Capítulo 18

 

 

 

 

 

En los días que siguieron al terremoto, Ara y yo intentamos encontrar a nuestra familia; si al menos pudiéramos encontrar sus cuerpos, si pudiéramos estar seguras de lo que les había pasado, con eso ya hubiéramos tenido algo. ¿Podrían haber sobrevivido? ¿Si hubieran estado dentro de la casa cueva tal vez se podrían haber salvado? ¿A lo mejor? Que estuvieran atrapados, pero vivos. Esperando que llegara la ayuda. ¿Alguna vez alguien ha sobrevivido a algo como esto? Esta idea me perseguía hasta en sueños.

Soraya dejó de llorar; dejó de emitir sonido alguno. Su parloteo de bebé se secó y pasaba el día con una expresión anhelante en la cara, añorando a Madar. Ara estaba perdida, sintiéndose responsable de las dos, sin saber lo que nos deparaba el futuro ni cómo protegernos. Ella tampoco tenía ninguna respuesta. Nos limitamos a aferrarnos la una a la otra en el polvo.

Pasaron días antes de que llegara la ayuda. Construimos un refugio con lo que pudimos reunir de entre los escombros. Hurgábamos en el suelo en busca de comida. Por la noche entrelazábamos los brazos para protegernos, con miedo de dormir, sin saber lo que podría sucedernos. Rezábamos por los muertos. Rezábamos por recibir ayuda. No sabíamos qué otra cosa hacer.

Estábamos solas, prácticamente. Nayib nos echaba un ojo, siempre merodeando en la cercanía para asegurarse de que los demás nos dejaban en paz, y evitar que Jahedah, en su locura y tragedia, nos robara a Soraya. Sin embargo, Nayib también se estaba deshilvanando, murmurando para sí cada vez más con cada día que pasaba. Cada vez estábamos más asustadas.

Ara y yo intentábamos consolar a Soraya como mejor podíamos. Tenía agua y cuanta comida podíamos encontrar, o la que los otros compartían con nosotras. Solo unos pocos del pueblo habíamos sobrevivido. Nos convertimos en una reticente familia, unidos contra todo lo que el terremoto se había llevado. Las secuelas habían vuelto locas ya a dos de las mujeres mayores, que a todas horas deambulaban lentamente, aturdidas, murmurando también para sí. Las evitábamos en la medida de lo posible, llevándonos a Soraya cuesta arriba al refugio de los árboles cerca de la cima de la montaña durante el día, solo por estar alejadas del pueblo, o de lo que quedaba del pueblo. Por las tardes Jahedah nos perseguía sin parar, con los ojos fijos en Soraya. Los demás trabajaban juntos para construir refugios, rebuscar comida en la ladera o mantener un fuego encendido. Hablaban largamente hasta muy entrada la noche, compartiendo las historias de todos los que habían desaparecido. Intentábamos recordar a cada persona, a cada familia, y compartir cuantos recuerdos pudiéramos de ellos. Era una forma de enterrar a nuestros muertos, de rendirles homenaje. ¿Cómo llorar a tus muertos si no puedes enterrarlos? Sin poder limpiar los cuerpos. Sin poder siquiera encontrarlos. Sin saber si están aquí o en cualquier otro lado. Es una imposibilidad. Todo se volvió imposible.

Todos estábamos conmocionados. Funcionábamos, nos las apañábamos, pero en realidad no estábamos allí, no comprendíamos la enormidad de todo, no queríamos aceptar que aquella fuera ahora nuestra vida.

Finalmente nuestros pensamientos llegaron al punto de qué hacer ahora; la situación no podía seguir como estaba. Pronto nos íbamos a quedar sin comida, nuestro refugio en realidad no era tal, ya no sabíamos cuáles eran los puntos seguros. Nos preguntábamos por la ayuda, y por si alguien sabría o le importaría que docenas de personas yacieran muertas, enterradas en la montaña. Un día oímos el zumbido de un helicóptero en el cielo. Nos quedamos mirando hacia arriba un rato, luego dos de los hombres empezaron a saltar arriba y abajo emocionados, agitando los brazos.

—¡Nos ven! —exclamaron.

El helicóptero se quedó en el sitio y se hundió un poco antes de girar y marcharse, y nos quedamos todos preguntándonos si nos habrían visto y si les habría dado igual.

Cuando la ayuda llegó por fin, lo hizo en forma de un gran camión cubierto con una lona en el que viajaban trabajadores humanitarios, unos cuantos sacos de arroz, agua y dos hombres de aspecto cansado con armas colgando de los costados, seguido por un pequeño jeep. Éramos la última parada del valle. No había un verdadero doctor ni un equipo que pudiera levantar las piedras que aplastaban a mi familia y a las demás. Nada de eso. Estábamos demasiado lejos y no éramos lo bastante importantes.

Nuestra vida se volvió borrosa. Los trabajadores humanitarios nos querían ayudar. Se alegraban de habernos encontrado, de que alguien hubiera sobrevivido, y aquí tenían la historia de dos chicas y una hermanita que era un bebé. Un pequeño equipo de televisión extranjero había seguido a los trabajadores humanitarios en el jeep por el desfiladero, para captar la devastación y así montar más adelante las imágenes para elaborar una petición de ayuda humanitaria, de forma que colocaron las cámaras de televisión delante de nosotros como si fuéramos una especie de feliz historia milagro a despecho de toda la tragedia y las bajas. «¿Cómo os sentís? ¿Qué vais a hacer ahora?». Nosotras intentábamos contestar a sus preguntas. Pero qué hambre teníamos, qué frío, qué entumecimiento. Lo habíamos perdido todo, y a todos. A nadie parecía importarle. Habíamos sobrevivido: ¿no nos bastaba con eso?

Pero no podían dejarnos ahí. Así que nos metieron como a fardos en el remolque, a todos, y nos prometieron una vida mejor en un campamento en Pakistán. Justo al otro lado de la frontera, nos dijeron, como si hubiéramos podido ir andando de haber querido. Ya veríamos. Allí iban a tratarnos bien, nos darían agua, comida, cobijo. Estas fueron las promesas que nos hicieron. Sí, era muy básico, pero era un comienzo. Era algo, y había que tenernos compasión. ¿No era eso lo que pensaban? Dejamos que nos llevaran. ¿Qué íbamos a decir? ¿Que no? Lo único que me venía a la cabeza cuando pensaba en Pakistán era la madrasa y Javad, y temía que nos llevaran a un sitio donde quisieran hacernos cambiar de opinión, hacernos olvidar todo lo que era cierto. Jahedah se negó a marcharse. Echó a correr hacia las cumbres y el camión se cansó de esperarla. Nayib también se bajó del camión.

—La encontraré —dijo.

—No podemos esperar mucho tiempo —dijeron los trabajadores, señalando sus relojes como si aquí el tiempo tuviera sentido.

Él asintió, lo comprendía. ¿Y nosotras? ¿Ahora qué? Ara y yo no teníamos nada. Nada. No podíamos echar a correr. ¿Qué pasaba con Soraya, cómo sobreviviría ella? Cuando me subieron al camión, me puse a chillar. Envuelta en el viejo patu de Omar, dejando atrás a Madar y a Baba, a nuestra familia, sentí cómo la tierra se desgajaba una vez más. No estaba preparada para abandonarles, enterrados allí, bajo el terremoto, perdidos para siempre. Ara se quedó en silencio. Mirando fijamente al frente, con Soraya en el regazo. No creo que derramase ni una sola lágrima por las mellizas, Nas y Robina, perdidas bajo los escombros, esas mellizas que tanto se habían apoyado en ella a lo largo del último año, que la habían tratado como a una hermana, como a su propia madre, como si ella fuera el mundo entero. No, a Ara no le quedaban lágrimas. Al ver que Nayib no volvía, el camión se fue. Nosotras íbamos sentadas atrás, viendo retroceder las ruinas del pueblo hasta desaparecer del todo de nuestra vista.

Al marcharnos, se abrió un dolor ancho dentro de mí. Un dolor en oleadas tan profundas que no podía tocar el fondo. Mis manos buscaron a Ara, para que me abrazara. Le clavé las uñas en el brazo mientras ella mecía suavemente a Soraya, repitiendo una y otra vez «Migozarad, migozarad, migozarad». La voz de Maman Bozorg me llenó los oídos mientras lloraba y temblaba, envolviéndome más aún en el raído patu. El resto de la gente que iba en el camión se apartó de mis lágrimas como si fueran contagiosas. Ara me calmaba, me acarició la cabeza hasta que ya no pude seguir llorando. Alá había hecho oídos sordos a mis plegarias. Yo había provocado que esto cayera sobre nosotros.

El camión nos llevó de vuelta por la serpenteante ruta que habíamos seguido hasta el pueblo desde Kabul hacía tantos años, cuando hicimos el viaje de noche. De vez en cuando paraba, y los hombres que iban a cada lado del remolque armados con rifles se mantenían siempre ojo avizor por si había señales de peligro. El camión pasaba por los mismos lugares, las mismas vistas, las mismas curvas peligrosas en la carretera, las mismas carcasas oxidadas de tanques soviéticos, las mismas hileras de pequeñas banderas verdes, revoloteando sobre las tumbas de los soldados. Cuando llegó a las afueras de Kabul siguió adelante, llevándonos más allá de la ciudad (es demasiado peligrosa, nos dijeron), separándonos de todo lo que conocíamos y amábamos, hasta que por fin cruzó la frontera y llegamos a lo que iba a ser nuestro nuevo hogar: un gigantesco campo de refugiados, con tiendas que se extendían a lo largo de lo que parecían kilómetros sobre la tierra yerma. Estábamos en Pakistán. Nuestro nuevo hogar. El campamento. Un infierno en la tierra.

El campamento estaba formado por filas de tiendas de campaña densamente pobladas y llenas de barro, señaladas con las letras UNHCR, cada una de ellas separada de la siguiente por unos sesenta centímetros, cada una con espacio para cinco, quizá seis personas, pero alojando en muchas ocasiones a ocho, nueve o más.

—Tenéis suerte —dijo uno de los trabajadores humanitarios extranjeros, un hombre rubio con los dientes blancos—. Este lugar es mejor que algunos otros campamentos. Estaréis bien. Manteneos unidas.

Les hizo un gesto con la cabeza a Ara y a Soraya al bajarnos del camión. Detrás de nosotras había una larga fila de personas que llegaban andando, cargando con todo lo que podían, con aspecto aturdido y roto. Resulta que nosotras habíamos llegado de lujo.

—Privilegios de las víctimas de terremotos —bromeó el hombre.

Nosotras no nos reímos. Nos condujo hacia uno de sus colegas, una joven de aspecto estresado con un portapapeles pero sin bolígrafo.

—No tienen familia —le dijo el hombre moviendo los labios, pero sin emitir sonido. Ella nos miró de arriba abajo.

Nos llevaron a una larga fila de tiendas marcadas con los símbolos de las agencias de ayuda humanitaria, y luego a otra tienda gigante llena sobre todo de otros niños como nosotras, que lo habían perdido todo. Había un trabajador humanitario en la entrada y unos cuantos adultos por allí de pie vigilando. Nos dieron un espacio donde dormir y vivir, una esquina diminuta y atestada sin privacidad alguna, con las luces siempre encendidas sobre nuestras cabezas. Más adelante sabríamos que esto era para intentar garantizar nuestra seguridad, para no tenernos escondidas. El campamento era un lugar en el que hubiera sido fácil desaparecer completamente. Al fin y al cabo, a todo el mundo le daba igual. Habíamos dejado de importar. A nadie le interesaba ya quiénes éramos, cuáles eran nuestras historias. Contábamos, pero solo como números en una lista de desplazados, de refugiados.

Los días asumieron una rutina. Íbamos a buscar comida y nos pasábamos horas haciendo cola, especialmente durante los primeros días, cuando no entendíamos los sistemas y las reglas y no teníamos a quién preguntar. Con lo callada que había estado desde el terremoto, Ara se puso a hablar con todo el mundo en el campamento. Salía a Madar en su capacidad para encontrar amigos, para encontrar ayuda. Intentábamos asegurarnos de que Soraya tuviera agua y comida. Pedíamos ayuda y consejo a las mujeres mayores. Ellas nos espantaban como a moscas. Soraya aprendió a andar en aquel polvo, tambaleándose entre los palos de las tiendas y las cuerdas de tender. Cuando dio sus primeros pasos asomó a su boca una sonrisa jubilosa, y se puso a dar palmas.

En el campamento había cientos de personas, miles, un mar interminable de figuras sentadas: los chicos saliendo de alguna tienda a todo correr; las niñas, en general, metidas dentro de las tiendas por su propia seguridad. Había poca sensación de orden. Mucha gente se había rendido, incapaz de construirse ahí una vida. Los lugareños no nos recibían con agrado, considerando que traíamos problemas, enfermedades y desgracias. Tampoco los trabajadores humanitarios se alegraban de recibirnos, porque estaban abrumados y explotados, y eran incapaces de ocuparse de tantas almas perdidas. Los trabajadores nos advirtieron de quedarnos cerca de la tienda, de no andar por ahí lejos.

No había escuela, aunque sí distintas clases temporales que una u otra agencia de ayuda humanitaria intentaba poner en marcha. Nunca duraban más de unas pocas semanas antes de ser sustituidas por otras necesidades más perentorias. El personal ya no estaba disponible para ayudar a enseñar, y los niños se iban desperdigando. En cambio, había que seguir teniéndonos lástima, de forma que de vez en cuando llegaban periodistas extranjeros a filmar allí, o aparecían visitantes que se paseaban por el campamento mirándonos con fascinación y espanto. Ya no nos parecíamos a nosotras mismas. Yo me acordaba de Madar, de lo exigente que era, de las horas que dedicaba a cepillarnos y trenzarnos el pelo, y me daba un escalofrío de pensar en lo que hubiera dicho si nos hubiera podido ver.

Ara estaba siempre amargada y furiosa. Culpaba a los talibanes, a los rusos, a los americanos, a Baba, a Madar, a todo el mundo, de nuestra desventura. Yo no la desafiaba. Era lo único que me quedaba y no quería perderla a ella también.

—Tu hija es bonita —dijo una joven que pasó un día a nuestro lado, señalando a Soraya. Ara la miró, primero confundida y luego horrorizada.

—No, es mi hermana —le dijo en voz alta cuando ya se estaba yendo. La mujer, que tenía una cara amable y los ojos tristes, dio un paso atrás y se detuvo a hablar con nosotras.

—Yo soy Hafizah —dijo—, estoy ayudando aquí. —Hizo un gesto en dirección a la tienda y empezamos a hablar, a contarle nuestra historia.

—¿Así que sois de Baghlan, eh? También vivía allí mi marido, antes de… se lo llevaron los talibanes. —Nos miró—. No es bueno que estéis solas. Si necesitáis ayuda, preguntad por Hafizah.

Nos dejó tranquilas y se marchó, llevándose consigo a las dos chicas que la seguían a todas partes. Eran huérfanas, como nosotras. Las había acogido como si fueran suyas. Con el tiempo llegaríamos a conocerlas. Una de las chicas, Parwana, estaba más cerca de Ara en edad, aunque parecía mayor y era más alta. La otra, Benafsha, era más pequeña que yo, una niñita guapa de rizos rubiales y ojos verdes. Me recordaba a Robina y, cuando la miraba, me dolía el corazón. Después de aquella primera conversación, Hafizah siempre nos echó un ojo. Se aseguraba de que todos los días tuviéramos qué comer. Comprobaba que Soraya se bañaba y se mantenía lo más limpia posible dadas las circunstancias, y que conseguíamos ver a los médicos que venían. Despacio, la fuimos dejando entrar, primero con cautela y luego, al no ver en ella más que bondad y cuidado, nos permitimos creer que podría ser una nueva madre. Que podría cuidar de nosotras.

La gente hace cosas terribles cuando cree que no hay nadie mirando. Por la noche oíamos gritos, chillidos que venían de otros rincones del campamento. Por las mañanas veíamos niños aturdidos, con los ojos enrojecidos. Escuchábamos historias. Oíamos hablar de chicas jóvenes, no mayores que Ara, algunas incluso de mi misma edad, vendiéndose a desconocidos por dinero, o dejándose vender o arrebatar y violar. Lo mismo les pasó a algunos de los chicos también, a los que eran guapitos y no tenían a nadie que les protegiera. Todo esto parecía imposible, pero nosotras les mirábamos a la cara y sabíamos que era cierto. Ara me advirtió de que no me saliera nunca de las colas de comida y de que no fuera sola a los lavabos. Teníamos que hacerlo todo juntas. Teníamos que protegernos la una a la otra y a Soraya por encima de todo. Algunas de las chicas tenían las caras desfiguradas en castigo por su comportamiento, una señal que significaba disponibilidad. ¿Ahora quién las acogería? Veíamos a chicas cargando con sus propios bebés. Hafizah nos aconsejaba no hablar con ellas.

—Son historias que no queréis oír —nos decía.

Así que, en cambio, jugábamos con Benafsha y Parwana, nuestras amigas recién encontradas, que se habían instalado junto a nosotras con Hafizah en la tienda principal. Jugábamos a juegos silenciosos y esperanzados como Sang Chill Bazi, apañándonos con guijarros en vez de juguetes. Benafsha tiraba un guijarro al aire, recogía los que había en el suelo, luego Parwana, luego Ara, luego yo… una y otra vez hasta que alguna se declarase ganadora. O nos contábamos cuentos, compartíamos recuerdos de nuestra casa, nos inventábamos historias felices debajo de la húmeda lona. Yo le contaba en susurros a Benafsha cómo Ara, Soraya y yo íbamos a escaparnos del campamento, que nuestro hermano Omar nos iba a encontrar y que todos íbamos a volver a la casa amarilla de Kabul una vez que los combates hubieran terminado. Ella me apretaba la mano y me decía que sí, que era un gran plan.

En los días soleados, si Hafizah nos dejaba, jugábamos a Aaqab con algunos de los niños de nuestra tienda. Parwana estaba al mando.

—Venga, Samar. —Benafsha me arrastraba con ella. A nosotras nos tocaba ser palomas, picoteando el suelo de tierra; Parwana era el águila. Se había subido a un container que había al final de la hilera. Desde lo alto, contemplaba el campamento a su alrededor antes de bajar de un salto y empezar a perseguirnos a todos, pillando a tantos como pudiera, con los brazos extendidos.

—Corre, Benafsha —exclamaba yo, riendo, escapando de Parwana como si bailase, con los demás niños corriendo en todas direcciones. Tocando una esquina junto al alto palo de una bandera, estábamos a salvo en «casa». Sin aliento, riendo, libres.

En esos momentos recordaba que aún podía jugar, imaginar, hacer amigos, hasta reír, y que la vida podía continuar. Cuando el miedo me atosigaba en sueños por la noche, a veces parloteaba sonámbula, y Benafsha alargaba el brazo y me agarraba la mano.

—No pasa nada, Samar —susurraba, y yo me aferraba con todas mis fuerzas a esta niña pequeña a la que no conocía.

Los días se iban desdibujando, diluyéndose unos en otros. Pasaron meses. No parecía que hubiera probabilidad alguna de abandonar el campo algún día. Semana a semana, el número de personas crecía allí, llegaba más y más gente en camiones, en carromatos o a pie, con la misma mezcla de esperanza y miedo en la cara con la que habíamos llegado nosotras. Cada vez teníamos menos espacio en la tienda principal. Hafizah pidió una tienda para ella y las cinco niñas. Nosotras también rogábamos a los trabajadores sociales: «¡Por favor, dejadnos tener esto, por favor!», hasta que cedieron, abrumados por la desesperación en nuestros ojos, y necesitados del espacio que ocupábamos para dárselo a otros huérfanos que, a diferencia de nosotras, no tenían a nadie que mostrara interés por ellos. Le concedieron a Hafizah una pequeña tienda al final de una fila, a un trecho largo de la gran tienda abierta en la que habíamos estado viviendo, esa tienda en la que la luz de las lámparas seguía encendida toda la noche hasta el amanecer y en la que no podías cerrar los ojos en la oscuridad y olvidar dónde estabas, ni siquiera durante una sola noche. Ansiábamos la oscuridad, cerrar los ojos y apartarnos de todo.

En nuestro nuevo hogar, Hafizah nos dijo que cada una escogiese una esquina. Ninguna quería acostarse junto a las solapas a la entrada de la tienda. Al final fue Parwana la que colocó reticentemente su colchoneta más cerca de ellas. Ara y yo nos quedamos en un lado con Soraya en medio de las dos, y Ara contra el borde de la tienda. Benafsha se enroscó apretada contra Hafizah en el otro lado. Por las noches hacía un frío atroz, así que solíamos apilar todas las ropas y las mantas que teníamos encima de nosotras, y acurrucarnos juntas para mantener el calor. Había láminas de plástico para tapar la suciedad del suelo y mantenernos secas pese a la lluvia. Hafizah utilizaba el espacio que había delante de la tienda para cocinar los días que tenía combustible, y nos sentábamos dentro o justo por fuera de la tienda durante el día, conscientes siempre de las miradas de los desconocidos sobre nosotras.

En el campamento se producían robos con regularidad. Nada estaba seguro a no ser que lo ataras a tu persona, e incluso, en ese caso, ladrones de dedos ágiles te robaban lo que podían. Ara llevaba un collar de oro, regalo de Madar, de su antigua vida. Tenía que esconderse la cadena debajo de la túnica o se la hubieran robado nada más verla. Estas cosas las fuimos aprendiendo mirando lo que sucedía a nuestro alrededor. Aprendimos una nueva forma de vida, totalmente diferente de nuestra temporada en las montañas y de la libertad que allí sentimos. Incluso cuando los talibanes empezaron a restringir todas nuestras actividades, incluso entonces aún podíamos echar a correr hacia las montañas y sentirnos libres. Aquí, según iban pasando los meses, sentíamos solo desesperación.

Nos fuimos debilitando. La comida era mala y poco frecuente. El agua nunca estaba limpia. La gente estaba enferma constantemente. Muchos morían. Los enterraban en el terreno que había detrás del campo, no lejos de las tiendas. Los extranjeros, trabajadores humanitarios, hacían lo que podían, pero nunca era suficiente. Ara nos daba muchas veces su comida a Soraya y a mí.

—Come —me decía, mirándome con sus oscuros ojos, famélica, dándole igual que hubiera tierra en el arroz y moscas por todas partes.

Soraya nos preocupaba a las dos y también preocupaba a Hafizah. Tenía la tripa hinchada, sus ojos parecían más grandes y perdidos en las concavidades de sus mejillas, y ese pelo suave de bebé que tenía se le estaba cayendo a puñados. Tenía llagas negras en las piernas. Dejó de caminar y pasaba todo el día sentada sobre una manta, con una expresión en los ojos como de anciana cansada.

Por las noches, en los ratos de sueño que me permitía a mí misma, se me aparecía Madar, la veía buscando a Soraya y llamándola. No me llamaba ni a mí ni a Ara. Podía oír la risa de Javad y recordaba las últimas palabras que me dijo: «No puedes pararlo. Nadie puede».

Me despertaba empapada de sudor y de miedo. Pero no estaba. Jamás volvería. Todos habían desaparecido. Nuestra última esperanza era Omar: sabíamos que estaba por ahí en alguna parte, combatiendo en las montañas. Al menos esto era lo que queríamos creer, y nos dejábamos soñar a nosotras mismas con un tiempo en un futuro no muy lejano en el que él vendría al campo de refugiados, nos encontraría y nos llevaría con él, y podríamos volver a ser una especie de familia una vez más.

—¿Crees que se acordará de nosotras? —le pregunté a Ara.

—Por supuesto.

—¿Pero y si ahora él es diferente?

Ella se encogió de hombros.

—Podríamos volver todos, todos nosotros… a la casa vieja. —Coloqué la idea en sus manos. Ara la contempló y sacudió la cabeza.

—No podemos volver nunca, Samar. Nunca —dijo.

Eso era algo que yo no me quería creer.

Seguía acordándome de la casa amarilla y de jugar en la kala, del olor de las flores que había junto a la puerta.

—Eran rosales, madreselva, ¿te acuerdas, Samar? Y los árboles detrás de los que nos podíamos esconder, o el más alto, junto a la verja, ese al que Javad siempre estaba intentando subirse —decía.

Ara me lo contaba una y otra vez, me hablaba del amarillo pálido de los muros, del techo plano desde el que podía verse toda la ciudad, blanca contra el azul del cielo de Kabul. Y entonces yo nos veía a todos. Allí estaban Omar y Javad jugando, Ara riendo con ellos, todos estábamos jugando… echando carreras por el jardín, persiguiéndonos, tirándonos en el césped partidos de la risa.

Madar se sentaba a la sombra. Estaba leyendo y tarareaba una melodía para sí. Arsalan y Baba estaban junto a la puerta. Habían sacado dos sillas de la cocina y una mesita roja redonda, bebían chai y hablaban en susurros. Recordaba todo esto. Quería romper la membrana de este recuerdo y estar allí.

Necesitaba escapar del campamento. Se me puso una mirada loca, vidriosa, y me subió la fiebre. Ara estaba inquieta. Soraya también estaba débil y enferma. Pasaron las horas y me puse peor. Hafizah le dijo a Ara que fuera a buscar a un médico. Ara vaciló en la puerta de la tienda. No quería dejarnos solas. Tampoco quería ir sola. Estaba cayendo la tarde y no era seguro que saliera por ahí por su cuenta. Las demás habían ido a buscar agua. Hafizah le hizo un gesto con la mano para que se pusiera en marcha.

—Ve, Ara, ve a la tienda principal; allí habrá alguien. Es urgente, está muy caliente; está enferma, y la bebé también —le dijo, acunando a Soraya, que yacía sin fuerzas en su regazo.

«¿Quién está enferma?», me preguntaba yo, hasta que me di cuenta de que hablaban de mí.

Empecé a flotar fuera de mi propio cuerpo, girando sin parar dentro de la tienda, acercándome al mástil que llegaba al techo y sostenía la lona que nos daba cobijo. La casa amarilla ahora giraba también. Me tumbé sobre la fresca hierba y me puse a darle tirones a la hierba entre los dedos. Un águila sobrevolaba trazando círculos, y su elegante forma de volar me cautivó. Tenía sed. Llamé a Madar para que me trajera algo de beber. Ella no levantó la mirada de su libro. Ara se había marchado… ahora no podía verla. Omar y Javad estaban jugando a luchar en el césped junto a mí.

—¿Ha ido Ara a traer agua? —pregunté en voz alta.

Hafizah me estaba acariciando la frente ardiendo, pero yo ya no estaba en la tienda. Estaba arriba en las montañas con mis abuelos. Estaba en la casa cueva viendo cómo titilaba la lámpara. Maman Bozorg me tomaba de la mano y me acariciaba la frente.

—Ya, ya, Samar —decía—. Tienes que dormir. Este dolor pasará. —Pero yo no podía dormir.

Baba Bozorg me estaba sacudiendo.

—Mantenla despierta —dijo, en tono seco.

Oí un rumor fuera, como un trueno lejano, primero un ruido sordo que se fue haciendo más alto, luego la casa cueva se derrumbó sobre nosotros y yo me asfixiaba. No podía respirar. Intenté llevarme las manos a la garganta y la oscuridad lo cubrió todo.

Tardé días en recuperarme, y cuando lo hice, Ara no estaba.

Abrí los ojos y estaba en la tienda hospital. Una enfermera extranjera me estaba mirando, sujetándome la muñeca. Sonrió. Había gente en torno a la cama.

—Mira, está… —dijo una. Me dolían los ojos de mirar a la luz. Levanté la muñeca para protegerme los ojos, pero tenía el brazo conectado a unos cables, con un goteo que introducía un líquido en mi cuerpo. Al principio no sabía dónde estaba, y luego me acordé. Cerré los ojos una vez más. Me quemaba la garganta.

—Ara —llamé, con voz débil.

Nadie dijo nada.

—Mi hermana —dije—. Tengo que ver a mi hermana.

La enfermera me apretó la mano. Se inclinó sobre mí para que yo pudiera ver lo mucho que lamentaba tenérmelo que comunicar.

—Tu hermana murió —dijo suavemente—. También estaba muy enferma. Es un milagro que tú hayas sobrevivido, ¿sabes?

Sentí la humedad de las lágrimas sobre mis mejillas.

—Ara…

La enfermera me miró.

—No, Ara no… esa hermana no. Fue la pequeñita, está con los ángeles… Soraya era, ¿no?

Soraya había muerto. Me picaban los ojos de alivio, y luego una callada sensación de pérdida me inundó todo el cuerpo. Soraya, no Ara. Con el tiempo guardaría luto por Soraya, pero albergaba tan pocas esperanzas de que ella sobreviviera al infierno del campamento, y además ahora estaría en paz con Madar, de eso estaba segura. Era mejor que no estuviera aquí.

La enfermera volvió a apretarme la mano. Cerré los ojos. Pronto no era la enfermera, sino Madar la que me sujetaba la mano. «Está todo bien, Samar. Descansa, duerme», la oí decir.

—Pero Soraya… —yo necesitaba contárselo.

—Chis ahora, Samar, está todo bien. —La voz de Madar me mecía de vuelta al sueño.

Las voces a mi alrededor se convirtieron en suaves murmullos. Luego más tarde empezaron a levantar la camilla en la que me habían colocado y me estaban trasladando a otro lugar.

—Díselo a Ara —murmuré cuando la enfermera me soltó la mano.

Necesitaban la cama para alguien que estaba más cerca de la muerte. Necesitaban el hueco para otro milagro.

—Tenías fiebres, Samar, fiebre cerebral, como la pequeñita —me explicó la enfermera. Me miró—. Este virus se ha llevado muchas vidas. Fue una suerte que tu hermana, la que se llama Ara, ¿verdad? Menos mal que vino a buscarnos. Estabas a punto de… —Se detuvo y no dijo nada más, por miedo a asustarme aún más.

—Quiero irme… —Casi dije «a casa», y la palabra me sobrecogió completamente. No podía irme a casa. Ya no tenía una casa ni una familia a la que volver. Lo único que me quedaba era Ara y la esperanza de que volviera Omar.

«¿Por qué no está aquí?», pensé, mirando a mi alrededor. Había también otros niños en la tienda hospital, algunos febriles, algunos con los miembros rotos; todos ellos débiles, enfermos, tal vez peor que yo.

Me daba miedo preguntar y también me daba miedo no hacerlo.

—Mi hermana, Ara, ¿va a venir hoy?

La enfermera estaba ocupada ayudando a otra niña a incorporarse en la camilla. La niña tenía la cara cubierta por vendajes. Pude ver quemaduras en su piel. La niña se aferraba a la enfermera.

—Lleva unos días sin venir —me dijo aquella mujer—. Antes solía venir todos los días y se pasaba el día entero sentada contigo. También traía a la pequeñita, pero para ella ya era demasiado tarde.

Se me cayó el alma a los pies. Ara llevaba días sin venir a verme. ¿Qué podía mantenerla lejos de mí? Ella nunca me dejaría aquí sola. Estaba convencida de ello. Tal vez Hafizah la haya hecho tomar distancia por miedo a contagiarse de mi enfermedad. «Sí», pensé, eso es. No era más que eso. Cuando vuelva a la tienda, allí estará y volveremos a empezar las dos juntas. Esta idea me animó.

—Me temo que ya no podemos seguir ayudándote —dijo la enfermera—. Son buenas noticias; puedes marcharte. Estás recuperada, más o menos.

Yo asentí, sin expresión.

—Tuviste fiebre durante muchos días, durante mucho tiempo, y estuviste hablando mucho. Pero la crisis ha pasado. Ya vas a estar bien, una vez que recuperes fuerzas de nuevo. —Sonrió. Era una media sonrisa esperanzada, triste.

Yo no quería marcharme.

—Yo no… —Mis palabras se desvanecieron y se quedaron en nada. Estas enfermeras y médicos no podían conseguir que me quedara aquí, y Ara me estaba esperando.

Me pregunté si sería capaz de encontrar el camino de vuelta a la tienda en el interminable mar de lonas. Pregunté por la tienda de los huérfanos, figurándome que desde allí sí sabría el camino. Me señalaron en la dirección correcta y la enfermera, con el rostro surcado de arrugas por tantas noches sin dormir, me dijo: «Cuídate».

Fui medio andando, medio corriendo, débil aún e indecisa, en dirección a la tienda de huérfanos, pasando por una fila detrás de otra de tiendas más pequeñas, filas que se extendían en la distancia, tiendas azules, verdes, blancas, el blanco convertido en rojo sucio por la tierra y el polvo, delgados logos azules de UNHCR revoloteando a los lados como si ofrecieran algún tipo de protección. Los hombres y los chicos me miraban correr desde el borde del sendero. Algunos sonreían, otros se limitaban a mirar. Tuve que bajar el ritmo para recuperar el aliento. Tras pasar incontables días acostada, hacer este ejercicio me dejaba sin respiración. Las filas se fueron emborronando ante mis ojos y sentí desvanecerme.

Me doblé por la cintura, haciendo respiraciones profundas. Me dolía el pecho. Detrás del mar de tiendas se elevaban las montañas, punteadas por árboles de un verde oscuro. En el cielo se veían bandas rosadas y naranjas, sentía el aire frío sobre las mejillas. Sentí movimiento a mi alrededor, alguien que intentaba cogerme de la mano. Rompí a correr de nuevo, arrojándome hacia la seguridad de la tienda para niños huérfanos. Cuando la encontré, una mujer me metió dentro.

—Necesito encontrar a mi hermana —dije, sacudiendo la cabeza mientras seguía corriendo. Ahora conocía bien el camino y fui zigzagueando entre las últimas filas que quedaban antes de parar derrapando.

La tienda ya no estaba. Solo quedaba un pedazo de tierra aplastada y la silueta de donde una vez estuvo la tienda. Me dejé caer de rodillas y toqué el suelo. Se me quedó la mente en blanco y me eché a llorar. Luego pensé en preguntarle a la gente de la tienda de al lado; ellos tenían que saber algo. No podían haber desaparecido todas sin más. Fui a las solapas de la tienda y llamé: «¿Hola?».

Un hombre con el pelo oscuro y rizado vistiendo un pakol sacó la cabeza. No le reconocí. Me miró intensamente y, viendo que estaba sola, me invitó a su tienda. Me zafé de él y eché a correr de nuevo hacia la tienda de los huérfanos. Allí me acogieron. Pasé el día sentada en una alfombrilla con pintitas azules y verdes y un hilo dorado entretejido en el algodón. Me mecía hacia delante y hacia atrás, pensando: «Alguien me ayudará. Se han mudado de tienda. ¿Por qué? ¿Dónde están ahora?» Lo cierto es que allí, en el campamento, la gente de vez en cuando se trasladaba, a veces porque quedaba libre un rincón mejor, a veces porque sustituían una tienda por otra nueva, a veces porque otras personas necesitaban la tienda y varias familias se veían obligadas a compartirla. A veces la gente se marchaba. O enfermaba. O moría.

Decidí regresar. Esta vez le pedí a una de las trabajadoras humanitarias que me acompañara. Era alta, de piel pálida y una melena del color de las caléndulas. Me cogió de la mano y volvimos al lugar donde había estado la tienda, donde había estado mi casa, por provisional que fuera. Pregunté a los demás vecinos, los de la tienda situada detrás de donde había estado la nuestra, a dónde habían ido.

—Ah, Hafizah dijo que se volvía a Afganistán. Se hartó del campamento. Cuando murió la niña pequeñita, creo que se derrumbó —nos dijo.

Yo estaba conmocionada. Me quedé mirando a la mujer. ¿Cómo podía haberse ido sin mí?

—¿Y Ara? ¿Mi hermana? —le pregunté, mordiéndome el labio.

—Oh… —La mujer bajó la mirada—. Desapareció.

—¿Cómo que desapareció?

—Hafizah la estuvo buscando, pero no la encontró. Una tarde se suponía que tenía que volver de la tienda hospital. No la dejaban pasar la noche contigo, así que iba y venía para verte. Pero una noche… sencillamente no volvió —dijo la vecina, que para ser una mujer tan joven parecía muy vieja.

—¿Qué le vas a hacer? —me dijo, viéndome la cara—. Ten esperanza. Ya aparecerá.

Miró a la otra mujer que iba conmigo, la trabajadora de la tienda grande. Vi la mirada nerviosa que intercambiaron. Ara no iba a volver. Le di las gracias. Me dio un abrazo flojo y volvimos de nuevo a la tienda principal.

Esa noche, bajo las intensas luces, apenas dormí. Me di cuenta de que tenía que encontrar a Ara. Tenía que encontrarla. Así que por la mañana empecé por preguntarles a los demás niños. Hablé con todos los niños con los que pude. Les preguntaba por Ara, la describía, sus ojos oscuros, su bonita cara, sus risotadas, su carácter fuerte, sus hermosa voz de cantante. Todos sacudían la cabeza y miraban para otro lado. Le pregunté a un grupo de chicas que eran conocidas por entregarse a los hombres del campamento. Me pidieron que me quedara con ellas, pero yo rehusé. No la habían visto. Sentí alivio; no podía imaginarme eso para Ara. Ella nunca se entregaría así. Antes se hubiera muerto de hambre.

Pregunté a un grupo de chicos. Una mirada de reconocimiento brilló en los ojos de uno de ellos, que era más joven y más bajito que los demás, cuando les hablé de Ara. Me miró durante más rato que los otros. Luego, sin decir nada, me cogió de la mano y me hizo un gesto para que le siguiera.

—Ese es Aaqel —dijeron los demás—. Es mudo. No habla. —Yo asentí.

Este niño silencioso no me daba miedo, y veía que sabía algo. Me condujo lejos de las filas de tiendas, pasadas unas casas de adobe que los hombres habían empezado a construir en el extremo del campamento, al caer en la cuenta de que regresar a casa no era algo que fuera a suceder pronto. Había otros niños jugando en el lecho del río. El agua estaba gris y embarrada, casi no había. Las nuevas lluvias estaban por venir. Había chicos saltando por encima del riachuelo de agua turbia, brincando de una piedra a otra, y uno saludó a Aaqel cuando le reconoció.

Seguimos avanzando por el río y entonces señaló algo que flotaba en el agua, una tela inflada, enganchada en las rocas y en las ramas de los árboles.

Me atravesó un rayo de miedo. Vislumbré por un instante una tela como la del pañuelo de Ara. Fuimos abriéndonos camino por el humedal, mis pies iban chapoteando en el barro, tenía los tobillos mojados. El chico se retiró cuando yo me agaché y le di la vuelta al cuerpo. Era Ara. Tenía la cara amoratada e hinchada, pero era ella. Le di la espalda, me subió a la garganta un amargo sabor a vómito. Aaqel apartó la mirada.

—Es ella —le dije, aunque él ya lo sabía—. Ayúdame… por favor.

Juntos levantamos su cuerpo hinchado y lo tendimos en la orilla. La expresión de su rostro era de absoluta conmoción. Yo no era capaz de pensar en lo que le habrían hecho, en cómo habría llegado aquí, en a quién tenía yo que culpar. La furia me quemaba. Solo podía abrazarla y sollozar. El dolor me salía por todos los poros. Lloré por mi hermosa hermana que quería ver el mundo, que soñaba con vivir en París, con enamorarse un día y caminar libremente por los bulevares, que soñaba con convertirse en una cantante famosa. Lloré por Madar y Baba, por mis abuelos, por Javad, por las mellizas, por Pequeño Arsalan, todos enterrados y perdidos en la montaña. Lloré por Soraya, arrebatada por la enfermedad, y lloré porque no sabía si Omar estaba vivo o muerto. Lloré por mí y por Aaqel y todos los niños atrapados allí, en ese lugar infernal y maldito.

No derramé lágrimas por Hafizah, a quien culpaba por la muerte de Ara y que me había abandonado. Era bueno tener a alguien a quien echar la culpa.

Estuvimos allí sentados durante lo que me parecieron solo unos momentos, pero debimos de estar horas, porque el cielo se fue oscureciendo. Aaqel me miró. La enterraríamos. Recordé la cadena de oro de Madar y me arrodillé delante del cuerpo de Ara para que no me viera comprobar si la llevaba, recorriendo con mis dedos la base de su cuello. Ara la tenía puesta aún. De alguna manera no la pudieron descubrir cuando fue atacada. No era su oro lo que querían. Mis dedos buscaron el cierre y se la saqué del cuello.

Entonces decidí que no me iba a quedar allí a pudrirme y morir. El collar no podía salvar ya a Ara, pero me iba a salvar a mí. Me serviría para llevarme muy lejos del campamento.

La enterramos junto al lecho del río y Aaqel se quedó conmigo. Algunos de los niños nos ayudaron. Todos cavamos con las manos, no teníamos mucho más. El barro se me resbalaba, frío, entre los dedos. Cuando lo terminamos de hacer, me arrodillé junto a la tierra removida, ahora cubierta de piedras. Coloqué un palo entre las piedras y en lo alto até un jirón del pañuelo de Ara, que revoloteaba en la brisa. Rezamos por que pudiera encontrar la paz. Aaqel me tomó de la mano y los dos nos quedamos allí de pie mientras caía la noche.

Le dije adiós a Ara. Le dije adiós al campamento. Estaba hueca por dentro; insensibilizada. Las lágrimas me habían vaciado. Era hora de irme a casa.