El tren prosigue su marcha hacia Tayshet y luego a Krasnoyarsk. Hemos dejado atrás el «Ojo Azul de Siberia», el lago Baikal, e Irkutsk (y no, no encontré allí a Ara). El tren ha estado recorriendo unos paisajes bellísimos: las altas montañas y los acantilados junto al río Yenisey provocan una frenética serie de clics fotográficos de los pasajeros que se asoman a la ventana.
Baba se ha marchado a dar su paseo diario en el tren. Javad se ha ido con él. Madar está hablando con una pareja sentada en otra parte del vagón. Qué aspecto tan elegante tiene, con el sol centelleando en su larga melena oscura. Parece tan segura de sí misma, tan regia. La observo desde detrás de las páginas de mi libro, cómo gesticula y ríe, y puedo ver cómo hechiza a estos viajeros, lo exótica que les debe de parecer, a ellos, con sus apagadas camisetas y sus vaqueros europeos. No pueden ver cómo lucen ellos para nosotros, también extraños, con sus pálidas pecas y su piel quemada, sus grandes voces y esa sensación de tener derecho a todo, de que el mundo les pertenece y pueden viajar a donde les plazca, pueden explorar. Son libres de ir a donde quieran. No están huyendo. Cuando este viaje termine en Moscú, viajarán hasta su próximo destino y luego se irán a casa, con fotografías y relatos de su gran aventura. Para ellos no hay preocupaciones, no hay decisiones que tomar acerca de a dónde ir, de dónde vivir. Y, sin embargo, aquí estoy yo pensando, ¿dónde nos acogerán? ¿Cómo podremos empezar otra vez?
Mientras observo a Madar, que hace círculos en el aire con sus manos de huesos finos, que sonríe con facilidad y dedica toda su brillante mirada a estos turistas, me doy cuenta de que no conozco muy bien a mi madre. Sé lo que ella me ha contado, lo que ha decidido compartir conmigo, pero hay muchas cosas que se han quedado sin ser dichas. Para mí es una persona ajena. ¿Es así como la ve Baba, como la veía Arsalan? Este pensamiento me hace trastabillar. Cada vez más me pregunto por Arsalan y su papel en las vidas de todos nosotros. Recuerdo su presencia en la casa amarilla. Su mirada mientras seguía constantemente a Madar. Cómo hablaban cuando estaban juntos. Me pregunto por qué quería ayudarnos tanto. Solo sé lo que nos decían, sobre su deuda con Baba, sobre que Baba le había salvado la vida. Y sin embargo… tenía que haber otra razón. Estoy segura de ello. ¿Qué éramos para él? No tengo respuestas, solo preguntas y dudas.
Algunas personas creen que naces en tu familia y entonces ya los tienes endosados para toda la vida, para bien o para mal. Otros van creando su familia conforme viven. Así es Napoleón, que nos ha adoptado, que me ha acogido bajo su protección. ¿Era eso lo que éramos para Arsalan? ¿Una familia de adopción porque no podía tener la suya propia? Observo a Madar y es como si una gran parte de quien ella es permaneciera escondida a mi mirada y a la de todos los demás.
Con todo, me reconforta verla aquí, especialmente ahora que los recuerdos vuelven en oleadas; me ayuda el sentir el movimiento del tren y el visualizar a Madar hablando con estos extraños, recavando información sobre la vida que estamos a punto de vivir, en algún sitio nuevo del extranjero, en algún sitio donde nos acojan. Está reuniendo por el camino amigos que nos puedan ayudar. Esto es lo que me ha enseñado: a saber cómo buscar ayuda, y saber cómo aceptarla.
Estoy leyendo otra vez a Tolstoi. Anna le acaba de decir a su marido Alexei Alexandrovich que está enamorada de Vronsky y que su vida en común ha llegado a su fin; es todo una mentira y ella no puede vivir más en una mentira. Separan su vida en una sola conversación, por medio de una serie de verdades inquebrantables que nunca podrán desdecirse, y yo estoy hipnotizada.
Cuando hago una pausa y levanto la mirada de nuevo, Madar no está. Está solo la pareja, con la mirada clavada en las montañas al otro lado de la ventana. Miro a mi alrededor buscando a Madar. Se ha ido. La mujer levanta el brazo y me sonríe. Yo le devuelvo el saludo y vuelvo a mi libro. Aunque sé lo que va a pasar, aunque lo he leído ya un millón de veces, siempre descubro ahí algo inesperado.
Sigo adelante, escribiéndolo todo con el entusiasmo sin desfallecimiento y las bendiciones de Napoleón hacia el proyecto. «Cuenta tu historia, Samar», me sonríe al pasar. Me trae bolígrafos nuevos y más papel cada par de días. Es él quien me regala la enciclopedia, un ejemplar viejo y manoseado que ya se ha quedado un poco anticuado. Pero él bien que se ha ocupado de leerla en sus largos viajes, y ahora me la ha pasado a mí. No sé cómo darle las gracias. Hace mucho tiempo que nadie me muestra semejante amabilidad sin esperar nada a cambio. Él no le da importancia.
—Tú sigue escribiendo —ríe.
No hablamos mucho sobre lo que escribo; basta con que escriba. Le cuento las partes que puedo contar, las que necesito decir en voz alta.
Puedo oír a Soraya y a Pequeño Arsalan riñendo en nuestro compartimento. Están peleándose por la radio, girando los diales para acá y para allá. Pronto Madar cortará el asunto, les separará, los envolverá en amor y reprimendas a partes iguales. Baba y Javad vuelven con tazas de chai caliente del samovar. El ruido se desvanece y yo vuelvo a mi escritura; los pensamientos llegan más deprisa desde que Ara desapareció.
Ponerlo por escrito me ayuda a sujetarme al pasado, a darle sentido. Aunque algunas cosas no tienen sentido alguno. No puede haber ninguna razón, ninguna justificación, ninguna explicación. Estas cosas solo hay que soportarlas.