valle—, pero este es el pueblo de la infancia de mi madre, y ahora vivimos aquí. —No se me ocurrió preguntar por qué.
Así que hice nuevas amigas: Naseebah y Robina, gemelas, de la misma edad que yo, que ahora vivían en la casa cueva de al lado de Maman Bozorg, que antes estaba vacía. Naseebah tenía los ojos y el pelo oscuro, y la piel bronceada, como nosotros, porque en aquellos días de cielo raso de las montañas todos nos estábamos oscureciendo. Su hermana Robina era extrañamente pálida, una niña de ojos verdes y pelo fino, tirando a rubio. Me acogieron bajo su protección, imponiéndose la tarea de enseñarme el modo de vida de la montaña. Nas era la seria; Robina era más alegre y ruidosa. De alguna manera, yo ayudaba a equilibrarlas. Tenían una hermana mayor, Masha, una chica muy hermosa que era de la edad de Ara. Así que mientras yo me hacía amiga de las mellizas, Ara se hizo íntima de Masha, que se convertiría en su única amiga. Demasiado mayor como para jugar en la tierra, pero tampoco tan adulta como para encerrarse en casa, Ara presentaba una figura solitaria, sintiendo la falta de sus sofisticadas amistades de Kabul.
Ara y Madar, además, pasaban largas horas conversando, cada una aferrándose a la otra en busca de apoyo. A Madar, aunque lucía una permanente sonrisa cansada, le estaba costando esta vida en la ruda montaña, tan lejos de todo a lo que estaba acostumbrada. Lo que en su día pareció encantador y lleno de intriga, que había conservado cierto glamour y sensación de libertad en sus días de estudiante universitaria, ahora no era más que una vida dura, de supervivencia contra las estaciones. Al principio las mujeres del pueblo la habían intentado incluir en sus charlas y en sus tareas, alentadas en aquel esfuerzo por Maman Bozorg, pero más temprano que tarde todas se fueron dando cuenta de que la mente y el corazón de Madar estaban en otro sitio. Aquí Baba y ella no podían discutir, al no disponer ni del espacio ni de la privacidad necesarios, de forma que a menudo pasaban días sin que se dijeran gran cosa el uno al otro. Fingían decirse lugares comunes, lo suficiente como para hacer ver que todo estaba bien entre ellos cuando no lo estaba, cuando parecía que jamás podría volver a estarlo después de lo que pasó en la casa amarilla. Habían enterrado su felicidad con Arsalan. Los niños nos sacudíamos de encima esta sensación de desesperación; estábamos ya demasiado acostumbrados a ella como para considerarla algo fuera de lo normal.
Javad, al igual que yo, se hizo pronto al fresco aire de la montaña, a las nuevas libertades, al espacio, a los gigantescos cielos abiertos, a correr descalzo detrás del rebaño de cabras y ovejas del abuelo. Aquí no habían podido llegar los soviéticos con sus tanques y sus minas. Generalmente la población local les había ayudado, al tiempo que ayudaban también a los muyahidines, de forma que aquí el peligro de las minas que salpicaban el suelo, abajo en el valle, no existía. Aquí las casas no habían sido destruidas; habían dejado en paz a la gente, demasiado lejos de los soldados como para importarles. Aquí, cerca de las nubes, protegidos por Alá, nos sentíamos a salvo. Y Javad, como todos los niños, corría en libertad.
Javad caía bien a los chavales del pueblo, con su risa contagiosa y sus bromas constantes, y se acomodó a vivir en la montaña como si aquello siempre hubiera sido su hogar. No tenía tiempo para las quejas de Omar sobre los talibanes. De hecho, era todo lo contrario. Javad sentía que, puesto que los soviéticos se habían ido, era a los talibanes a quienes había que agradecer esta nueva vida más feliz. No veía más allá de esa idea, y por eso mis hermanos se peleaban a menudo y se ponían de morros el uno con el otro hasta que Omar se marchaba a pasear por las cumbres, a menudo durante horas. Nunca le preguntábamos a dónde iba ni qué hacía. Bastante teníamos con que en la familia hubiese unas cuantas horas de paz, sin discusiones. Todos ansiábamos la paz.
Mi momento preferido era el día de mercado, cuando Nas, Robina y yo nos pasábamos el día entre los carros llenos de naranjas, nueces, arroz, melones, grano, sacos de pistachos, pomelos y bandejas hundidas por el peso de las uvas. Las mujeres del pueblo regateaban y negociaban, intercambiando la comida que podían con lo que vendían los agricultores locales. La gente subía al pueblo desde la carretera. De la plaza roja, normalmente tan soñolienta, emanaba una nueva energía.
Cargando con nuestro hatillo, nos sentábamos justo en el extremo del pueblo, a la sombra de una pequeña arboleda de álamos y sauces plantados por un viejo a quien los aldeanos llamaban Malang. La guerra y los combates le traían sin cuidado, él lo que hacía era trabajar todos los años para plantar huertos nuevos o arboledas: ciruelos, sauces, álamos o cerezos, lo que encontrara. Cavando surcos para que el agua de los arroyos llegara a las raíces, cuidando de los árboles sin más razón que la pura alegría de crear pequeños reductos de belleza y sombra. Nos sentábamos allí y compartíamos la fruta.
—¿Qué vais a ser cuando seáis mayores? —pregunté a Naseebah y a Robina.
—Médico —contestó Nas, decidida—. Así podré curar a la gente. —Pensé en ello. Parecía una gran idea.
—¿Y Robina?
Nos miró a las dos y se ruborizó.
—A mí me gustaría tener un buen marido y una familia.
—Sí, de acuerdo, ¿pero qué harás? ¿Qué es lo que serás? —volví a preguntarle. Ella se quedó pensando un rato.
—Bueno, pues seré una esposa y una madre.
Nas y yo sacudimos la cabeza. El tema estaba cerrado. Yo no era capaz de imaginarme deseando matrimonio con uno de los chicos del pueblo, ni tampoco con ninguno de los niños. Pero yo era una afortunada. Madar y Baba nos dejarían tomar nuestras propias decisiones. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que habían hecho ellos? Los aldeanos no veían este matrimonio por amor con buenos ojos, pero Baba y Madar se limitaban a hacer oídos sordos a su desaprobación. Madar lo que quería era que aprendiésemos, que estudiásemos para hacer algo con nuestras vidas. Pero yo no podía explicarle esto a Robina de ninguna manera que tuviese sentido para ella. En ese momento sentí lo diferentes que eran nuestras vidas a pesar de vivir puerta con puerta.
Más tarde, cuando nos habíamos hartado ya de comer fruta y frutos secos a puñados, le decía adiós a las mellizas y me juntaba con las otras niñas y niños pequeños del pueblo en una esquina de la plaza a jugar a buzul-bazi, y los huesecillos de oveja se desperdigaban bajo la luz del sol y los gritos y las risas resonaban por el valle. Por las tardes, Javad y Omar se reunían con los otros chicos a jugar al voleibol en una pista improvisada, pintada con tiza. De cenar solíamos tomar chainaki, estofado preparado en cazos al fuego, o a veces dopiaza, hecho con cordero macerado en cebolla y salsa de tomate. Después nos sentábamos alrededor del fuego a escuchar el canal internacional de la BBC en el transistor; una de las decisiones más acertadas de Baba cuando tuvimos que hacer las maletas a toda prisa y dejar atrás la casa amarilla. La radio nos conectaba al resto del mundo, a la sensación de posibilidad. Nas y Robina a veces venían a escucharla con nosotros.
Yo intentaba devolverles la amabilidad hablándoles de Kabul y de la casa amarilla. Describía las plantas del jardín, las cometas en el cielo nocturno, las vistas desde el tejado del círculo de montañas coronadas de nieve que abrazaban la ciudad. Compartía con ellas historias de la ciudad, historias que Madar nos había cosido a la memoria, contándolas una y otra vez, no fuéramos a olvidarlas.
—Yo solía saludar a las montañas —les conté a Nas y Robina—. Entonces no lo sabía, pero os estaba saludando a vosotras. —Nos reíamos imaginándonos unas a otras creciendo tan lejos, con vidas tan diferentes, y sin embargo ahí estábamos ahora, juntas, en el mismo grupo de clase de Nayib y, encima, ¡vecinas! Parecía imposible que tal cosa fuera verdad. Nas me abrazaba con fuerza y me llamaba «hermana», mientras que Robina se reía de las dos y me llamaba «chica de ciudad». Yo no era capaz de decidir si me lo decía como insulto, como cumplido o como ninguna de las dos cosas.
Robina seguía a Javad a todos lados como un cachorro mientras Nas y yo jugábamos en la boca de la casa cueva, contentas de construir mundos imaginarios y de divertirnos con las cosas que podían ser posibles. Yo estaba aprendiendo mucho en la escuela, absorbía la información rápidamente y la almacenaba como un tesoro que de vez en cuando mostraba con orgullo a Madar y a Baba o a mis abuelos, citando datos como si fueran joyas relucientes que se sostienen a la luz. Madar, preocupada porque la escuela del pueblo fuera demasiado rudimentaria, suplementaba lo que aprendíamos en clase con inglés, ruso, e incluso algo de francés; lectura, escritura, compartiendo con nosotros lo que ella misma había aprendido y sabía. Nos hacía escribirlo todo y elogiaba nuestra caligrafía cuando la hacíamos bien. Las conversaciones en casa cambiaban de un idioma a otro, una y otra vez, hasta que nos empezó a resultar natural hablar así. «Tú aprende, Samar», me decía. «Aprende para que puedas entender el mundo».
Este aprendizaje constante terminó poniéndonos, claro está, muy por delante de los demás niños de la clase, y Nas y Robina ponían los ojos en blanco cada vez que yo respondía (correctamente) a una nueva pregunta sin solución planteada por Nayib. Luego empecé a ir al colegio con una serie de preguntas propias para Nayib, del estilo de «¿cómo funciona la electricidad?» y «¿cuántas veces podríamos envolver Afganistán alrededor del mundo?» (acababa de descubrir que la tierra era redonda y pasé largos meses intentando calcular circunferencias). Nuestro profesor se tomaba bien estas preguntas, y les daba la vuelta, animándonos a encontrar nuestras propias respuestas.
Un día Javad me fue a buscar. Me llevó aparte y me dijo: «Haz que pare». Yo me lo quedé mirando sin comprender. «Ella… Robina… Es… imposible». Giró sobre sus talones y se marchó.
Pobre Robina: se había enamorado, pero Javad aún no estaba preparado para el romance. Con delicadeza, intenté disuadirla. Ella fingió que las cosas no eran así y me dijo que era una idea ridícula. Yo me encogí de hombros. No tenía experiencia alguna en guiar a jóvenes corazones. Además, me parecía completamente increíble que alguien pudiera amar a Javad. No de esa manera. Le pedí consejo a Ara. Ella estuvo reflexionando y luego me dijo que hablaría con Masha y entre las dos lo solucionarían. Yo respiré con inmenso alivio. Evitado el desastre, volví a Javad con la buena nueva. Se puso furioso.
—¿Se lo dijiste a Ara? —me gritó, con la cara púrpura de ira—. ¡A Ara! ¿En qué estabas pensando, Samar? Ahora me tomará el pelo para siempre… Aj. —Se marchó enfadado, inconsolable. Yo me quedé sentada junto al pozo preguntándome cómo había acabado yo en medio de todo este desastre, y por qué no libraba él mismo sus propias batallas y me dejaba a mí tranquila, para empezar. Nas vino a buscarme. Me limpié las lágrimas antes de que pudiera verlas.
—Robina está enfadadísima contigo —me dijo.
Nos quedamos las dos sentadas en silencio. No sabía qué decir. Nas me dio un abrazo y me sentí mejor, pero estaba decidida a no involucrarme nunca más en los líos amorosos de nadie. Nunca supe lo que Masha le diría a Robina, pero conociendo a Ara solo puedo imaginar que habría atribuido a Javad algún defecto horrible y habría animado a Robina a llevar sus emociones a otra parte. Al final, según terminó todo, fue un buen consejo, y esta aventura romántica infantil naufragó antes siquiera de poder empezar.
—Sois demasiado pequeños para estas tonterías —nos regañó Ara.
Masha y Ara parecían mucho más adultas que nosotros. Las mirábamos a ellas buscando orientación. Nas y Robina disfrutaban especialmente pasando tiempo en la casa con todos nosotros, pero en particular con Ara y con Masha. Su madre, Nazarine, estaba sola porque su padre había muerto en un combate. No estábamos seguros de por quién o contra quién luchaba, solo que ella estaba triste y solía llorar mucho. En consecuencia, como madre no servía para gran cosa y la mayor parte del tiempo era Masha quien se ocupaba de sus hermanas, mientras su madre se pasaba el día dentro de casa durmiendo.
—Tiene roto el corazón —oí que Masha le explicaba un día a Ara.
—Oh —contestó Ara—. ¿Es grave?
—Mortal —dijo Masha.
Yo nunca había oído hablar de semejante enfermedad y de ahí en adelante opté por evitar a Nazarine, a pesar de que, cuando no estaba durmiendo o llorando, era una mujer amable, con una especie de sonrisa triste y bondadosa. Madar sí pasaba tiempo con ella, y hablaban.
—Asuntos de mujeres —decía Ara, como si supiera de qué estaba hablando. Todos estábamos creciendo y acostumbrándonos a esta nueva vida en las montañas. Yo tenía la sensación de que podría durar para siempre.