En la casa cueva habían comenzado los preparativos para la «gran escapada», como la llamaba Ara en broma. En sus ojos veía que estaba preparada para abandonar las montañas. Para encontrar un nuevo hogar. Esto para ella nunca había sido un hogar. Nos había observado a todos como una forastera, viendo cómo su mundo se encogía y se hacía más pequeño, temerosa de lo que le esperaba en el futuro. Llevaba mucho tiempo más que preparada para irse.
A mí me seguía costando creer que fuéramos a dejar atrás a Baba Bozorg y a Maman Bozorg. Después de tantos años separados, tener finalmente a su familia con ellos, haber sido aceptados por el resto del pueblo, incluso que hubieran olvidado diplomáticamente los devaneos comunistas de Baba, ahora había que salir corriendo otra vez.
Madar parecía más contenta con cada día que pasaba. Soraya se estaba convirtiendo en una niña feliz y fuerte. Baba parecía nervioso, preocupado por abandonar nuevamente a sus padres. Se sentaba en la entrada de la casa con Baba Bozorg hablando en voz baja hasta bien entrada la noche. No querían que nos fuéramos, pero no pensaban impedirlo.
Madar intentaba tranquilizarme.
—Robina y Nas estarán contigo —me decía, como a modo de consuelo, y aunque era cierto que tener estas dos amigas me animaba, siempre iba a estar fuera del círculo.
—Si vuelve Omar, tu abuelo sabrá a dónde hemos ido —me dijo Baba una noche.
Fue sin venir a cuento, y me sorprendió que no se hubiera olvidado. Me encogí de hombros, sin saber cómo contestar. Pero entonces supe que la decisión era definitiva, que pronto nos habríamos ido y que esta vida en las montañas había llegado a su fin. Me estaba haciendo mayor. Las cosas iban a tener que cambiar. Podía verlo en los ojos de Madar cuando nos observaba a Ara y a mí con ansiedad, y sabía que era cierto. ¿Cómo iba a tener aquí la esperanza de ser médico, profesora, ingeniera o lo que fuera? ¿Qué clase de futuro podíamos tener? Madar nos había enseñado a Ara y a mí todo lo que sabía. Necesitábamos un cambio, así lo deseáramos o no. Y le ponía nerviosa tener que mantener a Pequeño Arsalan lejos de la escuela, temerosa de lo que pudiera aprender allí, con miedo de que los talibanes se lo robasen como le habían arrebatado a Javad.
Este era el único punto de desacuerdo entre mis padres en sus conversaciones, y la razón de nuestro retraso: Javad. Madar era de la opinión de que tendríamos que llevarle con nosotros, que finalmente recuperaría el juicio y que teníamos que apartarle del veneno de estos hombres. Baba la dejaba hablar, la escuchaba como hacía siempre, pero luego negaba con la cabeza.
—No podemos llevarlo con nosotros contra su voluntad. Nos traicionaría antes de que hubiéramos conseguido salir del país. Tienes que darte cuenta. Está perdido para nosotros.
Ella no se podía creer que eso fuera cierto, y así se quedaban en tablas, con Madar aguardando alguna señal de cambio de Javad. No llegó nunca.
Y aun así, fue Javad al final el que me salvó.
Había planes de una segunda visita de los talibanes al pueblo. La habían cancelado varias veces debido a las fuertes lluvias ahora que llegaba el deshielo, pero ya quedaba poco para que aparecieran los talibanes. La gente volvió a ponerse nerviosa, acordándose de Masha, de Nazarine y de la última visita oficial. Quisieran lo que quisieran, no podía traer nada bueno. Los ancianos se reunieron para ver cómo gestionar el asunto. El viejo mulá lo escuchaba todo allí sentado. Javad se había mantenido cerca de las conversaciones, siguiéndolo todo con emoción.
Las mellizas se volvieron calladas y asustadizas. Ara también empezó a llorar y a sacudirse incontrolablemente a la mínima mención de la inminente visita. Solo Baba Bozorg y Maman Bozorg parecían impasibles.
—Een ham mogozarad —decía Baba Bozorg—, esto también pasará. —Su rostro estaba surcado por muchos años de calor del sol y del viento que soplaba sobre el Hindu Kush.
—No pueden venir —dijo Ara—. No podemos dejarles. Haz algo, Baba —suplicó.
Yo miré a Baba, que estaba sentado con el ceño fruncido, contemplando las nubes de tormenta agrupándose en el valle. Aunque hubiera oído la súplica de Ara, hizo caso omiso. Madar estaba mimando a Soraya, haciéndole cosquillas en la barbilla y mirando cómo su gran sonrisa se abría una y otra vez cada vez que el bebé reía, inconsciente de lo que había en el valle y que cada vez se acercaba más.
—Por supuesto que vendrán nuestros hermanos, y les daremos la bienvenida —dijo Javad, desafiándonos a todos.
Madar se alejó de su hijo, tal vez temiendo lo que pudiera decir o hacer. Yo vi la tristeza con la que Maman Bozorg contempló ese día a Javad. Se estaba convirtiendo en un extraño incluso para ella, que con tanto ahínco se había aferrado al nieto amable y alegre que una vez fue. De eso hacía mucho tiempo ya, de cuando llegamos a las montañas, de cuando los talibanes no eran más que un rumor lejano.
Oímos un rugido sordo que venía del valle. El cielo se había oscurecido y las nubes de tormenta se perseguían en el horizonte.
—No habrá bienvenida —dije, con voz temblorosa, mirando fijamente a Javad—. Mira lo que hicieron… ¿has olvidado a Masha? ¿A Nazarine? ¿Te has olvidado de lo que pasó? —le grité.
Javad estaba atónito, no estaba acostumbrado a que yo le atacara con semejante ferocidad. Ara se había echado a llorar, y se fue hacia Madar, que le dio a Soraya para que la tuviera en brazos. Entonces Madar vino hacia Javad y yo, dispuesta a intervenir pero sin decir nada, solo observando cómo su familia se partía en dos.
—Debería darte vergüenza —le dije.
—¡Samar! —Baba me dio un grito seco. Madar se acercó a mí con los brazos extendidos.
—Samar —me llamaba para que fuera con ella. Pero yo no pensaba ir con ninguno de los dos. No pensaba rendirme. Ara se había ido afuera con Soraya. Javad me miraba fijamente, pero era como si no me viera, como si yo ya no estuviese allí.
—No los puedes parar —me dijo—, pero aprenderás.
Madar soltó un grito de horror.
Los truenos retumbaban por el valle, y, abajo, los aldeanos de la plaza empezaron a volver corriendo a sus casas, preparándose para las fuertes lluvias.
Nos quedamos de pie en la boca de nuestra casa cueva contemplando el húmedo valle, de un humor tan oscuro y pesado como las nubes que se cernían sobre nosotros. Me coloqué sobre los hombros el patu abandonado de Omar, envolviéndome en él.
—Ahora veréis —nos amenazaba Javad, con una sonrisa de regocijo bailándole en los labios—. Ahora vais todos a ver.
Abajo, un pequeño convoy de vehículos ascendía serpenteando por la empinada pista de montaña, con las ruedas mandando despedidas piedras sueltas que bajaban dando brincos por la montaña a medida que se iban acercando los camiones, con los banderines agitándose en el viento. Abajo en el valle todo parecía estar muy lejos.
—¡Para! —grité a Javad, lanzándome contra él, deseando arrancarle de la cara esa sonrisita satisfecha, recordando a la madre de Masha, recordando sus chillidos y la expresión de su cara cuando la desataron.
Me juré no volver a tener miedo.
—Tú no sabes nada —le dije a gritos—. Estás vacío. Dices lo que dicen que digas, repites las palabras que ellos te dan. No eres capaz de pensar por ti mismo.
En ese momento despreciaba a Javad y no veía nada más que debilidad en mis padres, que se quedaban ahí de pie mirando, dejándole extender el odio y el miedo mientras ellos, esperando el momento adecuado para dejarle atrás, sin decir nunca nada, le dejaban creer que tenía razón. Les miré con estupefacción.
—¡Parad ya! —grité una vez más, a Javad y a todos ellos. Los ojos de Madar me rogaban que me callara, que no dijera nada más.
—No puedes pararlo, nadie puede —me dijo.
Ante aquello, algo se rompió dentro de mí y me descubrí huyendo de él, de todos ellos, subiendo a todo correr por los senderos de las montañas detrás de la casa cueva, cruzando las cumbres peladas hacia los pinos que crecían a más altura. Que vengan, cuando lo hagan no me encontrarán, pensé, y seguí corriendo, tropezándome con las rocas, sobresaltando a las cabras y a las ovejas que salpicaban las laderas, dejando que mi furia echase a volar en todas direcciones.
Oí a Ara llamarme pidiéndome que volviera, y entonces ella se puso también a escalar, cargando aún con Soraya, que se agarraba a su costado. El viento lanzaba su voz de acá para allá, y sus palabras no me llegaban. Yo seguía adelante, escalando cada vez más alto, ya alejándome del pueblo. Hice caso omiso de las oscuras nubes. Sabía a donde iba, volvía a la cueva y al soldado muerto al que habíamos fallado. Iba a encontrar a la Alianza del Norte, a los guerrilleros, a unirme a ellos, a encontrar a Omar. En realidad no sabía lo que estaba haciendo, pero sí sabía que no iba a volver, que Javad no podía tener razón. Había que pararles. Este era mi hogar y yo ya no tenía miedo. Nadie podía arrebatármelo: ni Javad, ni los talibanes, ni Madar y Baba con sus sueños de volver a empezar. Yo iba a ser libre. Encontraría a Omar. Me quedaría aquí en las montañas. Todo iba a salir bien.
Me repetí estas palabras una y otra vez mientras subía, con el sudor recorriéndome la espalda, escondiendo mi cara del sol que ahora asomaba entre las nubes, que se iban a toda velocidad, llevándose consigo la amenaza de tormenta. En la distancia se oyeron una serie de rugidos intermitentes que el eco iba repitiendo por el valle. Al final la tormenta nos esquivaba, nos había perdonado, pensé. El suelo embarrado estaba empezando a secarse en la superficie. Varios días de pesadas lluvias primaverales habían hecho que las pisadas chapoteasen y fueran rompiendo el suelo. Yo iba resbalando y deslizándome al alejarme del pueblo, el barro se me pegaba a la ropa, la teñía de un rojo parduzco, me empapaba las sandalias.
Al echar la vista atrás apenas llegué a ver a Ara forcejeando con Soraya, pero sin rendirse; seguían llegándome sus gritos, aunque ya distantes. ¿Por qué no me dejaba marchar sin más? Seguí escalando.
Ya casi había llegado a las cuevas más altas. Qué distinto se veía el mundo desde aquí arriba. Nada más que cabras y águilas, buitres, el rojo de la roca bajo mis pies, el aire tan limpio y las vistas… un solo horizonte, asombroso e ininterrumpido. Apoyándome para superar el borde del último de los acantilados voladizos, llegué a la boca de la cueva. El chico ya no estaba, enterrado por Baba hacía mucho tiempo, pero agaché la cabeza y recé por él, porque hubiera encontrado la paz. Eché una mirada al valle, buscando el pueblo tan abajo y la carretera serpenteante que llegaba allí. En algún punto allí abajo estaban llegando los talibanes, trayendo consigo su odio y su miedo. Ahora no me pueden tocar, aquí no, pensé. Así que les maldije: por prohibirme estudiar, por partir a mi familia en dos, por hacer que Omar se fuera, por poner a Javad en nuestra contra, por destruir a Masha y a Nazarine. Les maldije por el miedo que infundían a todo lo que tocaban.
Contemplé el valle, que se había quedado en silencio. Los pájaros dejaron de trinar y después, con gritos sobresaltados, echaron a volar en todas direcciones. La tierra empezó a moverse despacio bajo mis pies y perdí el equilibrio, y lo recuperé apoyándome contra el muro de la cueva. Al principio hubo un pequeño temblor, luego uno más fuerte. Empezaron a caer piedrecillas ladera abajo. Oí un retumbar sordo, no más largo que un trueno, pero que venía de las tripas de la tierra. Se hizo más fuerte hasta que lo único que se oía era un torrente de piedras que rodaban y estallaban. Las montañas se estaban moviendo.
Abajo en el valle vi cómo la pared del acantilado que se elevaba detrás del pueblo empezaba a resquebrajarse, luego empezaron a derrumbarse enormes masas de roca y tierra, y se desató un río de barro que echó a correr hacia el pueblo. Yo les llamé a gritos, pero evidentemente no me pudieron oír. No podía correr más rápido que la riada, no podía avisarles, y la tierra temblaba y crujía bajo mis pies. Me agarré a la pared de roca. Llovieron piedras y me golpearon. Detrás de mí, en los muros de la cueva, se formaron profundas grietas. Me puse a andar cuesta abajo. Resbalando, rodando, cayéndome. Ahí estaban Ara y Soraya, que me habían estado persiguiendo. Ahora estaban paradas a medio camino, en la ladera que había frente al pueblo, en el último barranco. Ara se había desplomado con Soraya en brazos, intentando protegerla, horrorizada ante la contemplación de cómo las olas de barro se iban llevando el pueblo.
—¡Madar! —grité. Dije su nombre a chillidos una y otra vez y no era consciente de otra imagen que no fuera la suya, y luego las caras de Baba y de Maman Bozorg y Baba Bozorg, y después Pequeño Arsalan y Javad. Visualicé a Omar, pero él no estaba. Sentí una oleada de pánico.
Me acordé de las mellizas, tan diferentes entre sí y, sin embargo, ahora casi idénticas: ¿por qué no estaban con Ara? Intenté pensar: ¿dónde están todos? ¿Estarán a salvo? Por favor, Alá, que no les haya pasado nada. Iré a donde sea, haré lo que sea, pero que no les haya pasado nada, por favor… por favor…
Otro rugido profundo y un crujido, y se derrumbó otra pared de barro, desgarrándose del voladizo que sobresalía encima del pueblo, levantando nubes de polvo y piedras pulverizadas. Me llevé la mano a la boca, pero no llegó sonido alguno. No quedaba nada: el pueblo entero estaba sumergido. Eché a correr a donde estaba Ara. Los temblores continuaban, sus ondas seguían extendiéndose por el valle, pero eran más débiles. Me caí y me hice cortes en las piernas, en los brazos, en la cara. Me ponía en pie y seguía corriendo, casi rodando montaña abajo, poseída por la voluntad de volver con ellas.
Ara se había puesto de pie con la conmoción, tapándole los ojos con las manos a Soraya. Aunque Soraya fuera demasiado pequeña para comprender lo que estaba ocurriendo, aun así, la protegía. Agarré a Ara y la sacudí.
—Venga —exclamé, medio empujándola por la montaña.
Era como si se hubiera quedado allí congelada.
—Tenemos que irnos —tironeaba de ella—. Ara… están ahí abajo, tenemos que ayudarles.
Ella me siguió cuesta abajo completamente aturdida.
Cuando llegamos allí, la casa cueva había desaparecido, todo había desaparecido. No podíamos poner el pie en lugar seguro. La tierra seguía deslizándose bajo nuestras pisadas, recomponiéndose. Se veía a algunos aldeanos, aquellos que por algún milagro similar también habían escapado, de pie, con los ojos como platos, o cavando, quitando piedras. Yo perseguía algún rastro de Madar o Baba. Iba gritando sus nombres. Estos gritos fueron creciendo y creciendo hasta que ya fui incapaz de reconocerlos como mis propios gritos. Me subí a las piedras, intentando averiguar dónde tendría que estar la casa debajo de todo eso. Era imposible saberlo.
Una tira de tela amarilla asomaba entre las rocas. ¿Podría ser Madar? ¿Era eso lo que llevaba puesto esta mañana? Intenté hacer memoria. Me maldije por no haber prestado más atención, por no saberlo. Llegué hasta allí y empecé a tirar, sin parar de chillar. Las piedras eran pesadas. Yo no podía moverlas sola. Llamé a Ara para que viniera a ayudarme y juntas empujamos los escombros lo que pudimos, intentando separar las rocas. ¿Era Madar? Yo no podía mirar, tenía miedo de hacerlo. Pero no era ella. Era la madre de otra persona, de una mujer que vivía más allá, en una de las casitas de adobe junto a la plaza. Soraya seguía agarrada a la cadera de Ara; se echó a llorar.
Estábamos cubiertas de polvo y barro, nos ahogábamos. Nadie podía ayudarnos a buscarlos. Contemplé a los otros supervivientes con la mirada vacía. Todo el mundo era presa de la conmoción. Había un hombre sentado sobre un pedazo de muro roto que ahora no era más que un escombro, sollozando.
Yo grité: «¡Madar… Madar!».
Nada.
Ara me miraba sin verme. Soraya aullaba en medio del polvo. La tierra seguía temblando bajo nuestros pies. Estábamos solas y Madar no podía oírnos.