Napoleón me ha escuchado contar esta historia de nuestra vida en el Hindu Kush ya una docena de veces. Cuando se la cuento me mira con ojos muy tristes. Hablamos a menudo de la guerra y de la estupidez de los hombres. Compartimos nuestras historias, Napoleón y yo; muy tarde, por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo, me dejar salir y sentarme con él en el alojamiento del personal, el cuartito en forma de caja que para él es su hogar, al final del vagón. Aquí es donde jugamos a las cartas, normalmente al Durak, y hablamos de política y de la vida. Los naipes se le dan mejor a él que a mí, y además tiene más práctica, pero a veces me deja ganar. Todo el mundo duerme. Nadie nos molesta. Él no cree que yo sea demasiado joven para estas conversaciones, debido a todo lo que he visto. No me habla con paternalismo, solo me escucha y, a veces, cuando se ha tomado algún que otro vaso de vodka, con esa misma mirada triste, me cuenta su propia historia y cómo ha acabado de provodnik en el ferrocarril transiberiano. También su historia es complicada, y él necesita contarla, tener a alguien que le escuche. Así que, en esas noches, yo le escucho lo mejor que puedo, escucho las palabras y lo que hay entre las palabras, hasta que soy capaz de ver a Napoleón de joven, o de niño, y puedo comprender que también él tiene un pasado que prefiere mantener oculto. Esto es lo que hacemos el uno por el otro, sostenemos nuestros mutuos secretos. Escuchamos.
—Nací en Siberia hace mucho tiempo, en invierno, en los bosques, en la taiga —me dice—. ¿Te puedes creer que este viejo arrugado haya podido alguna vez ser un niño? —Ríe.
Siempre empieza su historia de la misma manera. Luego, cada vez que la vuelve a contar, añade otro detalle; le llegan flotando otros recuerdos, o elimina algunas partes, dependiendo de cómo se sienta. Yo solo he compartido con él parte de mi historia, tanta como soy capaz de contar por ahora, hasta donde mi mente me permite. Así que nos contamos el uno al otro estos recuerdos terribles con la esperanza de que si compartimos nuestras historias las suficientes veces, dejaremos de ser presa de ellas y podremos seguir adelante con el asunto de vivir.
—¿Y dónde era que te habías criado? —le pregunto, aunque conozco la respuesta porque esta historia se la he oído repetir varias veces.
—Era uno de los campos de trabajo de Stalin, un lugar a donde enviaban a los llamados «enemigos del Estado». No era un lugar agradable donde nacer. Yo era un niñito extraño, salvaje, medio muerto de hambre, medio muerto de frío. Pero sobreviví. —Ante este hecho, ríe como si aún le sorprendiera y le llenara de gozo. Sus ojos centellean cálidamente, las arrugas se entrecruzan en su rostro.
—Enviaban allí a familias enteras. Los arrancaban sin más de sus vidas normales, les daban media hora para juntar unas cuantas pertenencias y los arreaban como si fueran ovejas hasta unos largos trenes; muchas veces me he preguntado si no sería entonces cuando me aficioné a los viajes en tren. Mi madre me habría llevado en la barriga en uno de esos viajes.
No sabría decir si está bromeando o no. Napoleón tiende a hacer muchas bromas sobre su pasado.
—El sentido del humor ayuda —me dice cuando me siento llorosa y agotada—. Eso, y la distancia.
—¿A dónde iban los trenes? —le pregunto.
—Los trenes… eran vagones para ganado en su mayoría, no eran como esto, ya sabes, sin lujos. —Mira a su alrededor en el vagón, señalando el pulido samovar con orgullo—. Les llevaban a los extremos del país, a Siberia, donde no podían crear problemas, donde los prisioneros podían ser destruidos y olvidados sin que a nadie le importase. El lugar donde yo nací, concretamente, era un centro de tala de árboles: un trabajo helador en medio del bosque. Mantenían a la gente casi en la inanición. Les destruía, ¿sabes? Veías cómo se iban desvaneciendo. Yo fui el único bebé que sobrevivió de todos los que nacieron. ¿Te imaginas? Un niño en medio de todo aquello. —Suspira—. No era lugar donde pasar una infancia.
Napoleón mira hacia otro lado mientras cuenta su historia.
Intento imaginarme a este hombre adulto, con todas sus arrugas y su piel curtida por el sol, como un bebé recién nacido, atado a su madre, a merced de la nieve, el hielo y el viento, arrojado sin ceremonia a un lugar tan remoto y tan falto de vida. Los bosques pasan como centellas al regresar al lado del lago, y me pregunto qué sentirá cuando atravesamos Siberia y también por lo cerca que pasamos, si es que pasamos, por este lugar del que habla.
—A mi madre la mató —dice, y sacude la cabeza y permanece en silencio largo rato. Da un trago a su vodka y llena el vasito una vez más.
—No, fui yo —dice al final sin vacilar—. Fue culpa mía. Mantenerme a mí con vida la mató a ella. Es que, verás, era imposible. Mi padre se ofreció para trabajar el doble, y bueno… de eso se rieron. Él no quería que ella tuviera que hacer este trabajo que te rompe la espalda, talar, cargar. Pero se rieron a carcajadas. Tampoco les importaba que estuviera embarazada. Lo único que deseaban era vernos muertos.
Deja la cabeza colgando y se queda mirando la botella medio vacía de vodka.
—Era muy guapa mi madre, tenía veinte años. Mi padre estaba loco por ella. Ella pensaba que se había casado bien. ¿Ella qué iba a saber? —Sonríe. Es una mueca triste.
—Era de la NKVD, uno de los matones de Stalin. Habría hecho cosas espantosas.
—¿Pero entonces por qué le cogieron? ¿No era uno de ellos? —No entiendo cómo puedes estar en el bando correcto, o en el bando equivocado pero en el momento adecuado, y aun así perderlo todo.
—Por paranoia. Stalin mandó matar a muchísima gente. No se pueden encontrar razones a las acciones de un loco como él. Mi padre pensaba que estaría a salvo, que él estaba en el círculo interior. Fue un tonto.
Napoleón mira sus cartas y las coloca sobre la mesa. «Durak».
Esta parte no la había oído antes, este asunto del NKVD. Yo había pensado que sus padres tal vez fueran unos alborotadores, pero esto no, esto de estar dentro no. Entonces pienso en Javad, en lo rápidamente que se convirtió en alguien frío y cruel, y entiendo que puede pasar.
Napoleón se remueve en el asiento. Se limpia los ojos.
—Llevaban solo un año de casados cuando se los llevaron, arrojados a un vagón para ganado. Tuvo que ser terrorífico ese viaje en tren. —Se estremece—. Sin ventanas, sin aire, sin comida. Y cuando paraban, sacaban a los muertos. En cada estación.
Pongo mi mano pequeña en la suya, y tiembla, ya sea por la bebida o por la indignidad de sus recuerdos, no sabría decirlo. Suavemente echa mi mano a un lado.
Pienso en todos esos cuerpos atemorizados, apretados, encerrados en vagones de altas paredes, sin mucha idea de a dónde se dirigían ni qué les esperaba a su llegada. Y miro a mi alrededor en el vagón y siento, no por primera vez, una felicidad inmensa ante el espacio, el calor, el poder ver cómo se va desarrollando el paisaje en la oscuridad. Hace que me sienta menos atrapada. Me siento casi a salvo, o al menos más a salvo de lo que he estado desde el día que Omar desapareció y todo empezó a ir mal.
—¿Cómo sobrevivisteis, ellos y tú? —le pregunto. A pesar de saberlo, porque he oído la respuesta otras veces, sé que él necesita contármelo otra vez.
Napoleón se gira como para mirar por la ventana, pero yo puedo ver que está observando mi reflejo en el cristal, comprobando que le estoy escuchando. Doy vueltas a la baraja que tengo entre las manos. Él baja la voz.
—Ella… ella se ofrecía a los soldados, a los guardias. Le daban comida y a mí me dejaban jugar dentro un rato junto al fuego mientras ellos… Mi padre no lo pudo soportar. Se quitó la vida. Dijeron que había sido un accidente. Pero no fue ningún accidente. Nada de nada. Solloza un poco, pero se limpia las lágrimas rápidamente con el dorso de la mano y yo me quedo allí sentada a su lado.
—El resto de los prisioneros la despreciaban. Nos escupían, a ella y a mí. —Napoleón aparta los ojos y su mirada se enreda en las sombras de los pinos mientras atravesamos un bosque. Me doy cuenta de que debe de sentir miedo cada vez que el tren atraviesa la taiga; le deben de volver todos los recuerdos. Intento imaginármelo de muy niño, como con la edad de Pequeño Arsalan en la casa de la montaña, reptando por el suelo, sin entender nada.
—Uno de los guardias se encaprichó mucho de ella. Era un grandísimo hijo de puta, pero ella le reía las gracias. Consiguió que al final nos sacaran de allí. Eso me salvó la vida, estoy seguro de ello. Ella tenía el corazón roto, y no paraba de llorar por mi padre, y por su propia vida. Pero también la recuerdo sonriendo a veces, abrazándome y arrullándome antes de dormir. Recuerdo eso a pesar de que ella debía de estar volviéndose loca por dentro.
Yo asiento y le doy una palmadita en el hombro mientras me levanto para irme. No sé qué más hacer.
—¿Meterás eso en tu libro? —me pregunta.
Me está animando a que lo ponga todo por escrito, para darle sentido a las cosas.
—Es un viaje largo —dice—. ¿Qué otra cosa vas a hacer? —Me mantiene un suministro de bolígrafos y cuadernos que compra en las estaciones en las que vamos parando, y me deja sentarme en vagones vacíos donde puedo escribir o leer en paz.
Pienso en Napoleón, que normalmente es tan animoso, siempre sonriente, corriendo de un lado a otro de los vagones o sacándole brillo al samovar, ocupado revisando billetes, charlando con los pasajeros. Pienso en este hombre amable, con sus ojos brillantes y su sonrisa abierta. Y luego miro a este mismo hombre, aquí sentado, roto, derramando lágrimas en el vodka, deshaciéndose por las costuras, viéndolo anegarse en el pasado, y me doy cuenta de que tengo que mantener este círculo cerrado. Por mi familia, por mí, por lo que sea que venga ahora; no puedo dejar que todo se descosa.
Le doy un abrazo a Napoleón, dejándole tranquilo con su copa, y me vuelvo a mi compartimento a dormir, metiéndome en la camita plegable y arropándome con las mantas, en silencio para no despertar a nadie. Ya sé que en esta historia hay mucho más, pero esta noche estoy cansada. No tengo la energía necesaria para escucharle como él necesita que le escuche, absorbiendo la tristeza de otra persona. Normalmente me sentiría reconfortada por poder ayudar, pero esta noche mis propios recuerdos vienen empujando y los gritos de Masha resuenan en mis oídos. Las veo, a Nazarine y a ella, veo a Javad riendo. Sus caras empiezan a mezclarse. Rezo por dormir. Rezo para olvidar.
Por la noche sueño con Ara. La tengo delante, me sacude para que me despierte. Yo estoy profundamente sumida en el sueño y no me puedo despertar. En su cara hay desesperación. Está intentando decirme algo, pero no consigo entender las palabras. Está intentando decirme dónde se encuentra. Me despierto con la espalda cubierta de sudor frío y miro a mi alrededor. Es obvio que no está aquí. Es obvio que me lo estaba imaginando. ¿Cómo explicárselo a Madar y a Baba, cómo les digo que Ara se marcha? Y entonces caigo en la cuenta de que ya se ha ido. No tengo que contarles nada. Sollozo por primera vez desde hace meses. Dejo que las lágrimas me caigan por la cara. Me meto el puño en la boca para no despertar a los que están dormidos. Pero las lágrimas siguen derramándose. «No es culpa tuya», me digo a mí misma. Pero esto no es verdad. Sí que es mi culpa. Todo es culpa mía y ahora no puede deshacerse. Me quedo despierta hasta que sale el sol.
El tren se ha parado para aprovisionarse y cambiar de vagones. Estamos viajando hacia el oeste una vez más. En Ulan-Ude esperábamos que Ara volvería a unirse al tren, que existía la posibilidad de que recuperara la sensatez. Pero no estaba allí, así que el tren siguió su camino. Ahora hemos llegado a Irkutsk, que algunos han llamado el París de Siberia. Pienso en Ara y en su deseo de ir a París. A lo mejor está aquí, razono. Desde el vagón puede verse el ajetreado andén. Napoleón me lo ha dicho: treinta minutos, no más. Me levanto apresuradamente, llevando conmigo mis papeles y algo de dinero, y me bajo del vagón a explorar, a ver cuánto puedo averiguar antes de que el tren eche a rodar de nuevo. El júbilo de separarme del tren se apodera de mí. Yo podría volver a empezar aquí. Este podría ser el sitio. Podría echar a andar y marcharme. La libertad me lleva en volandas, mareada de pura expectativa. El sol brilla con fuerza, partiendo el día en dos, y hago visera con la mano. No estoy acostumbrada a que el suelo esté quieto bajo mis pies, así que me balanceo un poco para recuperar el equilibrio, de tan habituada que estoy al movimiento constante del tren.
Las ocasiones para explorar, para pisar terreno nuevo, son raras. Muchas veces no he querido ni bajarme por miedo a quedarme atrás, pero ¿cómo quedarte atrás si no hay un destino final? Así que salgo prácticamente brincando de la estación de Irkutsk buscando… no sé lo que estoy buscando… paz; tal vez pertenencia. Me está resultando difícil ahora esto de preocuparme por los demás. Pertenecer también es difícil. Intento sacudirme la tristeza de encima.
Me apresuro hacia el puente que cruza el río Angara, al este de la ciudad. Me imagino que soy una turista, una fantasía recurrente que tengo últimamente. Hago las cosas que hacen los turistas en Irkutsk. Contemplo la arquitectura. Me detengo en el puente y adopto una actitud contemplativa, pensando en que alguien que pase por allí me saque una foto. No a propósito, sino que cuando lleguen a casa y miren sus fotos esté yo allí, en el borde del encuadre, una chica de pie mirando el agua. Hago la forma de un encuadre con los índices y los pulgares, un visor por el que escudriñar cualquier señal de los decembristas; Napoleón me ha estado hablando de ellos, almas bien educadas exiliadas en esta ciudad hace muchos años, trayendo consigo conocimiento e ideas, enseñando a la gente del lugar a leer. Él me ve de maestra cuando sea mayor, dice.
—Por ahora solo tienes que ser tú misma, Samar.
He olvidado cómo vivir para el futuro. Lo único que puedo hacer para estar presente en este momento es no dejar que el pasado me absorba de nuevo. Corro por las calles; hay una iglesia, más allá un monumento a los constructores del ferrocarril, por allí una oficina de correos. Me gustaría mandar una carta, una postal, ¿pero a quién se la podría mandar?
Deshago mis pasos de regreso a la estación y el tren está listo para partir conmigo o sin mí. Tengo que volver a subirme al tren. Napoleón está de pie en los escalones del vagón con gesto preocupado, hasta que me ve.
—¡Date prisa, Samar! —grita, y me hace gestos frenéticos para que me suba de un salto, porque estamos otra vez en marcha.